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Boston,
1817
El viaje hacia el sur en la carreta de las
provisiones duró dos semanas. Rodeamos el límite oriental de los
grandes bosques del norte, nos alejamos del monte Katahdin lo
suficiente para dejar de ver la cumbre cubierta de nieve y
encontramos el río Kennebec, que seguimos corriente abajo hasta
Camden. Fue un viaje solitario por aquella parte del estado, no muy
colonizada, que por entonces estaba prácticamente desierta. Nos
cruzamos con tramperos y algunas veces acampamos con ellos para
pasar la noche, ya que los carreteros estaban ansiosos por tener a
alguien con quien compartir una botella de whisky.
Los tramperos que encontrábamos eran casi
todos franco-canadienses, y muchos eran poco sociables o casi no
hablaban, ya que el oficio atraía a los que tenían alma de ermitaño
o eran muy independientes. Algunos me parecieron medio locos,
farfullando para sí mismos de una manera inquietante mientras
limpiaban y engrasaban sus utensilios antes de ponerse a trabajar
en las piezas que habían cazado. Dejaban los animales congelados
cerca del fuego de campamento hasta que se descongelaban lo
suficiente para ser manejables, y entonces los tramperos sacaban
sus cuchillos de hoja estrecha y se ponían a despellejarlos. Ver a
aquellos hombres desprender la piel y dejar al descubierto los
cuerpos húmedos y rojos me incomodaba y me provocaba náuseas. No
queriendo sentarme con ellos, me escabullía a las carretas con
Titus y dejaba que los carreteros se pasaran la botella con los
tramperos al calor del fuego de campamento.
Aunque mi exilio me hacía sentirme
desgraciada, siempre había querido ver algo del mundo fuera de mi
pueblo. Puede que Saint Andrew no fuera sofisticado, pero yo había
supuesto que era civilizado en comparación con muchas otras partes
del territorio, que estaban casi sin colonizar. Aparte de los
tramperos, vimos a muy pocas personas en nuestro viaje a Camden.
Los indios nativos de la zona se habían marchado años antes, aunque
todavía quedaban unos pocos viviendo en los asentamientos blancos o
trabajando con los tramperos. Se contaban historias de colonos que
se habían vuelto como los nativos y habían abandonado sus poblados
para vivir en campamentos a imitación de los indios, pero eran
pocos y casi todos desistían durante el primer invierno.
El viaje a través de los grandes bosques del
norte prometía ser oscuro y misterioso. El reverendo Gilbert nos
solía advertir contra los malos espíritus que acechaban a los
viajeros. Los leñadores aseguraban que habían visto trolls y
trasgos... como era de esperar, ya que casi todos procedían de las
tierras escandinavas, donde aquellas leyendas eran comunes. Los
grandes bosques representaban lo salvaje, la parte de la tierra que
se había resistido a la influencia humana. Entrar en ellos era
arriesgarse a ser tragado, a retroceder hasta el estado salvaje que
todavía existía dentro de todos nosotros. La mayoría de los
habitantes de Saint Andrew aseguraban en público que no hacían
mucho caso de esas habladurías, pero era muy raro que alguien se
adentrara solo y de noche en el bosque.
A algunos de los carreteros les gustaba
intentar asustarse unos a otros por la noche, contando historias
alrededor del fuego, historias de fantasmas vistos en cementerios,
y de demonios que habían encontrado en los bosques mientras
recorrían una ruta. Yo procuraba evitarlos en esas ocasiones, pero
muchas veces no había manera, ya que solo teníamos un fuego
encendido y todos los hombres estaban faltos de entretenimiento. A
juzgar por las aterradoras historias de los carreteros, supongo que
eran o muy valientes o muy mentirosos, porque a pesar de sus
historias de fantasmas errantes y hadas malignas, todavía estaban
dispuestos a conducir una carreta por las solitarias extensiones
salvajes.
La mayoría de las historias trataban de
fantasmas, y al oírlas me llamó la atención que todos ellos
parecían tener una cosa en común: acosaban a los vivos porque
tenían asuntos inconclusos en este mundo. Tanto si los habían
asesinado como si habían muerto por su propia mano, los fantasmas
se negaban a pasar al otro mundo porque sentían que pertenecían más
a este. Ya fuera para vengarse de la persona responsable de su
muerte, o porque no podía soportar dejar atrás a un ser amado, el
fantasma permanecía cerca de las personas de sus últimos días.
Naturalmente, yo pensaba en Sophia. Si alguien tenía derecho a
regresar como fantasma, era ella. ¿Se pondría furiosa Sophia cuando
volviera y descubriera que la persona directamente responsable de
su suicidio se había marchado del pueblo? ¿O me seguiría? A lo
mejor me había maldecido desde la tumba y era culpable de mi
desdichada situación actual. Escuchar las historias de los
carreteros reforzaba mi convicción de que estaba condenada por mi
maldad.
Por eso me animé y sentí alivio cuando
empezamos a encontrarnos con más frecuencia con pequeños
asentamientos: significaba que nos estábamos acercando a la parte
sur del territorio, la más poblada, y que ya no estaría mucho
tiempo más a merced de los carreteros. Y efectivamente, a los pocos
días de encontrar el río Kennebec, llegamos a Camden, una gran
población a la orilla del mar. Era la primera vez que yo veía el
océano.
La carreta nos dejó a Titus y a mí en el
puerto, como habían acordado con mi padre, y yo corrí por el muelle
más largo y me quedé mucho tiempo mirando el agua verdosa.
Qué olor tan peculiar, el olor del océano, e
intenso. El viento era muy frío y muy fuerte, tanto que era casi
imposible coger aliento. Me abofeteaba la cara y me revolvía el
pelo, como si estuviera desafiándome. Al mismo tiempo, el mar era
completamente diferente de todo lo que yo había experimentado.
Conocía el agua, sí, pero solo el río Allagash. A pesar de su
anchura, podías ver la orilla opuesta y los árboles que había más
allá. En cambio, la plana extensión del océano parecía el mismísimo
fin del mundo con su horizonte infinito.
—¿Sabe? Los primeros exploradores que
llegaron a América creían que iban a caer por el borde del mundo
—dijo Titus, recordándome que estaba a mi lado.
La ondulante marea verde me pareció
intimidante y fascinante a la vez, y no pude apartarme de ella
hasta que estuve casi helada hasta los huesos.
El maestro me acompañó a la oficina del
capitán de puerto, donde encontramos a un anciano con una piel
coriácea que asustaba. Señaló el camino al pequeño barco que iba a
llevarme a Boston, pero me advirtió de que no zarparía hasta cerca
de la medianoche, cuando la marea empezara a bajar. No se me
recibiría bien a bordo hasta poco antes de zarpar. Sugirió que
pasara el tiempo en una posada, donde podría comer algo y tal vez
convencer al posadero de que me dejara pasar las horas durmiendo en
una cama libre. Hasta me indicó la dirección de una taberna próxima
al puerto, sospecho que sintiendo lástima de mí, porque yo apenas
podía hacerme entender, de tan falta de palabras como estaba por
los nervios y por mi sencilla educación. Si Camden era así de
grande e intimidante, ¿cómo conseguiría desenvolverme en
Boston?
—Señorita McIlvrae, debo protestar. No puede
quedarse sin compañía en un establecimiento público ni andar sola a
medianoche por las calles de Camden para llegar a tu barco —dijo
Titus—. Pero a mí me esperan en casa de mi primo y me resulta
imposible quedarme con usted el resto del día.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —pregunté—.
Si eso tranquiliza su conciencia, acompáñeme a la posada y vea
usted mismo si es respetable, y después haga lo que le dicte su
parecer. No consideraré que haya faltado a la palabra que dio a mi
padre.
La única posada que yo conocía era el
sencillo establecimiento de Daughtery en Saint Andrew, y aquella
posada de Camden dejaba en ridículo la de Daughtery, con dos
camareras y largas mesas con bancos, y comida caliente para
consumir allí. También la cerveza era de muy buena calidad, y
comprendí con una punzada de dolor que la gente de mi pueblo estaba
privada de muchas cosas. Aquella injusticia me dolió, aunque en
aquel momento no me sentí privilegiada por tener acceso a ellas.
Sobre todo sentía nostalgia y pena por mí misma, pero se lo oculté
a Titus, quien, ansioso de seguir su camino, convino en que no
parecía ser un sitio de mala reputación y me dejó bajo la tutela
del posadero.
Después de haber comido y haberme hartado de
mirar como una pueblerina a los desconocidos que entraban en la
taberna, acepté la invitación del posadero a echar una siesta en un
camastro que tenía en el almacén, hasta que llegara la hora de
subir a bordo del barco. Al parecer, era corriente que los
pasajeros hicieran tiempo en aquella posada en particular, y el
posadero estaba acostumbrado a ofrecer aquel servicio. Prometió
despertarme después de la puesta de sol, con tiempo de sobra para
llegar al puerto.
Me tumbé en el camastro del almacén sin
ventanas y pasé revista a mi situación. Fue entonces —acurrucada en
la oscuridad, con los brazos apretados alrededor del pecho— cuando
me di cuenta de lo sola que estaba. Me había criado en un lugar
donde todos me conocían y no cabía duda de cuál era mi sitio y
quién se ocuparía de mí. Ni en Camden ni en Boston me conocía
nadie, y a nadie le interesaba conocerme. Gruesas lágrimas de
autocompasión me corrieron por la cara. En aquel momento no podía
imaginar un castigo más brutal que hubiera podido ocurrírsele a mi
padre.
Me desperté en la oscuridad al oír los
golpes de los nudillos del posadero en la puerta.
—¡Es hora de que te levantes —gritó desde el
otro lado de la puerta—, o vas a perder el barco!
Pagué con unas pocas monedas que saqué del
forro de mi capa, acepté su oferta de acompañarme hasta la oficina
del capitán del puerto, y volví sobre mis pasos por el pueblo
costero hasta el muelle.
La noche había caído con rapidez, lo mismo
que la temperatura, y empezaba a extenderse una niebla procedente
del mar. Había pocas personas en la calle, y las que había se
apresuraban a volver a casa para resguardarse del frío y la niebla.
El efecto general era fantasmagórico, como si estuviera andando por
un gran cementerio. El posadero estuvo bastante amable, a pesar de
lo tarde que era, y seguimos el sonido de las olas hasta el
puerto.
A través de la niebla vi el barco que me
llevaría a Boston. La cubierta estaba salpicada de faroles que
iluminaban los preparativos para hacerse a la mar: marineros
trepando por los palos, desplegando algunas de las velas; barriles
rodando por una pasarela para ser almacenados en la bodega; el
barco balanceándose suavemente bajo el cambiante peso.
Ahora sé que solo era un pequeño barco de
carga, vulgar y corriente, pero en aquel momento me pareció un
extraordinario buque comercial de la marina británica... o una
bagala árabe; era el primer barco de verdad capaz de surcar los
mares que veía. El miedo y la ansiedad me atenazaron el cuello —ya
eran mis compañeros inseparables; el temor a lo desconocido y una
incontenible ansia de aventuras— cuando me acerqué a la pasarela
para subir al carguero; otro paso que me alejaba más de cuanto
conocía y amaba, y a la vez otro paso que me acercaba más a mi
misteriosa vida nueva.