38
En las horas que precedieron al amanecer,
pusimos millas entre nosotros y la aldea, con el coche traqueteando
por la accidentada y solitaria pista del bosque, mientras yo
vigilaba en silencio a Jonathan. Era como si se tratara de un coche
fúnebre, y yo hiciera el papel de viuda que llevaba el cadáver de
su marido hasta su lugar de reposo.
Ya hacía un rato que había salido el sol
cuando Jonathan se movió. Para entonces, yo albergaba pocas
esperanzas. Llevaba horas sentada, temblando y sudando, a punto de
vomitar, odiándome a mí misma. La primera señal de vida fue un
temblor en su mejilla derecha; después un aleteo de pestañas. Como
seguía muy pálido, dudé de mis ojos por un momento, hasta que oí un
leve gemido, vi que sus labios se separaban y, por fin, abrió los
dos ojos.
—¿Dónde estamos? —preguntó, en un tono de
voz tan débil que casi resultó inaudible.
—En un coche. No te muevas. Dentro de poco
te sentirás mejor.
—¿Un coche? ¿Adónde vamos?
—A Boston. —No sabía qué otra cosa
decirle.
—¡Boston! ¿Qué ha pasado? ¿Es que...? —Su
mente debía de haber vuelto a lo último que podía recordar,
nosotros dos en la taberna de Daughtery—. ¿He perdido una apuesta?
¿Estaba borracho y accedí a ir contigo?
—No hicimos ningún trato —dije,
arrodillándome junto a él para ajustar mejor la bata a su
alrededor—. Nos vamos porque tenemos que irnos. Ya no puedes
quedarte en Saint Andrew.
—¿De qué hablas, Lanny?
Jonathan parecía enfadado conmigo y trató de
apartarme, pero estaba tan débil que no pudo moverme. Sentí algo
punzante bajo la rodilla, como una piedrecita afilada; bajé la mano
y mis dedos encontraron una pieza redonda de plomo.
La bala del fusil de pedernal de
Kolsted.
La levanté para que Jonathan la viera.
—¿Reconoces esto?
Con gran esfuerzo, fijó la mirada en la
pequeña y oscura forma que yo tenía en la mano. Lo observé mientras
recuperaba la memoria y recordaba la discusión en el sendero y el
fogonazo de pólvora que había puesto fin a su vida.
—Me dispararon —dijo. Su pecho subía y
bajaba con dificultad. Se llevó la mano allí. La camisa y el
chaleco estaban desgarrados y manchados de sangre seca. Se palpó la
piel bajo la ropa, pero estaba intacta.
—No hay herida —dijo Jonathan con alivio—.
Kolsted ha debido de fallar.
—¿Ah, sí? Tu ropa está agujereada y llena de
sangre... Kolsted no falló, Jonathan. Te acertó en el corazón y te
mató.
El entrecerró los ojos.
—Lo que dices no tiene sentido. No lo
entiendo...
—No es algo que se pueda entender —respondí,
cogiéndole la mano—. Es un milagro.
Intenté explicárselo todo, aunque Dios sabe
que incluso a mí me costaba entenderlo. Le conté mi historia y la
historia de Adair, le enseñé el frasquito, ya vacío, y le dejé oler
sus últimos y repugnantes vapores. Él escuchó, observándome todo el
tiempo como si fuera una loca.
—Dile a tu cochero que detenga el carruaje
—me ordenó—. Yo me vuelvo a Saint Andrew aunque tenga que andar
todo el camino.
—No puedo dejarte salir.
—¡Para el coche! —gritó, al tiempo que se
ponía en pie y golpeaba con el puño el techo del carruaje. Intenté
hacer que se sentara, pero el cochero le oyó y frenó a los
caballos.
Jonathan abrió de golpe la portezuela y
saltó a la nieve virgen, que le llegaba a la rodilla. El cochero se
volvió y nos miró sin saber qué hacer desde su alto pescante, con
el bigote congelado con su propio aliento. Los caballos se
estremecían aspirando aire, agotados de tirar del coche a través de
la nieve.
—Enseguida volvemos. Funde un poco de nieve
para dar de beber a los caballos —dije en un intento de distraer al
cochero.
Corrí detrás de Jonathan, aunque mis faldas
me frenaban en la nieve, y le agarré del brazo cuando por fin lo
alcancé.
—Tienes que escucharme. No puedes regresar a
Saint Andrew. Has cambiado.
Él me empujó, apartándome.
—No sé qué te ha pasado a ti desde que te
marchaste, pero... solo puedo suponer que has perdido la
cabeza.
Me agarré con fuerza al puño de su abrigo,
como si así pudiera impedir que se soltara.
—Te lo demostraré. Si puedo demostrártelo,
¿prometes que vendrás conmigo?
Jonathan se detuvo, pero me miró con
desconfianza.
—No te prometo nada.
Levanté la mano, le solté la manga e hice
señas de que esperara. Con la otra mano, encontré en el bolsillo de
mi abrigo un cuchillo pequeño pero resistente. Me abrí el corpiño,
exponiendo mi corsé al aire gélido y cortante y después, agarrando
el mango del cuchillo con las dos manos, sin tan siquiera un
suspiro, me lo clavé en el pecho hasta la empuñadura.
Jonathan casi se cayó de rodillas, pero
extendió las manos hacia mí, incrédulo.
—¡Dios mío! ¡Estás loca! ¿Qué haces, en
nombre de Dios?
La sangre brotó alrededor de la empuñadura y
empapó con rapidez mi ropa hasta que una enorme mancha de color
carmesí oscuro se extendió por la seda desde el vientre hasta el
cuello. Saqué la hoja. Él intentó apartarse, pero yo le
sujeté.
—Tócalo. Siente lo que está ocurriendo y
dime si sigues sin creerme.
Sabía lo que iba a ocurrir. Era un
divertimento que Dona realizaba para nosotros cuando nos reuníamos
en la cocina a charlar después de una noche en la ciudad. Se
sentaba ante el fuego, dejaba la levita en el respaldo de una
silla, se subía las voluminosas mangas y se hacía profundos cortes
en los antebrazos con un cuchillo. Alejandro, Tilde y yo mirábamos
cómo los dos bordes de carne roja se acercaban uno a otro, como
amantes condenados, y se unían en un abrazo sin costuras. Una
proeza imposible, repetida una y otra vez, tan seguro como que el
sol siempre sale. Dona se reía amargamente mientras miraba cómo se
sellaba su carne, pero al repetir yo el truco, vi que tenía una
sensación peculiar. Lo que buscábamos era dolor, pero no podíamos
recrearlo con exactitud. Habíamos llegado a desear una aproximación
al suicidio, y en cambio nos conformábamos con el placer momentáneo
de infligirnos dolor, pero hasta aquello se nos negaba. ¡Cómo nos
odiábamos a nosotros mismos, cada uno a su manera!
Jonathan se puso pálido al sentir que la
carne avanzaba poco a poco hasta que la herida desaparecía.
—¿Qué es esto? —susurró, horrorizado—. Es
obra del diablo, seguro.
—Eso no lo sé. No tengo explicación. Lo
hecho hecho está, y es irremediable. Nunca volverás a ser el mismo,
y tu sitio ya no está en Saint Andrew. Ahora, ven conmigo.
El se quedó flácido y blanco como la nieve,
y no se resistió cuando le puse una mano en el brazo y lo llevé
hasta el coche.
Jonathan no se recuperó del golpe en todo el
viaje. Fue un tiempo de angustia para mí, ya que estaba ansiosa por
saber si recuperaría a mi amigo... y amante. Jonathan siempre había
estado tan seguro de sí mismo que me ponía enferma ser yo quien le
guiara. Aunque era una tontería por mi parte esperar otra cosa; al
fin y al cabo, ¿cuánto tiempo había pasado yo abatida en la casa de
Adair, recluida en mí misma y negándome a creer lo que me había
ocurrido?
Se encerró en el diminuto camarote durante
la travesía a Boston, sin salir ni una vez a cubierta. Desde luego,
aquello despertó la curiosidad de la tripulación y de los demás
pasajeros, así que, aunque el mar estaba tan tranquilo como el agua
de un pozo, les dije que se sentía mareado y que no confiaba en que
sus piernas le sostuvieran. Le llevé sopa de la cocina y su ración
de cerveza, aunque ya no tenía necesidad de comer y había perdido
el apetito. Jonathan no tardaría en aprender que comer era algo que
hacíamos por costumbre y comodidad, y para fingir que éramos los
mismos de antes.
Cuando el barco llegó al puerto de Boston,
Jonathan era un ser de aspecto extraño, por haber pasado tantas
horas en la penumbra del camarote. Pálido y nervioso, con los ojos
enrojecidos por la falta de sueño, salió de su reclusión vestido
con unas ropas vulgares que habíamos comprado en Camden en una
tienda que vendía artículos de segunda mano. Se quedó quieto en la
cubierta, soportando las miradas de los otros pasajeros, que sin
duda se habían estado preguntando si el pasajero misterioso había
muerto en su camarote durante la travesía. Observó la actividad del
muelle mientras el barco era amarrado en la dársena, mirando a la
multitud con los ojos muy abiertos, un poco asustado. Su increíble
belleza estaba apagada por la experiencia sufrida, y por un momento
deseé que Adair no viera a Jonathan con tan mal aspecto en su
primer encuentro. Quería que Adair descubriera que Jonathan era
todo lo que yo había prometido. ¡Estúpida vanidad!
Desembarcamos, y no habíamos recorrido ni
seis metros del muelle cuando vi a Dona, que nos esperaba con un
par de sirvientes. Dona vestía un ostentoso atuendo fúnebre, con
plumas negras de avestruz en el sombrero, se envolvía en una capa
negra y se apoyaba en un bastón, destacando sobre el común de los
mortales como la misma Parca. Una sonrisa maligna se dibujó en su
cara al divisarnos.
—¿Cómo sabíais que iba a volver hoy... y en
este barco? —le pregunté—. No envié ninguna carta para informaros
de mis planes.
—Ay, Lanore, eres tan ingenua que das risa.
Adair siempre sabe estas cosas. Sintió tu presencia en el horizonte
y me envió a recogerte —dijo, apartándome a un lado. Dedicó toda su
atención a Jonathan, sin molestarse en disimular que más que
mirarlo lo inspeccionaba de pies a cabeza una y otra vez—. Bueno,
preséntame a tu amigo.
—Jonathan, este es Donatello —dije con
sequedad.
Jonathan no hizo movimiento alguno para
darse por enterado o devolver el saludo, aunque no podría decir si
fue por la manera tan directa en que Dona le había examinado o
porque todavía se encontraba aturdido.
—¿Es que no habla? ¿No tiene modales? —dijo
Dona. Como Jonathan no mordió el anzuelo, Dona obvió el desaire
volviéndose hacia mí—. ¿Dónde está tu equipaje? Los
sirvientes...
—¿Vendríamos vestidos de este modo si
tuviéramos otra cosa que ponernos? Me vi obligada a dejarlo todo.
Apenas tenía dinero para volver a Boston.
Me acordé del baúl que había dejado en casa
de mi madre, discretamente arrimado a un rincón. Cuando lo abrieran
—esperando hasta que la curiosidad pudiera más que ellos para no
violar mi intimidad, aunque supieran que yo no iba a volver—,
encontrarían la bolsa de piel de ciervo llena de monedas de oro y
de plata. Me alegraba haber dejado allí aquel dinero; sentía que se
lo debía a mi familia. Lo consideraba una indemnización de Adair,
con la que pagaba a mi familia por haberme perdido para siempre,
igual que él había aliviado su culpa dejando dinero para su familia
siglos atrás.
—Muy considerado por tu parte. La primera
vez, viniste a nosotros sin nada. Ahora traes a tu amigo, y los dos
venís sin nada...
Dona levantó las manos al aire, como si yo
fuera incorregible, pero yo sabía por qué se mostraba tan
malhumorado: incluso en el estado en que se encontraba Jonathan, su
carácter excepcional era obvio. Se iba a convertir en la niña de
los ojos de Adair, el amigo y compañero con el que Dona nunca
podría competir. Dona perdería el favor de Adair, eso no se podía
evitar, y él lo tuvo claro desde el momento en que puso sus ojos en
Jonathan.
Si Dona hubiera sabido lo que nos esperaba,
probablemente no habría malgastado su envidia. Nuestra ignominiosa
llegada de aquel día fue el principio del fin para todos
nosotros.
Jonathan se animó un poco durante el
trayecto en coche a la mansión de Adair. Porque aquel era su primer
viaje a una ciudad tan grande, cosmopolita y maravillosa como
Boston, y a través de sus ojos pude revivir mi llegada tres años
atrás: las multitudes en las calles polvorientas; la proliferación
de tiendas y posadas; las asombrosas casas de ladrillo, de varios
pisos de altura; el ir y venir de carruajes tirados por caballos
vistosos y bien cuidados; las mujeres vestidas a la última moda,
luciendo escotes y largos cuellos blancos. Al cabo de un rato,
Jonathan tuvo que apartarse de la ventanilla y cerrar los
ojos.
Y después, por supuesto, la mansión de Adair
era tan impresionante como un castillo, aunque a esas alturas
Jonathan ya no se maravillaba ante nada, por impresionante que
fuera. Me dejó que lo condujera escalones arriba; entramos en la
casa, cruzamos el vestíbulo con la araña de luces oscilando sobre
nuestras cabezas y los lacayos con librea inclinándose lo
suficiente para examinar los zapatos llenos de barro de Jonathan.
Atravesamos el comedor con la mesa puesta para dieciocho
comensales, y llegamos a la escalera de doble arco que llevaba a
las alcobas del piso de arriba.
—¿Dónde está Adair? —pregunté a uno de los
criados, ansiosa por terminar con las presentaciones.
—Aquí mismo.
Su voz se alzó detrás de mí, y yo me volví
para verlo entrar. Se había vestido cuidadosamente, con una
informalidad estudiada, con el pelo sujeto con una cinta, como un
caballero europeo. Igual que Dona, examinó a mi Jonathan como si
estuviera considerando su precio justo, frotándose los dedos de la
mano derecha. Por su parte, Jonathan intentó mostrarse indiferente,
echando a Adair un simple vistazo. Pero sentí como si el aire
vibrara y entre ellos se produjera una especie de reconocimiento.
Podría haber sido lo que los místicos llaman la conexión entre
almas destinadas a viajar juntas por el tiempo en una u otra forma.
O podría haber sido la danza de machos rivales en la selva,
preguntándose quién saldría ganador y cuan cruento sería el
enfrentamiento. Aunque también podría ser que al fin él había
conocido al hombre que me poseía.
—Así que este es el amigo del que nos
hablaste —dijo Adair, fingiendo que era así de sencillo, tan simple
como traer de visita a un viejo amigo.
—Tengo el gusto de presentaros al señor
Jonathan Saint Andrew. —Hice mi mejor imitación de un mayordomo,
pero ninguno de los hombres lo encontró gracioso.
—Y usted es el... —Jonathan parecía buscar
la palabra adecuada para describir a Adair después de mi fantástico
relato, porque en realidad, ¿cómo se le podría llamar? ¿Monstruo?
¿Ogro? ¿Demonio?—. Lanny me ha hablado de... usted.
Adair enarcó una ceja.
—¿Ah, sí? Espero que... Lanny no lo
confundiera, llenándolo de ideas extrañas salidas de su
imaginación. Algún día tendrá que contarme lo que le dijo.
—Chasqueó los dedos en dirección a Dona—. Acompaña a nuestro
invitado a su habitación. Debe de estar cansado.
—Yo puedo llevarle... —me ofrecí, pero Adair
me interrumpió.
—No, Lanore, quédate conmigo. Me gustaría
que habláramos un momento.
Fue entonces cuando me di cuenta de que
estaba en apuros. Adair bullía de rabia, que ocultaba por
consideración a nuestro invitado. Vimos cómo Dona guiaba a un
sonámbulo Jonathan por la curvilínea escalera, y seguimos mirando
hasta que desaparecieron de nuestra vista. Entonces Adair se volvió
hacia mí y me golpeó con fuerza, cruzándome la cara.
Caída en el suelo, me toqué la mejilla y le
miré con furia.
—¿A qué ha venido esto?
—Lo has cambiado, ¿verdad? Me robaste mi
elixir y te lo llevaste. ¿Creíste que no averiguaría lo que habías
hecho? —Adair se alzaba sobre mí; resoplaba y le temblaban los
hombros.
—¡No tuve más remedio! Le habían
disparado... Se estaba muriendo.
—¿Crees que soy idiota? Robaste el elixir
porque desde el primer momento tenías la intención de atarlo a
ti.
Se inclinó, me agarró por un brazo, me puso
en pie y me empujó contra una pared. Cuando estuve en sus manos,
sentí el terror del episodio del sótano, sujeta en el diabólico
arnés, indefensa ante su violencia y presa del pánico. Él me golpeó
de nuevo, un doloroso revés que me derribó en el suelo por segunda
vez. De nuevo me llevé la mano a la mejilla y la encontré manchada
de sangre. Me había hecho un corte, y el dolor invadía toda mi cara
mientras los bordes de la herida empezaban a unirse de nuevo.
—Si hubiera querido arrebatarte a Jonathan,
¿habría vuelto? —Todavía en el suelo, me arrastré hacia atrás como
un cangrejo para ponerme fuera del alcance de Adair, resbalando en
el borde de mi vestido de seda—. Tuve que huir y traérmelo conmigo.
No, es exactamente como te digo. Me llevé el frasquito, sí, pero
como precaución. Era una sensación que tenía, de que iba a ocurrir
algo malo. Pero como ves, he vuelto contigo. Te soy leal —dije,
aunque en el fondo deseaba matarlo, por haberme golpeado, por
hallarme tan impotente.
Adair me dirigió una mirada llena de odio,
dudando de mi declaración, pero no volvió a golpearme. Dio media
vuelta y se alejó, dejando su advertencia resonando en el
pasillo.
—Ya veremos esa lealtad que proclamas. No
pienses que esto ha terminado, Lanore. Destruiré el lazo existente
entre ese hombre y tú, y tu conexión con él quedará reducida a la
nada. Tu robo y tus maquinaciones de poco te habrán servido. Eres
mía, y si crees que no puedo deshacer lo que has hecho, estás muy
equivocada. Y Jonathan será mío también.
Me quedé en el suelo, apretándome la
mejilla, mientras procuraba que sus palabras no me afectaran. No
podía permitir que me quitara a Jonathan. No podía dejarle que
rompiera el vínculo que yo tenía con la única persona que me
importaba. Jonathan era cuanto tenía y quería. Si lo perdía, la
vida para mí carecería de sentido y, por desgracia, mi vida iba a
ser muy larga.