EL CUENTO:
Había una vez un tirano de quien se profetizó que sólo sería derrocado cuando un héroe que no hubiera nacido de mujer alguna, que no cabalgara ni caminara, que no portara lanza ni espada, lograse conquistarlo.
Largo tiempo reinó el tirano y muchos fueron los hombres, mujeres y niños que cayeron bajo su sangrienta cólera.
Un día, en una pequeña aldea, nació una niña. El cuchillo de la comadrona la arrancó del vientre de su madre muerta. La niña fue puesta a mamar de la teta de una cabra, criándose junto a los demás cabritos.
A medida que la niña crecía, también lo hacían los cabritos, uno de los cuales era macho y el otro hembra, jugaban juntos como si todos hubiesen sido de la misma familia, y la niña creció alta y hermosa a pesar de sus humildes orígenes.
Pasaban los años y el tirano continuaba reinando. Pero se tornó un hombre viejo y avinagrado. Anhelaba incluso que llegase su muerte.
La profecía se cumplía y no había ningún héroe, ni siquiera entre los mejores soldados, que lograse darle muerte... aunque muchos lo habían intentado.
Un día, la niña y sus cabras llegaron a la capital. Como era su costumbre, cabalgaba un rato sobre una y un rato sobre otra, arrastrando los pies por el suelo.
El tirano había salido a dar un paseo cuando vio a la niña, quien a pesar de ir a horcajadas no cabalgaba ya que sus pies tocaban el suelo. El tirano la detuvo y le preguntó:
—Niña, ¿cómo fue tu nacimiento?
—Yo no nací, sino que fui arrancada de mi madre muerta.
—Ah —dijo el tirano—. ¿Y cómo es que cabalgas?
—Yo no cabalgo, ya que éste es mi hermano. Y ésta es mi hermana. Sólo se trata de un juego entre nosotros.
—Ah. Debes casarte conmigo, ya que tú eres mi destino.
Así fue cómo se casaron y él murió, sonriendo, en su noche de bodas, conquistado por su amor. Así fue cómo se cumplió la profecía. Y según dicen las leyendas, un héroe no se reconoce fácilmente, pues quién hubiese dicho que una niña, montada sobre dos cabras, podía ser un héroe cuando muchos hombres con espada no lo eran.