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Aquella primera noche en casa fue difícil.
Por una parte, no puedo recordar una cena más alegre. Cuando
Glynnis volvió a la cabaña después de su jornada en la tienda de
Watford, aquel nuevo reencuentro hizo que saltaran chispas de
nuestros corazones (excepto en el de Nevin, que nunca me
perdonaría). Mientras se horneaban las galletas, saqué sus regalos
de mi baúl, repartiéndolos como si fuera Papá Noel. Maeve y Glynnis
bailaron a mi alrededor con la seda china sujeta a la altura del
corpiño, planeando los elegantes vestidos que harían con ella, y mi
madre casi lloró de alegría al ver el chal. Su deleite solo sirvió
para enfurecer más a Nevin; gracias a Dios, no había llevado nada
para él pues sospechaba que lo tiraría al fuego, aunque lo más
probable era que me hubiera abofeteado y echado de la casa a
patadas.
Después de lavar los platos y mientras se
consumían las velas, nos sentamos alrededor de la mesa y mi madre y
mis hermanas me pusieron al corriente de todo lo que había ocurrido
en el pueblo mientras yo estaba fuera: malas cosechas,
enfermedades, uno o dos recién llegados. Y por supuesto, muertes,
nacimientos y bodas. Se extendieron acerca de la boda de Jonathan,
suponiendo que yo querría saberlo todo, la comida elegante que se
sirvió (sin saber que yo había comido y bebido delicias más
exóticas que las que ellas podían soñar), qué socios comerciales de
los Saint Andrew habían hecho el arduo viaje, cruzando ríos y
bosques para asistir.
—Qué pena que el capitán no viviera para
verlo —dijo mi madre.
¡Y la niña! Por cómo hablaban de ella mi
madre y mis hermanas, cualquiera pensaría que la niña había sido la
hija de todo el pueblo. Solo Nevin parecía no mostrar un interés
reverencial por la pequeña.
—¿Qué nombre le puso Jonathan? —pregunté,
untando una última corteza en grasa de vaca.
—Ruth, igual que su madre —dijo Glynnis,
alzando las cejas.
—Es un buen nombre cristiano —la reprendió
mi madre—. Seguro que querían un nombre de la Biblia.
Meneé un dedo hacia ellas.
—Apuesto a que no fue decisión de Jonathan
ni de Evangeline. Fue obra de su madre. Creed lo que os digo.
—A lo mejor, la idea de tener un niño lo
antes posible también fue de la señora Saint Andrew. —Maeve contuvo
el aliento un instante, mirando a Glynnis en busca de ánimo, y
después continuó—. Fue un parto terriblemente difícil, Lanore.
Evangeline casi se muere. Es tan delicada...
—Y tan joven...
Todas en la mesa asintieron.
—Tan joven... —Maeve suspiró—. He oído que
la comadrona le dijo que esperara un tiempo para tener más
hijos.
—Es verdad —confirmó Glynnis.
—¡Basta! —Nevin clavó el extremo de su
cuchillo en la mesa, haciendo estremecer a las mujeres—. ¿Es que un
hombre no puede cenar en paz sin tener que escuchar cotilleos
acerca del rompecorazones del pueblo?
—Nevin... —empezó mi madre, pero él la
interrumpió.
—No quiero oír más al respecto. Es culpa de
Jonathan, por casarse con una cría. Es escandaloso, pero no
esperaba nada mejor de él —gruñó Nevin. Durante un instante creí
que regañaba a mi madre y a mis hermanas para ahorrarme más
conversación acerca de tener hijos. Se levantó de la mesa y se
dirigió a la butaca que había junto al fuego, donde solía sentarse
nuestro padre después de cenar. Se me hizo extraño verlo en aquella
butaca... y con su pipa.
A juzgar por la posición de la luna en el
cielo, era casi medianoche cuando bajé de la buhardilla, incapaz de
dormir. Los restos del fuego decoraban las paredes con un brillo
danzarín y ondulante. Me sentía inquieta y no podía quedarme
encerrada en la casa. Necesitaba compañía. Por lo general, a
aquellas horas de la noche estaría preparándome para pasarla en la
cama de Adair, y descubrí, sentada en el banco, que tenía hambre
—no, voracidad— de contacto físico que me reconfortara. Me vestí y
salí haciendo el menor ruido posible. Mi cochero estaba durmiendo
en el pajar, abrigado por una montaña de mantas y el calor de una
docena de reses apretadas con él bajo el mismo techo. No quería
ensillar el caballo castaño de la familia y privar al pobre animal
de su merecido descanso, de modo que emprendí el camino a pie en la
única dirección que se me ocurrió: hacia el pueblo. Para cualquier
otro, hasta un recorrido así de corto a pie habría sido suicida. La
temperatura estaba por debajo del punto de congelación y el viento
era cortante, pero yo era inmune a las inclemencias del tiempo y
podía andar a buen paso sin cansarme. Llegué casi sin darme cuenta
a las casas de las afueras del pueblo.
¿Adónde se podía ir? Saint Andrew no era
precisamente una gran ciudad. Había pocas luces visibles a través
de las ventanas de las casas. El pueblo dormía, pero la taberna de
Daniel Daughtery todavía estaba abierta: brillaba una luz a través
de su única ventana. Vacilé ante la puerta, preguntándome si sería
prudente dejarme ver a aquellas horas. Pocas mujeres entraban en
Daughtery, y ninguna lo hacía sola. Nevin podía enterarse
fácilmente, y eso alimentaría su convicción de que yo era una
vulgar prostituta. Pero el atractivo de aquellos cuerpos calientes
en el interior, el rumor apagado de las conversaciones, el
estallido ocasional de una risa, eran muy fuertes. Me sacudí el
barro de los zapatos y entré.
Solo había unos pocos clientes (por fortuna,
dado lo reducido del espacio): un par de leñadores de los que
trabajaban para Jonathan y Tobey Ostergaard, el brutal padre de la
pobre Sophia, que parecía asimismo un cadáver, con la piel grisácea
y los ojos sin vida fijos en la pared de atrás. Todas las cabezas
se volvieron en mi dirección cuando entré, y Daughtery me dedicó
una mirada particularmente fea.
—Una cerveza —pedí innecesariamente; solo
había una bebida en la carta.
En otro tiempo, la taberna había formado
parte de la casa de Daughtery, dividida (a pesar de las objeciones
de su mujer) para acomodar una barra, una mesa pequeña y varios
taburetes construidos con piezas sobrantes de madera, todos con una
pata más corta que las otras dos. En los meses de más calor, había
juegos de azar y a veces peleas de gallos en el granero, que estaba
separado de la casa principal por un sendero embarrado. La mayoría
de los clientes no se quedaban, sino que compraban un barril de
cerveza para consumir en casa con las comidas, ya que elaborar
cerveza era un trabajo molesto y la de Daughtery, según el consenso
general, era la mejor del pueblo.
—Ya me habían dicho que habías vuelto —dijo
Daughtery mientras recogía mi moneda—. Parece que Boston te ha
tratado bien... —Miró sin disimulo mis ropas—. ¿Qué ha hecho una
chica del campo como tú para comprar vestidos tan elegantes?
Igual que mi hermano, Daughtery había
imaginado —todos debían de haberlo imaginado— lo que había hecho
para convertirme en una mujer rica. Nadie tuvo el valor de acusarme
directamente, y las insinuaciones de Daughtery me enfurecieron; se
estaba luciendo para sus clientes. Aun así, ¿qué podía hacer yo,
dadas las circunstancias? Le obsequié con una sonrisa enigmática
por encima del borde de la jarra.
—He hecho lo mismo que hacen innumerables
personas para mejorar su nivel de vida: me he asociado con gente de
posibles, señor Daughtery.
Uno de los leñadores se marchó poco después
de llegar yo, pero el otro se acercó a pedirme que compartiera su
mesa. Había oído que Daughtery mencionaba Boston y estaba ansioso
de hablar con alguien que hubiera estado allí recientemente. Era
joven, unos veinte años, de carácter amable y aspecto limpio, a
diferencia de la mayoría de los jornaleros de los Saint Andrew. Me
dijo que procedía de una familia humilde de las afueras de Boston
propiamente dicho. Solo había ido a Maine para trabajar. Recibía
una buena paga, pero el aislamiento le estaba matando. Echaba de
menos el ajetreo de la ciudad, dijo, y sus posibilidades de
diversión. Tenía lágrimas en los ojos al describir el parque
público en un fin de semana soleado, y la brillante superficie
negra del río Charles bajo la luna llena.
—Tenía la intención de marcharme de aquí
antes de las nieves —dijo, mirando su jarra—, pero oí que Saint
Andrew necesita gente que se quede durante el invierno, y paga
bien. Sin embargo, los que se han quedado algún invierno dicen que
la soledad es terrible.
—Supongo que es cuestión de puntos de
vista.
Daughtery golpeó con una jarra el mostrador
de arce, sobresaltándonos a los dos.
—Id terminando. Es hora de que os vayáis a
vuestras respectivas camas.
Nos quedamos fuera de la puerta cerrada de
Daughtery, muy cerca uno del otro para protegernos del viento. El
desconocido acercó la boca a mi oreja y el calor de sus palabras
hizo que el vello de mi mejilla se erizara, como flores estirándose
hacia el sol. Me confió que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de
la compañía de una mujer. Confesó que tenía poco dinero, pero me
preguntó si a pesar de todo estaría dispuesta.
—Espero que no esté suponiendo demasiado
acerca de tu profesión —dijo con una sonrisa nerviosa—, pero cuando
te he visto entrar en Daughtery sola...
No pude protestar: me había calado
bien.
Nos colamos en el establo de Daughtery. Los
animales estaban tan acostumbrados a los visitantes nocturnos de la
taberna que ni se inmutaron. El joven leñador se ajustó la ropa,
desabotonó la delantera de sus pantalones y puso su verga en mi
mano. Se derritió con mis atenciones y una espesa nube de placer lo
engulló sin que ofreciera resistencia. Debió de ser el retorno a
Saint Andrew y volver a ver a Jonathan lo que me hizo hervir la
sangre. Las que tocaban mi cuerpo eran las manos del leñador, pero
era Jonathan el que estaba en mi mente. Era una insensatez pensar
en Jonathan, pero aquella noche, la combinación de carne y
recuerdos me daba una idea de cómo podía ser, y me hizo anhelar
más. Así que atraje al joven hacia mí y apoyé un pie en una bala de
heno para facilitarle el acceso por debajo de mis enaguas.
El joven se balanceó dentro de mí, carne
suave y firme y manos delicadas, y yo procuré imaginar que era
Jonathan, pero no conseguí que la ilusión durara. A lo mejor Adair
tenía razón, tal vez saliéramos ganando si convertíamos a Jonathan
en uno de los nuestros. Una necesidad incontrolable me impelía a
intentarlo... o quedaría insatisfecha para el resto de mi vida; es
decir, para toda la eternidad.
El leñador dejó escapar un suspiro al
terminar, y después sacó un pañuelo y me lo ofreció.
—Perdona mi brusquedad, señorita —susurró
con pasión en mi oído—, pero ha sido el polvo más asombroso que he
echado en mi vida. Debes de ser la prostituta más habilidosa de
Boston.
—Cortesana —le corregí suavemente.
—Sé muy bien que no podré compensarte del
modo al que sin duda estás acostumbrada... —dijo, y hurgó en su
bolsillo para buscar dinero, pero yo le puse una mano en el brazo y
lo detuve.
—No te preocupes. Guárdate tu dinero. Pero
prométeme que no le dirás ni una palabra de lo sucedido a nadie
—pedí.
—Oh, no, señorita, no lo haré... aunque me
acordaré de esto el resto de mi vida.
—Y yo también —dije, si bien aquel muchacho
de rostro dulce iba a ser solo uno de una serie de muchos... o tal
vez el último, para ser sustituido por Jonathan y solo por
Jonathan, si tenía suerte.
Vi cómo el joven leñador desaparecía
tambaleándose en la noche, dirigiéndose al camino que conducía a la
propiedad de los Saint Andrew, y después me envolví bien en mi capa
y eché a andar en dirección contraria. Su calor aún calentaba el
interior de mis muslos y sentí también una agradable y familiar
agitación en el pecho, la satisfacción que siempre sentía cuando
dejaba indefenso a un hombre, convertido en un esclavo sexual.
Estaba impaciente por experimentar aquel placer con Jonathan y
sorprenderlo con mis nuevas habilidades.
Mi camino me llevó al taller del herrero y,
por la fuerza de la costumbre, miré en dirección a la casita de
Magda. Se veía una luz a través del chal que había clavado sobre la
única ventana, y supe que estaba despierta. Era curioso: en otro
tiempo había envidiado su casita... Y supongo que todavía la
envidiaba, porque sentí una pequeña punzada en el corazón al verla,
recordando los sencillos tesoros que tanto me habían impresionado
de niña. Puede que la mansión de Adair fuera suntuosa y estuviera
llena de objetos valiosos, pero en cuanto cruzabas el umbral
perdías la libertad. Magda era la señora de su casa, y eso nadie
podía arrebatárselo.
Mientras yo estaba en lo alto del sendero,
la puerta delantera se abrió y salió uno de los leñadores (gracias
a Dios, porque me habría mortificado ver a uno de mis vecinos
terminando su asunto con Magda). La mujer en persona apareció
detrás de él, y por un momento quedaron bañados en la luz que salía
por la puerta abierta. Los dos estaban riendo. Magda se envolvía
los hombros con una capa mientras guiaba a su cliente escalones
abajo agitando un brazo como despedida. Retrocedí hacia la sombra
para ahorrarle al leñador el embarazo de ser observado, pero no
pude evitar que Magda lo notara.
—¡¿Quién está ahí?! —gritó—. No quiero
problemas.
Salí de la oscuridad.
—No los tendrá conmigo, señora Magda.
—¿Lanore? ¿Eres tú?
Estiró el cuello, y yo troté cruzándome con
el leñador que se marchaba y subí los escalones para abrazarla. Sus
brazos me parecieron más frágiles que nunca.
—Dios mío, muchacha, me habían dicho que te
habíamos perdido —dijo mientras me hacía pasar.
El ambiente era sofocante por el calor de la
pequeña chimenea y de los dos cuerpos que habían estado
ejercitándose no hacía mucho (el olor a almizcle todavía flotaba en
el aire; aquellos leñadores no eran muy estrictos en cuestión de
baños y podían llegar a apestar), así que me quité la capa. Magda
me cogió por los hombros y me hizo girar para ver mejor mi elegante
vestido.
—¡Vaya, señorita McIlvrae, por lo que se ve,
yo diría que te ha ido muy bien!
—No puedo decir que esté orgullosa de mi
trabajo...
Magda me miró con reproche.
—¿Debo suponer que tu buena fortuna te ha
venido del modo habitual para una joven? —Como yo no respondía,
ella se quitó su capa de un tirón—. Bueno, ya sabes lo que opino yo
sobre este tema. No es un crimen tomar el único camino que se te
abre y tener éxito en ello. Si Dios no quisiera que nos ganáramos
la vida siendo rameras, nos daría otro medio de subsistencia. Pero
no lo hace.
—No soy exactamente una ramera. — ¿Por qué
me sentía obligada a aclararle mi situación?, me pregunté—. Hay un
hombre que se ocupa de mí.
—¿Estáis casados?
Negué con la cabeza.
—Entonces eres su mantenida. —No me lo
preguntaba; era más bien la constatación de un hecho, como si me
estuviera informando sobre un puesto que yo quería ocupar.
Sirvió ginebra en dos vasos diminutos,
opacos por el uso, y le hablé de mi vida en Boston y de Adair. Era
un alivio poder hablarle a alguien de él. Una versión adulterada,
por supuesto, omitiendo las partes de él que me gustaría cambiar:
sus violentos accesos de rabia, la naturaleza voluble de su estado
de ánimo, el ocasional compañero masculino en su cama. Le dije que
era guapo, rico, y que estaba prendado de mí. Ella asentía mientras
yo le contaba mi historia.
—Bien hecho, Lanore. Pero asegúrate de
apartar algo del dinero que se gasta en ti.
A la luz de las velas, pude ver con más
claridad el rostro de Magda. Aquellos tres años habían dejado su
huella en ella. Su delicada piel se había arrugado alrededor de la
boca y en el cuello, y su pelo negro lucía más de una cana. Sus
bonitos corsés estaban deslucidos y raídos. Aunque fuera la única
prostituta del pueblo, no iba a poder seguir en su oficio mucho más
tiempo. Los madereros jóvenes dejarían de acudir a ella, y los
mayores, que aún pagarían por sus servicios, ya no la tratarían con
consideración. Pronto sería una mujer mayor y sin amigos en un
pueblo donde la vida era dura.
Yo me había prendido en el corpiño un
discreto broche de perlas, un regalo de Adair. Mi familia no sabía
nada de joyas y por eso lo había tenido puesto sin avergonzarme por
ello en su presencia, pero Magda tenía que saber que valía una
pequeña fortuna. Al principio pensé que debía dárselo a mi familia,
que tenía más derecho a él que una mujer que solo era mi amiga,
pero había decidido dejarles dinero, y no una cantidad
insignificante. Así que desprendí el broche de mi ropa y se lo
ofrecí.
Magda torció la cabeza.
—Oh, no, Lanore, no tienes que hacer esto.
No necesito tu dinero.
—Quiero que te lo quedes.
Ella apartó mi mano extendida.
—Sé lo que estás pensando. Y yo tengo
planeado retirarme pronto. He ahorrado bastante dinero durante mi
estancia aquí. El viejo Charles Saint Andrew debería haberme
enviado directamente a mí los salarios de algunos de sus hombres,
dado el tiempo que pasaban en esta casa, y así les habría ahorrado
el trabajo de cargar con su paga en los bolsillos durante uno o dos
días. —Se echó a reír—. No, preferiría que te lo quedaras tú. Puede
que ahora no me creas, porque eres joven y guapa y tienes a un
hombre que valora tu compañía, pero algún día todas estas cosas
desaparecerán y quizá necesites el dinero que este broche te
proporcionaría.
Naturalmente, no podía decirle que aquel día
nunca llegaría para mí. Forcé una ligera sonrisa mientras volvía a
prenderme la joya en su sitio.
—Estoy pensando en mudarme al sur en
primavera. A algún sitio cerca de la costa —continuó. Paseó la
mirada por la habitación como si estuviera decidiendo qué
pertenencias llevarse y cuáles dejar—. Tal vez encuentre a un viudo
simpático y solo y me case otra vez.
—No me cabe duda de que la fortuna te
sonreirá, Magda, hagas lo que hagas, porque tienes un corazón
generoso —dije, poniéndome en pie—. Tengo que dejar que te retires
por esta noche y volver con mi familia. Me ha alegrado volver a
verte, Magda.
Nos abrazamos de nuevo y me pasó
cariñosamente la mano por la espalda.
—Cuídate, Lanore. Y por encima de todo, no
te enamores de tu caballero. Las mujeres tomamos nuestras peores
decisiones cuando estamos enamoradas.
Me acompañó hasta la puerta y me despidió
agitando el brazo. Pero la verdad de su consejo me pesaba en el
corazón, y cuando tomé el sendero del bosque estaba menos alegre
que antes.
Durante el camino a casa estuve más
inquieta, y al pensarlo comprendí que se debía a que le había
mentido a Magda acerca de Adair. No solo le había ocultado su
secreto, nuestro secreto. Aquello era comprensible. Sin embargo, si
había alguien en Saint Andrew capaz de perdonarle a Adair sus
peculiaridades, esa era Magda, y aun así yo había preferido
mentirle acerca de él y de mi relación con él. Una mujer quiere,
por encima de todo, estar orgullosa del hombre de su vida, y era
evidente que yo no lo estaba. ¿Cómo podía estar orgullosa de lo que
Adair había hecho aflorar en mí, lo que él había sabido solo con
mirarme, que yo compartía algunos de sus oscuros apetitos? Aunque
le tenía miedo, no se podía negar que yo había respondido, que
había aceptado todos los desafíos sexuales que él me proponía.
Había sacado de mí algo que yo no podía negar, pero de lo que no
estaba orgullosa. Así que tal vez no estaba avergonzada de Adair;
tal vez estaba avergonzada de mí misma.
Aquellos negros pensamientos me atormentaban
mientras me apretaba la capa para protegerme del viento y me
apresuraba por el camino de vuelta a la cabaña de mi familia. No
podía dejar de recordar todas las cosas terribles que había hecho,
ni de pensar en cómo me había deleitado en oscuros placeres. No era
de extrañar que me preguntara si habría caído sin posibilidad de
redención.