35

 

Cuando me desperté a la mañana siguiente, oí a mi madre y a Maeve hablando en susurros en la cocina para no despertarme. Debía de parecerles una perezosa dormilona, enterrada bajo varias capas de mantas, perdiéndome las horas más productivas de la jornada, durmiendo hasta mediodía... aunque hacía mucho tiempo que no me levantaba tan pronto.
—Vaya, mira quién se ha levantado —dijo mi madre desde el fogón cuando me oyó gruñir arriba.
—Supongo que Nevin habrá hecho sus comentarios acerca de mis hábitos de sueño —respondí mientras bajaba por la escalera.
—Hemos hecho lo que hemos podido para impedir que te sacara a rastras cogida por los pies —dijo Maeve, y me pasó mi ropa, que había estado colocada encima de una silla cerca del fuego para que perdiera la humedad.
—Sí, bueno, es que anoche no podía dormir y di un paseo hasta el pueblo —confesé.
—¡Lanore! —Mi madre casi dejó caer el cuchillo—. ¿Has perdido la cabeza? ¡Podrías haber muerto congelada! Por no mencionar que te podría haber pasado algo peor... —Cruzó una mirada con mi hermana; las dos sabían que me quedaba poca virtud que proteger, lo que le quitó ironía a sus palabras.
—Había olvidado el frío que hace por la noche aquí, en el norte —mentí.
—¿Y adonde fuiste?
—Apuesto a que a la iglesia, no. —Maeve rió.
—No, a la iglesia no. Fui a la taberna de Daughtery.
—Lanore...
—Un poco de compañía en una hora solitaria, eso es todo lo que quería. No estoy acostumbrada a retirarme tan pronto y con tanta quietud. Mi vida es muy diferente en Boston. Deberéis tener paciencia conmigo... —Me ajusté a la cintura las cintas de mi falda antes de acercarme a mi madre y besarla en la frente.
—Ahora no estás en Boston, querida —me reprendió mi madre.
—Que no te preocupe mucho —dijo Maeve—. Como si a Nevin no lo vieran por Daughtery de vez en cuando. Si los hombres pueden ir, no sé por qué no se te ha de permitir a ti, al menos alguna que otra vez. —Echó una mirada a mi madre, para ver si protestaba—. Y ya nos acostumbraremos a ello.
Así que Nevin iba a Daughtery. Debería andarme con cuidado. Si se enteraba de mis devaneos nocturnos, las cosas se pondrían feas para mí.
En aquel momento, nos interrumpió una llamada a la puerta. Uno de los sirvientes de los Saint Andrew extendió un sobre de color marfil con mi nombre escrito en él. Dentro había una nota escrita con la letra meticulosa de la madre de Jonathan, invitando a mi familia a cenar aquella noche. El sirviente esperó nuestra respuesta en la puerta.
—¿Qué le decimos? —pregunté, aunque era bastante fácil adivinar su respuesta. Maeve y mi madre bailaban como Cenicienta cuando se enteró de que iba a acudir al baile.
—¿Y Nevin? Seguro que se niega a ir —pregunté.
—Sin duda. Por principio —dijo Maeve.
—Ojalá vuestro hermano tuviera mejor cabeza para los negocios —murmuró mi madre—. Podría aprovechar esta oportunidad y hablar con Jonathan para que nos compre más. Medio pueblo se gana la vida gracias a esa familia. ¿Quién más va a comprar nuestra carne? Ellos, con todos esos hombres que alimentar...
Probablemente consideraba a los Saint Andrew unos tacaños por alimentar a sus trabajadores con ciervos cazados en su propiedad.
Volví a la puerta y le dije al sirviente:
—Por favor, comunica a la señora Saint Andrew que aceptamos encantadas su invitación y estaremos allí para cenar.

 

La cena de aquella noche me pareció irreal, al estar rodeada por nuestras dos familias. Nunca había ocurrido en todo el tiempo en que Jonathan y yo éramos amigos de niños, y me habría encantado que la cena de aquella noche se hubiera reducido a nosotros dos en torno a una mesa delante de la chimenea de su despacho. Pero aquello no habría sido correcto, puesto que Jonathan tenía una esposa y una hija.
Sus hermanas, prácticamente unas solteronas ya, miraban con ojos de búho a mis vivarachas hermanas como si fueran monos sueltos por su casa. El pobre y retrasado Benjamin se sentaba junto a su madre, con los ojos fijos en su plato y los labios fruncidos, obligándose a permanecer quieto. De vez en cuando, su madre le cogía la mano y se la acariciaba, lo que parecía tener un efecto tranquilizador en el pobre chico.
Y a la izquierda de Jonathan estaba Evangeline, que parecía una niña a la que se ha permitido sentarse a la mesa de los adultos. Sus dedos rosados tocaban cada pieza de sus cubiertos como si no estuviera familiarizada con la utilidad de todos los instrumentos del fino servicio de plata. Y de vez en cuando, su mirada volaba al rostro de su marido, como un perro que se asegura de la presencia de su amo.
Ver a Jonathan rodeado de aquella manera, por la familia que siempre dependería de él, me hizo sentir lástima por él y me hastió.
Después de la comida —un costillar de ciervo y una docena de codornices asadas, lo que dio lugar a platos donde se amontonaban grandes costillas de res y diminutos huesos de ave, todo bien pelado—, Jonathan paseó la mirada por la mesa, en la que casi todas eran mujeres, y me invitó a seguirlo al antiguo despacho de su padre, que había hecho suyo. Cuando su madre abrió la boca para poner objeciones, él dijo:
—Aquí no han ningún hombre que me acompañe a fumar una pipa, y me gustaría hablar con Lanore a solas, si es posible. Además, estoy seguro de que si no, se aburriría mucho.
Las cejas de Ruth se dispararon hacia arriba, aunque las hermanas de Jonathan no parecieron ofenderse. Era posible que él estuviera intentando librarlas de la molestia de mi compañía: seguro que también ellas suponían que yo era una prostituta, y era probable que Jonathan me hubiera invitado imponiéndose sobre sus protestas.
Después de cerrar la puerta, sirvió unos whiskies, cargó de tabaco dos pipas y nos instalamos en butacas cerca del fuego. Primero quiso saber cómo había desaparecido en Boston. Le conté una versión más detallada de la historia que le había ofrecido a mi familia: que estaba al servicio de un europeo rico, contratada para actuar como representante suya en América. Jonathan escuchaba con escepticismo, yo diría que dudando entre discutir mi explicación o simplemente disfrutar del relato.
—Deberías pensar en mudarte a Boston. La vida es mucho más fácil —dije, acercando una llama a la pipa—. Eres un hombre rico. Si vivieras en una gran ciudad, podrías disfrutar de los placeres de la vida.
Él negó con la cabeza.
—No podemos irnos de Saint Andrew. Hay que recoger la madera, que es la sangre de nuestra vida. ¿Quién dirigiría el negocio?
—El señor Sweet, que es quien lo hace ahora. U otro capataz. Así es como manejan sus propiedades los hombres ricos con muchas inversiones. No hay motivo para que tú y tu familia sufráis las privaciones de los crudos inviernos de Saint Andrew.
Jonathan miró el fuego, chupando su pipa.
—Puede que pienses que mi madre estaría encantada de volver con su familia, pero nunca la sacaremos de Saint Andrew. Ella lo negaría, pero se ha acostumbrado a su posición social. En Boston sería una viuda acomodada más. Hasta puede que sufriera socialmente por haber pasado tanto tiempo en «los territorios salvajes». Además, Lanny, ¿has pensado en qué sería del pueblo si nos marcháramos?
—Tu negocio seguiría estando aquí. Todavía tendrías que pagar a los del pueblo lo que sea que les estés pagando ahora. La única diferencia sería que tú y tu familia tendríais el tipo de vida que merecéis. Habría médicos para ver a Benjamín. Podríais disfrutar de la vida social de los domingos con los vecinos, ir a fiestas y partidas de cartas todas las noches, como miembros de la élite social de la ciudad.
Jonathan me dirigió una mirada incrédula, lo bastante dudosa para que yo pensara que lo que había dicho de su madre podía ser una excusa. A lo mejor era él quien tenía miedo de salir de Saint Andrew, de dejar el único lugar que conocía y convertirse en un pez pequeño en un estanque grande y muy poblado.
Me incliné hacia él.
—¿No sería esa tu recompensa, Jonathan? Has trabajado con tu padre para reunir esta fortuna. No tienes ni idea de lo que te está esperando fuera de estos bosques, estos bosques que son como los muros de una prisión.
Pareció dolido.
—No creas que nunca he salido de Saint Andrew. He estado en Fredericton.
Los Saint Andrew tenían socios comerciales en Fredericton, que formaban parte del negocio maderero. Los troncos bajaban flotando por el Allagash hasta el río Saint John y eran procesados en Fredericton, aserrados en tablas o quemados para hacer carbón. Charles había llevado allí a Jonathan cuando este era adolescente, pero me había contado poco del viaje. Pensándolo bien, Jonathan no parecía sentir curiosidad por el mundo que había fuera de nuestro pequeño pueblo.
—No se puede decir que Fredericton sea Boston —le espeté—. Y además, si vinieras a Boston, tendrías oportunidad de conocer a mi jefe. Es de la realeza europea, prácticamente un príncipe. Pero lo que de verdad importa es que es un auténtico entendido en los placeres. Un hombre que te gustaría. —Intenté sonreír misteriosamente—. Te garantizo que cambiaría tu vida para siempre.
Me dirigió una mirada intensa.
—¿Un entendido en los placeres? ¿Y cómo sabes tú eso, Lanny? Creía que eras su representante.
—Se puede actuar como intermediario en nombre de otro para muchas cosas.
—Reconozco que has despertado mi curiosidad —dijo, pero su tono era condescendiente. Parte de mí lamentaba que Jonathan estuviera tan comprometido con sus nuevas responsabilidades y no sintiera al menos curiosidad por las tentaciones que yo le ofrecía. Sin embargo, estaba segura de que el Jonathan de siempre seguía allí; solo tenía que despertarlo.

 

Después de aquello, Jonathan y yo pasamos casi todas las tardes juntos. Enseguida vi que no había cultivado otras amistades. No estaba segura del porqué, ya que no podía haber escasez de hombres dispuestos a disfrutar de la posición social y los posibles beneficios económicos que acarrearía ser amigo íntimo de Jonathan. Pero Jonathan no era tonto. Eran los mismos hombres que, cuando eran niños, envidiaban su belleza, su posición y su riqueza. Resentidos porque sus padres estaban obligados con el capitán, por salarios o por rentas.
—Te echaré de menos cuando te marches —me dijo Jonathan una de aquellas tardes que pasamos encerrados tras las puertas del despacho, quemando buen tabaco—. ¿No hay posibilidad de que te quedes? No tienes por qué volver a Boston, si se trata de dinero. Yo podría darte un empleo, y estarías aquí para ayudar a tu familia, ahora que tu padre no está.
Me pregunté si Jonathan habría meditado aquella oferta o si se le acababa de ocurrir. Aunque me hubiera encontrado algún tipo de colocación, su madre habría puesto objeciones a que una mujer caída en desgracia trabajara para su hijo. Pero tenía razón en que aquella sería una oportunidad de ayudar a mi familia, y me estremecí por dentro. No obstante, también me sentía agobiada por un miedo incierto ante la posibilidad de no obedecer las órdenes de Adair.
—No podría renunciar a la ciudad, ahora que la conozco. A ti te pasaría lo mismo.
—Ya te he explicado...
—No tienes que tomar una decisión precipitada. Al fin y al cabo, trasladar toda tu casa a Boston no es ninguna menudencia. Ven conmigo a visitarla. Dile a tu familia que vas en viaje de negocios. Averigua si la ciudad te gusta... —Había limpiado hábilmente el cañón de la pipa con un alambre (una habilidad adquirida limpiando la pipa de agua de Adair) y golpeé la cazoleta contra una bandejita para vaciarla de ceniza—. Además, sería ventajoso para tu negocio. Adair te llevaría a sitios, te presentaría a propietarios de serrerías y cosas así. Y te presentaría en sociedad. ¡Aquí en Saint Andrew no hay cultura! No tienes ni idea de las cosas que te estás perdiendo: teatro, conciertos... Y lo que yo creo que de verdad te resultaría fascinante... —me incliné hacia delante, acercando mi cabeza a la suya para hablar en confidencia— es que Adair es muy parecido a ti en cuestión de los placeres de hombres.
—No me digas... —Su expresión me pedía que continuara.
—Las mujeres se le echan encima. Toda clase de mujeres. Mujeres de la alta sociedad, mujeres normales y, cuando se harta de ese tipo de compañía, siempre están las... damiselas.
—¿Damiselas?
—Prostitutas. Boston está lleno de prostitutas de todas las clases. Burdeles elegantes. Putas de la calle. Actrices y cantantes que estarían encantadas de ser tus amantes solo por las bonitas habitaciones y el dinero que gastas.
—¿Me estás diciendo que tengo que recurrir a una actriz o a una cantante para encontrar una mujer que soporte mi compañía? —preguntó, y después apartó la mirada—. ¿Es que todos los hombres de Boston pagan por la compañía de una mujer?
—Si quieren sus atenciones en exclusiva —dije, reorientando poco a poco el rumbo de la conversación—. Estas mujeres tienden a estar más versadas que la mayoría en las artes del amor —continué, con la esperanza de despertar su curiosidad. Había llegado el momento de darle uno de los regalos de Adair—. Esto es un obsequio de mi jefe. —Entregué a Jonathan un paquetito envuelto en seda roja: la baraja de cartas obscenas—. De un caballero a otro.
—Interesante —dijo, mirando con atención una carta tras otra—. Había visto una baraja como esta cuando estuve en New Fredericton, aunque no tan... imaginativa.
Cuando fue a recoger la seda roja para envolver de nuevo las cartas, un segundo regalo cayó de la tela, uno que yo había olvidado que llevaba.
Jonathan aspiró aire con fuerza.
—Dios mío, Lanny, ¿quién es esta? —Tenía en las manos un retrato en miniatura de Uzra, y un brillo de embeleso en los ojos—. ¿Es un fantasma, la creación de la mente de un artista...?
No me importó el tono de su voz. Ningún caballero debería hablar así delante de una mujer a la que asegura apreciar, pero ¿qué se le iba a hacer? El retrato estaba pensado para tentarle y estaba claro que había cumplido su cometido.
—Oh, no, te aseguro que existe en carne y hueso. Es la concubina de mi jefe, una odalisca que se trajo de la Ruta de la Seda.
—Tu jefe tiene una organización doméstica muy curiosa, por lo que se ve. ¿Una concubina, mantenida abiertamente en Boston? Yo pensaba que no lo consentirían. —Su mirada pasó del retrato a mí, con las cejas muy juntas—. No comprendo. ¿Por qué tu jefe me envía regalos? ¿Qué interés tiene? ¿Qué demonios le has contado de mí?
—Está buscando a un compañero adecuado, y le parece que tú podrías ser un alma gemela. —Lo vi receloso, como si tal vez temiera que el interés de un hombre al que no conocía tuviera que estar relacionado con su fortuna—. Si quieres que te diga la verdad, creo que está desilusionado con la gente de Boston. Son todos muy serios. No ha sido capaz de encontrar un bostoniano con un espíritu similar al suyo, dispuesto a entregarse a cualquier fantasía que le interese.
Pero Jonathan no parecía estar prestando atención a lo que yo decía. Me observaba de un modo que me hizo temer que hubiera dicho algo ofensivo sin darme cuenta.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Es solo que estás... tan cambiada —dijo al fin.
—No te lo discutiré. He cambiado por completo. La cuestión es: ¿estás decepcionado por el cambio?
Parpadeó, había una sombra de dolor en aquellos ojos oscuros.
—Debo responder que... sí, tal vez un poquito. No sé muy bien cómo decir esto sin herir tus sentimientos, pero no eres la chica que eras cuando te marchaste. Eres tan mundana... Eres la amante de ese hombre, ¿verdad? —preguntó, vacilante.
—No exactamente. —Me vino a la cabeza una expresión de años atrás—. Soy su esposa espiritual.
—¿Su esposa espiritual?
—Todas lo somos. La odalisca, yo, Tilde... —Me pareció que era mejor dejar al margen a Alejandro y a Dona, ya que no tenía ni idea de cómo respondería Jonathan a semejante situación.
—¿Tiene tres esposas bajo un mismo techo?
—Sin contar las otras mujeres con las que se relaciona.
—¿Y a ti no te importa?
—Puede compartir su cariño como desee, lo mismo que nosotras. Lo que tenemos no se parece a nada que tú conozcas, pero... sí, esta situación me parece bien.
—Dios mío, Lanny, me cuesta creer que eres la chica a la que besé en el guardarropa de la iglesia hace tantos años... —Lanzó una mirada tímida en mi dirección, como si no estuviera muy seguro de cómo comportarse—. Supongo que, con tanto hablar de compartir libremente tu cariño, no sería muy incorrecto que te pidiera... ¿otro beso? Solo para asegurarme de que eres de verdad la Lanny que yo conocía, que está aquí conmigo otra vez.
Era la ocasión que yo había esperado. Se levantó de su butaca y se inclinó sobre mí, agarrando mi cara con las manos, pero su beso fue vacilante.
Aquella indecisión casi me rompió el corazón.
—Debes saber que pensé que no te volvería a ver, Jonathan, y mucho menos sentir tus labios en los míos. Pensé que me iba a morir de tanto echarte de menos.
Cuando mis ojos buscaron su cara, comprendí que la esperanza de volver a ver a Jonathan era lo único que me había mantenido cuerda. Ahora estábamos juntos y no pensaba desperdiciar la ocasión. Me levanté y me apreté contra él y, al cabo de un segundo de vacilación, me rodeó con sus brazos. Agradecí que todavía me deseara, pero todo en él había cambiado desde la última vez que habíamos estados juntos, hasta el olor de su pelo y de su piel. La contención en sus manos cuando agarró mi cintura. Su sabor cuando nos besamos. Todo era distinto. Era más lento, más blando, más triste. Su manera de hacer el amor, aunque agradable, había perdido su fogosidad. Puede que fuera porque estábamos en la casa de su familia, con su mujer y su madre al otro lado de la puerta cerrada. O puede que le consumiera el arrepentimiento por traicionar a la pobre Evangeline.
Nos quedamos tumbados en el sofá después de que Jonathan terminara, con su cabeza entre mis pechos, enfundados en un fino sujetador de seda, con lazos y remates de encaje. Él todavía estaba entre mis piernas, sobre un revoltijo de faldas y enaguas sujetas a mi cintura. Le acaricié el pelo mientras mi corazón se colmaba de felicidad. Y sí, sentí el placer secreto de haberle hecho ceder a su deseo. En cuanto a la esposa que esperaba fielmente al otro lado de la puerta... Bueno, ¿acaso ella no me había robado a Jonathan? Y un certificado de matrimonio significaba poco cuando él todavía me deseaba, cuando su corazón me pertenecía. Mi cuerpo se estremecía ante la certeza de que me deseaba. A pesar de todo lo que nos había sucedido a los dos en los tres años que habíamos estado separados, yo estaba más convencida que nunca de que el lazo que nos unía no se había roto.