CAPÍTULO 28
Dayhen se incorporó con el cuerpo moribundo de su amada en brazos, frente a él se elevaba el Hal de los Elementos. La sala de piedra era fría, la única luz procedía de los pebeteros en los que ardía el fuego divino, aquel que nunca se extinguiría. Las cuatro columnas que una vez retuvieron las reliquias estaban vacías, enormes y altos cilindros de mármol negro carentes de vida. Sus pasos resonaron sobre el suelo del mismo material, girando sobre sí mismo, buscando a aquel a quien había convocado.
—¡Odín! —llamó de nuevo y apretó con más fuerza su carga. La sangre de la muchacha empapaba su camisa, su piel era mucho más pálida y en su cuerpo ya solo quedaba un aliento de vida. Iba a perderla—. ¡Padre! ¡Por lo más sagrado, os necesito!
La desesperación lo hizo caer al í mismo de rodillas, podía sentir como ella se marchaba, como el Arven se apagaba; Si no ocurría un milagro, los perdería a ambos. Y maldito si le importaba ya la reliquia, la entregaría gustoso a su peor enemigo si con ello conseguía salvarla a ella.
—Os lo ruego… —musitó bajando la cabeza sobre ella—, no me la arrebatéis a ella también.
Una solitaria lágrima descendió por la mejilla masculina hasta caer al suelo.
—Dayhen.
Su nombre resonó en la sala a través de la voz profunda y firme de un hombre, él no necesitaba levantar la mirada para saber a quién pertenecía.
—El Arven se muere, mi señor y su portadora con él —musitó, entonces alzó sus brillantes ojos verdes llenos de pena y dolor hacia él—. Ayudadme, padre.
El hombre caminó hacia ellos. No aparentaba más de cuarenta y cinco o cincuenta años, vestía un conjunto de túnica y pantalón de color blanco sobre el que destacaba un sobre todo dorado. Su aspecto no podía ser más inocente y al mismo tiempo, l eno de poder.
Sus pies, enfundados en unas botas altas de piel lo llevaron hasta la pareja y para la propia sorpresa de Dayhen, el hombre se acuclil ó frente a ellos y posó la mano sobre la cabeza de su preciosa carga.
—El vínculo ha sido restaurado —declaró con lo que le pareció un suspiro de alivio—. Ha llegado el momento de que la dejes ir, de que los entregues a ambos para que el Arven pueda recuperar su lugar.
Él apretó con fuerza a la mujer en sus brazos, con miedo de que intentaran arrebatársela.
—Ella morirá —aseguró, constatando un hecho que ambos sabían.
—Dayhen…
Él se tensó ante el tono apaciguador del dios. No lo aceptaba, no permitiría que le arrebatasen de nuevo su posesión más preciada.
—No puedes arrebatarme dos veces lo más importante para mí —le dijo, luchando por mantener el tono y no derrumbarse—. Renunciaré eternamente a mi lugar junto a ti y los míos por ella, Padre, renunciaré a todo por el a.
El dios lo miró a los ojos durante un breve instante.
—¿Renunciarías a tu propia vida para entregársela a ella? —sugirió el dios con frialdad, poniéndose en pie—. ¿Renunciarás a tu lugar, tu derecho de nacimiento por una simple mortal?
Él alzó la mirada y no existía vacilación en sus ojos.
—Renunciaré al mismísimo Valhala si puedo tenerla conmigo —declaró con firmeza.
El dios se dio la vuelta, la suave tela del sobretodo ondeaba tras él como alas doradas mientras caminaba hacia una de las columnas; aquella que contendría al Arven.
—La única manera en que puedas conservarla, será si reclamo su alma después de que abandone la vida —declaró, su mirada se clavó ahora en su hijo —. O lo haga Freyja.
Dayhen abrió la boca para responder, pero él lo interrumpió alzando una mano.
—Pero si el Arven muere con el a… —continuó con lentitud—, su alma no podrá regresar. Será su custodio hasta que este decida encontrar un nuevo poseedor. Ella seguirá prisionera en la muerte, al igual que lo fue en vida.
Dayhen apretó los dientes, ¿por qué no le sorprendía? Los dioses nunca hacían nada de forma gratuita, siempre pedían algo a cambio de su favor.
Odín acarició la columna de mármol negro con cierta reverencia, sus ojos, sabios y antiguos se posaron en los de su hijo menor.
—Has vagado durante interminables vidas en una búsqueda sagrada, ya es hora de descansar, Dayhen —le dijo con palabras lentas, pero sinceras—.
Devuelve el Arven a su lugar de origen y vuelve a casa.
Él apretó las manos en sendos puños.
—No sin el a —declaró sin soltar a la mujer que acunaba en su regazo.
El dios lo enfrentó, pero él no se amilanó, no bajó la mirada ni un solo instante.
—Restauraré el Arven, pero no por vos, Padre, si no por el a y por todos aquellos que como ella, han tenido que soportar tal peso sobre sus hombros — declaró tras tomar aquella firme determinación—. Ella es lo más importante para mí y si se va, me iré con el a, no volverá a estar sola.
Odín alzó la barbil a, un extraño bril o cruzó su mirada durante un breve instante, uno que casi pasó desapercibido para el Relikvier.
—Que así sea, hijo mío —declaró finalmente, su voz tan firme e impersonal como de costumbre—. Restaura el Arven y que los destinos decidan vuestro camino.
Dayhen clavó una rodil a en el suelo y se impulsó hasta levantarse en el mismo momento en que Naroa exhalaba el último aliento en sus brazos. Su mirada cayó sobre el rostro sin vida de su amor, la acercó a él y le besó la frente al tiempo que caminaba hacia la columna fría y sin vida que una vez había sido el lugar del Arven.
—Tuyo por toda la eternidad, duende —le susurró y permitió que el fuego en su interior cobrase vida y emergiese con todo su poder, tragándoselos a ambos en un remolino de calor y l amas que ardía cada vez con mayor intensidad.
Odín se vio obligado a retroceder, sus ojos abiertos con asombro y reverencia ante el sacrificio al que se entregaba su hijo. Las siluetas abrazadas en el medio de las llamas empezaron a desaparecer bajo la potente y cada vez más ardiente furia del fuego elemental, la columna de mármol tras ellos empezó a vibrar como si emitiese alguna clase de sonido o melodía; un sonido que no se escuchaba en aquella sala desde que las reliquias fueron robadas.
Entonces el rugido del fuego cesó, en el espacio de un segundo un sepulcral silencio inundó la sala y le siguió una rápida explosión de l amas que lo cegó momentáneamente.
Cuando por fin pudo volver la mirada en aquella dirección, observó sobrecogido que el cáliz con el fuego ardía en el interior de la columna de mármol, ahora de un blanco tan transparente que parecía cristal; El Arven Odin había regresado a su lugar.
Pero lo que causó estupor en Odín fue el enorme cristal del color de la sangre que latía con vida, la del Relikvier y su elegida.
—¡Freyja! —clamó en voz alta, lo suficientemente urgente como para que la diosa con la que se dividía las almas que entraban en el Valhala apareciese al instante.
La diosa se materializó a su lado, hermosa, intocable, con una toal a envolviendo su cabel o y otra su lujurioso cuerpo. Las gotitas de agua todavía perlaban su piel.
—¿A qué vienen esos gritos? —preguntó la mujer llevándose las manos a las caderas.
El dios se limitó a señalar el cristal que descansaba tras el a.
—Tráelos de vuelta —declaró sin dar más explicaciones—. Son amantes que permanecerán unidos por toda la eternidad.
La diosa se volvió en la dirección que le indicaba Odín y contuvo un jadeo al ver el monolito de cristal rojo sangre en el que estaban atrapadas dos almas. Su curiosidad dio paso a la estupefacción, cuando tras tocar el cristal reconoció a una de ellas y su mirada fue atraída por el fuego que ardía con fuerza en su contenedor, dentro de la columna de mármol cristalino.
—Oh, por todo lo sagrado, Dayhen —jadeó llevándose ahora las manos a la boca cuando comprendió lo que ocurría—. El Arven ha regresado.
El dios caminó hacia ella y posó la mano sobre su hombro, sus ojos se encontraron durante un breve instante; en esos segundos se comunicaron y reprocharon demasiadas cosas para gusto de ambos.
—Reclama sus almas —pidió Odín—, tráelos de nuevo al Valhala; Ella es la elegida de mi hijo y será mi legado.
Con esas palabras, echó un último vistazo al Arven y al monolito que había creado el fuego y se marchó.
Freyja observó detenidamente el envase de cristal que se alzaba ante el a, podía sentirlo palpitar, sentir el calor y el sacrificio de amor que había obrado tal milagro. Dayhen se había sacrificado a sí mismo por el a, por su alma; el Relikvier le había dado una lección a Odín que esperaba que el dios jamás olvidara. Sus dedos acariciaron suavemente la superficie y sonrió.
—Habéis recorrido un camino demasiado largo como para deteneros ahora, mis niños —murmuró con una sonrisa—. Es hora de volver a casa, despertad de vuestro letargo, todavía os queda mucho sendero que recorrer.
Ella sopló suavemente sobre el cristal, insuflando en aquellas almas el cálido aliento de vida. El sonido precedió a la ruptura del monolito, poco a poco se abrían vetas y se resquebrajaban, convirtiéndose en astillas y finalmente en un polvo color rubí que bañó los dos cuerpos desnudos y abrazados de Dayhen y Naroa.
Ella sonrió satisfecha al ver el cabel o rojo como el fuego que caía en cascada cubriendo el cuerpo de su nueva valquiria y se permitió recrearse unos instantes en la perfección divina del cuerpo del Relikvier; su espalda estaba ahora cubierta por un enorme pájaro tribal de fuego cuyas alas se extendían de hombro a hombro, mientras la cola acariciaba el nacimiento de las prietas nalgas. La diosa suspiró, no había cosa que le gustase más que un cuerpo cincelado y hecho para el pecado; que suerte tenía su pequeño legado.
Con un suspiro, cubrió sus cuerpos desnudos con sendos trajes de seda roja y dorada, símbolo del fuego que los unía y se inclinó sobre ellos. Sus manos acariciaron con ternura el pelo del Relikvier.
—Ahora ella es tu valquiria, Dayhen —le susurró, asegurándose que él recordara sus palabras al despertar—. Vivirá tanto como tú vivas, einhenjar, y morirá cuando tú decidas morir. Ascenderá y ocupará su lugar a tu lado en el Valhala cuando l egue el momento de volver a casa. Protégela y el a velará por ti.
Ella refleja la esencia que ambos compartís, el fuego elemental acudirá a tu l amado siempre que lo necesites.
Su mirada descendió entonces sobre la delicada y pequeña mujer con rostro de duende que había robado el corazón y el alma al comandante del ejército de Odín.
—Odín te considera digna de ser su Legado, pequeña, digna de su hijo —le susurró igualmente a ella—. Este es su regalo para los dos. Vivid sabiamente y luchad con valentía, la recompensa estará siempre en vuestras manos.
Satisfecha con el resultado, la diosa se incorporó, dio un par de pasos atrás y los envió de regreso al mundo que conocían, allí donde los estarían esperando.