EL RELATO:
—Lo siento —se disculpó Jenna—. Me he estado comportando mal desde que dejamos la Congregación. Es como si no hubiese conexión entre mi cerebro y mi boca. No comprendo qué me hace actuar de esta forma.
Se habían detenido para pasar la noche a unos trescientos metros del camino, en un pequeño claro que no era mucho más grande que una habitación. Había un prado que era como una alfombra, rodeado por enormes robles cuyas ramas se entrelazaban formando un techo protector. No obstante, Catrona no les permitió encender fuego por miedo a que éste llamase la atención de algún transeúnte.
En silencio, se comieron el pan moreno y lo último que les quedaba de queso. Cerca de ellas, las yeguas pastaban con satisfacción. Cuando desmontaron, Catrona les había enseñado cómo atarles las patas delanteras con tallos de enredadera, lo bastante fuerte para impedir que escapasen y lo suficientemente suelto para que no tropezasen.
Después de pensarlo bastante, Jenna decidió que el avance lento y crepitante de los animales era un sonido tranquilizador, algo que no le molestaba. Sin embargo, lo que sí le molestaba era su propia conducta de los días pasados. Era necesaria una disculpa y por tanto la ofreció.
—¿Qué hay que disculpar? —preguntó Catrona—. Has dormido poco y has visto demasiado en estas últimas dos semanas. Has sido arrancada del mundo que conocías. A pesar de ser tan joven tu vida ha cambiado por completo.
—Hablas de Petra, no de mí —protestó Jenna sacudiendo la cabeza—. En cambio, ella aún se muestra alegre.
—¿Cómo dicen en los Valles Inferiores? “Un cuervo no es una gata y tampoco pare gatitos”. Si tú fueras Petra, permanecerías alegre a pesar de todo. Es su forma de ser. Pero tú eres Jenna, descendiente de Selna... —dijo Catrona.
—No soy descendiente de Selna —la interrumpió Jenna—. No lo soy. Consternada por el gemido de su voz, ocultó el rostro entre las manos, tanto por vergüenza como por dolor.
—Vaya. Así que era eso. —Catrona rió—. Blanca Jenna, la Anna, la gran guerrera que ha matado al Sabueso y cortado la mano del Toro, tal como estaba escrito en las profecías; la que ha salido junto a sus compañeras para salvar el mundo de las Congregaciones... ¿Cómo puede ser que haya nacido entre los muslos de una mujer como ésa? —Movió la cabeza indicando la dirección de la cual venían—. Pero lo que cuenta es la crianza, no la sangre. Tú eres una verdadera hija de las Congregaciones. Al igual que yo.
—¿Tú conoces a tu madre? —preguntó Jenna con suavidad.
—A diecisiete generaciones de ellas —respondió Catrona plácidamente—. Igual que tú. Recuerdo haberte escuchado recitarlas sin vacilar.
Petra intervino por primera vez en la conversación.
—Y yo también conozco mi ascendencia, Jenna, aunque mi madre me dejó ante la puerta de la Congregación, cuando todavía me amamantaba, con una nota que decía: “Mi hombre no tolerará otra de éstas.”
—Lo sé —aceptó Jenna con voz compungida—. Conozco todas las historias. Sé que la mitad de las hijas de las Congregaciones llegan allí abandonadas, traicionadas o ambas cosas. Y hasta ahora nunca me había molestado.
—Hasta que esa tonta mujer y su esposo, más tonto aún, te reconocieron como perteneciente a su familia —dijo Petra mientras se acercaba a Jenna para acariciarle el cabello—. Pero sus palabras son agua y tú eres piedra. El agua fluye sobre la piedra y continúa su camino. Pero la piedra permanece en su sitio.
—Ella tiene razón, Jenna —secundó Catrona—. Y te equivocas al preocuparte por semejante tontería. Tienes más madres de las que puedes contar y, sin embargo, tomas en cuenta esa historia más que todo el resto.
—Ya no lo haré más —Jenna se puso en pie, se sacudió los restos de queso y las migas de pan y se estiró—. Yo haré la primera guardia.
Alzó la vista hacia las ramas entrelazadas de los robles y la pequeña abertura por la cual se veía el cielo nublado. Suspiró y se miró las manos. El anillo de su dedo meñique, el que la sacerdotisa le había entregado para que lo utilizase como identificación, era un recordatorio de su tarea. Debía pensar en eso y no en aquella tontería.
Al menos, pensó, Skada no se encuentra aquí para burlarse de mí.
Pero la vigilia pareció más larga sin la compañía de Skada y, a pesar de la promesa de no pensar en Martine y Geo Hosfetter —sus nombres eran tan tontos como sus maneras—, no podía pensar en ninguna otra cosa. De haber permanecido con su auténtica madre, sin duda hubiese sido tan desagradable como ellos. Pasó toda la guardia trenzando y destrenzando su larga cabellera blanca mientras reflexionaba sobre una vida que nunca había vivido.
La mañana comenzó con una ruidosa fanfarria de trinos producidos por distintas especies de aves: dulces y chillones, suaves y vocingleros. Jenna se sentó y, por un momento, no hizo más que escuchar, tratando de distinguir uno de otro.
—Currucas —le susurró Catrona—. ¿Puedes distinguirlas?
—Conozco a la que Alna llamaba Salli, la que está allí. —Señaló el lugar de donde provenía un gorjeo melodioso y aislado.
—Bien. —Catrona asintió con la cabeza—. ¿Y qué hay de ese otro, el que termina en un brrrrrrup?
—Tal vez sea una rabadilla amarilla —aventuró Jenna.
—Bien. Al tercer acierto, admitiré que eres mi igual en los bosques —dijo Catrona—. Allí... ¡ése! —El gorjeo era más débil y abrupto que los otros dos.
—Otra curruca... no, aguarda, es un... —Jenna sacudió la cabeza—. Creo que aún no soy tan buena como tú.
—Es un silbido de Marget, el pájaro por el cual Amalda dio el nombre a tu mejor amiga. Me alegra saber que aún soy necesaria en los bosques. —Catrona sonrió—. Despierta a Petra mientras yo veo qué puedo encontrar para unas viajeras hambrientas. —Desapareció detrás de un gran roble.
Petra, quien había efectuado la segunda guardia, se hallaba acurrucada en su manta con el rostro cubierto por la cascada de cabello oscuro. Jenna la sacudió con suavidad.
—Vamos, topo, abre los ojos a la luz. Aún nos espera un largo viaje.
Petra se estiró y, después de trenzarse el cabello rápidamente, se levantó. Luego miró a su alrededor en busca de Catrona.
—Comida —le indicó Jenna señalándose la boca.
Como convocada por la palabra, Catrona regresó, pero su aparición fue tan silenciosa que ni siquiera los caballos la notaron. Traía consigo tres huevos.
—Uno para cada una; y hay un arroyo cerca de aquí. Después llevaremos los caballos y llenaremos nuestras cantimploras. Si nos apresuramos, llegaremos a la Congregación hacia el mediodía. Entregó un huevo a cada una y conservó el más pequeño.
Jenna tomó el cuchillo que guardaba en su bota y perforó el huevo. Luego le entregó el cuchillo a Petra y comenzó a comer. La sustancia se deslizó en su boca y el hambre hizo que no se preocupara en absoluto por su consistencia.
—Yo llevaré los caballos —dijo Catrona—. Vosotras recoged el resto de nuestras cosas y haced lo posible para que no puedan seguirnos el rastro. Llevando caballos eso es muy difícil, ya lo sé.
Catrona partió con los animales. Jenna y Petra la siguieron de inmediato, utilizando ramas como escobas. No había que ocultar los restos de ningún fuego, pero resultaba imposible borrar por completo las huellas de los caballos. No obstante, las señales sí podían confundirse y Jenna hizo cuanto pudo. Un rastreador incompetente pensaría que una manada de ciervos había estado pastando en el lugar.
Al llegar al arroyo se lavaron rápidamente, no tanto por higiene como por costumbre. Jenna llenó las cantimploras de cuero mientras Petra vigilaba los caballos. Catrona se adelantó a ellas para asegurarse de que nadie notase su regreso al camino.
Cuando volvió, sacaron a los renuentes caballos del agua, montaron con más destreza que gracia y se pusieron en marcha con Catrona de nuevo a la cabeza.
El sol se hallaba muy alto y aún no se habían encontrado con nadie en el camino. El único pequeño pueblo que atravesaron estaba peculiarmente desierto. Ni siquiera había gente en el molino junto al río, aunque el agua hacía que las aspas girasen por su cuenta.
“Qué extraño”, había sido el único comentario de Catrona.
Los pensamientos de Jenna eran más sombríos ya que la última vez que había visto un espectáculo semejante había sido en la Congregación Nill, cuando regresó para encontrar a la muerte como único ocupante. Sin embargo, en ese pueblo no había cuerpos sin vida ni sangre que se escurriera por el canal del molino. Jenna comenzó a respirar de forma lenta y pausada.
El rostro de Petra era indescifrable y Jenna no dijo nada, más preocupada por el silencio de su amiga que por el del pueblo.
Continuaron cabalgando hasta llegar a un vado. Al otro lado del río había una balsa atada a la orilla opuesta con una soga, pero el balsero no estaba a la vista. Catrona y Jenna tiraron juntas de la cuerda y la balsa se desplazó lentamente por la superficie del agua. Cuando se detuvo, embarcaron a los caballos en silencio. A pesar de la carga, la barcaza flotó por el río.
Está construida para más que esto, pensó Jenna. El silencio era tan opresivo que decidió no expresar su pensamiento en voz alta. Pero mientras tiraba de la cuerda húmeda junto con Catrona, no dejó de preguntarse si los veintiún caballos del escuadrón del rey podrían cruzar en una embarcación semejante. Veinte hombres y el Oso. O el Puma. O Lord Kalas en persona.
La pequeña embarcación atravesó el río rápidamente y encalló con un crujido en la costa. Los caballos bajaron con menos exhortaciones de las que habían necesitado para subir. Esta vez, tanto Petra como Jenna montaron con agilidad.
Jenna instó a Deber para que tomase la delantera y la yegua se lanzó al galope por el camino. Detrás, las bayas de Catrona y de Petra aceptaron el desafío. Al oír el ruido de sus cascos, Jenna esbozó una pequeña sonrisa. Por un momento no existió nada más que el viento en su cabello, el sonido de los animales galopando y el ardiente sol primaveral sobre su cabeza.
Si pudiera capturar este momento, pensó. Si pudiera retener este instante para siempre, todas estañamos a salvo.
Y entonces vio lo que había temido: una delgada espiral de humo que, como una advertencia, se recortaba contra el cielo.
—¡La Congregación! —exclamó.
Eran las primeras palabras que una de ellas pronunciara en una hora.
Las otras dos vieron el humo y se sintieron invadidas por el mismo miedo. Se inclinaron sobre los cuellos de sus yeguas y éstas, sin necesidad de más apremio, aceleraron su carrera hacia el fuego ignoto.
En el último recodo, el camino comenzaba a ascender abruptamente. Los caballos avanzaron con dificultad, respirando de forma agitada. Jenna podía sentir que su propio corazón latía al ritmo de la respiración de Deber. Llegaron a la cima y pudieron ver la Congregación delante de ellas. Los grandes portales de madera estaban destrozados y los muros de piedra derrumbados.
Ante el espectáculo, Petra tiró de las riendas y lanzó una pequeña exclamación mientras se llevaba una mano a la boca. Pero Jenna alcanzó a ver un movimiento detrás de los muros y, alzándose en los estribos, trató de distinguirlo. Tal vez era parte de la batalla, tal vez no habían llegado demasiado tarde. Desenvainó la espada, la levantó sobre su cabeza y le gritó a Petra:
—Quédate aquí. Tú no tienes arma.
Catrona ya se había lanzado al galope. Sin pensar siquiera en las consecuencias, Jenna dirigió a Deber hacia el muro derrumbado y, con un fuerte puntapié, la impulsó para que saltase sobre las piedras caídas.
Había una mujer y tres hombres inclinados. Todos se dispersaron ante la embestida de Deber. Un hombre alto y desgarbado como un ave acuática de patas largas, se volvió para mirarla. Jenna le gritó sonidos que no formaban ninguna palabra, y estaba a punto de atacarlo cuando la mujer se interpuso entre ellos con las manos levantadas.
—Merci —exclamó con una fuerza nacida de la desesperación—¡En el nombre de Alta, ich crie merci!
Las palabras penetraron en la furia de Jenna y lentamente bajo la espada. El brazo le temblaba tanto que tuvo que sujetárselo con la otra mano. Fue entonces cuando notó lo que debía haber notado antes: el hombre alto y parecido a una cigüeña no iba armado la mujer tampoco.
—Aguarda, Catrona —gritó Jenna.
—Aguardo —respondió Catrona.
—Por favor —imploró la mujer—, si pertenecen a Alta deben ayudarnos.
—Así es —confirmó Jenna—. ¿Pero quiénes son ustedes? ¿Qué ha ocurrido aquí? —Mientras hablaba miró a su alrededor esperando descubrir cadáveres, pero no había ninguno. Sin embargo, los portales y los muros estaban derrumbados, destrozados como si hubiesen sufrido una gran explosión.
Había armas esparcidas por todo el patio: varios arcos, docenas de espadas, algunos cuchillos e incluso trozos de madera que debían de haber servido como garrotes.
La mujer se restregó las manos.
—Somos de Callatown. Al sur... si han venido por allí.
—Hemos pasado —dijo Catrona—. Y no hemos encontrado a nadie que nos recibiera. Tampoco en el vado.
—Mi esposo Harmon es el balsero del vado. Él y yo y todos nuestros vecinos hemos estado aquí dos días, asándonos vivos.
El hombre alto, su esposo, le colocó las manos sobre los hombros y se dirigió a Jenna.
—Lo que Grete dice es cierto, muchacha. Había salido a trabajar cuando llegó un escuadrón de caballería del rey. A mí me ataron pero, gracias a Dios, Grete estaba en el sótano haciendo la limpieza de primavera. Oyó sus groseras palabras y se mantuvo escondida, aguardando a que se fuesen.
Grete lo interrumpió.
—No hubiese servido de nada que saliera a pelear.
—Tienes razón. —Harmon había retirado las largas manos de los hombros de su esposa para quitarse la gorra y empezar a retorcerla—. Ella subió después, cuando los hombres ya se habían embarcado, y cortó las cuerdas. Mira, aún tengo las marcas en las muñecas. —El hombre alzó una mano pero, si había alguna marca allí, Jenna no alcanzó a verla.
—Eran cien o más —intervino un segundo hombre mientras se acercaba—. Eso es lo que ha dicho Harmon. Cien o más.
—Ellos son Jerem, el molinero, y su hijo —dijo Grete mientras los señalaba.
Dieron grano para los caballos del escuadrón y por eso los dejaron ir.
—Pero a los demás aldeanos los mataron o los dejaron atados —continuó Jerem—. Con excepción de las muchachas. A ellas se las llevaron. Esa noche mi hijo se ocultó para ver que ocurría.
—Mai —dijo el hijo de Jerem. Lo dijo con suavidad, pero sus ojos oscuros aparecían desafiantes bajo las greñas rubias.
—Mai es su novia —les explicó Grete—, y se la llevaron con el resto. Estaban comprometidos.
—Y ustedes ¿por qué están aquí? —Era Petra, que había desmontado al oír las voces. Había conducido a su caballo entre el laberinto de piedras caídas—. Tenían sus propios problemas. ¿Han venido en busca de ayuda?
—¿De ayuda? —repitió Grete sacudiendo la cabeza.
—Bendita seas, niña —le aclaró Jerem—. Vinimos aquí para ayudar nosotros. Ellas son nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras sobrinas, nuestras tías. Venían a nosotros para darnos hijos.
Harmon agregó:
—Jerem molía su grano y ellas le pagaban bien, con cultivos y con trabajo. Y cuando el año pasado caí enfermo, dos de ellas trabajaban todo el día tirando de la barcaza por mí. Y venían cuatro por las noches. Otra me traía medicinas y dos más me asistían después del atardecer.
—Y no aceptaban ninguna paga por ello. Jamás. Era su forma de ser, ya saben. —La voz débil de Grete subía y bajaba de un modo singular.
—Así que vinimos en cuanto pudimos, en cuanto nos enteramos de lo que había ocurrido en el pueblo. —Las manos de Harmon seguían retorciendo su sombrero.
—Pero llegamos tarde —se lamentó Jerem—. Por cuestión de horas. Todas están muertas o se las han llevado.
—Pero ¿dónde...? —comenzó Jenna. Sus manos aún temblaban sobre la espada y las riendas.
Con un movimiento de cabeza, Grete señaló el edificio central de la Congregación.
—Las hemos llevado al Vestíbulo. Mis hijos nos han ayudado, aunque resulte extraño que haya hombres trabajando allí dentro. Eso nunca estaba permitido. Nosotras las mujeres sí solíamos venir. Para ayudar en la cosecha o para que nuestras niñas recibiesen alguna clase de entrenamiento. Pero los muchachos querían hacer algo por las hermanas colocándolas una junto a otra. La anciana, esa Madre A, aún estaba con vida cuando llegamos aquí, aunque se desangraba rápidamente. Ella nos dijo lo que debíamos hacer. “Una junto a otra”, nos dijo.
Jenna asintió con la cabeza lentamente. Eso explicaba por qué los cuerpos de las mujeres no estaban esparcidos por el patio.
—¿Y... y los hombres? —preguntó finalmente—. Sin duda debe de haber algunos muertos y heridos.
—No puede haber sido de otro modo en una batalla semejante —agregó Catrona.
—Se llevaron a sus heridos. O los mataron en el acto —explicó Harmon—. Había unos treinta hombres muertos y los quemamos allí. —Señaló al otro lado del muro caído, lejos del camino—. Parecían extranjeros. Tenían la piel oscura y los ojos grandes.
—Jóvenes —concretó Grete—. Demasiado jóvenes para morir. Demasiado jóvenes para matar.
—Pero de todos modos estaban muertos —recalcó su esposo mientras volvía a colocarse la gorra—. Y, como dicen, “al soldado lo mata la espada, al verdugo la horca y al rey la corona”. —Se volvió hacia Jenna—. Agradeceremos su ayuda.
Jenna asintió con la cabeza, pero fue Petra la que habló con voz temblorosa.
—Ayudaremos.
—Pero debemos partir enseguida —le objetó Catrona a Jenna por lo bajo—. Las otras deben ser advertidas.
Jenna volvió a asentir, pensando que, por lo fácil que su cabeza subía y bajaba, debía de pender de un hilo. Respondió:
—Pero seguramente una hora no importará. Busquemos a Selinda y a Alna para darles nuestro adiós.
—Una hora puede salvar una vida —se resistió Catrona—. Es algo que hemos aprendido muchas veces en el ejército. —De todos modos accedió—. Por Alna y por Selinda. Una hora. Eso es todo.
Tal como Grete había asegurado, las hermanas de Calla’s Ford yacían una junto a otra en la penumbra del Vestíbulo. Jenna recorrió las filas una y otra vez, inclinándose a cada poco para colocar un mechón de cabello o para cerrar un par de ojos fijos. Había tantas mujeres que resultaba imposible contarlas, pero aún así se negó a llorar.
Junto a la puerta, Petra lloraba por ambas.
—Ésta es la última —informó Jerem señalando a una anciana con vestido largo y delantal, tendida junto a la puerta del fondo.
—¿Las hemos colocado bien? —le preguntó Grete a Catrona.
—Están bien. Pero ahora será mejor que nos dejen solas para que podamos ofrecerles los ritos apropiados.
Grete asintió con la cabeza y se volvió para hablar con el resto de los aldeanos, quienes se habían reunido para aguardar en silencio junto a la entrada. Grete movió las manos para ahuyentarlos como a gallinas. Ella fue la última en salir, pero antes de hacerlo susurró:
—Esperaremos.
Jenna atravesó el Vestíbulo. Bajo la penumbra gris, los cuerpos de las mujeres parecían tallados en piedra. Aunque los aldeanos habían limpiado la sangre de manos y rostros, las camisas, delantales, faldas y pantalones estaban manchados. En la oscuridad, la sangre parecía negra y no roja. Los cuerpos yacían sobre manojos de verbena y rosas secas, pero el inconfundible olor acre de la muerte superaba al perfume de las flores.
—¿Enciendo las antorchas ahora? —preguntó Petra en voz tan baja que Jenna tuvo que hacer un esfuerzo para oírla—. Así sus hermanas sombra podrán acompañarlas.
Sin aguardar respuesta, fue hacia el pasillo que conducía a la cocina, regresó con una vela encendida y procedió a prender las velas y antorchas colocadas en las paredes.
Lentamente, entre los cadáveres, los cuerpos de las hermanas sombra comenzaron a tomar forma y muy pronto la habitación estuvo atestada de ellas. Parecía una gran alfombra de muerte de pared a pared.
Extrañas, pensó Jenna. Y sin embargo no me resultan ajenas. Son mis hermanas.
—Ahora debemos prender fuego a la Congregación —anunció Catrona—. Y después partiremos.
—Pero Alna y Selinda no se encuentran aquí —protestó Jenna—. Ni está ninguna de las más jóvenes. Es posible que estén ocultas como las niñas de la Congregación Nill. No podemos encender el fuego antes de encontrarlas.
—Se las han llevado —dijo Catrona con brusquedad—. Ya has oído a Grete y a su esposo. Se las han llevado como a las muchachas de Callatown. Como a la novia del chico.
—Mai —pronunció Petra de pronto, mientras continuaba encendiendo las antorchas.
—¡No! —Jenna sacudió la cabeza con violencia y su voz resonó en la habitación—. ¡No! No podemos estar seguras. ¿Por qué iban a querer a las niñas? ¿Para qué las necesitarían? Debemos buscar.
Catrona extendió una mano hacia Jenna justo cuando Petra colocaba la vela en un candelabro cerca de ellas. Katri apareció a su lado y también extendió la mano.
—Siempre quieren mujeres —terció Katri—. Así son esa clase de hombres.
—No tienen suficientes. —Era la voz de Skada junto al oído derecho de Jenna—. Eso es lo que dijo Geo Hosfetter.
Jenna no se volvió para saludarla. En lugar de ello insistió:
—Debemos registrar la Congregación. Nunca nos lo perdonaríamos si no lo hiciésemos.
Necesitaron una hora de búsqueda para convencer a Jenna de que las niñas no estaban allí. Incluso le dieron la vuelta al espejo de la habitación de la sacerdotisa, arrancaron los tapices y golpearon en todas las paredes con la esperanza de encontrar un pasaje secreto. Pero no había ninguno.
Al final, Jenna debió reconocer que las niñas no estaban. En esta ocasión no preguntó el motivo.
—¿Y qué hacemos con el Libro —preguntó Petra con la mano sobre el gran volumen de la habitación de la sacerdotisa—. No podemos dejarlo aquí para que alguien lo lea.
—No tenemos tiempo de enterrarlo —dijo Jenna—. Por tanto deberá ser quemado con el resto.
Petra sujetó el Libro entre sus brazos y lo llevó hasta el Vestíbulo para colocarlo entre la sacerdotisa y su hermana sombra. Puso las manos rígidas de las mujeres sobre el volumen, con las palmas hacia arriba para que fuera visible la marca azul de Alta, y ató las muñecas con las cintas de sus cabellos. Después, con una voz misteriosamente familiar, comenzó a recitar:
En nombre de la caverna de Alta,
El oscuro y solitario sepulcro,
Donde moramos entre la luz y la luz...
No lloraré, se prometió Jenna. No por causa de la muerte. Ni siquiera por causa de la muerte. Sacudió la cabeza con violencia para apartar las lágrimas, Skada hizo lo mismo.
Ninguna de las dos lloró.