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París, un mes antes

 

Día gris. Miré por detrás de las cortinas la delgada franja de cielo visible desde el tercer piso de mi casa, que forma parte de una serie de casas antiguas en el distrito quinto. Empezaba el invierno en París, lo que significaba que casi todos los días serían grises.
Encendí mi ordenador, pero me quedé de pie ante el escritorio y le eché crema a mi café mientras el programa se iniciaba. Me lo bebí por la fuerza de la costumbre. Apenas había dormido, un sueñecito; estaba levantada desde primera hora de la mañana, como de costumbre, llevando a cabo con disciplina la investigación necesaria para el libro que me había comprometido a escribir pero que me aburría hasta no poder más. Después, cansada de aquello, reanudé la tarea de catalogar mi colección de cerámica mientras veía reposiciones de series de televisión americanas. Había llegado al punto de pensar en ceder mi colección de cerámica a una universidad o un museo de arte, algún lugar donde pudiera verla más gente. Me había hartado de tener tantos cacharros a mi alrededor, que se agarraban a mí como manos surgidas de tumba. Sentía la necesidad de deshacerme de unas cuantas cosas.
El café, caliente y cremoso, hizo maravillas en mí aquella mañana; me hizo sentir estable y metódica, todo lo contrario de como me sentía normalmente, distraída e incapaz de centrarme. La sensación era tan poco familiar que —como ya no tenía calendarios en la casa— durante un breve y perturbador instante, no pude recordar qué año era.
Mis correos electrónicos terminaron de descargarse y eché un vistazo a la lista de remitentes. Casi todos los mensajes eran asuntos de trabajo: mi abogado, mi editora... y la pequeña y destartalada imprenta que publicaba mis preciosas monografías sobre cerámica asiática antigua, una invitación a una fiesta... Qué vida me había creado durante los últimos veinte años como falsa experta en tazas de té chinas. Mi identidad ficticia se apoyaba en una colección de valiosísimas tazas que mi jefe chino había puesto en mis manos cuando yo subía a bordo de un barco británico para escapar de los saqueadores nacionalistas. Hacía toda una vida, otra historia que nadie conocía. Era lo que decidí ser en aquella ocasión y, si no pensaba mucho en ello, la mayor parte de las veces me servía.
Había una dirección de correo que no reconocí. De Zaire... ah, sí, ahora se llama República Democrática del Congo. Yo me acordaba de cuando era el Congo Belga. Fruncí el ceño. ¿Conocía a alguien en Zaire? Debía de tratarse de una petición de donativos o de una estafa, me dije, un timador que aseguraría ser un príncipe africano que necesitaba un poco de ayuda para salir de un apuro económico momentáneo. Estuve a punto de borrar el mensaje sin abrirlo, pero en el último momento cambié de parecer.

 

Querida Lanny:
Saludos de la única persona de la que pensabas que no volverías a saber. En primer lugar, gracias por haber respetado mi último deseo y no intentar seguirme la pista desde que nos separamos...

 

Malditas sean las palabras inocentes, escritas en píxeles parpadeantes en la pantalla, IMPRIMIR, pulsé con el ratón. «Imprímelo, maldita sea.» Necesitaba tener esas palabras en las manos.

 

Espero que me perdones por irrumpir en tu vida de esta manera. Aunque resulta muy cómoda, nunca he superado la sensación de que la correspondencia por correo electrónico es algo menos educada y correcta que escribir una carta. Por la misma razón me resulta difícil usar el teléfono. Pero el tiempo apremia, así que he tenido que recurrir a esto. Dentro de unos días estaré en París y me gustaría muchísimo verte mientras estoy ahí. Espero que tus planes te lo permitan. Por favor, responde y dime si querrás verme.
Con cariño,

 

JONATHAN

 

Me instalé rápidamente en mi silla, con los dedos sobre las teclas. ¿Qué decir? Había tanto comprimido dentro, después de décadas de silencio... De querer hablar y no tener a nadie con quien hablar. De hablar con las paredes, con el cielo, con las palomas, con las gárgolas pegadas a los chapiteles de la catedral de Notre Dame... Gracias a Dios... «Pensé que no volvería a saber de ti. Lo siento. Lo siento. ¿Significa esto que me has perdonado? Te he estado esperando. No puedes imaginarte lo que he sentido al ver tu nombre en la pantalla de mi ordenador. ¿Me has perdonado?», quise contestarle.
Vacilé, cerré las manos en dos puños apretados, los agité, los abrí, volví a agitar las manos. Me incliné sobre el teclado. Y por fin, escribí: «Sí».

 

Esperar a que llegara el día fue un tormento. Intenté refrenar mis expectativas, pero era imposible no soñar después de haber tenido noticias de Jonathan salidas de la nada. Yo sabía que no debía concebir muchas esperanzas, pero todavía había una pequeña parte de mí que atesoraba salvajes e improbables sueños románticos cuando se trataba de Jonathan. Era imposible no dejarse llevar por una o dos fantasías, solo para sentir otra vez esa clase de alegría. Hacía tanto tiempo que no esperaba algo con impaciencia...
Jonathan me habló de su vida en su segundo correo electrónico. Había estudiado medicina, en Alemania en los años treinta, y utilizaba su título para viajar a lugares pobres y remotos para prestar sus servicios médicos. Cuando uno tiene una documentación dudosa, es más fácil sortear a las autoridades en zonas aisladas donde se necesita un médico y los agobiados funcionarios del gobierno pueden hacer la vista gorda con tu caso. Había trabajado con leprosos en el Pacífico asiático, con víctimas de la viruela en el subcontinente. Un brote de fiebre hemorrágica lo había llevado a África central, y se había quedado para dirigir una clínica en un campo de refugiados cerca de la frontera de Ruanda. «No es cirugía a corazón abierto», escribía. Trataba heridas de bala, disentería, vacunación contra el sarampión. Lo que hiciera falta.
¿Qué podía decir como respuesta, aparte de confirmar la hora y el lugar donde íbamos a encontrarnos? Me emocionaba e inquietaba pensar que Jonathan era médico, un ángel misericordioso. Pero Jonathan estaba esperando que yo le contara mi vida desde la última vez que nos habíamos visto, y allí sentada ante el ordenador no se me ocurría qué escribir. ¿Qué podía decir que no fuera embarazoso? La vida había sido difícil desde que nos habíamos separado. Había estado vagando la mayor parte del tiempo. Casi todas las cosas que había hecho habían sido tontas, mezquinas, cosas que en su momento creí que eran necesarias para mi supervivencia. En aquel momento mi vida era apacible, casi monacal, y no del todo por elección propia. Pero había llegado a aceptarla.
Jonathan se percataría de mi omisión, pero me aseguré a mí misma que me conocía y no se haría ilusiones de que hubiera cambiado en todo el tiempo que habíamos estado separados. Al menos, no tan drásticamente como él. En cambio, mi primer correo electrónico a Jonathan estaba lleno de cumplidos: qué impaciente estaba por verlo para ponernos al día en persona, y cosas parecidas.
A medida que se acercaba el día, cedí a algunos caprichos tontos y esperanzados. Por si acaso Jonathan quería ver mi casa, le pedí a la mujer de la limpieza que viniera unos días antes, compré un ramo de flores enorme, el tipo de arreglo floral que no desentonaría en una boda real. Guardé champán en el frigorífico y saqué un excelente cabernet añejo de la bodega.
La noche anterior no pude pegar ojo, y estuve sentada en la cama, mirándome en un espejo. ¿Le parecería diferente? Escudriñé mi reflejo. Resultaba mezquino preocuparse porque hubiera habido cambios, una fantasía en la que yo era como otras mujeres, las mujeres de los anuncios de televisión, angustiadas por las arrugas y las patas de gallo. Pero yo sabía que no había cambios. Seguía pareciendo una estudiante universitaria con una expresión permanentemente contrariada. Tenía el mismo rostro sin arrugas que Jonathan había mirado el día en que se marchó. Era guapa, pero no bella. La desgracia y la gracia salvadora de mi vida: lo bastante bonita para ser apreciada, pero no lo bastante hermosa para ser codiciada. Todavía tenía rescoldos del ardor de una mujer joven que nunca se cansaba del sexo, aunque la verdad era que había tenido sexo suficiente para todas mis múltiples vidas. No quería parecer desesperada cuando él me viera, pero al mirarme en el espejo me di cuenta de que no había manera de evitarlo. Siempre estaría desesperada por él.
Todavía mirándome en el espejo, me pregunté si resultaría extraño y perturbador que nos encontráramos al día siguiente para vernos, con tanta familiaridad, entre una multitud de recién nacidos. Al mirarnos uno al otro, parecería que el tiempo se había detenido. ¿Cuántos años habían pasado desde que Jonathan me dejó? ¿Ciento sesenta...? Ni siquiera podía acordarme de en qué año había sido. Me sorprendió descubrir que ya no me dolía de la manera violenta e intensa en que me había dolido en su momento, que el dolor había tardado décadas en convertirse en un malestar difuso, fácil de calmar con la excitación de verlo.
Dejé el espejo. Era hora de beber algo. Abrí la botella fría de champán. ¿Qué sentido tenía guardarla para el día siguiente, para algo que sin duda no iba a ocurrir? ¿No era suficiente motivo de celebración que Jonathan se hubiera puesto en contacto conmigo después de llevar una eternidad separados? Decidí cortar de raíz mis esperanzas antes de cambiar las sábanas o poner más toallas en el cuarto de baño. Iba a visitarme y nada más.

 

«Nos veremos en el vestíbulo a mediodía», había indicado en su último correo electrónico. Apenas podía esperar, de modo que consideré la posibilidad de acampar allí a una hora más temprana o subir a la habitación de Jonathan. Pero no podía mostrarme tan desesperada; era mejor fingir que tenía mi orgullo y que era capaz de controlarme. Así que me quedé en mi despacho mirando cómo avanzaban las manecillas del reloj hasta las once, antes de salir a la calle, llamar a un taxi y dirigirme al Hôtel Prix Saint Germaine con cierta tranquilidad que podía pasar por indiferencia. Por la ventanilla posterior del taxi vi cómo se iba desdibujando mi curiosa callecita, como la decoración pintada de un tiovivo cuando empieza la música.
Conocía el Hôtel Prix Saint Germaine, pero nunca había estado en él. Era un hotel viejo y tranquilo, escondido en una calle de la Rive Gauche que no estaba de moda, muy adecuado para un médico de la selva que va a pasar unos días a París. El aire del vestíbulo olía a rancio y, si hubiera tenido color, habría sido pardo. Había un empleado de aspecto profesionalmente adusto detrás del mostrador de recepción, cuyos ojos me siguieron mientras yo me sentaba en una de las butacas de cuero dispuestas en grupos en el vestíbulo. ¿Acaso todos los vestíbulos de hotel daban esa sensación, como de habitación que contiene el aliento? La butaca que yo había elegido estaba enfocada al espacio que iba de la puerta a la recepción. Sobre la puerta, un viejo reloj ornamental marcaba las 11.48 horas.
Cuando era joven, Jonathan tenía por norma hacer esperar a los demás. Como médico de la selva, yo imaginaba que habría aprendido a ser más puntual.
Sobre la mesita había un periódico matutino abandonado. Nunca fui muy dada a seguir los acontecimientos mundiales y ya casi nunca me molestaba en leer el periódico. Las noticias me confundían, todas se habían vuelto similares. Veía los noticiarios de la noche y me asaltaba una incómoda sensación de déjà-vu. ¿Una matanza en África? ¿Ha sido en Ruanda? No, espera, eso fue en 1993. ¿En el Congo Belga, o en Liberia? ¿Un jefe de Estado asesinado? ¿Una caída del mercado de valores? ¿Una epidemia de polio, de viruela, de tifus o de sida? Había pasado a través de todo aquello a una distancia prudencial, limitándome a ver cómo los acontecimientos hacían estragos y aterrorizaban a la humanidad. Era terrible ver el sufrimiento, pero nunca tuve capacidad para influir en nada. Solo era una espectadora.
Podía entender que a Jonathan le hubiera atraído estudiar medicina, prepararse para poder hacer algo con las desgracias que asolaban el mundo. Subirse las mangas y ponerse a la tarea, aun sabiendo que sería imposible erradicar las enfermedades, ni siquiera en una sola aldea, pero intentándolo a pesar de todo. Sin darme cuenta, mis ojos habían estado posados en el periódico durante todo el tiempo que había estado pensando.
De pronto levanté la mirada, anticipando la aparición de Jonathan.
La puerta de la calle se abrió y yo me eché hacia delante, ansiosa, al ver lo que parecía una figura familiar, pero volví a relajarme. El hombre vestía pantalones caquis arrugados y una vieja chaqueta de tweed. Alrededor del cuello llevaba una tela con algún tipo de estampado étnico, y gafas de sol en los ojos. Y su rostro estaba sin afeitar, de tres o más días, se veía áspero e irregular.
El hombre fue derecho hacia mí, con las manos en los bolsillos. Estaba sonriendo. Entonces me di cuenta.
—¿Esta es la bienvenida que voy a tener? ¿Ya no te acuerdas de mi cara? Debería haberte enviado una foto reciente —dijo Jonathan.

 

Salimos a la calle a sugerencia de Jonathan. Dijo que estaba pálida. Me cogió del brazo desde el primer momento y lo tuvo bien agarrado mientras me acompañaba a la acera. Encontramos un rincón tranquilo en un parque: todo cemento y bancos, y un solo árbol solitario rodeado de hormigón por los cuatro lados, pero daba la ilusión de naturaleza.
—Me alegro de verte.
Yo no pude responder y, de todas maneras, mi respuesta era innecesaria. Se me antojaba absurdo que hubiera estado tanto tiempo ausente de mi vida y que, al volver a verlo, pareciera que no había nada en el mundo que pudiera separarnos. Quería tocarlo y besarlo, pasar las manos por su cuerpo y asegurarme de que estaba allí, en carne y hueso, delante de mí. Pero por muy familiarizados que estuviéramos uno con otro, más de cien años de separación se interponían entre nosotros. Y algo en su conducta me decía que procediera despacio.
Una vez que recuperé el color, encontramos un café y acabamos allí sentados durante horas. Entre cafés, vasos de Lillet y cigarrillos (para mí, aunque el doctor Jonathan no lo aprobaba), estuvimos en un reservado poniéndonos al día de varias vidas. Las historias de la sabana eran fascinantes, y me asombraba que Jonathan pudiera ser tan feliz en una tierra tan seca y árida como fresco y exuberante era Maine. Que pudiera sentarse como un hereje meditabundo en una tienda, llenando jeringas sin pensar en los mosquitos que zumbaban a su alrededor. Malaria, el oeste del Nilo, ¿a él qué le importaba? Se presentó voluntario para viajar a un valle afectado por un brote de dengue. Había llevado antidiarreicos y otras medicinas a la espalda cuando el Land Rover no podía cruzar un río. Por mucho que admirara lo que hacía, los relatos en los que se ponía en peligro me hacían sentir incómoda.
—¿Cómo me has encontrado después de todo este tiempo, en todo el mundo? —le pregunté por fin (me estaba muriendo por preguntarlo). Él sonrió enigmáticamente y bebió otro sorbo de su aperitivo.
—Es una historia curiosa. La respuesta breve es tecnología... y suerte. He querido buscarte durante mucho tiempo, pero me enfrentaba a la misma pregunta: ¿cómo hacerlo? La respuesta empezó con un libro infantil que vi por casualidad en casa de un colega.
- La pagoda de jade -adiviné.
- La pagoda de jade -respondió él, asintiendo—. Mientras le leía el libro al hijo del colega, te reconocí en las ilustraciones. Hice algunas averiguaciones y descubrí quién había sido la modelo del artista: Beryl Fowles, una expatriada británica que vivía en Shangai...
—Siempre me gustó ese nombre. Me lo inventé yo.
—... y contraté a alguien para que averiguara lo que pudiera sobre Beryl. Pero para entonces, Beryl Fowles llevaba décadas desaparecida.
—Y aun así me encontraste.
—Contraté a un investigador para que averiguara quién había heredado el dinero de Beryl, y así sucesivamente, pero al final, el rastro se perdió.
—Pero no te rendiste.
Jonathan me sonrió otra vez.
—Aquí es donde entra la tecnología. ¿Sabes que ahora existen programas de identificación de fotos en internet, con los que puedes tratar de encontrar imágenes tuyas o de tus amigos en páginas web? Pues hice la prueba con una de las ilustraciones del libro y... que me maten si no funcionó. No fue fácil, y tuve que ser persistente, pero al final apareció una coincidencia, una foto pequeñita de la autora de una pequeña monografía sobre antiguas tazas de té chinas, nada menos... Nunca habría pensado que te convertirías en una experta en porcelana china. El caso es que tu editorial me dijo cómo contactar contigo.
Las tazas chinas que me confió mi jefe de Shangai, adonde había ido a trabajar después de posar para el libro infantil. De modo que mi última gran aventura en China había conducido a Jonathan hasta mí.
Terminamos en mi casa al final de la tarde, con la botella de champán vacía y tres cuartos de la de cabernet, y también dimos cuenta del foie gras y las tostadas. Como Jonathan insistió, le enseñé la casa, pero cada habitación resultaba más embarazosa que la anterior. Hasta a mí me asombraba la multitud de cosas que había acumulado con los años, amontonadas para hacer más llevadero el incierto futuro. Jonathan dijo palabras amables, alabó mi previsión al conservar objetos extraordinarios y bellos para las generaciones futuras, pero lo único que pretendía era aliviar mi sentimiento de culpa. Un médico de la selva no viaja con un cargamento de cachivaches. No existía un almacén de recuerdos esperando el regreso de Jonathan. Encontré una caja que no había visto en casi dos décadas, llena de preciosas alhajas que me habían regalado mis admiradores: un anillo con un rubí del tamaño de una uva; un ancestral broche con un diamante azul. La visión de tal exceso me ponía enferma y volví a ponerlo todo en la caja para dejarla en el olvidado estante donde habían estado envejeciendo.
Encontramos cosas peores: había objetos robados, cosas que yo había expoliado de lejanos países durante mis años de frenesí. Seguro que Jonathan las reconocía como lo que eran: bellos budas tallados, alfombras tejidas a mano de veinte colores, armaduras ceremoniales. Tesoros que yo había cambiado por rifles, o robado a punta de pistola o —en algunos casos— arrebatado a los muertos. Me iba a deshacer de todo aquello, juré, cerrando las puertas de aquellas habitaciones; donaría todos los objetos y estatuillas a los museos, los devolvería a sus países de origen. ¿Cómo podía haber vivido tanto tiempo con aquellas cosas en mi casa, sin pensar siquiera en ellas?
La última habitación que vimos fue mi alcoba, en el piso de arriba. Tenía el aire triste de una habitación que ya no se utilizaba para su propósito original. Había una cama con cabecera de estilo sueco junto a un par de ventanas altas y estrechas; las ventanas tenían cortinas de algodón blanco, como el dosel de la cama, y sobre el colchón había una colcha de seda azul. Un secreter francés del siglo XVIII, con sus patas estilizadas, servía como mesa de ordenador, con una silla Biedermeyer delante. La mesa estaba llena de papeles y baratijas, y sobre la silla había una bata de seda gris. Todo tenía el aspecto de una habitación en la que hacía poco que se habían quitado los guardapolvos de los muebles, como si todo hubiera estado esperando.
Jonathan se plantó ante un cuadro colgado enfrente de la cama. El nombre del artista estaba olvidado desde hacía mucho tiempo, pero yo recordaba el día en que se había hecho aquel boceto. Jonathan no quería posar para el retrato, pero Adair había insistido, y así había quedado plasmado, recostado con indolencia en un sillón, sombrío, malhumorado y arrebatador. Él creía que así estropearía el dibujo, pero que me maten si no lo mejoró. Los dos nos quedamos mirando el retrato, retrocediendo casi dos siglos en el tiempo.
—Con todos los tesoros que has acumulado en esta casa... no me puedo creer que hayas guardado este estúpido dibujo —dijo Jonathan con voz débil. Cuando vio la expresión agraviada de mi cara, se enterneció y me cogió la mano—. Pero claro que lo ibas a guardar... y me alegro de que lo hicieras.
Le echamos un último vistazo antes de salir de la habitación.

 

Al caer la noche, Jonathan estaba arrellanado en un sofá en el cuarto de estar y yo estaba en el suelo, apoyada en un brazo del mueble. Llevábamos horas intercambiando historias. Yo me había franqueado con él y le había contado algunos de los episodios del pasado que me avergonzaban: cuando iba en busca de aventuras con el loco que había ocupado el puesto de Jonathan cuando este me dejó. Se llamaba Savva y era uno de nosotros, uno de los primeros compañeros de Adair, el único de los nuestros con el que me topé en todos aquellos años. Savva tuvo la desgracia de que Adair lo encontrara siglos atrás, cerca de San Petersburgo, perdido en una tormenta. Nunca quiso contar los detalles de su ruptura con Adair, pero se podían adivinar: Savva tenía un carácter voluble y una lengua afilada e impaciente.
Como Savva no soportaba estar mucho tiempo en ningún sitio, vagábamos de continente en continente como exiliados. Para ser un hombre nacido en el frío y la nieve, Savva sentía una inexplicable atracción por el calor y el sol, lo que significaba que pasamos la mayor parte del tiempo en el norte de África y en Asia central. Viajamos con nómadas a través de desiertos, transportamos rifles por el paso del Khyber, enseñamos a los beduinos a disparar fusiles, hasta vivimos algún tiempo con mongoles (que habían quedado impresionados por la extraordinaria habilidad ecuestre de Savva durante la persecución para alcanzarlos). Estuvimos juntos hasta el final del siglo XIX, cuando quedamos atrapados en un hotel de El Cairo durante una tormenta de arena. No fue una pelea lo que nos separó. Ningún incidente desagradable que diera lugar a una discusión en la que salieran a relucir años de afrentas acumuladas. Simplemente, nos dimos cuenta de que no nos quedaba nada que decirnos uno a otro. Deberíamos habernos separado décadas antes, pero había sido demasiado cómodo estar con alguien que no necesitaba explicaciones. Todavía seguimos comunicándonos cada veinte años, más o menos, con una llamada telefónica en medio de una borrachera o con una tarjeta durante unas fiestas que casi nunca celebramos, como una pareja de viejos divorciados.
—¿Y tú? —Aproveché la oportunidad para cambiar de tema, agotada por sacar a la luz aquellos recuerdos—. Seguro que no has estado solo todo este tiempo. ¿Te volviste a casar?
Jonathan frunció la boca, pero no dijo nada.
—No me digas que has estado solo todo este tiempo. Sería muy triste.
—Bueno, yo no diría que solo. Casi nunca estás solo si eres médico en esas aldeas. Todo el mundo está tan necesitado de tu atención y les hace tan felices que estés ahí... Siempre me invitaban a comer, asistía a sus celebraciones. Participaba de sus vidas...
Los ojos se le quedaban cerrados cada vez durante más tiempo, y la languidez se instaló en su cara. Cogí una bata y la extendí sobre él. Abrió los ojos un breve instante.
—Voy a volver a Maine. Quiero verlo otra vez... Por eso te he buscado, Lanny. Quiero que vengas conmigo. ¿Vendrás?
Me esforcé por contener las lágrimas.
—Claro que iré.