34

 

Aquella primera noche en casa fue difícil. Por una parte, no puedo recordar una cena más alegre. Cuando Glynnis volvió a la cabaña después de su jornada en la tienda de Watford, aquel nuevo reencuentro hizo que saltaran chispas de nuestros corazones (excepto en el de Nevin, que nunca me perdonaría). Mientras se horneaban las galletas, saqué sus regalos de mi baúl, repartiéndolos como si fuera Papá Noel. Maeve y Glynnis bailaron a mi alrededor con la seda china sujeta a la altura del corpiño, planeando los elegantes vestidos que harían con ella, y mi madre casi lloró de alegría al ver el chal. Su deleite solo sirvió para enfurecer más a Nevin; gracias a Dios, no había llevado nada para él pues sospechaba que lo tiraría al fuego, aunque lo más probable era que me hubiera abofeteado y echado de la casa a patadas.
Después de lavar los platos y mientras se consumían las velas, nos sentamos alrededor de la mesa y mi madre y mis hermanas me pusieron al corriente de todo lo que había ocurrido en el pueblo mientras yo estaba fuera: malas cosechas, enfermedades, uno o dos recién llegados. Y por supuesto, muertes, nacimientos y bodas. Se extendieron acerca de la boda de Jonathan, suponiendo que yo querría saberlo todo, la comida elegante que se sirvió (sin saber que yo había comido y bebido delicias más exóticas que las que ellas podían soñar), qué socios comerciales de los Saint Andrew habían hecho el arduo viaje, cruzando ríos y bosques para asistir.
—Qué pena que el capitán no viviera para verlo —dijo mi madre.
¡Y la niña! Por cómo hablaban de ella mi madre y mis hermanas, cualquiera pensaría que la niña había sido la hija de todo el pueblo. Solo Nevin parecía no mostrar un interés reverencial por la pequeña.
—¿Qué nombre le puso Jonathan? —pregunté, untando una última corteza en grasa de vaca.
—Ruth, igual que su madre —dijo Glynnis, alzando las cejas.
—Es un buen nombre cristiano —la reprendió mi madre—. Seguro que querían un nombre de la Biblia.
Meneé un dedo hacia ellas.
—Apuesto a que no fue decisión de Jonathan ni de Evangeline. Fue obra de su madre. Creed lo que os digo.
—A lo mejor, la idea de tener un niño lo antes posible también fue de la señora Saint Andrew. —Maeve contuvo el aliento un instante, mirando a Glynnis en busca de ánimo, y después continuó—. Fue un parto terriblemente difícil, Lanore. Evangeline casi se muere. Es tan delicada...
—Y tan joven...
Todas en la mesa asintieron.
—Tan joven... —Maeve suspiró—. He oído que la comadrona le dijo que esperara un tiempo para tener más hijos.
—Es verdad —confirmó Glynnis.
—¡Basta! —Nevin clavó el extremo de su cuchillo en la mesa, haciendo estremecer a las mujeres—. ¿Es que un hombre no puede cenar en paz sin tener que escuchar cotilleos acerca del rompecorazones del pueblo?
—Nevin... —empezó mi madre, pero él la interrumpió.
—No quiero oír más al respecto. Es culpa de Jonathan, por casarse con una cría. Es escandaloso, pero no esperaba nada mejor de él —gruñó Nevin. Durante un instante creí que regañaba a mi madre y a mis hermanas para ahorrarme más conversación acerca de tener hijos. Se levantó de la mesa y se dirigió a la butaca que había junto al fuego, donde solía sentarse nuestro padre después de cenar. Se me hizo extraño verlo en aquella butaca... y con su pipa.

 

A juzgar por la posición de la luna en el cielo, era casi medianoche cuando bajé de la buhardilla, incapaz de dormir. Los restos del fuego decoraban las paredes con un brillo danzarín y ondulante. Me sentía inquieta y no podía quedarme encerrada en la casa. Necesitaba compañía. Por lo general, a aquellas horas de la noche estaría preparándome para pasarla en la cama de Adair, y descubrí, sentada en el banco, que tenía hambre —no, voracidad— de contacto físico que me reconfortara. Me vestí y salí haciendo el menor ruido posible. Mi cochero estaba durmiendo en el pajar, abrigado por una montaña de mantas y el calor de una docena de reses apretadas con él bajo el mismo techo. No quería ensillar el caballo castaño de la familia y privar al pobre animal de su merecido descanso, de modo que emprendí el camino a pie en la única dirección que se me ocurrió: hacia el pueblo. Para cualquier otro, hasta un recorrido así de corto a pie habría sido suicida. La temperatura estaba por debajo del punto de congelación y el viento era cortante, pero yo era inmune a las inclemencias del tiempo y podía andar a buen paso sin cansarme. Llegué casi sin darme cuenta a las casas de las afueras del pueblo.
¿Adónde se podía ir? Saint Andrew no era precisamente una gran ciudad. Había pocas luces visibles a través de las ventanas de las casas. El pueblo dormía, pero la taberna de Daniel Daughtery todavía estaba abierta: brillaba una luz a través de su única ventana. Vacilé ante la puerta, preguntándome si sería prudente dejarme ver a aquellas horas. Pocas mujeres entraban en Daughtery, y ninguna lo hacía sola. Nevin podía enterarse fácilmente, y eso alimentaría su convicción de que yo era una vulgar prostituta. Pero el atractivo de aquellos cuerpos calientes en el interior, el rumor apagado de las conversaciones, el estallido ocasional de una risa, eran muy fuertes. Me sacudí el barro de los zapatos y entré.
Solo había unos pocos clientes (por fortuna, dado lo reducido del espacio): un par de leñadores de los que trabajaban para Jonathan y Tobey Ostergaard, el brutal padre de la pobre Sophia, que parecía asimismo un cadáver, con la piel grisácea y los ojos sin vida fijos en la pared de atrás. Todas las cabezas se volvieron en mi dirección cuando entré, y Daughtery me dedicó una mirada particularmente fea.
—Una cerveza —pedí innecesariamente; solo había una bebida en la carta.
En otro tiempo, la taberna había formado parte de la casa de Daughtery, dividida (a pesar de las objeciones de su mujer) para acomodar una barra, una mesa pequeña y varios taburetes construidos con piezas sobrantes de madera, todos con una pata más corta que las otras dos. En los meses de más calor, había juegos de azar y a veces peleas de gallos en el granero, que estaba separado de la casa principal por un sendero embarrado. La mayoría de los clientes no se quedaban, sino que compraban un barril de cerveza para consumir en casa con las comidas, ya que elaborar cerveza era un trabajo molesto y la de Daughtery, según el consenso general, era la mejor del pueblo.
—Ya me habían dicho que habías vuelto —dijo Daughtery mientras recogía mi moneda—. Parece que Boston te ha tratado bien... —Miró sin disimulo mis ropas—. ¿Qué ha hecho una chica del campo como tú para comprar vestidos tan elegantes?
Igual que mi hermano, Daughtery había imaginado —todos debían de haberlo imaginado— lo que había hecho para convertirme en una mujer rica. Nadie tuvo el valor de acusarme directamente, y las insinuaciones de Daughtery me enfurecieron; se estaba luciendo para sus clientes. Aun así, ¿qué podía hacer yo, dadas las circunstancias? Le obsequié con una sonrisa enigmática por encima del borde de la jarra.
—He hecho lo mismo que hacen innumerables personas para mejorar su nivel de vida: me he asociado con gente de posibles, señor Daughtery.
Uno de los leñadores se marchó poco después de llegar yo, pero el otro se acercó a pedirme que compartiera su mesa. Había oído que Daughtery mencionaba Boston y estaba ansioso de hablar con alguien que hubiera estado allí recientemente. Era joven, unos veinte años, de carácter amable y aspecto limpio, a diferencia de la mayoría de los jornaleros de los Saint Andrew. Me dijo que procedía de una familia humilde de las afueras de Boston propiamente dicho. Solo había ido a Maine para trabajar. Recibía una buena paga, pero el aislamiento le estaba matando. Echaba de menos el ajetreo de la ciudad, dijo, y sus posibilidades de diversión. Tenía lágrimas en los ojos al describir el parque público en un fin de semana soleado, y la brillante superficie negra del río Charles bajo la luna llena.
—Tenía la intención de marcharme de aquí antes de las nieves —dijo, mirando su jarra—, pero oí que Saint Andrew necesita gente que se quede durante el invierno, y paga bien. Sin embargo, los que se han quedado algún invierno dicen que la soledad es terrible.
—Supongo que es cuestión de puntos de vista.
Daughtery golpeó con una jarra el mostrador de arce, sobresaltándonos a los dos.
—Id terminando. Es hora de que os vayáis a vuestras respectivas camas.
Nos quedamos fuera de la puerta cerrada de Daughtery, muy cerca uno del otro para protegernos del viento. El desconocido acercó la boca a mi oreja y el calor de sus palabras hizo que el vello de mi mejilla se erizara, como flores estirándose hacia el sol. Me confió que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la compañía de una mujer. Confesó que tenía poco dinero, pero me preguntó si a pesar de todo estaría dispuesta.
—Espero que no esté suponiendo demasiado acerca de tu profesión —dijo con una sonrisa nerviosa—, pero cuando te he visto entrar en Daughtery sola...
No pude protestar: me había calado bien.
Nos colamos en el establo de Daughtery. Los animales estaban tan acostumbrados a los visitantes nocturnos de la taberna que ni se inmutaron. El joven leñador se ajustó la ropa, desabotonó la delantera de sus pantalones y puso su verga en mi mano. Se derritió con mis atenciones y una espesa nube de placer lo engulló sin que ofreciera resistencia. Debió de ser el retorno a Saint Andrew y volver a ver a Jonathan lo que me hizo hervir la sangre. Las que tocaban mi cuerpo eran las manos del leñador, pero era Jonathan el que estaba en mi mente. Era una insensatez pensar en Jonathan, pero aquella noche, la combinación de carne y recuerdos me daba una idea de cómo podía ser, y me hizo anhelar más. Así que atraje al joven hacia mí y apoyé un pie en una bala de heno para facilitarle el acceso por debajo de mis enaguas.
El joven se balanceó dentro de mí, carne suave y firme y manos delicadas, y yo procuré imaginar que era Jonathan, pero no conseguí que la ilusión durara. A lo mejor Adair tenía razón, tal vez saliéramos ganando si convertíamos a Jonathan en uno de los nuestros. Una necesidad incontrolable me impelía a intentarlo... o quedaría insatisfecha para el resto de mi vida; es decir, para toda la eternidad.
El leñador dejó escapar un suspiro al terminar, y después sacó un pañuelo y me lo ofreció.
—Perdona mi brusquedad, señorita —susurró con pasión en mi oído—, pero ha sido el polvo más asombroso que he echado en mi vida. Debes de ser la prostituta más habilidosa de Boston.
—Cortesana —le corregí suavemente.
—Sé muy bien que no podré compensarte del modo al que sin duda estás acostumbrada... —dijo, y hurgó en su bolsillo para buscar dinero, pero yo le puse una mano en el brazo y lo detuve.
—No te preocupes. Guárdate tu dinero. Pero prométeme que no le dirás ni una palabra de lo sucedido a nadie —pedí.
—Oh, no, señorita, no lo haré... aunque me acordaré de esto el resto de mi vida.
—Y yo también —dije, si bien aquel muchacho de rostro dulce iba a ser solo uno de una serie de muchos... o tal vez el último, para ser sustituido por Jonathan y solo por Jonathan, si tenía suerte.
Vi cómo el joven leñador desaparecía tambaleándose en la noche, dirigiéndose al camino que conducía a la propiedad de los Saint Andrew, y después me envolví bien en mi capa y eché a andar en dirección contraria. Su calor aún calentaba el interior de mis muslos y sentí también una agradable y familiar agitación en el pecho, la satisfacción que siempre sentía cuando dejaba indefenso a un hombre, convertido en un esclavo sexual. Estaba impaciente por experimentar aquel placer con Jonathan y sorprenderlo con mis nuevas habilidades.
Mi camino me llevó al taller del herrero y, por la fuerza de la costumbre, miré en dirección a la casita de Magda. Se veía una luz a través del chal que había clavado sobre la única ventana, y supe que estaba despierta. Era curioso: en otro tiempo había envidiado su casita... Y supongo que todavía la envidiaba, porque sentí una pequeña punzada en el corazón al verla, recordando los sencillos tesoros que tanto me habían impresionado de niña. Puede que la mansión de Adair fuera suntuosa y estuviera llena de objetos valiosos, pero en cuanto cruzabas el umbral perdías la libertad. Magda era la señora de su casa, y eso nadie podía arrebatárselo.
Mientras yo estaba en lo alto del sendero, la puerta delantera se abrió y salió uno de los leñadores (gracias a Dios, porque me habría mortificado ver a uno de mis vecinos terminando su asunto con Magda). La mujer en persona apareció detrás de él, y por un momento quedaron bañados en la luz que salía por la puerta abierta. Los dos estaban riendo. Magda se envolvía los hombros con una capa mientras guiaba a su cliente escalones abajo agitando un brazo como despedida. Retrocedí hacia la sombra para ahorrarle al leñador el embarazo de ser observado, pero no pude evitar que Magda lo notara.
—¡¿Quién está ahí?! —gritó—. No quiero problemas.
Salí de la oscuridad.
—No los tendrá conmigo, señora Magda.
—¿Lanore? ¿Eres tú?
Estiró el cuello, y yo troté cruzándome con el leñador que se marchaba y subí los escalones para abrazarla. Sus brazos me parecieron más frágiles que nunca.
—Dios mío, muchacha, me habían dicho que te habíamos perdido —dijo mientras me hacía pasar.
El ambiente era sofocante por el calor de la pequeña chimenea y de los dos cuerpos que habían estado ejercitándose no hacía mucho (el olor a almizcle todavía flotaba en el aire; aquellos leñadores no eran muy estrictos en cuestión de baños y podían llegar a apestar), así que me quité la capa. Magda me cogió por los hombros y me hizo girar para ver mejor mi elegante vestido.
—¡Vaya, señorita McIlvrae, por lo que se ve, yo diría que te ha ido muy bien!
—No puedo decir que esté orgullosa de mi trabajo...
Magda me miró con reproche.
—¿Debo suponer que tu buena fortuna te ha venido del modo habitual para una joven? —Como yo no respondía, ella se quitó su capa de un tirón—. Bueno, ya sabes lo que opino yo sobre este tema. No es un crimen tomar el único camino que se te abre y tener éxito en ello. Si Dios no quisiera que nos ganáramos la vida siendo rameras, nos daría otro medio de subsistencia. Pero no lo hace.
—No soy exactamente una ramera. — ¿Por qué me sentía obligada a aclararle mi situación?, me pregunté—. Hay un hombre que se ocupa de mí.
—¿Estáis casados?
Negué con la cabeza.
—Entonces eres su mantenida. —No me lo preguntaba; era más bien la constatación de un hecho, como si me estuviera informando sobre un puesto que yo quería ocupar.
Sirvió ginebra en dos vasos diminutos, opacos por el uso, y le hablé de mi vida en Boston y de Adair. Era un alivio poder hablarle a alguien de él. Una versión adulterada, por supuesto, omitiendo las partes de él que me gustaría cambiar: sus violentos accesos de rabia, la naturaleza voluble de su estado de ánimo, el ocasional compañero masculino en su cama. Le dije que era guapo, rico, y que estaba prendado de mí. Ella asentía mientras yo le contaba mi historia.
—Bien hecho, Lanore. Pero asegúrate de apartar algo del dinero que se gasta en ti.
A la luz de las velas, pude ver con más claridad el rostro de Magda. Aquellos tres años habían dejado su huella en ella. Su delicada piel se había arrugado alrededor de la boca y en el cuello, y su pelo negro lucía más de una cana. Sus bonitos corsés estaban deslucidos y raídos. Aunque fuera la única prostituta del pueblo, no iba a poder seguir en su oficio mucho más tiempo. Los madereros jóvenes dejarían de acudir a ella, y los mayores, que aún pagarían por sus servicios, ya no la tratarían con consideración. Pronto sería una mujer mayor y sin amigos en un pueblo donde la vida era dura.
Yo me había prendido en el corpiño un discreto broche de perlas, un regalo de Adair. Mi familia no sabía nada de joyas y por eso lo había tenido puesto sin avergonzarme por ello en su presencia, pero Magda tenía que saber que valía una pequeña fortuna. Al principio pensé que debía dárselo a mi familia, que tenía más derecho a él que una mujer que solo era mi amiga, pero había decidido dejarles dinero, y no una cantidad insignificante. Así que desprendí el broche de mi ropa y se lo ofrecí.
Magda torció la cabeza.
—Oh, no, Lanore, no tienes que hacer esto. No necesito tu dinero.
—Quiero que te lo quedes.
Ella apartó mi mano extendida.
—Sé lo que estás pensando. Y yo tengo planeado retirarme pronto. He ahorrado bastante dinero durante mi estancia aquí. El viejo Charles Saint Andrew debería haberme enviado directamente a mí los salarios de algunos de sus hombres, dado el tiempo que pasaban en esta casa, y así les habría ahorrado el trabajo de cargar con su paga en los bolsillos durante uno o dos días. —Se echó a reír—. No, preferiría que te lo quedaras tú. Puede que ahora no me creas, porque eres joven y guapa y tienes a un hombre que valora tu compañía, pero algún día todas estas cosas desaparecerán y quizá necesites el dinero que este broche te proporcionaría.
Naturalmente, no podía decirle que aquel día nunca llegaría para mí. Forcé una ligera sonrisa mientras volvía a prenderme la joya en su sitio.
—Estoy pensando en mudarme al sur en primavera. A algún sitio cerca de la costa —continuó. Paseó la mirada por la habitación como si estuviera decidiendo qué pertenencias llevarse y cuáles dejar—. Tal vez encuentre a un viudo simpático y solo y me case otra vez.
—No me cabe duda de que la fortuna te sonreirá, Magda, hagas lo que hagas, porque tienes un corazón generoso —dije, poniéndome en pie—. Tengo que dejar que te retires por esta noche y volver con mi familia. Me ha alegrado volver a verte, Magda.
Nos abrazamos de nuevo y me pasó cariñosamente la mano por la espalda.
—Cuídate, Lanore. Y por encima de todo, no te enamores de tu caballero. Las mujeres tomamos nuestras peores decisiones cuando estamos enamoradas.
Me acompañó hasta la puerta y me despidió agitando el brazo. Pero la verdad de su consejo me pesaba en el corazón, y cuando tomé el sendero del bosque estaba menos alegre que antes.
Durante el camino a casa estuve más inquieta, y al pensarlo comprendí que se debía a que le había mentido a Magda acerca de Adair. No solo le había ocultado su secreto, nuestro secreto. Aquello era comprensible. Sin embargo, si había alguien en Saint Andrew capaz de perdonarle a Adair sus peculiaridades, esa era Magda, y aun así yo había preferido mentirle acerca de él y de mi relación con él. Una mujer quiere, por encima de todo, estar orgullosa del hombre de su vida, y era evidente que yo no lo estaba. ¿Cómo podía estar orgullosa de lo que Adair había hecho aflorar en mí, lo que él había sabido solo con mirarme, que yo compartía algunos de sus oscuros apetitos? Aunque le tenía miedo, no se podía negar que yo había respondido, que había aceptado todos los desafíos sexuales que él me proponía. Había sacado de mí algo que yo no podía negar, pero de lo que no estaba orgullosa. Así que tal vez no estaba avergonzada de Adair; tal vez estaba avergonzada de mí misma.
Aquellos negros pensamientos me atormentaban mientras me apretaba la capa para protegerme del viento y me apresuraba por el camino de vuelta a la cabaña de mi familia. No podía dejar de recordar todas las cosas terribles que había hecho, ni de pensar en cómo me había deleitado en oscuros placeres. No era de extrañar que me preguntara si habría caído sin posibilidad de redención.