CAPÍTULO 27

 

Naroa sentía que le iba a estal ar la cabeza, incluso la débil luz que iluminaba la extraña habitación de paredes de madera y decoración rústica suponía una molestia añadida a las que recorrían su cuerpo. Estaba desorientada, un persistente latido se instaló en su cabeza y le impidió pensar con claridad, sus dedos acariciaron la tela gastada de una vieja manta sobre la que estaba tumbada aumentando su desconcierto. El inesperado sonido de algún objeto al chocar con el suelo l amó su atención, sus ojos marrones se abrieron de par en par cuando dio con la causa de aquel sonido, un hombre cuya presencia le helaba la sangre.

—Shh, todo irá bien… él no te tendrá —le aseguró Markus caminando hacia la cama.

Ella se tensó y se incorporó de golpe, la punzaba en su cabeza y la bilis que le subía por la garganta no evitó que se arrastrase hasta el cabezal del lecho para escapar de su contacto.

—¡No me toques! —Su voz sonaba histérica a pesar del cansancio y el malestar. El miedo había activado la adrenalina.

Él frunció el ceño, dio un paso atrás y se incorporó. Su mirada fija en ella.

—No tienes idea de lo que te espera ahí fuera…, si no hubiese aparecido cuando lo hice habrías caído en sus manos y sus intenciones son con diferencia, más macabras de lo que puedan llegar a parecerte las mías —declaró con lentitud —. No debiste huir, no tenías que alejarte de mí de esa manera. Si me la hubieses entregado cuando te la pedí… todo esto sería innecesario.

Ella apretó los dientes, ¿cómo se atrevía a culparla a ella de lo ocurrido?

—Casi me matas… ¡Mataste a nuestro hijo! —declaró por primera vez en voz alta, la rabia mezclada con la desesperación—. ¡No eres más que un monstruo, uno de la peor…!

Sus palabras se vieron cortadas por un ramalazo de dolor que le atravesó la cara, sus dientes de clavaron en las encías y pudo saborear su propia sangre.

Sus ojos se clavaron en los suyos con absoluto desagrado y odio, pero él parecía ya arrepentido de su repentino gesto.

—Eres un asesino —escupió ella, las lágrimas de dolor inundando sus ojos —. Le mataste… nos mataste a los dos…

Él negó con la cabeza e intentó acercarse a ella con lentitud, con palabras suaves.

—Ese niño no podía nacer… nunca nacería —le dijo como quien explica algo a un infante—. ¿No lo entiendes? El Arven no lo permitiría… lo consumiría…

nunca llegarías a tenerlo en tus brazos… Fue lo mejor… ¿Lo entiendes, verdad?

Ella abrió los ojos como platos y empezó a negar con la cabeza, la idea que estaba penetrando en su mente no podía ser real, él no podía estar sugiriendo que sabía de su embarazo… No… ningún ser humano podía ser tan cruel como para matar a su propio hijo. Pero entonces, ¿no era precisamente lo que él hizo?

—No es verdad —musitó sacudiendo la cabeza—. Dime que no es verdad, tú no lo sabías, no podías saberlo… No es posible… no lo es…

Él se acercó a ella, le ahuecó el rostro con la mano y la miró con ternura, una ternura que había deseado hace cinco años y que jamás recibió de él.

—Estás vinculada a mí —aseguró con firmeza—. Eras todo lo que siempre deseé… y entonces esa nueva vida… Él dijo que no existía otra solución, la reliquia se alimentaría de ti… se l evaría con ella nuestro bebé. Te lo dije, Naroa, te dije que me la entregases… pero no quisiste escucharme. No podía permitir que os l evase a los dos, él solo quería la reliquia… no os tendría a los dos.

El dolor era tan fuerte que la laceró por dentro, quería gritar, arrancarle los ojos y hacerle pagar por todo lo que había hecho con el a. Si hubo algún momento en el que sintió pena o piedad por él, Markus se encargó de borrarlo de un plomazo con su confesión.

Frente a el a, lo vio dejar a un lado aquella ternura, fingida o no y adquirir un gesto frío, de muerte.

—Pero te marchaste —declaró con pasión—. Despertaste la reliquia y rompiste nuestro vínculo. Me arrebataste lo único que me quedaba, Vanessa te prefirió a ti antes que a mí.

Ella se crispó.

—Tu hermana hizo lo que tú jamás conseguiste hacer —escupió el a, l ena de rabia y dolor—. Ella me mantuvo a salvo, cuidó de mí, ¡habría cuidado de los dos si tú no me lo hubieses arrebatado!

Él se tensó, sus ojos l ameaban mientras la enfrentaba.

—¡Ella es una zorra y te ha puesto en mi contra! —insistió, escupiendo casi las palabras. Estaba enloquecido, parecía un animal herido.

Ella sacudió la cabeza, aquel individuo que permanecía frente a ella no conservaba nada de su primer amor.

—Estás loco —susurró permitiendo que las lágrimas resbalasen por sus mejil as—. ¡Intentaste matarme! Durante estos últimos cinco años no me has dejado ni respirar, has atentado una y otra vez contra mi vida.

Él inclinó sobre ella, acorralándola sobre el pequeño camastro y contra la pared.

—Tenía una misión, amor, y tú no me lo pusiste precisamente fácil.

Necesito el Arven, Naroa —insistió en un tono persuasivo, desmentido por la locura que se reflejaba en sus ojos—. Tienes que entregármelo, solo entonces podré ponernos a ambos a salvo, ¿es que no lo entiendes? Casio no te tendrá, no se lo permitiré.

¿Casio? ¿De quién estaba hablando?

—Entrégame el Arven, amor —insistió extendiendo las manos hacia el a—.

Permite que ponga las cosas en su lugar. Yo… yo te perdono, mi niña, no me importa nada de lo que hayas hecho, no lo mencionaremos, seremos solo tú y yo.

Haremos que funcione, será tal y como siempre debió ser.

Ella no pudo evitar que el asco y la ironía se reflejasen en su rostro.

—¿Qué tú me perdonas? —farfulló con todo el desprecio que guardaba por él—. ¿Y qué es lo que me perdonas exactamente, Markus? Que te odie con todas mis fuerzas, que desee apasionadamente tu muerte… ¡Mataste a un bebé indefenso! ¡A tu propio hijo! Lo único que siempre has querido es la reliquia y siento una absoluta y completa satisfacción al decirte esto; El Arven ya tiene dueño y no eres tú.

Ella lo vio palidecer, su rostro se volvió inexpresivo. Toda la consideración que habría podido tener para con el a se evaporó y en un abrir y cerrar de ojos, Naroa sintió como le faltaba el aire mientras ese hijo de puta la aferraba por el cuello y la arrastraba fuera de la cama, acercándola más a él sin que sus débiles esfuerzos por liberarse de la férrea presa, sirviesen de nada.

—Eres mía —escupió con demasiado fervor—. Solo mía. El Arven me pertenece a mí y solo a mí… nadie obtendrá lo que es mío. ¡Nadie!

Ella luchó con uñas y dientes, sus dedos dejaron surcos en la piel de las manos que le aferraban el cuello, asfixiándola lentamente, concediéndole una muerte agónica. Puntos negros empezaban a nublar su visión hablando sobre la falta de aire y la cada vez más cercana muerte.

—Esto no durará mucho, Naroa —continuó él. Su voz cambió una vez más; era suave, casi tierna—. Arreglaré las cosas para nosotros dos, todo saldrá bien.

Cuando tenga la reliquia en mi poder, él no podrá reclamarla y ya no estarás en peligro.

Sus uñas dejaban medialunas sobre la piel de las fuertes manos, pero la presión no cedía. Él la acercó más a su cuerpo, alzándola hasta que sus ojos se encontraron; Markus era lo suficientemente alto como para ella tuviese que estar casi de puntillas para l egar a su altura. Desvió la mirada en un último intento por buscar algo que le sirviese de arma, algo que lograse que conservara su vida unos minutos más. Ni siquiera podía darle un buen rodillazo o pegarle con suficiente fuerza, sus piernas apenas le respondían, sus brazos parecían pesos muertos; su vida pendía de un hilo.

Gimió, las lágrimas cubrían sus ojos mientras estiraba uno de los brazos en busca de algo, cualquier cosa que sus dedos tocasen y sirviese a sus propósitos.

—Eres mía —insistía él—. Solo mía… Te recuperaré de la forma que sea.

Entrégame el Arven, Naroa, permite que volvamos a empezar.

Ella siguió tironeando de las manos que le aplastaban la garganta, palmeando el aire con el brazo libre hasta que sus dedos tocaron con algo duro y frío y tiró de ello con toda la fuerza que le quedaba.

En un abrir y cerrar de ojos, el a posó el cañón de un arma de fuego sobre su sien, amartilló la pistola y lo desafió con los ojos.

—Su… el…ta…me —se las ingenió para sisear.

Él se vio obligado a hacer su voluntad, su rostro mudó una vez más; el a jamás había visto a nadie con tantas personalidades múltiples. Entre espasmos y toses, manteniendo un ojo sobre él y la pistola apuntándole empezó a rodearle, quitándole la ventaja que había tenido sobre el a al mantenerla cautiva entre la cama y la pared.

—No soy tuya —se obligó a decir a pesar del dolor de su aplastada garganta—. El Arven jamás será tuyo, jamás lo tendrás, ¿me oyes? ¡Nunca!

A él no parecía preocuparle ni una pizca el arma con el que ella lo amenazaba, más bien al contrario. La sorpresa inundó sus rasgos durante un momento, antes de que mudasen nuevamente a los de un padre que está cansado de las tonterías de su hijo.

—Baja ese arma, Naroa. Te harás daño —aseguró con absurda paciencia.

Incluso adelantó la mano para que se la entregase.

Ella dio un paso atrás, buscando con cortos vistazos la puerta principal.

—Si das un solo paso, te meteré una bala en las pelotas —le dijo—, y solo será el principio.

Él frunció el ceño, su mirada le transmitió una advertencia.

—Naroa…

Continuó retrocediendo poco a poco, los efectos de lo que quiera que le hubiesen inyectado seguían presentes pero no tan fuertes como antes.

—Naroa, vuelve aquí… —pidió caminando hacia el a—, no puedes salir ahora, ellos están todavía ahí fuera. Él te busca, sé que lo hace, no piensa dejarte escapar, pero tú eres mía. No le dejaré tenerte.

Ella no le escuchó y retrocedió otro paso más. Por el rabillo del ojo observó la distancia que la separaba de la puerta; su impulso la llevó a correr. Necesitaba huir, salir de allí como fuera, no sabía cuánto tiempo habría pasado desde que abandonó la casa, pero Dayhen tendría que notar ya su falta. Y Nessa, el a sabía que estaba ocurriéndole.

Tiró con fuerza del pomo y la puerta se abrió una rendija solo para ser cerrada de golpe cuando una pesada mano masculina se apoyó con fuerza sobre ella. Sus nervios la hicieron gritar, se giró y un fuerte olor a pólvora siguió el estallido de un disparo.

—Naroa… —sus ojos se abrieron de par en par.

Ella parpadeó, sus propios ojos se l enaron de lágrimas antes de que palpase tras ella una vez más la puerta, y tras abrirla, saliese por ella.

 

Dayhen escuchó el sonido de un disparo, el estómago se le encogió. Una urgente necesidad de encontrar a la mujer dio alas a sus pies. La había rastreado sin necesidad del localizador, podía sentirla, seguir su rastro como si los uniese un hilo invisible. Sus compañeros se habían puesto de nuevo en contacto con él para decirle que ya habían l egado, en aquellos momentos debían estar dirigiéndose hacia él, siguiendo la señal de su propio teléfono, pero no podía esperarles. Algo le decía que el a le necesitaba, y que lo necesitaba ya.

—Solo un poco más, duende —musitó para sí. El fuego hacía tiempo que se revolvía en su interior, furioso, desesperado por alcanzar el Arven.

Llegado a un recodo del camino, se detuvo, echó un rápido vistazo a su alrededor y siguió en la dirección que le marcaba el instinto. Rogaba que no fuese tarde… No podía perderla, a el a no.

 

Naroa estaba débil, el miedo, la necesidad de huir y alejarse de aquel lunático era lo único que la mantenía en movimiento. Su mano estaba manchada de sangre, su sangre. El arma se había disparado, alcanzándola en el costado.

Dolía como el demonio y la humedad ya había empapado del todo su blusa.

Sentía frío por momentos, todo su cuerpo temblaba y la vista le jugaba malas pasadas pero no se atrevía a detenerse ni siquiera para tomar un pequeño descanso, podía sentir que estaba allí fuera, en algún lugar, persiguiéndola. Si bien su vínculo se había roto con sus acciones, todavía quedaba aquel o que la hacía consciente de su presencia.

El corazón le latía con demasiada lentitud, el cansancio acuciado por la pérdida de sangre la hizo trastabillar más de una vez hasta lanzarla finalmente al suelo. No podía más.

—¡Sé que estás ahí! —le escuchó a lo lejos—. ¡Por amor de dios, niña, dime dónde estás! Naroa… tienes que entregarme el Arven. Todo irá bien, te lo prometo. Cuidaré de ti…

Ella negó con la cabeza, se incorporó de nuevo y luchó por avanzar, pero su ritmo no era rival para el de él y al final la encontró.

—Tienes que entregarme la reliquia —insistía sujetándola contra sí—. Solo así podré salvarte, ¿es que no lo entiendes?

Ella lo miró con odio.

—No puedo entregártela…no sé cómo hacerlo… —declaró el a con dolor—.

Y aunque lo supiera… nunca te la daría a ti.

Él se tensó y lo vio inclinándose sobre él.

—Naroa…

—No te acerques a el a.

Naroa se quedó sin respiración ante aquella voz profunda que hablaba de una despiadada venganza. Su alivio duró apenas un suspiro, pues el hombre que la retenía no pensó dos veces el encañonarle la sien con el arma tal y como había hecho el a en la cabaña.

—No te acerques —clamó escupiendo las palabras—. Ella es mía… el Arven es mío... No permitiré que caiga en otras manos.

Dayhen no solo no le escuchó, si no que dio un par de pasos hacia delante con paso despreocupado.

—Déjala ir y no te mataré —declaró el Relikvier con fría calma.

Él la apretó aún más contra él, su boca acercándose al oído de su rehén.

—Dile que se vaya, o le mataré —le dijo—. Tú me perteneces ahora y siempre.

Ella se tensó, se lamió los labios y alzó los ojos marrones hasta el hombre que estaba frente a el a.

—No pertenezco a nadie más que al custodio de mi reliquia —declaró sin dejar de mirarle, aceptando en voz alta lo que ya le había entregado—. Hazlo, Dayhen, quiero poder enterrar el pasado para siempre.

Naroa lo vio alzar la mano casi al mismo tiempo que Markus se volvía hacia ella y le apretaba el arma contra la cabeza. Con un alarido, él dejó caer la pistola al suelo, en su mano aparecía ahora una rojiza quemadura.

En su psicosis, él la tomó en sus brazos, apretándola en un estrecho abrazo que la sorprendió y le susurró en el oído.

—Yo te amaba, eras mía…—declaró apretándola más contra sí—. Lo siento amor… pero no puedo permitir que él se haga también contigo.

Como salida del aire, en su mano bril ó durante un breve instante el filo de una navaja que clavó profundamente en su pecho robándole la respiración. Ella jadeó, bajó la mirada hacia sus cuerpos y con las pocas fuerzas que le restaban, le empujó. Ella cayó al suelo lentamente, en sus oídos resonó el agónico alarido de la muerte y a través del aire l egó el olor de la carne quemada un momento antes de que todo sonido cesase.

Con dedos temblorosos palpó el mango de la navaja, y la extrajo con un agónico jadeo en el mismo momento en que su Relikvier l egaba a el a y la tomó entre sus brazos.

Dayhen no sabía qué hacer, la sangre manaba sin restricciones de su cuerpo, la reliquia se le escapaba de entre los dedos junto con la vida de su portadora; Era incapaz de retenerla y el fuego elemental no hacía más que coletear alrededor de ellos, como si deseara escudarlos del mundo.

—Duende —la llamó, acunándola en su regazo. Le temblaban las manos, la sangre en ellas lo aterraba—. Naroa, no puedo… no sé qué hacer. El Arven ya no me responde, no reconoce a su elemento… qué puedo hacer… no puedes irte…

no puedo perderte a ti también.

Ella luchó por llevar su mano al rostro masculino, algo que él le facilitó al inclinarse sobre ella.

—Tienes… que reclamar la reliquia —susurró el a—. Es tuya… recupera lo que te han quitado, Dayhen… recupera tu lugar.

Él negó con la cabeza.

—Ya tengo mi lugar y está a tu lado —declaró con pasión—. ¿Me oyes? No necesito nada más que a ti… no puedes irte… no voy a dejar que lo hagas. Yo no estoy preparado para dejarte ir.

Ella sonrió y dejó caer la mano de su rostro.

—No debiste enamorarte… de una…reliquia.

Él tomó su mano y se la apretó.

—Demasiado tarde, mi legado —declaró él y bajó sobre ella, a escasos milímetros de su boca—, y no voy a dejar que te arrebaten de mi lado, así tenga que postrarme de rodil as y suplicar, vivirás, Naroa.

Y Dayhen hizo precisamente eso, de rodillas, empapado con la sangre de aquello más preciado para él, hizo lo que juró no hacer jamás; Convocó a su padre, Odín.

 

Los gritos inundaban el bosque, aquel a aterrada y mortal melodía se silenció ante los atónitos ojos de Nessa. Una solitaria lágrima discurrió por su mejil a, el corazón se le encogió, no necesitaba confirmación, aquella bola de fuego que se consumió hasta las cenizas era su hermano.

Sintió una mano sobre su hombro, una silenciosa condolencia que más adelante quizás aceptara, ahora, su prioridad yacía en los brazos de Dayhen, quien se aferraba a el a como si la vida escapase entre sus dedos.

—No… el a no… —musitó, un repentino temblor recorrió su cuerpo mientras su mente intentaba procesar lo que estaba viendo.

Ni siquiera pudo dar un paso, el agónico alarido del Relikvier resonó en el bosque seguido por unas ininteligibles palabras de las que solo fue capaz de comprender una palabra; Odín.

—Eso es, chico —oyó murmurar a Bok a su lado—. Ya es hora de que los dioses respondan a vuestros ruegos.

Nazh se detuvo a su otro lado, extendiendo la mano para impedirle avanzar cuando el cielo empezó a nublarse con el tono de una oscura tormenta y con las últimas palabras lanzadas al aire por Dayhen, el relámpago iluminó el cielo antes de descender con furia sobre la tierra; Allí dónde el os esperaban.

—¡No! —gritó aterrada al intuir cual sería el paradero de aquel haz de luz cargado de poder al impactar sobre la tierra.

—¡Quieta! —Nazh se vio obligado a retenerla, y ella no se lo estaba poniendo fácil.

Ante sus horrorizados ojos, contempló como el rayo impactaba sobre ellos, un poderoso haz de luz que los iluminó durante unos instantes las figuras de los dos y una tercera, la de una hermosa mujer ligera de ropa y con una l ameante cabel era.

Tan rápido como se extinguió el fogonazo, vio que el lugar en el que estaba la pareja ahora se encontraba vacío.

—¿Qué… qué ha pasado? —musitó sin saber muy bien que ocurrió al í.

Bok se adelantó, dejando a los dos hombres atrás para detenerse en el punto exacto en el que ellos habían desaparecido y miró al cielo.

—Odín ha escuchado finalmente el ruego de uno de sus hijos —declaró el hombre bajando de nuevo la mirada y girándose hacia el lugar en el que vio cómo se consumía aquel cuerpo hasta convertirse en cenizas.

Nessa vaciló, entonces lo siguió y cayó de rodil as allí dónde la hierba había sido quemada. En medio del calcinado lugar descansaba una vieja moneda, la misma que el a le entregó a su hermano cuando tenía quince años para desearle suerte.

Las lágrimas se escurrieron por sus mejillas y bañaron el suelo ante el a, sus dedos recogieron el objeto y lo apretó contra su pecho dejando que el dolor de la pérdida; él podría haber cometido crímenes indecibles, el a podría odiarle por lo que le hizo a Naroa, pero al final del día seguía siendo su hermano.

Bok permaneció a su lado, en silencio, mientras ella daba rienda suelta a su pena.

 

Oculto entre la espesura, a una distancia prudente Casio contemplaba entre horrorizado y maravillado la resolución de todo. Durante más de diez años buscó la manera de llevar a cabo su plan y parecía que al fin, después de tanto tiempo, las respuestas que necesitaba salían a la luz. Su mirada vagó sobre el parche quemado en el suelo de lo que el Relikvier había calcinado al antiguo guardián; Había menospreciado a aquel pobre desgraciado, el vínculo entre el guardián y la portadora de la reliquia fue demasiado fuerte entre aquellos dos, si bien la muchacha dejó que ese vínculo muriese, acicateado por el odio y el desprecio, su antiguo guardián no había podido olvidarla, el amor que una vez sintió por el a mutó en una silenciosa obsesión a la que no dio demasiado importancia; Un error que no volvería a cometer.

El Arven ya no estaba a su alcance, pero no importaba, existían otras reliquias y ahora sabía exactamente cómo conseguir lo que deseaba.