EL RELATO:
Para cuando llegaron a los límites de las tierras de Kalas, por un sendero que según Piet estaba teñido de sangre —a pesar de que no había huesos ni armaduras rotas ni sepulturas—, la luna volvía a estar llena. Eso duplicó el número de mujeres por la noche, haciendo que hasta Piet se sintiese incómodo. Los hombres trataron de averiguar de dónde habían salido tantas mujeres.
—De los bosques —les dijo Gileas a los muchachos de New Steading—. Nos han estado siguiendo todo el tiempo.
—Tal vez vivan por aquí cerca —sugirió un joven.
A los demás les pareció una idea bastante tonta, y lo expresaron en voz alta.
—No —explicó Piet—. Son amigas de nuestras muchachas. Sus primas, probablemente; ya veis cómo se parecen unas a otras.
Fue la explicación que más les convenció.
Pero significaba que, al menos por la noche, era un ejército difícil de ocultar.
Piet conocía bien el territorio, ya que había servido un año en el norte, y trataba de que se internasen lo más posible en el bosque, hasta donde se lo permitían los caballos. Bajo los frondosos árboles, su número volvía a reducirse a la mitad. Si a los hombres eso les llamaba la atención, lo mantenían en silencio.
Dejaron a los caballos en una pequeña cañada y recorrieron a pie el último kilómetro hasta el castillo de Kalas, en fila india y sin hablar. Al final del bosque, Piet les hizo una seña para que se detuviesen y todos se abrieron en abanico, colocándose cada uno detrás de un árbol.
Bajo la luz de luna, el castillo de Kalas era un gran buitre negro que proyectaba su sombra sobre la planicie. Contaba con dos alas de piedra con muros almenados. Una única torre se elevaba como el cuello del ave. Y en la única ventana, parecida a un ojo, brillaba una luz. No había ninguna otra luz visible en el lugar.
—Allí —señaló Piet—. Las muchachas treparán por las piedras mientras yo llevo a los hombres hasta la reja. Gritaremos y haremos ruido con las espadas. Si bajan la reja para atraparnos, algunos lograremos pasar. Si permanece cerrada, la escalaremos.
Jenna asintió con la cabeza.
—Dos filas de ratones son mejor que una contra este gato —agregó Piet.
—¿Y el calabozo?
—Sólo se puede entrar por el interior. Por eso debes subir a la torre.
Señaló un lugar donde la roca parecía surgir de la misma tierra, formando un muro impenetrable.
—¡La torre de Kalas! —susurró Jenna.
—¿Cómo lograrás subir hasta allí? —preguntó Petra.
Donde finalizaba la roca, se elevaba un alto cilindro de ladrillos. No era como el cuello de un buitre, pensó Jenna, sino como una lanza clavada en el cielo.
—Lentamente —respondió—, y con grandes dificultades. Pero de todos modos subiré.
—Si alguien puede hacerlo eres tú —le animó Petra en su oído—. La profecía lo sabe: Alta se ocupará de ello.
Jenna miró fijamente a la torre. Tenía al menos treinta metros de alto. Para sus adentros, rezó pidiendo que Alta tuviese un brazo muy largo.
—Cuando llegue a la alcoba de Kalas —dijo con firmeza—, le pondré el cuchillo en el cuello y haré que me lleve personalmente al calabozo para liberar al rey. Si esta noche se derrama alguna sangre, será la de Kalas.
Habló con la firmeza que había aprendido de Gorum, pero mientras tanto el corazón le latía con fuerza. Ni remotamente se sentía tan segura como parecía.
—Contaremos con la sorpresa esta vez —observó Piet con expresión sombría—. Creen que estamos todos muertos.
—La razón también se encuentra de nuestro lado —agregó Marek.
—Ah, muchacho, en el Continente suelen decir: “Es posible que el ratón tenga la razón, pero el gato tiene las zarpas.” Aparte de los cuentos, ¿cuándo la razón ha garantizado la victoria? —Piet contempló el castillo—. No contéis con la razón. El rey Gorum lo hizo y tuvimos que enterrarlo. No quiero tener que enterraros a vosotros también.
—Ni nosotros a ti, Piet —le dijo Jenna.
Aguardaron hasta que una nube cubrió la luna, y, entonces, las mujeres corrieron hacia las rocas mientras los hombres se dirigían a la reja.
Jenna partió rápidamente, evitando la mirada de Petra. Si pensaba en ella o en todos los que podían morir en el intento de penetrar el castillo de Kalas, sabía que se paralizaría y no podría escalar. Se obligó a no pensar en otra cosa que no fuesen las rocas que tenía delante.
Cuando llegó a las escarpadas rocas, se sintió abrumada por su tamaño. Sobre ella y a ambos lados, no había otra cosa que piedra, como un muro interminable. En la oscuridad no podía ver ningún lugar donde sujetarse. De pronto apareció la luna y Skada estaba allí señalando el camino.
—¡Por allí! Y allí.
—Extraño saludo —se quejó Jenna mientras se echaba la trenza hacia atrás.
—No tenemos tiempo para bromas —refunfuñó Skada acomodándose su propio cabello—. Y tú ya respiras de forma agitada aún antes de haber comenzado a escalar.
—Si pudiera aparecer y desaparecer como tú —replicó Jenna con irritación—, ni siquiera tendría necesidad de respirar.
Pero, de todos modos, le vino bien recordar que la primera lección que Madre Alta le enseñó mucho tiempo atrás fue respirar de un modo apropiado. Se obligó a pensar en la meticulosa respiración de la araña para trepar. Y al hacerlo, oyó cómo la respiración de Skada se sincronizaba con la suya.
Lentamente, una mano tras otra y colocando los pies en los pequeños rebordes, comenzaron a escalar. Cada poco se detenían juntas, respiraban juntas, reunían fuerzas y continuaban subiendo. El cuero suave de las botas estaba desgarrado, y había un agujero en la rodilla derecha de sus polainas. Sin embargo continuaron trepando.
De pronto otra nube cubrió la luna y Skada desapareció, pero Jenna estaba tan concentrada que ni siquiera lo notó.
Un minuto después la luna volvió a salir y Skada reapareció, aferrada a la piedra como Jenna.
—Te cuesta respirar, hermana —le hizo notar Skada.
—Ya basta. Dices esto sólo para fastidiarme. Le pido a Alta que te detengas.
Pero volvió a calmar su respiración y descubrió que le resultaba más fácil escalar.
La pared oscura era engañosa para la mano y para el ojo. Lo que parecía una grieta podía ser sólido. Lo que parecía sólido, un puñado de tierra. Los errores les costaban preciosos minutos y las tomaban por sorpresa a ambas por igual. Jenna se preguntó si los demás habrían logrado sus objetivos: las mujeres que escalaban el otro lado del castillo y los hombres ante la reja. Pero cuando pensó en ellos, su mano derecha resbaló y tuvo que aferrarse desesperadamente a las piedras. En la palma tenía un profundo corte. Jenna lanzó una maldición y oyó que Skada respondía con otra. Con gran concentración, halló otro sitio en el cual sujetarse y Skada suspiró.
Encima de ellas, todavía lejos, estaba la ventana iluminada. Jenna sabía que debían llegar allí antes del amanecer porque necesitaba a Skada, tanto por la espada que podía esgrimir como por el consuelo que podía brindarle. Expresó sus pensamientos en voz alta.
—Gracias —susurró Skada—, pero continúa trepando.
Hubo un momento en que Jenna se detuvo y se llevó la mano a la boca para lamer la sangre del corte. Skada hizo lo mismo, casi como una burla. Ninguna de las dos sonrió. Luego, Jenna volvió a posar la mano sobre la roca y comenzó a trepar nuevamente.
Cada centímetro les llevaba minutos. El muro parecía resistirse y sus propios cuerpos se convertían en sus peores enemigos. Los ligamentos sólo podían extenderse hasta determinado punto, y hasta el brazo o la pierna más fuerte acababa por cansarse. Finalmente, la mano de Jenna se aferró al borde superior de la pared.
—La base de la torre...
Pero la luna volvía a estar cubierta y no había nadie con quien hablar.
—¡Por los cabellos de Alta! —murmuró Jenna, utilizando una maldición que raras veces se permitía.
Hizo fuerza con ambos brazos para terminar de subir. Ni siquiera el cuero era suficiente protección contra el muro. A través de él podía sentir la dureza de la piedra.
Cuando estuvo de rodillas, se encontró mirando un par de grandes botas.
—Alza la vista lentamente —le dijo una voz—. Quiero ver la sorpresa en tu rostro antes de arrojarte abajo. Eres hombre muerto.
Desde su posición, Jenna levantó el rostro. Lentamente, sin dejar de rezar para que apareciese un rayo de luna. Cuando finalmente posó los ojos sobre el guardia, sus súplicas se cumplieron y una luna brillante iluminó su rostro.
Jenna le sonrió.
—Por Gres, tú no eres ningún hombre.
Por una fracción de segundo, se relajó y él también sonrió.
Jenna bajó los ojos de un modo evasivo, maniobra que había visto efectuar a una de las criadas de New Steading, y extendió la mano.
Automáticamente, el soldado se inclinó.
—¡Ahora! —gritó Jenna.
Alarmado, él dio un paso atrás. Pero se sobresaltó aún más cuando otra mujer, de rodillas, lo atacó por detrás. El hombre cayó y estaba muerto incluso antes de que la hoja abandonara su corazón.
Jenna levantó el cuerpo sobre su hombro y lo arrojó al vacío. No aguardó para oírlo caer. Cuando se volvió para hablar con Skada, ésta parecía aturdida.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jenna.
—Yo... nunca antes había matado a un hombre —murmuró Skada—. El cuchillo no hizo más que entrar y salir, y ya estaba muerto.
—Pero hemos matado al Sabueso. Y al Oso. Y cortamos la mano del Toro, lo cual le llevó a la muerte.
—No, Jenna, tú has hecho eso.
—Tú eres mi hermana sombra. Sientes lo que siento yo. Sabes lo que sé yo.
—No... es... exactamente... lo... mismo —Skada pronunció cada palabra con gran dificultad.
—No —dijo Jenna al fin—. Tienes razón. Por este guardia desconocido no siento lo mismo que por los demás. Mi mano no recuerda su muerte de la misma manera.
Se tocaron las manos un momento.
—Será mejor que subamos a esa torre. Esto no es más que la primera parada. Y si hay otros guardias... —Skada asintió con la cabeza—. Y cuando llegue la luz del día, ya no estarás aquí. Y si muero...
Skada sonrió con tristeza.
—No tienes que recordármelo. Cada hermana sombra conoce las reglas de la vida y de la luz. Vivo cuando tú vives, muero cuando tú mueres. Sube por esa pared. No puedo comenzar sin ti.
Jenna comenzó a escalar la pared de la torre. Los ladrillos eran más nuevos que las piedras del muro, pero los vientos del norte los habían desgastado. Algunos trozos caían bajo sus manos.
Al iniciar el nuevo ascenso, continuaron hablando en susurros para no despertar a los guardias. A cada poco, lanzaban una maldición; éstas parecían darles coraje y recordarles que la ira les sería útil cuando les faltase el ánimo. Jenna fue la primera en llegar a la ventana de la torre, pero sólo por cuestión de segundos. Tenía una uña rota bajo la cual se escurría la sangre. Le dolía el corte en la palma. Sus piernas comenzaban a temblar por el esfuerzo. Entre ambos hombros tenía un nudo de dolor. Lo ignoró todo, concentrándose en el antepecho de la ventana y en la luz que se filtraba por ella. Con un último esfuerzo de sus músculos, se subió al alféizar. Éste era ancho pero sus pies patearon la cabeza de Skada. Lo único que Jenna sintió fue alivio por haber llegado e irritación con su hermana.
—Quítate de ahí.
—La culpa es de tus piernas —replicó Skada, irascible—. Mi cabeza sólo se mueve en una dirección limitada.
Jenna trató de girar, con lo que ambas cayeron al interior, arrastrando consigo el farol del alféizar. La caída pareció eterna, pero finalmente llegaron al suelo.
Las voces rodearon a Jenna en la oscuridad.
—Ya lo tengo —gritó alguien, sujetándola por los brazos.
No le serviría de nada luchar, así que Jenna se relajó y aguardó de rodillas.
—Encended las antorchas, idiotas —se oyó una voz suave y autoritaria a la vez. Alguien encendió una antorcha y la sostuvo sobre la cabeza de Jenna. Un extraño sonido en un rincón hizo que la voz añadiese desde la oscuridad:
—Hay otro más, idiotas. Llevad la antorcha allí.
Dos hombres, uno con la antorcha y otro con la espada desenvainada, corrieron hasta el rincón. Pero la fuerte luz dispersó toda sombra. Tan sólo contra la pared opuesta, donde nadie miraba con excepción de Jenna, hubo una pierna flexionada y un rápido giro de cabeza.
—No hay nadie, Lord Kalas.
—Es sólo un efecto de la luz —mintió Jenna con suavidad—. ¿Me hubieseis capturado con tanta facilidad de haber venido acompañada? He venido sola. Siempre estoy sola, es... —Vaciló unos momentos, buscando la palabra que lo convenciese—. Es mi mayor orgullo.
Los hombres regresaron hasta Jenna e iluminaron su rostro con la antorcha.
—Es La Blanca, Lord Kalas —la reconoció el hombre de la antorcha—. Si la tenemos a ella además del príncipe, la rebelión habrá acabado por completo. Según dicen...
—Dicen demasiadas cosas —replicó Kalas—. Dejadme verla. Pero si es poco más que una niña —se rió—. Pensé que era una mujer adulta. No es más que una mozuela de piernas largas y cabello blanco.
Mientras tanto, Jenna lo miraba al resplandor de la antorcha. Carum y Piet le habían dicho muchas cosas sobre él, ninguna de ellas buena. Pero este jactancioso con la barba y los cabellos teñidos de rojo, artificio que sólo enfatizaba las bolsas bajo sus ojos, ¿podía ser el infame Lord Kalas de las Tierras del Norte? ¿Cómo podía ser él el miserable a quien todos odiaban y temían tanto?
—No estoy interesado en lo que se dice por ahí, pero a ti te fascinaría saber lo que el tan llorado príncipe Carum, que no comprendo por qué se hace llamar Longbow, decía sobre ti.
Jenna controló su lengua y pensó rápidamente que Kalas había hablado de Carum en tiempo pasado. Pero el guardia no. ¿Estaría muerto? No era posible. Ella lo hubiese sabido, hubiese sentido algo si él hubiera muerto. ¿Llorado? Tal vez Kalas se refería a su título de príncipe. A los Garunianos les gustaba jugar con las palabras. Se permitió sonreír a su captor, ocultando lo que sentía en realidad.
—¿Y quieres que yo te diga lo que el difunto y nada llorado Oso ha dicho sobre ti? Que eres un arrogante teñido de rojo.
—Ah —susurró Kalas—, no es una niña entonces. Es una mujer con toda la astucia de las mujeres. Debí de haber sabido que hasta habías cambiado el color de tu cabello. La Diosa Blanca de Longbow. Dijo que tu boca se abría casi tan rápido como tus piernas, al igual que ocurre con la mayoría de las mujeres de los Valles.
—Carum nunca... —Jenna cerró la boca, sintiéndose una niña por haber caído en semejante trampa.
—Un hombre dice muchas cosas en el potro, querida.
—Y pocas de ellas son ciertas —agregó Jenna.
Kalas se inclinó sobre ella y posó la mano suavemente sobre su cabeza, como si fuese a acariciarla. En lugar de ello, le sacó la trenza de debajo de la camisa y tiró de ella.
—Las niñas que juegan a ser mujeres tienen cierto encanto. Las mujeres que juegan a ser niñas, también. Pero las mujeres que juegan a ser guerreras me aburren. —Esbozó una sonrisa que descubrió sus dientes amarillentos—. Y para ser una niña tan bonita, tú lo haces muy mal. Tu príncipe se encuentra en el calabozo, no en mi alcoba, por lo cual todo tu esfuerzo no ha servido para nada...
—Le dio unos golpecitos en la rodilla derecha con la espada—. Excepto para fortalecer esas bonitas piernas.
—Por los cabellos de Alta... —comenzó Jenna, y esperó que la maldición la ayudase a ocultar mejor sus sentimientos.
—Los cabellos de Alta son grises y demasiado cortos como para mantenerla abrigada —respondió la voz suave y burlona del rey—. Pero, si insistes en jugar a ser un hombre, te trataremos como tal. En lugar de entibiar mi cama, lo que harías sin duda con poca gracia, a pesar de que la juventud, incluso la de los Valles, tiene ciertas ventajas, te congelarás con los otros en mi calabozo.
Jenna se mordió el labio y trató de parecer asustada, cuando en realidad el calabozo era exactamente el lugar donde deseaba estar. Aunque quería estar allí con su espada y su daga.
—Ah, veo que has oído hablar de él. ¿Cómo lo llaman?
Volvió a tirarle de la trenza, pero esta vez la enroscó en su mano y acercó su rostro al de ella. Por un momento Jenna temió que fuese a besarla. Su aliento era repugnante. La sola idea de sentir esa boca en la suya le producía deseos de vomitar.
—Lo llaman... el Agujero de Kalas —susurró Jenna.
—Disfrútalo —dijo él apartando el rostro—. Otros lo han hecho.
Se volvió tan rápido que su capa de piel de lagarto silbó como un látigo alrededor de los tobillos. Y entonces desapareció.
Los guardias empujaron a Jenna escaleras abajo y descendieron rápidamente.
Mucho más rápido, reflexionó ella, que la trabajosa subida.
Tenía las manos tan fuertemente atadas a la espalda que pronto dejó de sentir los dedos. El único consuelo era el hecho de que el hombre con la antorcha iba delante y, de ese modo, las sombras de sus cuerpos quedaban detrás. De haber estado a su espalda, hubiese visto a otra mujer maniatada, con una trenza oscura sobre la espalda, un agujero en las polainas y una cabeza dolorida.
Jenna se prometió no hacer nada que pudiese provocar que los guardas se volviesen hacia Skada; no la delataría con una observación o con un movimiento.
La escalera de la torre descendía dando vueltas y vueltas. Cuando dejó de girar, Jenna supo que se había acabado la torre y estaban en el edificio principal del castillo. A medida que bajaban, el aire se tornaba más frío y húmedo. A ambos lados, había grandes puertas de madera con ventanas provistas de barrotes. Al pasar, Jenna pudo ver unas manchas pálidas en las ventanas, pero justo al llegar a la tercera, comprendió que se trataba de rostros. Después de eso levantó la cabeza para que quienes se encontraban dentro pudiesen reconocerla. No sería enterrada en secreto.
Al final de la escalera, una pesada puerta de madera cerraba el paso. Se necesitaron tres llaves para abrirla, pero finalmente Jenna fue empujada al interior y la puerta estuvo cerrada nuevamente. Nadie había pronunciado una palabra durante todo el descenso.
Sin duda el calabozo hacía honor a su nombre. El Agujero de Lord Kalas era oscuro, húmedo y olía como un buey con diarrea. A pesar de que nunca había visto uno, Jenna conocía el olor.
Para contener las náuseas, se volvió y les gritó a los guardias:
—Que os cuelguen de los cabellos de Alta. Que Ella enrosque vuestras tripas en Sus trenzas y use vuestros cráneos...
—Nunca antes te había oído maldecir —le interrumpió una voz casi desconocida por la fatiga—. Pero, al menos, podrías buscar algo más original.
—¡Carum! —Jenna se giró para tratar de encontrarlo en la oscuridad—. Qué extraño que nos hayan puesto en la misma celda.
—Oh, ésta es especial, señora —dijo otra voz en la oscuridad—. La peor.
No estaba completamente oscuro. Por la ventanilla de la puerta entraba una luz tenue. Después de unos momentos, Jenna pudo distinguir algunas sombras, aunque no estaba segura de cuál pertenecía a Carum y cuáles a los otros prisioneros. De Skada no había ninguna señal, aunque, con ese pequeño rayo de luz, tampoco esperaba verla. Y además no deseaba que su hermana sombra sufriese ese dolor en las muñecas.
Sintió que alguien le tocaba los hombros y luego bajaba por su trenza y comenzaba a desatarle las manos.
—Me encanta tu cabello —susurró Carum en su oído—. Nunca te lo cortes. Algún día volveré a soltártelo bajo el sol.
Él tenía problemas con las cuerdas que rodeaban las muñecas, y Jenna permaneció absolutamente quieta aunque, de pronto, le temblaron las piernas. No olía como el Carum que había conocido, pero sospechaba que ella tampoco debía de oler muy bien.
Finalmente, él logró deshacer los nudos y le masajeó las muñecas en silencio.
—Listo. ¿De qué me sirve mi mano derecha si se encuentra atada?
—De qué te sirvo de cualquier manera —preguntó Jenna con fatiga—, si he sido atrapada. Al menos sé que estás con vida. Había esperado hundir mi cuchillo en la boca de Kalas y perforar sus dientes amarillentos.
—¿Lo has visto? —De pronto la voz de Carum se tornó cautelosa.
—¿Verlo? Ese miserable me atrapó. Tan fácil como un niño atrapa una lagartija.
—¿Él te...? —Se detuvo, inspiró y exhaló el aire, al decir—: ¿Te ha tocado?
Sus brazos la rodearon protectores. Con mucha suavidad, ella se giró dentro de ellos.
—Dijo que si yo jugaba a ser hombre, él me trataría como tal.
—Bendita sea tu Alta por eso.
—¿Su cama podría ser peor que su calabozo? —bromeó Jenna. Carum no respondió, pero alguien en la oscuridad lo hizo.
—Mucho peor para las jóvenes de los Valles. Kalas sólo venera a las mujeres Garunianas. Sólo ellas están exentas de sus malos tratos.
Jenna emitió un largo silbido a través de sus labios secos.
Carum volvió a susurrarle, pero en voz tan baja que nadie salvo ella pudo escucharlo:
—¿Te encuentras sola?
—Estoy aquí, en la oscuridad —respondió Jenna, también en voz baja.
—No me refería a Skada. Sé que desaparece sin la luz. Pero ¿y los demás? ¿No estarán todos...?
—¿Muertos? No. Aunque tu hermano... Oh, Carum, ahora eres el rey. Lo siento.
La poca luz sobre su rostro permitió que él viera cuan sincero era su pesar.
—Ya lo esperaba. Kalas lo había insinuado. Y lo siento, Jenna, pero estaba escrito en la profecía. Tú serás la esposa del rey y yo no hubiese permitido que nadie más se casara contigo. No estoy sorprendido.
—No serás el rey si nos encontramos en un calabozo. Y, por desgracia, he perdido tanto mi espada como mi... —Hurgó en su bota y buscó la daga, pero ésta también había desaparecido—. Oh, lo siento, no puedo pensar en la oscuridad.
—No puedes pensar con las manos atadas —rectificó Carum en voz alta—. Pero lo haces muy bien en la oscuridad.
Por un momento, se sintió furiosa con él por bromear con sus cuestiones íntimas. Pero, cuando oyó las risas suaves a su alrededor, como agua fría sobre piedras secas, comprendió que era la primera vez en varios días que aquellos hombres reían. Era un sonido extraño en sus bocas, pero era una risa. De un modo instintivo, Jenna supo que, al enfrentar un peligro, los hombres necesitaban la risa para derrotar esa sensación de impotencia que, al final, conspiraría en su contra.
—Longbow, tú tampoco te las arreglas mal en la oscuridad. Pero ¿por qué está todo tan negro? ¿Por qué no hay nada de luz?
Hubo un ligero sonido y una sombra se movió. Uno de los hombres se puso de pie.
—Una costumbre de Lord Kalas, Anna. Es un verdadero Garuniano. Dice que es mejor tener al enemigo en la oscuridad.
A Jenna aún le dolían las muñecas donde le habían cortado las cuerdas, y se las frotó tratando de aliviar el ardor.
—¿Cuándo nos dan de comer? ¿También lo hacen en la oscuridad?
—Una vez al día —le respondió Carum—. Por la mañana, creo, aunque día y noche tienen poco significado aquí.
—Yo he llegado por la noche —dijo Jenna, y agregó como sin darle importancia—: Y había luna llena.
Carum asintió en silencio y susurró:
—¿Skada?
—Pero entonces, ¿traen antorchas? —preguntó Jenna en lugar de responder.
—Sólo una, Anna —le contestó una voz junto a su hombro. Otro añadió:
—La colocan en la pared, junto a la puerta.
—Para lo que nos sirve. Muestra lo mucho que hemos llegado a degradarnos en tres cortos días. —Carum emitió una risita breve y furiosa—. O dos. O diez. ¿No es irónico lo que un poco de suciedad, oscuridad y humedad pueden hacer con un pordiosero?
—Carum, por como hablas no pareces tú —se quejó Jenna con ira.
—Por como me veo tampoco, Jenna. Oh Jen, he hecho un real embrollo con todo esto. —Rió su propia broma—. Y no hubiese querido que me vieras de este modo.
—Te he visto de muchas maneras, Carum Longbow. Y no en todas eras el más apuesto. ¿Recuerdas al muchacho que escapaba del Buey, asustado y curioso al mismo tiempo? ¿O al joven en la Congregación, vestido con faldas y con un pañuelo? ¿O al que chapoteaba en el río Halle?
—Si mal no recuerdo, tú eras la que chapoteaba y yo quien te rescató — replicó Carum con voz casi normal. Luego volvió el desánimo—. ¿Cómo pude haber permitido que Gorum me convenciera para...?
Uno de los hombres puso una mano sobre el brazo de Jenna.
—Echaron algo en su comida, Anna. Cierta clase de bayas, que minan la voluntad de un hombre. De todos modos debemos comer. Cada uno de nosotros tiene sus momentos de desesperación. No te guíes por sus respuestas. Todos estamos así: animados un momento y deprimidos el siguiente. Muy pronto sentirás la corrosión. Somos nuestros peores torturadores.
Jenna se volvió y posó una mano sobre la mejilla de Carum.
—Todo irá mejor. Te lo prometo.
—Las promesas de las mujeres... —comenzó él antes de que su voz se desangrara como una vieja herida abierta.
—¿A qué te refieres?
—Es un antiguo dicho del Continente —Le respondió otra voz—. Olvídalo.
—No, decídmelo —insistió Jenna.
—No, Anna.
—Carum, ¿a qué te refieres?
De pronto su antigua voz regresó.
—Es algo que a Kalas le agrada repetir: “Las promesas de las mujeres son agua sobre piedra: húmedas, prontas y escurridizas.”
—Agua sobre piedra... —reflexionó Jenna—. Oí eso hace mucho tiempo, ser agua sobre piedra. Significaba algo bastante diferente.
—No me prestes atención, Jen —le suplicó Carum.
—Yo cumplo mis promesas, y tú lo sabes bien. Todo lo que necesito es esa luz. Carum estaba a punto de hablar cuando intervino otro de los hombres.
—No te servirá de nada, Anna. A ninguno nos sirve de nada. Iluminan ese agujero de la puerta y nos hacen tender a todos en el suelo, unos sobre otros.
—¿Unos sobre otros? —se interesó Jenna.
—Es un acto cruel y humillante —le explicó Carum—. Lo hacen en los calabozos del Continente. Una invención del Castillo Michel Rouge, de donde provienen casi todos los instrumentos de tortura. Kalas tiene unos primos allí.
—Vaciló unos momentos y al final admitió—: Y yo también.
—Nos cuentan en voz alta antes de abrir la puerta. Y, después de cerrarla, otra vez.
—Mejor aún —aprobó Jenna en forma misteriosa.
—Si tienes un plan, dímelo. —La voz de Carum había vuelto a ser fuerte.
—Cuéntanos —repitió una docena de hombres.
Jenna sonrió en la oscuridad, pero como estaba de espaldas a la única luz que entraba por la puerta, nadie pudo verla.
—Sólo aseguraos de que yo quede encima de todos.
Los hombres emitieron unas risitas forzadas pero, como si hubiese comprendido, Carum agregó:
—No podríamos dejar que la Anna, la Diosa Blanca, quedase debajo.
Jenna se rió con ellos y siguió con la broma:
—Aunque hay veces que no me disgusta ese lugar...
Se alegró de que nadie pudiese ver su rostro furiosamente ruborizado. Si Carum continuaba con esa broma, lo mataría antes de que Kalas pudiese acercársele. Pero él percibió su desesperada vergüenza y no añadió nada. Los hombres estaban tan animados como era posible esperar. Jenna levantó la mano hacia el rayo de luz y, al ver que la mano de Skada aparecía levemente sobre la pared opuesta, la agitó en forma de saludo y se alegró cuando Skada le respondió del mismo modo.
—¿Todo listo? —preguntó a la pared.
Pensando que se dirigía a ellos, los hombres exclamaron:
—Por supuesto, Anna.
—Para cualquier cosa que pidas —agregó Carum.
Pero Jenna sólo tenía ojos para la mano de la pared. Formó un círculo con el pulgar y el índice, el signo de la diosa. Por primera vez sintió motivos para albergar esperanzas.
Jenna se obligó a dormir sobre las piedras frías y permitió así que su cuerpo se recuperase de la larga ascensión. Se acurrucó junto a Carum y respiró lentamente, siguiendo el ritmo de su aliento. Cuando finalmente se durmió, sus sueños estuvieron llenos de pozos, cavernas y otros sitios húmedos y oscuros.
El sonido metálico de una espada contra los barrotes de la puerta los despertó a todos.
—Recuento —dijo una voz—. Arriba.
Los prisioneros se arrastraron hasta la pared y armaron una penosa pirámide. Última en subir, Jenna observó que los seis más robustos, entre ellos Carum, se tendían en el suelo. Otro trepó sobre ellos y luego otro hasta que dos hombres esqueléticos, que estaban encerrados desde hacía mucho por otros crímenes contra Kalas, ocuparon sus puestos y distribuyeron su peso con todo el cuidado posible. Resultaba fácil ver todo esto a causa de la antorcha que brillaba a través de la apertura de la puerta.
El guardia comenzó a contar.
—Uno, dos, tres...
—¡Aguarda!
Era una nueva voz la que asumía el mando. No se trataba de la de Kalas, lo cual fue una decepción pero no una sorpresa para Jenna.
Después de todo, ¿por qué iba a acudir Kalas en persona a supervisar una celda llena de prisioneros?
La voz era como un suave ronroneo.
—Ahí falta alguien —dijo con ironía—. No nos neguéis la mejor parte. Su Majestad, el rey Kalas, ha hablado de la dama en unos términos conmovedores. ¿No hay espacio arriba para ella?
—Hay espacio —admitió Jenna en voz tan baja que el hombre tuvo que acercarse a la puerta para oírle.
Jenna no alcanzó a ver más que una sombra pequeña, casi del tamaño de un muchacho.
—Siempre hay espacio —ironizó la voz ronroneante—. Porque una pirámide es una forma agradable.
Jenna adivinó.
—¡El Puma!
Él se echó a reír.
—Las mujeres listas son un fastidio. Pero, por lo que tengo entendido, no debo temer nada de ti. Ya has matado a una gata. Y yo tengo varias vidas, ¿no es así?
Sus hombres se rieron.
—Suba, señora. Ascienda a su trono.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Pregúntaselo a los hombres sobre cuyas espaldas deberás trepar —ronroneó el Puma.
—Tratamos de negarle el placer de vernos en pirámide —le aclaró Carum— y, simplemente, se negaron a alimentarnos hasta que obedecimos.
Jenna asintió con la cabeza y se quitó las botas. Luego, apoyó el pie derecho con cuidado sobre las nalgas de alguien y comenzó a subir. Cuando llegó arriba, se tendió delicadamente y trató de distribuir su peso de forma equilibrada.
—¿Ahora traerán la luz? —le susurró Jenna a uno de los hombres que estaban debajo de ella.
—Sí. Mira, allí viene.
Dos hombres, uno de ellos con una antorcha, entraron en la celda. Sin preocuparse por desenvainar la espada, el Puma entró tras ellos. Era un hombre pequeño y delgado que parecía complacido consigo mismo, como un gatito sobre un tazón de crema.
El que portaba la antorcha se detuvo frente a la pila de cuerpos y volvió a contarlos en voz alta. El segundo fue hasta un rincón, envainó la espada, dejó caer al suelo la bolsa que llevaba sobre los hombros y vació su contenido. Jenna alcanzó a ver un montón de panes duros y arrugó la nariz. Después alzó la vista hacia la pared junto a la puerta, donde se movían las sombras proyectadas por la antorcha.
—¡Ya! —gritó y saltó de la pila.
Calculó que, al rodar, caería sobre los hombros del guardia frente a la pirámide. La antorcha voló por el aire, iluminando a otro cuerpo que pareció saltar de la pared opuesta. Skada se abalanzó sobre el Puma justo cuando éste desenvainaba la espada.
Jenna tomó el arma del guardia mientras Skada hacía lo mismo con la del Puma y, después de rodar de idéntica manera, se levantaron con un rápido movimiento.
En el mismo instante, Carum y los otros prisioneros deshicieron la pirámide. Los más fuertes se levantaron de un salto, rodearon al guardia que traía el pan y le quitaron tanto la espada como el cuchillo de la bota. Carum alzó la antorcha y lanzó una carcajada.
—Alguien ha de morir aquí, mi querido Puma.
—Tal vez —aceptó el Puma con una sonrisa—. Pero disculpadme por un momento y permitidme preguntarle algo a esta joven. ¿Por qué, según el recuento de ayer, había veinte prisioneros en esta celda? Sin embargo, hoy, aunque tenía que haber una pirámide perfecta de veintiuno, había uno de más. ¿De dónde ha salido?
Skada se rió a espaldas de él.
—De un agujero tan oscuro como jamás llegarás a conocer, Puma. —Jenna siseó y de inmediato Skada guardó silencio. Pero el Puma sonrió.
—¿Podría ser...? —aventuró, con los ojos entrecerrados—. ¿Podría ser que fuesen ciertas esas historias de que vosotras las brujas convocáis demonios negros de los espejos? Los magos mienten, pero las imágenes...
Skada hizo una reverencia burlona.
—La verdad posee muchos ojos. Debes creer lo que tú mismo ves.
Jenna también se inclinó. Cuando volvió a enderezarse, el Puma se había llevado un dedo a los labios con expresión pensativa.
—Veo hermanas que podéis haber tenido la misma madre, pero diferentes padres. —Retiró el dedo—. Se sabe que las mujeres de las montañas suelen encontrar placer en estar con muchos hombres.
—Algunas —puntualizó Skada— no encuentran placer en estar con ningún hombre.
El Puma se echó a reír y, al mismo tiempo, se inclinó hacia delante y derribó la antorcha de la mano de Carum. Al contacto con las piedras húmedas, comenzó a apagarse y, sin la luz, Skada desapareció dejando caer al suelo la espada del Puma. Éste se inclinó rápidamente y la recogió.
—Mis ojos pueden ver muy bien en la oscuridad. —Su espada chocó contra la de Jenna.
—Con luz o sin ella —gritó Jenna—, lucharé contra ti. Apártate, Carum. Que nadie se interponga en mi camino. ¡Y no os mováis!
Debido a su tamaño, el Puma no era tan fuerte como el Oso, pero era un excelente espadachín, rápido y astuto. En dos ocasiones su espada le abrió una pequeña herida; una en la mejilla y otra en el brazo izquierdo. Pero contaba demasiado con su capacidad para ver en la oscuridad, considerándolo una ventaja. Lo que no sabía era que Jenna, lo mismo que todas las guerreras de las Congregaciones, habían aprendido esgrima y el juego de las varillas tanto en habitaciones iluminadas como oscuras. Aunque no podía ver tan bien como él, había aprendido a confiar en sus oídos al igual que en sus ojos. Podía distinguir el movimiento de una estocada por el sonido producido en el aire; podía oír cada momento de incertidumbre por la respiración. Jenna pudo oler el miedo del Puma, el cambio producido en el olor de su sudor al comprender que no dominaba por completo la situación.
Jenna calmó su propia respiración para conseguir la fuerza y la firmeza necesarias, y con un último giro de muñeca logró arrancarle la espada de la mano.
—¡Luz! —gritó Jenna.
Carum recogió la antorcha y la levantó por encima de su cabeza. Al dejar la piedra fría, la llama volvió a cobrar vida.
El Puma se hallaba con ambas manos extendidas, casi como si se rindiese con humor, pero no engañaba a nadie con su actitud. La espada de Jenna continuaba sobre su vientre. Detrás de él, Skada apuntaba a su espalda.
—Si te mueves —le susurró Skada—, te ensartaré como un cordero en el asador. Y te haré girar muy, muy lentamente.
Él se encogió de hombros pero con exagerada cautela.
—Tienes razón en el hecho de que Jenna y yo somos hermanas —continuó Skada—. Y en que no somos del todo iguales. Yo aún no tengo tu sangre en mi espada, aunque es ella quien ha jurado darte muerte.
Jenna se volvió hacia Carum.
—Mantén la antorcha en alto, mi rey. Y encabeza nuestra partida. Skada y yo iremos al final.
Dejaron al Puma y a sus dos hombres encerrados en el calabozo, sin ninguna luz en absoluto, y comenzaron a subir la escalera. Carum sostenía la antorcha con la mano izquierda y, en la derecha, llevaba la espada de uno de los guardias. Tras él, venían sus hombres. Detrás de todos, avanzaba Jenna, cuyas heridas ya comenzaban a cerrarse, pero todavía ardían. Y, cuando la luz era la apropiada, Skada la seguía.
A medida que avanzaban iban abriendo las puertas con las llaves que habían tomado del cinturón del Puma. Carum saludó a cada uno de los prisioneros, tanto a aquellos que habían cabalgado con él como a los que estaban en el Agujero de Kalas por otros delitos.
En total, abrieron ocho calabozos y reunieron casi a un centenar de hombres, casi todos todavía en condiciones de pelear, a pesar de que sus únicas armas eran tres espadas y nueve antorchas. Ni siquiera había una silla o una mesa que pudiesen romper para formar garrotes.
—Mi señor Carum —exclamó una voz débil.
Jenna se esforzó por identificar al que hablaba bajo la trémula luz. Carum lo hizo primero, le entregó la antorcha a otro y extendió su mano hacia el que había hablado. El hombre era tan débil como su voz; tenía las manos demasiado grandes para sus muñecas, y una nariz enorme sobre un rostro huesudo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carum.
—Conozco bien este castillo, señor. He servido aquí durante toda mi vida; primero como criado, luego como ayudante de cocina y, ahora, como cocinero.
Alguien se rió.
—¿No dicen que hay que medir a un cocinero por su vientre? Éste no es más que huesos.
El hombre sacudió la cabeza.
—He estado en el calabozo cuatro o cinco semanas. Eso adelgaza a cualquiera.
—Tal vez menos —gritó alguien—, si no puede recordarlo.
—Es un espía —chilló otro.
Carum alzó la mano para que guardasen silencio.
—Dejadlo hablar.
—Si no lo recuerdo exactamente —se defendió el cocinero—, es porque el tiempo no tiene ningún sentido aquí. El día es la noche, la noche es el día.
—Eso es cierto —lo apoyó un hombre de barba rubia.
—Al grano —lo apuró Carum.
—Conozco cada pasaje de este castillo, cada pasillo y cada escalera.
Jenna se acercó y posó la mano sobre el brazo del cocinero. Éste tembló ligeramente ante el contacto. Skada lo tomó por el otro brazo. El temblor aumentó.
—Entonces dinos adónde conduce este pasaje.
—Fuera del Agujero, señora.
—Es un espía —repitió una voz.
—Debe decirnos más —opinó otro.
—¿Y a dónde da esa puerta? —insistió Jenna.
Sospechaba que era la clase de hombre que no decía las cosas directamente, sino que había que sonsacárselas.
—A una colgadura, señora.
—¿Qué significa eso? —preguntó alguien.
—Significa una cortina. Una colgadura es una cortina —le explicó Carum.
—¡Es un espía! ¡Matadlo!
Jenna apretó el brazo del cocinero.
—Estos hombres se están impacientando y ni Longbow ni yo podremos controlarlos si no hablas con claridad.
—No, escuchadme —se apresuró a decir el cocinero—. Este pasaje conduce a una puerta abierta en la Gran Sala de Kalas, y se encuentra cubierta por una colgadura.
Los hombres guardaron silencio.
—Así está mejor —Jenna le soltó el brazo.
—Mucho mejor —Skada, desde el otro lado, se mostró de acuerdo.
Pero ahora que había comenzado a hablar, el cocinero parecía no poder detenerse.
—Es una colgadura muy pesada, una de las mejores del castillo. Un tapiz dedicado a Lord Gres. Se encuentra en un festín con sus héroes y todos...
—Arrojan huesos por encima del hombro para los perros de la guerra —le susurró Skada a Jenna.
El cocinero no la oyó y continuó con su voz débil:
—Pero con frecuencia el rey Kalas...
Los hombres comenzaron a murmurar otra vez, con un sonido furioso como el de las abejas. Carum los silenció con un movimiento de la mano.
—Quiero decir Lord Kalas. Cuando cena hace correr las colgaduras para escuchar los gritos que provienen del Agujero. Dice que es el condimento de su comida.
Carum apretó los labios pero se limitó a asentir en silencio.
—Últimamente Lord Kalas se encontraba de viaje, pero regresó precipitadamente hace unos días. Después de recibir el mensaje de uno de sus jefes.
—¡El Oso! —exclamó un hombre, que se volvió para mirar a Jenna.
—No, ¿cómo podría saber él todo eso? —preguntó otro.
—Me lo dijeron los guardias —respondió el cocinero rápidamente—. Para jactarse de ello. Mi sufrimiento es su placer, y mi único alimento son sus rumores.
—No me gusta, señor. Es demasiado simple —le advirtió uno de los hombres a Carum.
Varios más estuvieron de acuerdo.
—Pero tiene sentido —murmuró Jenna.
—¿Quién custodia ese tapiz? —interrogó Carum con dureza—. ¿Cuántos son?
—Es una puerta abierta, señor. Kalas se jacta de que nadie escapa entero del Agujero. Algunas veces enseña esa puerta a las mujeres, sólo para atemorizarlas un poco.
—¿Qué mujeres? —preguntó Jenna casi sin respirar.
—Las que logra capturar. Las que obliga a compartir su cama. Apenas unas jovencitas algunas de ellas, no más que niñas.
Jenna se estremeció al pensar en Alna y en Selinda, en la Mai de Jareth, en las niñas de la Congregación Nill.
—¿Quieres decir que no hay nadie custodiándola?
—Quiero decir que se abre directamente al Gran Salón, siempre lleno de soldados; en especial, cuando Kalas se encuentra en la casa.
Los hombres murmuraron sus opiniones y se embarcaron en una discusión.
—Entonces no sirve.
—Estamos perdidos.
—Mejor morir de una vez que hacerlo lentamente allí abajo.
—Esperad. —Era Skada. Ahora que las antorchas estaban juntas, había recuperado su forma completa—. Escuchad. Hay algo que no sabéis.
Jenna asintió con la cabeza.
—Cien mujeres armadas han estado trepando los muros y deben de haber llegado ya arriba.
—Y cincuenta hombres armados están peleando en la puerta.
El cocinero se rió con amargura.
—Hay tres rastrillos entre la reja y el castillo. No lograrán entrar.
—Entren o no —los alentó Skada—, eso hará que se mantengan distraídos.
—Son los ratones —le gritó Jenna a Carum.
—¡Y nosotros ya tenemos al gato! —replicó él.
—Escuchad, tenemos pocas armas pero contamos con las antorchas —los instigó Skada.
—¿Te propones hacerlo salir incendiando el lugar? —preguntó alguien.
—Confiad en mí —siguió Skada—. Prended fuego a todo lo que podáis. Si es día y las mujeres han logrado entrar, pelearán mejor cerca del fuego.
—Mejor una mujer caliente que una cena fría —dijo alguien.
Se rieron y siguieron subiendo, pero guardaron silencio en el siguiente recodo ya que la salida se encontraba muy cerca.
Jenna y Skada les hicieron una seña para que continuasen y, considerando la cantidad de hombres que había, subieron los últimos peldaños en medio de un sorprendente silencio.
Carum, Jenna y otro hombre iban delante por ser los únicos que tenían espadas. Con su arma de sombra, Skada los seguía de cerca.
Cuando llegaron al último peldaño, Carum apartó lentamente la pesada cortina con su espada y buscó una salida. Finalmente, Jenna se arrodilló y trató de levantar el tapiz. Era una tela muy pesada y estaba cargada con más peso en la parte inferior. Jenna hizo un movimiento de cabeza para que viniesen en su ayuda. Dos de los hombres desarmados se acercaron para alzar la cortina, y Jenna pasó por debajo junto con Skada.
Al otro lado del tapiz era pleno día y Jenna parpadeó frenéticamente, tratando de que sus ojos se acostumbrasen a la luz repentina. Se volvió para hablar con Skada pero ésta había desaparecido. Sintió una terrible soledad, como si hubiese sido abandonada, aunque sabía que no era más que un truco del sol. Skada regresaría por la noche; si aún estaban con vida para entonces. De pronto Jenna notó que, para tratarse de la sala central del castillo, el lugar se hallaba demasiado tranquilo. Miró a su alrededor lentamente, pero no había nadie.
—Vacío —susurró por fin contra el tapiz.
La cortina fue alzada y el resto de los prisioneros traspusieron la puerta y parpadearon mientras miraban confundidos a su alrededor. Si habían esperado algo, no era esto. El Gran Salón estaba completamente desierto.
—No comprendo... —comenzó Carum.
—Yo sí —dijo Jenna—. ¡Escuchad!
Y entonces todos oyeron los gritos que provenían del exterior, donde se estaba llevando a cabo una batalla.
—Debemos ayudarlos —gritó alguien.
—Primero incendiemos esta sala —ordenó Jenna—. Tú, el tapiz... y tú, las cortinas de la otra pared.
—Y romped esas sillas. Por fin tendremos garrotes con los que luchar —gritó Carum.
Los tapices ardieron lentamente al principio, negándose a prender del todo, hasta que, de repente, una sección comenzó a arder y en cuestión de minutos Gres y sus héroes eran consumidos por el fuego. Los hombres se armaron con las patas de las sillas y de las mesas, y algunos tomaron cojines de los sillones para utilizarlos como escudos. Apilaron el resto de los muebles en el medio del salón y los incendiaron. Cuando las llamas estuvieron bien altas, Skada apareció por unos momentos junto a Jenna.
—Te seguiré siempre que pueda —le dijo.
—Lo sé —susurró Jenna y saludó en el aire con la mano mientras seguía a Carum y a los hombres hacia un ancho pasillo.
Avanzaron rápidamente por el pasillo, siguiendo las indicaciones del cocinero, y se encontraron con dos guardias que les hicieron frente, pero Carum y tres hombres más los desarmaron y los ataron sin mayores problemas. Dos de los hombres se llevaron las espadas de los guardias, así como una daga que encontraron en la bota de uno de ellos.
—Yo me llevaré eso —dijo el cocinero señalando el cuchillo—. Y al próximo lo cortaré en pedacitos. —Emitió una risita.
—Tú llévanos afuera —le gritó Carum—, y podrás despedazar a quien quieras.
El cocinero los condujo hasta una amplia escalera de piedra flanqueada por dos magníficas barandas lustradas. Al pie de la escalera, los aguardaban unos veinte guardias del castillo, armados con espadas y escudos.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Jenna—. No tenemos más que cinco espadas y un cuchillo.
—Aguardemos a que suban por nosotros —propuso Carum—. Les resultará más difícil mantener el equilibrio en la escalera, aunque daría cualquier cosa por tener un arco en este momento. De todos modos, nosotros somos más y tenemos garrotes.
Como si hubiesen adivinado la estrategia de Carum, los guardias permanecieron abajo sin moverse. Pasaron unos largos minutos.
Finalmente, Jenna se impacientó:
—No podemos seguir aguardando.
—Si bajamos de uno en uno, nos atraparán uno a uno. Y si tratamos de atacarlos con las armas que tenemos, será una carnicería.
—Entonces debemos engañarlos con una fila de falsos ratones.
—Demasiado tarde. Nos han visto y saben cuántas armas tenemos. El tiempo está a su favor —determinó Carum.
—Cocinero —dijo Jenna de pronto—. ¿Qué hay en esas puertas a ambos lados del pasillo? ¿Existe alguna forma de escapar por allí?
—Son armarios, señora. Se guardan platos y sábanas y...
—¡Ah! —Jenna se volvió hacia Carum—. ¡Tendremos nuestros ratones! Tú... —Tocó a uno de los hombres en el brazo—. Llévate mi espada. Y tú... toma la de Carum. —Al ver que vacilaban, le entregó su espada a uno de ellos y tomó la de Carum y se la dio al otro—. Y vosotros tres... —Señaló a algunos de los hombres que parecían más débiles—. Venid con nosotros.
Carum escogió a un hombre delgado y de barba rubia para que estuviese al mando en su ausencia y luego corrió para alcanzar a Jenna.
—¿Adónde vamos?
—A fabricar nuestros ratones.
Jenna abrió la primera puerta de un puntapié y vació los estantes de tejidos de lana y lino, de estandartes y toallas.
—Llevaos todo —les ordenó.
El segundo armario guardaba copas, bandejas y, lo mejor de todo, cuchillos de trinchar.
Un tercer armario no quiso abrirse a pesar de los frenéticos puntapiés. Lo dejaron y volvieron rápidamente a la escalera con sus tesoros. Los guardias esperaban todavía abajo con la calma estudiada de los animales de presa, pero los hombres en lo alto de la escalera no habían sido tan pacientes. Algunos habían bajado varios peldaños. Uno había tratado ya de pasar y su cuerpo ensangrentado daba testimonio de lo inútil de su actitud
—No era uno de los nuestros, señor, sino un prisionero de Kalas de los de antes. No tenía nuestro entrenamiento —informó el hombre de la barba rubia.
—De todos modos, debemos contarlo como uno de los nuestros —manifestó Carum en voz baja—. Lo han matado las espadas de Kalas.
—Esto es lo que quiero que hagamos. —Jenna les enseñó a atar los estandartes y las sábanas con los tazones, las copas y las bandejas, intercalados.
—Ardides de mujer —se quejó uno de los hombres.
—De ratón —le corrigió Carum con una leve sonrisa—. Escuchadla.
Al principio los soldados se mostraron curiosos pero, ante una orden de su capitán, volvieron a guardar silencio con las espadas en alto.
Les llevó unos preciosos minutos completar los pequeños ratones, como Jenna denominaba a la extraña colección de objetos. Los hombres cambiaron sus garrotes por cuchillos de trinchar y agregaron los trozos de madera a la colección. Jenna dio las órdenes finales en voz baja y le indicó a cada uno su lugar.
—La señal será: ¡Por Longbow!
Se situó junto a una de las barandas y ató a su cintura un extremo de las telas. Carum se colocó al otro lado con la cintura atada de forma similar. Cada uno sostenía una espada. A sus espaldas se encontraba el resto de la tela, los hombres, los cuchillos, las antorchas y tres espadas dispuestas.
—¡Por Longbow! —gritó Jenna y, ante la señal, tanto ella como Carum montaron sobre las barandas y tensaron la tela entre ambos como una extraña cortina de pesados objetos. Luego se deslizaron escaleras abajo. En medio de un gran alboroto, los hombres bajaron tras ellos. Los atónitos guardias observaron su avance.
La fila de ratones golpeó a los guardias a la altura del cuello, entrampándolos el tiempo suficiente para que Jenna y Carum desatasen los nudos de sus cinturas. Para cuando los guardias se liberaron de la tela, los hombres de Carum estaban ya sobre ellos, demasiado cerca para permitirles utilizar las espadas. Los cuchillos de trinchar, con sus puntas afiladas para la carne de venado, encontraron poca resistencia en los tiernos cuellos humanos.
En cuestión de minutos todo había pasado, y sólo uno de los hombres de Carum resultó herido, al tropezar él mismo con la tela y cortarse el mentón con una copa rota.
Rápidamente, despojaron a los guardias de sus armas y escudos y corrieron hacia la puerta principal siguiendo las nerviosas indicaciones del cocinero. Un pesado tablón de madera trababa la puerta, pero lograron quitarlo. Cuando abrieron los portones, la escena que se desarrollaba en el patio era una verdadera algarabía.
Superadas en número, pero luchando con determinación estaban las mujeres de M’dorah; únicamente las hermanas luz bajo el brillante sol de la tarde. No había señales de Piet ni de sus hombres.
—Aún se encuentran detrás de la reja —gritó Jenna.
—O han quedado atrapados entre los rastrillos —agregó Carum—. Debemos elevar esa reja.
—Yo lo haré, mi señor —chilló el hombre de la barba rubia—. Me llevaré a varios conmigo.
Partió a toda prisa y Jenna estuvo segura de que tendría éxito, pues caminaba con paso firme evitando a los guardias que luchaban, y los hombres que le rodeaban lo protegían para que nada le ocurriese.
—¿Y dónde está Kalas? —vociferó Carum—. ¿Dónde está ese miserable? No logro verlo.
Jenna se percató de que ella tampoco lo había visto.
—Se encuentra oculto en un agujero, mi señor, como miserable que es —les contestó el cocinero. Sonrió y Jenna pudo ver que sus dientes eran tan amarillos como los del mismo Kalas.
—¿Dónde? —quiso saber Carum.
—En su refugio. Esperará allí hasta que su victoria sea firme.
—¿Estás seguro? —le preguntó Jenna mirando sus dientes con fascinación.
El cocinero asintió con la cabeza y comenzó a escarbarse los dientes con el cuchillo.
—¿Y sabes dónde se encuentra ese refugio? —insistió Carum.
—Por supuesto, señor. ¿No le he llevado siempre sus comidas allí?
—¡La torre! —exclamó Jenna de pronto.
—Llévame —le ordenó Carum—. Tengo algunas cuentas que ajustar con él.
—Llévanos a los dos —dijo Jenna—. Ambos hemos perdido a más de un miembro de nuestras familias.
Lo siguieron otra vez escaleras arriba, a lo largo del pasillo y nuevamente a través del Gran Salón. El fuego se había apagado y una pared de tapices estaba sólo parcialmente quemada. Aún había mucho humo en el aire y, protegiéndose el rostro con el brazo, Jenna y Carum siguieron al cocinero hasta una puerta junto a la abertura que conducía a los calabozos.
—Por aquí. —El cocinero abrió la puerta y señaló la escalera que subía como un caracol.
—Tú primero —dijo Carum—. Confío más en ti si te tengo por delante que si estás a mi espalda.
—No ha hecho nada malo, Carum —lo defendió Jenna, aunque ella también se sentía inquieta.
—Lo mismo que mis hombres, siento que las cosas han resultado demasiado fáciles hasta ahora. Y, tal como decían en la Congregación Nill: “El momento de ponerse en marcha...”
—“... no es el momento de iniciar los preparativos” —completó Jenna—: “Mejor a salvo que enterrados”, decimos en nuestra Congregación. Él irá delante.
El cocinero comenzó a subir la escalera. Ésta ascendía más y más, sin ventanas ni rellanos, y les parecía aún más oscura porque acababan de salir de la luz. Avanzaban a puro tacto, posando los pies donde la piedra estaba desgastada por tantas pisadas.
—Si tuviéramos una antorcha ahora... —susurró Carum.
—Skada nos lo agradecería —terminó Jenna—. Y, sin duda, nos vendría bien una espada más.
Al dar la última vuelta, un rayo de luz anunció una puerta entreabierta. Jenna apartó al cocinero y pegó el ojo a la rendija. Lo único que se veía era una grieta de luz sobre un suelo de madera lustrada, pero pudo escuchar oír la voz de Kalas, que hablaba en un tono dulzón. Después de haber oído esa voz durante unos breves minutos la noche anterior, aún no podía olvidarla. Era a la vez débil y poderosa, llena de oscuras promesas y de secretos aún más oscuros.
—Ven, querida —estaba diciendo Kalas—. No será tan malo después de todo. Una vez hecho, no tendrás que volver a hacerlo. Al menos, no conmigo.
Jenna respiró lentamente. Así que estaba solo, sin más compañía que la de una muchacha.
Hubo un silencio y luego se oyó la voz de una joven, jadeante y dolorosamente familiar.
—Déjame —le rogó—. Por favor.
—¡Alna!
La boca de Jenna formó el nombre sin emitir ningún sonido. Esa voz parecía pertenecer a su compañera de Congregación. Alna, quien fuera secuestrada cuando se dirigía hacia Calla’s Ford en su año de misión. Pero habían pasado semanas, años en el tiempo real, desde la última vez que oyó a Alna. No podía estar segura sin verla. Sin embargo, sentía un ardor en las mejillas y en el estómago, como si su cuerpo creyese ya lo que su mente se negaba a aceptar. Se volvió hacia Carum y susurró:
—Kalas se encuentra solo con una muchacha. Yo podré manejar esto. Será mejor que te vayas con los demás.
—No. No me iré sin ti.
—La espada es mi arma, no la tuya. Ésta es mi batalla. Quien se encuentra en esa alcoba es mi compañera de Congregación.
—Es mi batalla también. Kalas ha asesinado a mi familia.
—No discutiré contigo. Pero, si te quedas y tus hombres van a unirse con Lord Gres porque tú no estabas allí para conducirlos...
Él la besó en la mejilla y se marchó, con pasos tan ligeros que Jenna no lo oyó bajar la escalera. Al darse de nuevo la vuelta, vio que el cocinero golpeaba la puerta.
—¡No! —gritó la mujer en el interior, y entonces tosió con violencia.
Jenna empujó la espalda del cocinero y éste cayó contra la puerta, abriéndola de par en par.
—¡Es una trampa! —gritó la mujer, pero ya era demasiado tarde.
Jenna estaba ya dentro. Delante de ella, se encontraba Alna, con las manos atadas a la espalda y tendida sobre una gran cama con dosel. A su derecha, Kalas estaba agazapado en un sillón. Frente a él, había siete hombres muy fornidos. Muy fornidos, pensó Jenna. Siete contra ella, con poco espacio para maniobrar al cerrarse la puerta a su espalda. La espada que sostenía era más ligera que la que solía usar y la empuñadura le resultaba incómoda.
Sabía que debía ganar tiempo... y también silenciar al cocinero que les había traicionado.
Dio medio paso a un lado y pateó la cabeza del hombre caído, lo suficientemente fuerte para silenciarlo una hora o dos, no lo bastante como para matarlo. Pero su mirada nunca abandonó a Kalas y a sus hombres.
—¡Jenna! —logró decir Alna—. Eras tú. No estaba segura de que no fuese sólo otra mentira.
—¡Alna!
No podía dirigir otra mirada a su antigua amiga, ni siquiera por el rabillo del ojo, aunque la había reconocido de inmediato. Estaba más delgada que cuando se separaran el día en que se inició su año de misión. ¡Y pensar que a ella le había parecido que aquél era el peor día de su vida, cuando tuvo que separarse de sus mejores amigas y continuar sola hacia una Congregación extraña!
—Solos otra vez, Blanca Jenna —dijo Kalas lentamente, como si hubiese podido leer sus pensamientos—. Se ha convertido en una costumbre para ti. Siempre llegas de improviso a mi pequeña alcoba en la torre.
—Tal vez no haya sido completamente de improviso —dijo Jenna—. Creo que me habías enviado una invitación por medio de este hombre.
Volvió a patear al cocinero pero esta vez en las costillas. Él no se movió.
—Ah, has descubierto mi pequeña trampa. Es una pena que no lo hayas hecho antes.
—¿Era al menos un buen cocinero? —preguntó Jenna.
—Pésimo, pero tenía otros usos.
—Lo que no alcanzo a comprender es por qué nos has dejado escapar. ¿Por qué no nos mataste en los calabozos?
—Hubiesen sido muertes muy aburridas, ¿no te parece? Según el estudio que he hecho de la muerte, no sirve matar a la gente de frente. —Se echó a reír, por lo que volvió a exhibir sus dientes amarillos, y se pasó una mano por los escasos cabellos rojos, cuyas raíces parecían más oscuras—. Además, supuse que ni siquiera tú, la Diosa Blanca del príncipe Longbow, te atreverías a desafiar sola el castillo. Te necesitaba como señuelo para el temible rey Pike, que ahora mismo debe de encontrarse ante mi puerta.
Jenna abrió los ojos de par en par, pero no permitió que nada más delatase su sorpresa. Así que Kalas no sabía que Carum era el rey; no sabía que Gorum estaba muerto. Se guardaría esa información para sí misma.
Él volvió a sonreír y Jenna recordó a su Madre Alta, cuando ésta tenía alguna noticia particularmente devastadora que comunicar.
—No creí que escaparais bajo la vigilancia de mi Puma. Eres una ratoncita fascinante. Pero ya le he cortado las uñas al Puma. No volverá a cometer ese error.
Jenna asintió con la cabeza.
Haz que continúe hablando, se dijo.
—Pero ¿cómo supiste que habíamos salido?
—Oh, niña, yo lo sé todo. Este castillo está minado de pasajes y de trampas. No puedes ir de un nivel a otro sin que yo lo sepa.
—¿Entonces no podríamos haber salido sin que tú lo permitieras?
—Ni en cien años —contestó Kalas—. Ni en cien años.
A juzgar por el sol que la entibiaba, se hallaba de espaldas a la única ventana de la torre. Como último recurso siempre podía saltar, pero, después de haber escalado hasta allí la noche anterior, sabía que, hasta llegar al muro, sufriría una caída larga y fatal. Eso dejaría a Alna a merced de Kalas; y al resto, sin su Anna.
Tampoco recibiría ninguna ayuda de Skada. El sol aún se hallaba alto en el cielo, por lo que Kalas no tenía encendida ninguna antorcha. Ella misma había enviado a Carum abajo, y ya no podría estirar más la conversación.
—¡Atrapadla! —ordenó Kalas a sus guardias sin cambiar el tono de voz.
Los hombres avanzaron hacia ella, pero Jenna se movió rápidamente y se colocó al otro lado de la cama. Cuando tres de ellos fueron en su busca, saltó sobre Alna y los rechazó con veloces movimientos de su espada. Luego, con la misma rapidez, cortó el dosel de la cama y los pesados cortinajes de brocado cayeron sobre los hombres.
Mientras ellos luchaban para liberarse, sus compañeros fueron en su ayuda, proporcionándole a Jenna sólo un momento. No necesitó más. Su espada se clavó en el pecho de uno de los guardias y ensartó el brazo de otro que se encontraba debajo.
Jenna saltó sobre la cama y se sujetó a la barra que había sostenido el dosel, se balanceó una vez y saltó hacia la puerta.
—¡A por ella! —gritó Kalas.
Pero antes de que los guardias pudieran liberarse de las cortinas, Carum y dos mujeres de M’dorah entraron como una tromba con las espadas en la mano. Tras ellos venía otra mujer que, además de la espada, portaba una antorcha que arrojó sobre la cama.
Las sábanas se encendieron de inmediato y, con un movimiento más rápido que el que Jenna hubiese esperado de ella, Alna rodó de la cama y pasó por encima de los guardias para agazaparse contra la pared opuesta.
Jenna rodeó la cama y se colocó entre Kalas y las llamas. Ella estaba desarmada, mientras que él aún tenía un espadín en una mano; la otra descansaba sobre un tapiz detrás del sillón.
—¡Mi espada, Jenna! —gritó Carum, listo para arrojársela.
Ella sacudió la cabeza con una sonrisa. No había nada dulce en aquella sonrisa.
—No necesito espada, mi rey. —Jenna acentuó las dos últimas palabras para estar segura de que Kalas había comprendido, y luego agregó—: ¿Recuerdas a esa tribu del este de la que me hablaste hace tanto tiempo?
Con un rápido movimiento, Kalas corrió el tapiz que cubría una abertura en la pared, pero Jenna tomó su trenza blanca y la estiró entre las manos, como una soga. A su espalda, la cama encendida proyectaba sus enloquecidas sombras contra la pared. Una de esas sombras, enmarcada en la abertura detrás de Kalas, tenía la forma de una mujer que tensaba entre sus manos una trenza negra.
Jenna alzó los brazos y se inclinó hacia delante. Kalas esbozó una sonrisa triunfante hasta que, de pronto, sintió la trenza negra alrededor de su cuello. Dejó caer el espadín y trató de soltarse, pero Skada y Jenna lo estrangulaban con sus trenzas a un mismo tiempo.
El rostro de Kalas adoptó un extraño color oscuro. Al final, dejó caer las manos a los costados y sus pies golpearon por última vez sobre el suelo de madera.
—¡Alaisters! —exclamó Carum de repente—. ¡Alaisters era el nombre de la tribu! Ellos nunca...
—Ellos nunca estaban desarmados porque tenían sus cabelleras— terminó Skada mientras soltaba el lazo del cuello de Kalas.
—Prometedme que nunca os cortaréis la trenza —dijo Carum.
Ambas asintieron en silencio, pero ninguna sonrió.