11

 

Saint Andrew, 1816

 

Había conseguido lo único que deseaba mi corazón —que Jonathan me mirara como mujer y amante—, pero nada más. Vivía en un estado de incertidumbre porque no había podido comunicarme con él desde aquella emocionante y angustiosa tarde.
El invierno se había interpuesto entre nosotros.
El invierno no se podía ignorar en nuestra zona de Maine. Soportábamos una ventisca tras otra, y en uno o dos días la nieve se amontonaba hasta la altura de la cintura, impidiendo cualquier posibilidad de salir. Toda nuestra atención y nuestra energía se concentraban en mantenernos abrigados y alimentados, además de cuidar de los animales. Todas las tareas cotidianas al aire libre exigían chapotear por la nieve, lo cual resultaba agotador. En cuanto se despejaba un sendero hacia el establo y los pastos, se abría un agujero en la superficie helada del arroyo para que lo usaran los animales y la familia, el ganado se acostumbraba a rodear los montones de nieve en el campo y parecía que la vida podía volver a la normalidad (o al menos, a la rutina), acto seguido caía otra tormenta sobre el valle.
Yo me sentaba junto a la ventana y miraba el camino de carros, con más de medio metro de nieve impoluta. Rezaba fervientemente para que la nieve se asentara y quedara lo bastante compacta para que pudiéramos caminar por encima de ella, para así poder ir a los oficios religiosos de los domingos, que era mi única oportunidad de ver a Jonathan. Lo necesitaba para ahuyentar mis temores, para que me dijera que no había copulado conmigo solo porque no podía hacerlo con Sophia, sino porque me deseaba. Quizá porque me amaba.
Por fin, después de varias semanas de confinamiento en casa, la nieve se compactó a una altura pasable, y nuestro padre dijo que el domingo iríamos al pueblo. En cualquier otra época del año, esa noticia se habría acogido con mera resignación, si no con indiferencia, pero aquella vez se habría podido pensar que mi padre nos había dicho que íbamos a asistir a un baile. Maeve, Glynnis y yo pasamos unos días en ascuas, decidiendo qué nos íbamos a poner, cómo quitaríamos una mancha de nuestra mejor blusa y cuál de nosotras les arreglaría el pelo a las otras. Incluso Nevin parecía ansioso por que llegara el domingo para escapar de nuestra pequeña cabaña.
Mi padre y yo dejamos a mis hermanas, hermano y madre en la iglesia católica, y después seguimos hasta la iglesia congregacionista. Mi padre sabía por qué iba yo con él, así que debía de intuir por qué estaba más ansiosa que de costumbre al acercarnos allí. Y después del sermón, como la nieve estaba demasiado alta para hacer vida social en el prado comunal, la congregación siguió bajo techo, llenando los pasillos, las galerías y las escaleras. El ambiente estaba cargado de la animada charla de gente que llevaba demasiado tiempo confinada con sus familias y estaba ansiosa de hablar con alguien diferente.
Me escabullí entre la multitud buscando a Jonathan. Mis oídos captaban fragmentos de las conversaciones de mis vecinos —qué terrible había sido, qué aburrido, qué hartos estaban todos de guisantes secos con melaza y cerdo salado— que rebotaban en mí como copos de nevisca. A través de una estrecha ventana vi el cementerio y la tumba de Sophia. La tierra recién removida se había asentado y hundido, y la nieve de encima de la tumba estaba algunos centímetros más baja que el resto, rompiendo la monotonía del paisaje.
Por fin vi a Jonathan, que también se movía entre la multitud como si estuviera buscándome. Nos encontramos al pie de la escalera que llevaba a la galería, apretados hombro con hombro con nuestros vecinos, sabiendo que no podíamos hablar libremente. Alguien nos oiría.
—Qué encantadora estás hoy, Lanny —dijo Jonathan educadamente. Un comentario inofensivo, pensaría quien lo oyera por casualidad, pero el Jonathan de mi infancia nunca había hecho ningún comentario sobre mi aspecto, como tampoco hablaría del aspecto de otro chico.
No pude devolver el cumplido; solo conseguí ruborizarme.
Él se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
—Las tres últimas semanas han sido insoportables. Sal a tu granero esta tarde, una hora antes de ponerse el sol, y me las arreglaré para reunirme allí contigo.
Por supuesto, dadas las circunstancias, no podía hacerle preguntas ni buscar confirmaciones para mi inseguro corazón. Y para ser sincera, no creo que nada que él pudiera decir me hubiera impedido acudir a su encuentro. Ardía en deseos de estar con él.
Aquella tarde, mis temores se desvanecieron. Durante una hora sentí que era el centro de su mundo, todo lo que yo podía desear. Puso todo su ser en cada caricia, desde la manera en que desató torpemente las cintas y los lazos que sujetaban mis ropas hasta el tacto de sus dedos en mi pelo y sus besos en mis hombros desnudos y sensibles. Después nos acurrucamos juntos mientras regresábamos a nuestros cuerpos, y fue una gloria estar rodeada por sus brazos, sentirle muy apretado contra mí, como si también él quisiera que nada se interpusiera entre nosotros. No hay felicidad que pueda compararse con la dicha de conseguir algo por lo que has suplicado y rezado. Yo estaba exactamente donde había querido estar, pero a pesar de ello era consciente de cada segundo que pasaba y de que mi familia podía estar preguntándose por mí.
De mala gana, le aparté los brazos de mi cintura.
—No puedo quedarme. Tengo que volver... aunque a veces desearía que hubiera otro sitio para mí... un sitio adonde pudiera ir y que no fuera mi casa.
Solo había querido decir que deseaba no tener que abandonar el dulce refugio de su compañía, pero se me escapó aquella verdad, una verdad que había mantenido cautiva en mi interior. La sentía como algo vergonzoso, un miedo secreto que no podía admitir, pero las palabras habían sido pronunciadas y ya no se podían negar. Jonathan me miró con curiosidad.
—¿Y eso por qué, Lanny?
—Bueno, a veces me parece... que mi sitio no está con mi familia.
Me sentí como una tonta por tener que explicarle aquello a Jonathan, quien posiblemente era la única persona del pueblo que nunca había dejado de ser amada ni había sentido que no merecía la felicidad.
—Nevin es el único hijo varón, así que es valiosísimo para mis padres. Y algún día heredará la granja. Y mis hermanas... bueno, son tan guapas que todo el pueblo las admira por su belleza. Tienen buenas posibilidades. Pero yo...
No podía contarle a nadie, ni siquiera a Jonathan, la verdadera razón de mi miedo secreto: que mi felicidad no le importara a nadie, que yo no le importara a nadie, ni siquiera a mi padre y a mi madre.
Me atrajo junto a él en el heno y me rodeó con los brazos, sujetándome mientras yo intentaba zafarme, no de él sino de mi vergüenza.
—No soporto oírte decir esas cosas, Lanny... Mira, yo he elegido estar contigo, ¿no? Eres la única persona con la que me siento a gusto, la única a la que revelo lo que soy. Me pasaría toda la vida en tu compañía, si pudiera. Mi padre, mi madre, los leñadores, el capataz... los cambiaría a todos, a todos ellos, por estar contigo, solo nosotros dos, juntos para siempre.
Me creí sus bellas palabras, por supuesto; se abrieron paso a través de mi vergüenza y se me subieron a la cabeza, como un trago de whisky fuerte. No malinterpretes lo que digo: en aquel momento, él creía que me amaba con todo su corazón y yo estaba segura de su sinceridad. Pero ahora, con la sabiduría que tanto me costó adquirir, comprendo lo insensatos que éramos al decirnos cosas tan peligrosas el uno al otro. Éramos arrogantes e ingenuos al pensar que sabíamos que lo que sentíamos era amor. El amor puede ser una emoción de poco valor, que se da a la ligera, aunque a mí no me lo parecía entonces. Pero al evocarlo, sé que solo estábamos llenando los vacíos en nuestras almas, igual que la marea cubre con arena todas las oquedades en una playa de guijarros. Los dos —o tal vez solo yo— cubríamos nuestras necesidades con lo que decíamos que era amor. Pero con el tiempo la marea se lleva lo que ha traído.
Era imposible que Jonathan me diera lo que había asegurado que deseaba. No podía renunciar a su familia ni a sus responsabilidades. No hacía falta que me dijera que sus padres jamás le permitirían elegirme como esposa. Pero aquella tarde, en aquel frío granero, fui dueña del amor de Jonathan y, habiéndolo tenido, me aferré a él con más fuerza. Me había declarado su amor, y yo estaba segura del mío por él, lo que demostraba que estábamos hechos para permanecer juntos y que, entre todas las almas del universo de Dios, estábamos atados uno a otro. Unidos por el amor.
Durante los dos meses siguientes solo nos encontramos de aquel modo dos veces más, un número lamentable para unos amantes. En cada ocasión, hablamos muy poco (excepto para que él me dijera cuánto me echaba de menos) y nos apresurábamos a hacer el amor, con la premura que nos imprimía el miedo a ser descubiertos y también el frío. Nos desnudábamos tanto como nos atrevíamos, y utilizábamos las bocas y las manos para acariciarnos y besarnos. Copulábamos como si siempre fuera la última vez para los dos. Es posible que intuyéramos un futuro infeliz que acechaba a nuestro alrededor, contando los segundos que faltaban para que nos envolviera en un abrazo terrible. Las dos veces nos despedimos también con prisas, con su olor impregnando mi ropa, la humedad entre las piernas y un ardor en las mejillas que yo esperaba que mi familia atribuyera al frío cortante.
Pero cada vez que nos separábamos, las dudas empezaban a roerme por dentro. Tenía el amor de Jonathan —por el momento—, pero ¿qué significaba eso? Conocía a Jonathan mucho mejor que nadie. ¿Acaso no había amado también a Sophia, y sin embargo yo le había hecho olvidarla, o eso parecía? Podía engañarme a mí misma, diciéndome que él me sería fiel y leal, cerrar los ojos, como hacen muchas mujeres, y confiar en que aquello pasara con el tiempo. Mi ceguera se veía agravada por la terca convicción de que un lazo de amor era voluntad de Dios y que, por muy inconveniente, improbable o doloroso que fuera, los hombres no podían cambiarlo. Debía tener fe en que mi amor triunfaría sobre cualquier carencia del cariño de Jonathan por mí. El amor, al fin y al cabo, es fe, y toda fe se ve sometida a prueba.
Ahora sé que solo un loco busca seguridades en el amor. El amor nos exige tanto que, a cambio, intentamos obtener una garantía de que durará. Exigimos permanencia, pero ¿quién puede prometer esas cosas? Debería haberme dado por satisfecha con el amor —de compañeros, perdurable— que Jonathan había sentido por mí desde la infancia. Aquel cariño era eterno. Yo pretendía que sus sentimientos por mí fueran lo que no eran, y al intentarlo eché a perder aquello tan bello y permanente que ya tenía.

 

A veces las peores noticias llegan en forma de una ausencia. Un amigo que no te visita cuando solía hacerlo y que, a consecuencia de ello, rápidamente, deja de serlo. Una carta esperada que no llega, seguida por la noticia de una muerte prematura. Y en mi caso, aquel invierno, fue que dejé de recibir mis flores mensuales. Primero un mes. Después, el segundo.
Recé por que pudiera existir otra causa. Maldije al espíritu de Sophia, convencida de que se estaba vengando de mí. Pero una vez invocado, el espíritu de Sophia no iba a ser fácil de contener.
Sophia empezó a visitarme en sueños. En algunos, su cara aparecía simplemente entre una multitud, discordante y acusadora, y después desaparecía. En un sueño recurrente, yo estaba con Jonathan y él me dejaba bruscamente, alejándose de mí como si obedeciera una orden silenciosa, desoyendo mis ruegos de que se quedara. Después reaparecía con Sophia, los dos cogidos de la mano en la distancia, sin que Jonathan pensara para nada en mí. Siempre me despertaba de aquellos sueños sintiéndome herida y abandonada.
El peor sueño hacía que me despertara como un caballo encabritado y tenía que sofocar mis gritos para no despertar a mis hermanas. Los otros sueños podrían ser trucos que maquinaba mi mente culpable, pero aquel sueño no podía ser más que un mensaje de la misma muerta. En él, yo caminaba por un pueblo desierto, con el viento ululando a mi espalda mientras yo recorría el principal camino de carros. No se ve ni una sola persona, ni se oye una voz o señal de vida, ni ruido de cortar leña ni golpes en el yunque del herrero. Enseguida estoy en el bosque, blanco de nieve, siguiendo el medio congelado Allagash. Me detengo en una garganta en el río y veo a Sophia de pie en la orilla opuesta. Es la Sophia que se suicidó, azul, con el pelo congelado en mechones, la ropa empapada y colgándole pesadamente. Es la amante olvidada que se pudre en la tumba, a cuya costa he obtenido mi felicidad. Sus ojos muertos se posan en mí y después señala el agua. No se pronuncian palabras, pero yo sé lo que me está diciendo: «Salta al río y pon fin a tu vida y a la vida de tu hijo».
No me atrevía a hablar con nadie de mi familia acerca de mi padecimiento, ni siquiera a mis hermanas, con las que tenía bastante confianza. Mi madre comentó una o dos veces que yo parecía mohína y preocupada, aunque añadió en broma que, a juzgar por mi conducta, debía de estar sufriendo mucho por la maldición mensual. Ojalá hubiera hablado con ella de mi situación, pero, ay, mi lealtad era para Jonathan; no podía revelarles nuestra relación a mis padres sin consultarle antes.
Esperaba encontrarme con Jonathan en el oficio del domingo, pero la naturaleza intervino de nuevo. Pasaron varias semanas hasta que los caminos al pueblo volvieron a ser transitables. Para entonces, yo sentía la presión del tiempo: si me veía obligada a esperar mucho más, no me sería posible guardar el secreto. Rezaba durante todos mis momentos de vigilia para que Dios me diera la oportunidad de hablar pronto con Jonathan.
El Señor debió de oír mis plegarias, porque al fin el sol de invierno salió en todo su esplendor durante varios días seguidos, fundiendo una buena parte de la última nevada. Aquel domingo pudimos por fin enganchar el caballo, envolvernos bien en capas, bufandas, guantes y mantas, y apretujarnos en la parte trasera del carro para bajar al pueblo.
En la sala de cultos me sentía observada. Dios sabía de mi situación, por supuesto, pero me parecía que todo el pueblo lo sabía también. Temía que mi abdomen hubiera comenzado a hincharse y que todos los ojos se fijaran en el repugnante bulto bajo mi falda, aunque seguramente era muy pronto para eso y, en todo caso, era dudoso que alguien pudiera ver algo extraño con tantas capas de ropa de invierno. Me coloqué pegada a mi padre y me oculté detrás de un poste durante todo el oficio, deseando ser invisible, esperando la oportunidad de hablar con Jonathan en privado más adelante.
En cuanto el pastor Gilbert nos despidió, corrí escalera abajo sin aguardar a mi padre. Me situé en el último escalón, esperando a Jonathan. Él apareció enseguida y se abrió camino hacia mí entre la multitud. Sin una palabra, le agarré con fuerza la mano y lo arrastré detrás de la escalera, donde tendríamos más intimidad.
Aquel acto atrevido le puso nervioso, y miró por encima del hombro para ver si alguien había notado que nos escabullíamos sin acompañante.
—Dios mío, Lanny, si piensas que voy a besarte ahora...
—Escúchame. Estoy embarazada —solté.
Dejó caer mi mano, y la expresión de su hermoso rostro fue mudando: del sobresalto a un sofoco de sorpresa, y luego a una lenta comprensión que lo hizo palidecer. Aunque no había esperado que Jonathan se alegrara de la noticia, su silencio me asustó.
—Jonathan, dime algo. No sé qué hacer. —Le tiré del brazo.
El me lanzó una mirada de soslayo y después carraspeó.
—Querida Lanny, no tengo ni idea de qué decir.
—No es eso lo que una chica quiere oír en una ocasión como esta. —Los ojos se me llenaron de lágrimas—. Dime que no estoy sola, dime que no me abandonarás. Dime que me ayudarás a decidir qué hacer.
Siguió mirándome de muy mala gana, pero dijo fríamente:
—No estás sola.
—No puedes imaginarte lo asustada que he estado, encerrada en casa con mi secreto, sin poder hablar de ello con nadie. Sabía que primero tenía que decírtelo a ti, Jonathan, te lo debía.
«Habla, habla —le incité mentalmente—. Dime que confesarás a mis padres tu parte en mi deshonra y que te portarás como es debido conmigo. Dime que todavía me amas. Que te casarás conmigo.» Contuve el aliento mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, al borde del desmayo de tanto como deseaba oírle decir aquellas palabras.
Pero Jonathan ya no pudo seguir mirándome. Bajó la vista al suelo.
—Lanny, hay algo que debo confesarte, pero créeme cuando te digo que preferiría morir a tener que darte esta noticia precisamente ahora.
Me sentí mareada y un estremecimiento de miedo me recorrió de arriba abajo como si fuera sudor.
—¿Qué puede ser más importante que lo que te acabo de decir?
—Me he prometido. Se ha decidido esta semana. Mi padre está en el salón ahora mismo, anunciando la noticia, pero yo tenía que encontrarte y decírtelo en persona. No quería que te enteraras por algún otro... —Sus palabras quedaron en suspenso al darse cuenta de lo poco que significaba para mí su consideración en aquel momento.
Cuando estábamos creciendo, a veces bromeábamos acerca del hecho de que Jonathan no estuviera comprometido. Aquel asunto de los compromisos era complicado en un pueblo tan pequeño como Saint Andrew. Los mejores candidatos a novias y maridos quedaban seleccionados pronto, se arreglaban matrimonios hasta para niños de seis años, de modo que si tu familia no había actuado con presteza, podía no quedar ningún buen candidato. Se podría pensar que un muchacho con los medios y la posición social de Jonathan sería un candidato atractivo para todas las familias con hijas del pueblo. Y así era, pero nunca se había establecido un compromiso, y tampoco para sus hermanas. Jonathan decía que era debido a las aspiraciones sociales de su madre, que no pensaba que ninguna familia del pueblo tuviera categoría suficiente para sus hijos. Tendrían mejores posibilidades entre los socios comerciales de su padre o a través de sus propios contactos familiares en Boston. A lo largo de los años habían circulado rumores, algunos con más apariencia de solidez que otros, pero todos parecieron quedar en nada, y Jonathan se iba acercando a su vigésimo cumpleaños sin novia a la vista.
Sentí como si me hubieran abierto el vientre con un cuchillo de carnicero.
—¿Con quién?
Él negó con la cabeza.
—No es momento para hablar de esas cosas. Deberíamos ocuparnos de tu situación.
—¿Quién es? ¡Exijo saberlo! —grité.
Había vacilación en sus ojos.
—Es una de las chicas McDougal, Evangeline.
Aunque mis hermanas eran amigas de las chicas McDougal, tuve que esforzarme para recordar cuál de ellas era Evangeline, porque no eran pocas. Los McDougal tenían en total siete hijas, todas muy guapas a la robusta manera escocesa, altas y recias, con pelo rojo en gruesos rizos, y la piel tan pecosa como una trucha cobriza en verano. Pude imaginarme también a la señora McDougal, práctica y simpática, con su mirada de astucia, tal vez más capaz que su marido, que se ganaba pasablemente la vida como granjero, pero todo el inundo sabía que era la señora McDougal la que había logrado que la granja diera buenos beneficios y ellos hubieran ascendido en la jerarquía social del pueblo. Intenté visualizar a Jonathan con una mujer como la señora McDougal a su lado, y aquello hizo que deseara caer desvanecida a sus pies.
—¿Y tú te propones seguir adelante con el compromiso? —pregunté.
—Lanny, no sé qué decir... No sé qué puedo... —Me cogió la mano y trató de meterme más en el polvoriento rincón—. El contrato con los McDougal está firmado, se han hecho las proclamaciones. No sé qué dirán mis padres de nuestra... situación.
Podría haber discutido con él, pero sabía que sería inútil. El matrimonio era una cuestión de negocios, pensada para aumentar la prosperidad de las dos familias. Una oportunidad como la de emparentar con una familia como los Saint Andrew no se podía desperdiciar, y menos por algo tan vulgar como un embarazo extramatrimonial.
—Me duele decirlo, pero habría objeciones a nuestro matrimonio —dijo Jonathan con la mayor amabilidad posible.
Negué con la cabeza, cansada. No tenía que decírmelo. Puede que mi padre fuera respetado por sus vecinos por su sereno buen juicio, pero los McIlvrae no temamos mucho que nos hiciera deseables como posibles cónyuges, ya que éramos pobres y la mitad de la familia era católica practicante.
Después de una pausa, pregunté bruscamente:
—Y Evangeline... ¿es la que va detrás de Maureen?
—Es la más pequeña —respondió Jonathan. Y después, tras una vacilación, añadió—: Tiene catorce años.
La más pequeña... Solo pude visualizar a la mocosa que traían sus hermanas cuando venían de visita a nuestra casa, a trabajar con Maeve y Glynnis en patrones de punto de cruz. Era una niña blanca y rosada, una muñequita con ricitos dorados como de seda y una lamentable tendencia a llorar.
—O sea, que el compromiso ya está acordado, pero la fecha de la boda, si tiene catorce años, debe de estar muy lejana...
Jonathan negó con la cabeza.
—El viejo Charles quiere que nos casemos el próximo otoño, si es posible. A finales de año, como máximo.
Di voz a la evidencia:
—Está desesperado por que des continuidad al apellido.
Jonathan me pasó el brazo por los hombros, apretándome, y yo deseé fundirme para siempre en aquella repentina fuerza y calor.
—Dime, Lanny. ¿Qué querrías tú que hiciéramos? Dímelo y haré lo posible por cumplirlo. ¿Quieres que se lo cuente a mis padres y les pida que me libren del contrato matrimonial?
Una tristeza fría me recorrió. Me decía lo que yo quería oír, pero se notaba que temía mi respuesta. Aunque no tenía ningún deseo de casarse con Evangeline, ahora que lo inevitable estaba acordado, él se había hecho a la idea de seguir adelante con el asunto. No quería que yo aceptara su oferta. Y de todos modos, lo más probable era que no sirviera para nada. Yo era inaceptable. Puede que su padre quisiera un heredero, pero Ruth insistiría en un heredero concebido dentro del matrimonio, un niño nacido sin escándalo. Los padres de Jonathan se empeñarían en seguir adelante con la boda con Evangeline McDougal, y en cuanto se corriera la noticia de mi embarazo, yo estaría perdida.
Había otra solución. ¿No se lo había dicho yo misma a Sophia, hacía pocos meses?
Apreté la mano de Jonathan.
—Podría ir a la comadrona.
Una expresión de gratitud iluminó momentáneamente su cara.
—Si es eso lo que quieres...
—Lo haré. Me las arreglaré para visitarla lo antes posible.
—Puedo ayudar con los gastos —dijo él.
Hurgó en su bolsillo y me puso una moneda grande en la mano. Por un momento me sentí desfallecer y tuve que resistir el impulso de abofetearlo, pero sabía que era solo por rabia. Después de mirar un instante la moneda, la deslicé dentro de mi guante.
—Lo siento —susurró él, besándome en la frente.
Estaban llamando a Jonathan, su nombre resonaba desde la cavernosa sala de cultos. Se escabulló para responder a la llamada antes de que nos descubrieran juntos, y yo fui discretamente escalera arriba, hasta el piso más alto, para ver lo que estaba ocurriendo.
La familia de Jonathan se encontraba en el pasillo de su reservado, el más próximo al púlpito, un lugar de honor. Charles Saint Andrew estaba subido a los escalones, haciendo el anuncio con los brazos alzados, pero tenía peor aspecto que de costumbre. Se le veía así desde el otoño. Se decía que era agotamiento o demasiado vino (en todo caso, sería una combinación de demasiado vino y demasiado tontear con las sirvientas). Pero había sido como si un día se hubiera hecho viejo de repente, más canoso y con la piel más floja. Se cansaba con facilidad y se quedaba dormido en la congregación en cuanto el pastor Gilbert abría la Biblia. Pronto dejaría de molestarse en acudir a las reuniones municipales y enviaría a Jonathan en su lugar. Ninguno de nosotros sospechaba entonces que pudiera estar muriéndose. Al fin y al cabo, había forjado el pueblo con sus propias manos, era indestructible, el valeroso hombre de la frontera, el negociante perspicaz. Pensándolo bien, probablemente por eso estaba presionando a Jonathan para que se casara y empezara a darle herederos: Charles Saint Andrew sentía que se le estaba acabando el tiempo.
Los McDougal corrieron por el pasillo para unirse a Charles en el anuncio oficial. El señor y la señora McDougal, como una pareja de patos nerviosos seguidos por sus patitos en fila, más o menos en orden descendente de edad. Siete chicas, unas bien arregladas y compuestas, otras agarrándose la ropa desabrochada, con un dobladillo o un encaje asomando entre sus prendas.
Y la última de todas, la pequeña de la familia, Evangeline. Se me formó un nudo en la garganta al verla, de tan guapa como era. No era una robusta granjera; Evangeline estaba empezando a cruzar el umbral de niña a mujer y era elegante, esbelta, con poco abultamiento en pechos y caderas, y labios de querubín. Todavía tenía el pelo dorado, y le caía por la espalda en largos rizos. Era evidente por qué Ruth había elegido a Evangeline: era un ángel enviado a la tierra, una figura celestial digna de las atenciones de su hijo mayor.
Podría haberme echado a llorar, allí en la iglesia. Pero me mordí el labio y miré cómo pasaba junto a Jonathan, haciéndole un ligerísimo gesto con la cabeza, dirigiéndole una mirada furtiva bajo su bonete de ala ancha. Y él, pálido, respondió al gesto. Toda la congregación siguió este insignificante intercambio y comprendió lo que había ocurrido entre los dos jóvenes en un abrir y cerrar de ojos.
—Ya era hora de que encontraran una esposa para él —dijo alguien detrás de mí—. A ver si ahora deja de perseguir a todas las chicas como un perro en celo.
—A mí me parece un escándalo. Es solo una niña.
—Cállate, solo se llevan seis años, y muchos buenos maridos llevan más años a sus mujeres.
—Sí, dentro de unos años no tendrá importancia, cuando la chica tenga dieciocho o veinte. Pero ¡catorce...! Piensa en nuestra hija, Sarabeth. ¿Querrías verla casada con el chico Saint Andrew?
—¡Cielo santo, no!
Abajo, las demás chicas McDougal formaron una cadena suelta alrededor de Jonathan y de sus padres, mientras Evangeline se quedaba tímidamente un paso detrás de su padre. «Ahora no es momento de ser tímida —pensé entonces, esforzándome como si pudiera oír lo que se decía—. Tú eres la que se va a casar con él. Este hombre tan atractivo va a ser tu marido, el que te llevará a su cama todas las noches. Es un hombre difícil para entregarle el corazón, y debes demostrar que estás a la altura de las circunstancias, ve a ponerte a su lado.» Al final, tras mucha insistencia de sus padres, salió desmañadamente de detrás de su padre, como un potrillo recién nacido probando sus patas. Hasta que estuvieron uno junto a otro, no me di cuenta: todavía era una niña. Él parecía un gigante a su lado. Me los imaginé tumbados juntos en la cama, y parecía que él podía aplastarla. Era pequeña y temblaba como una hoja a la menor atención de él.
Jonathan le cogió la mano y se acercó más a ella. Había algo galante en su gesto, casi protector. Pero a continuación, Jonathan se inclinó y la besó. No fue su beso habitual, el que yo me sabía de memoria, el beso tan poderoso que lo sentías hasta en los dedos de los pies. Pero al besarla delante de sus familias y de la congregación, había indicado que aceptaba el contrato de matrimonio. Y delante de mí.
Entonces comprendí el mensaje que me enviaba Sophia en el sueño. No me estaba exhortando a que me matara en compensación por lo que le había hecho a ella. Me estaba diciendo que tenía por delante una vida de desengaños si continuaba amando a Jonathan como lo hacía, como lo había hecho ella. Un amor tan intenso se puede volver dañino y acarrear mucha infelicidad. Pero entonces ¿cuál es el remedio? ¿Puedes liberar de deseo tu corazón? ¿Puedes dejar de amar a alguien? Es más fácil tirarse al río, parecía estar diciéndome Sophia; es más fácil dar el salto de la enamorada.
Todo aquello reverberaba en mi mente mientras miraba desde la galería, bañada en lágrimas, con los dedos clavados en la blanda madera de pino del poste en el que me apoyaba. Estaba muy por encima del suelo de la congregación, a bastante altura para dar el salto de la enamorada. Pero no lo hice. Ya entonces pensaba en el niño que llevaba dentro. Di media vuelta y corrí escalera abajo, huyendo de la dolorosa escena que tenía delante.