PRÓLOGO
Hubo un tiempo en el que los dioses caminaban entre los mortales, disfrutaban del poder, las batallas y la seducción que tenían sobre la incauta humanidad. El mundo de los hombres se convirtió en su patio de juegos, uno en el que el egoísmo y egocentrismo de las deidades no conocía medidas. Hermanos luchando contra hermanos, urdiendo engaños, incitándolos a pelear, unos panteones contra otros en busca de la supremacía definitiva de una única Casta, de un solo individuo que reinase sobre todos los demás. La sangre tiñó la tierra, demasiados perdieron sus almas o dejaron que la negrura y la contaminación de sus actos despiadados se filtrasen en sus hogares como un cáncer imparable para el que no existía cura.
El equilibrio que una vez existió entre las distintas Casas se hizo pedazos, los muros invisibles que separaban el mundo de los dioses de aquel en el que moraban los mortales, empezó a resquebrajarse y cedió el paso a una inimaginable clase de males. Desesperados por poner freno a aquella imparable guerra que se cobraba la vida de padres, hijos, hermanos, sin hacer distinciones entre deidades o mortales, aquellos dioses que no se habían cedido por completo a la oscuridad, decidieron unir sus fuerzas y buscar una solución; Utilizaron los últimos vestigios de luz que habitaban en su interior y los vincularon a los cuatro elementos más puros de los que estaba hecho el universo, como vasija tomaron una parte de su alma que permanecía incorrupta y le dieron forma. Las Cuatro Sagradas Reliquias nacieron entre la luz y oscuridad, en un tiempo de guerra para traer la paz.
Las cuatro vasijas unidas derramaron luz sobre la oscuridad, borraron de la faz de la tierra todo rastro de la contienda y arrastraron consigo a aquellos en cuya alma ya no quedaba ni un atisbo de redención. La ruindad fue sometida y condenada a vivir en la oscuridad, las almas más oscuras se encerraron allí dónde no volviesen a ver la luz y para evitar su retorno, los dioses que habían creado las reliquias erigieron cuatro pilares que sellaron con su poder y custodiaron con cada una de las reliquias. Mientras estas permaneciesen en su lugar, el mundo de los mortales y los dioses por igual, estarían a salvo.
Con las reliquias sagradas protegidas en el Hall de los Elementos, los cuatro dioses reconstruyeron sus respectivos panteones y formaron una alianza, mediante la cual se comprometían a vigilar las reliquias y evitar que se repitiese el horror que casi los había llevado a la extinción; El Cónclave de los Vigilantes.
Más el paso del tiempo y la monótona inmortalidad hizo que los Vigilantes se descuidaran, los recuerdos se convirtieron en vagas referencias y el paso del tiempo trajo consigo el consabido aburrimiento. Una vez más, los incautos mortales atraían la atención de los dioses, sus vidas aunque finitas resultaban ser más interesantes y atractivas que la larga y anodina inmortalidad. Ellos vivían con rapidez, disfrutando cada bocanada de aire como si fuese la última, algo impensable para un dios que tenía toda la eternidad por delante. Lo que parecía ser un inofensivo pasatiempo acabó convirtiéndose en la última pesadilla de los Vigilantes.
La confianza propia de quienes ostentan el poder y la supremacía, los convenció de que estaban a salvo de cualquier peligro, de cualquier acción; Un descuido que pagaron demasiado caro cuando las Reliquias desaparecieron de su lugar de descanso sin dejar rastro.
Los pilares quedaron desprotegidos y los Vigilantes eran conscientes de que su poder ya no era el que había sido. No podrían volver a encerrar el mal que había quedado prisionero si volvía a resurgir, y sin las reliquias para mantener los sellos, sin saber siquiera de su paradero, sus problemas no hacían sino aumentar; Lo que una vez les salvó, en manos equivocadas, destruiría el equilibrio para siempre.
En un acto desesperado, los Vigilantes dirigieron su mirada hacia los mortales, aquellos por cuyo interés habían sido burlados, en busca de venganza y resarcimiento. Durante un día y una noche peinaron la tierra y los cielos, el mundo de los vivos y el de los muertos, caminaron de un recoveco a otro hasta dar con cuatro almas que pudiesen contener parte de su poder y actuasen como sus emisarios para traer de regreso los objetos sagrados al lugar que les correspondía. Hasta ese momento, ellos deberían custodiar cada uno de los pilares y rogar que un día no muy lejano, pudiesen ser relevados de su cargo.
Cuatro fueron los elegidos, a cada uno de ellos se le otorgó el poder elemental que habían contenido las reliquias, un poder que correría por sus venas como una segunda naturaleza, permitiéndoles sentir y rastrear la presencia de las reliquias. No envejecerían, ni morirían, su búsqueda sería eterna, de la misma forma que lo sería el vacío que habitaba en cada uno de ellos, al í donde los dioses había reclamado lo más precioso para el os.
Solo cuando los objetos sagrados retornaran a su lugar en el Hal de los Elementos, los emisarios podrían recuperar aquello que les había sido arrebatado, así como su libertad. Hasta entonces, la búsqueda lo significaría todo para un Relikvier…