EL RELATO:
Cenaron en el patio interior del gran palacio del pueblo, con los miembros del concejo de New Steading. Fue un banquete impresionante; en particular, considerando lo rápido que había sido improvisado por la gente del pueblo.
Aunque Jenna se sentía aprensiva, muy pronto descubrió que nadie esperaba que hablase. En realidad, su presencia en la cena hacía sentirse incómodos a la mayoría de los aldeanos, y nadie se acercaba a ella. Sin embargo, la observaban moverse entre las mesas, con ojos cautelosos y fascinados. Parecía que querían memorizar cada detalle de ella en esa cena, para volcarlos luego en leyendas y baladas. Jenna le comentó a Petra con ironía:
—Y cantarán sobre “El día en que la Anna comió manzanas” o “Cómo La Blanca se lavaba las manos”.
Petra se echó a reír y de inmediato improvisó una rima:
Cuando Jenna comía manzanas,
Con sus dientes las semillas mordía,
Tomaba un trozo de pan
Y en queso fundido lo sumergía,
Comía tallos de apio,
Bebía té sin parar
Y después de eso buscaba
Un lugar donde...
—Basta —susurró Jenna—. Basta.
Se llevó una mano a la boca para no reír en voz alta. Pero cuando se sentó a la cabecera de la mesa al lado del rey, descubrió que no tenía apetito. El esfuerzo que había realizado con los cabrioleos de Deber, el recuerdo de la mano fría de Gorum y del entierro de Catrona, las miradas de los aldeanos; todo conspiraba contra el apetito que había tenido. Aunque le colocaron un plato delante, no comió nada, limitándose a empujar los vegetales y la carne con su cuchillo.
Los concejales notaron que no comía y algunos de ellos preguntaron cuál era el motivo.
El rey les respondió en voz baja, pero lo suficientemente fuerte como para que los que se encontraban más cerca pudieran oír.
—Por lo general, los dioses no comen nuestra comida.
Sus palabras pasaron de boca en boca alrededor de toda la mesa, como él había esperado. Algunos incluso las creyeron.
Petra también las oyó, pero no pasó el mensaje del rey. Apenas si pudo contener la risa y le susurró a Jenna:
—Y después de eso buscaba...
Jenna bajó la vista y no notó que Petra guardaba un trozo de pollo, un gran trozo de pan de maíz y un puerro dentro de su servilleta.
Pero Jareth, sentado a su lado, sí lo notó y agregó varios hongos blancos junto con una hogaza de pan negro al tesoro de Petra.
Después de la cena el rey volvió a hablar, instando a los concejales a que reclutasen hombres para su ejército.
—Para luchar contra el miserable —les dijo.
Ellos no necesitaron grandes apremios; en especial, al estar sentados como estaban bajo la mirada de la Anna, con siete u ocho copas de vino tinto en el estómago. Incluso llegaron a firmarle un papel donde le prometían doscientos jóvenes armados.
El rey besó a cada uno en la mejilla derecha por tanta generosidad y les prometió que tanto ellos como New Steading serían recordados.
Jenna aguardó hasta que el escrito estuvo terminado. Pero, durante las congratulaciones, se levantó. En el momento en que estuvo de pie, cesaron todos los demás movimientos. Hasta las criadas se detuvieron con las pesadas bandejas en las manos. Jenna se preguntó qué podía decirles.
Al rey le surgían con mucha facilidad las palabras, pero ella no tenía ninguna. De pronto sintió que lo envidiaba. Abrió la boca para dejarles al menos su agradecimiento y descubrió que no tenía nada que decir; cerró la boca bruscamente para no sonar estúpida en el intento.
Al otro lado de la larga mesa, Carum se levantó de un salto.
—Hemos tenido una larga cabalgata y debemos continuar por la mañana. Hasta una encarnación de la Diosa debe descansar. El cuerpo humano se fatiga, aunque sólo se trate del atuendo que recubre a un gran espíritu.
Se acercó a Jenna y tomó su mano. Lentamente la alzó hacia su boca y besó sus nudillos con formalidad. Su mano y su boca eran cálidas.
Jenna sonrió. Luego, muy lentamente y con gracia, retiró su mano.
—Gracias —les dijo simplemente a los aldeanos—. Por todo.
Saludó con un movimiento de cabeza al rey, a Piet, a Petra y a los muchachos y se dio la vuelta. Carum la siguió.
—No te preocupes —le susurró cuando llegaron a la puerta—. Estoy detrás de ti.
Equivocaron la dirección en los oscuros pasillos y tuvieron que retroceder.
—Esto es peor que la Congregación —se quejó Carum.
Recordando a qué Congregación se refería y lo que había encontrado allí a su regreso, Jenna no dijo nada. Ninguna de las puertas del pasillo le resultaba familiar.
Cualquiera de ellas me servirá, pensó. Lo único que quería era alejarse de todos aquellos ojos que la miraban.
—¡Ésa! —dijo de pronto, señalando una.
Traspusieron la puerta y se encontraron dentro de una gran habitación. A través de las ventanas que se asomaban a la gran escalinata, se filtraba un poco de luz. Jenna comprendió que se encontraban en uno de los salones del concejo, ya que había una mesa de madera rodeada por muchas sillas. A ambos lados del salón había más sillas y varios sillones. Jenna se sentó en uno de ellos y suspiró profundamente.
—¿Qué haría sin ti, Carum?
—Espero que nunca llegues a averiguarlo —respondió él rápidamente.
—No me respondas con juegos de palabras. No soy uno de tus seguidores Garunianos ni tampoco un mercachifle de New Steading.
—Yo no juego contigo, Jenna.
—Todos vosotros los Garunianos lo hacéis. Tu hermano es el peor de todos.
—¿Y tú no lo haces? —Su acostumbrada voz suave se había endurecido.
—No. Nunca.
—Entonces cuéntame qué juego no estabas jugando esta tarde cuando fuiste hacia mi hermano.
Ella alzó la vista. Él sólo era una sombra oscura que se alzaba sobre ella en la habitación. No podía ver su rostro.
—No fui hacia él —protestó Jenna, mientras volvía a sentir esa mano fría bajo la suya, la dureza de hierro de sus dedos.
—Yo te vi.
—Me obligó. No me soltaba.
—Hace poco, en el comedor, no te resultó tan difícil retirar tu mano de la mía.
—Tú me lo permitiste. No me forzaste.
—Yo nunca te forzaría.
—Entonces, ¿por qué estamos discutiendo? —Jenna estaba verdaderamente confundida, pero recordó algo que él le había dicho cuando se conocieron... semanas, meses, años atrás... y comprendió lo que ocurría—. Estás celoso. De eso se trata. Son celos. —Esperaba que él lo negase.
Carum se sentó a su lado en el sillón.
—Es verdad. Lo admito. Me siento terriblemente celoso. —Su voz había vuelto a ser suave.
—¿Y qué hay de ese roble? —bromeó Jenna—. ¿Qué hay de ese abedul? ¿Los árboles que aguardan sienten celos?
Él también se rió.
—De cada soplo de brisa. De cada pájaro que pasa volando. De cada ardilla en una rama y de cada zorro en su cueva. De cualquier cosa capaz de acercarse a ti.
Jenna extendió la mano en la oscuridad hasta hallar su rostro. Aun sin verlo, pudo sentir que tenía el ceño fruncido. Su expresión era aquella que adoptaba cuando estaba pensando. Jenna le masajeó la frente con dos dedos.
—¿En qué piensas?
—En cuánto te amo a pesar de las muertes que se interponen entre nosotros.
—Calla —susurró ella—. No ensucies tu boca con esas muertes. No pienses en el Sabueso. No pienses en el Toro. No recuerdes a Catrona ni a las mujeres de las Congregaciones. No debemos permitir que su sangre se interponga entre nosotros.
Comprendió que no había dicho nada respecto a la otra palabra, amor, y se preguntó si él también lo habría notado.
—He visto muchas más muertes que tú, Jo-an-enna. No puedo evitar pensar en ellas. No puedo evitar pensar en mi participación en ellas.
Y se calló para entregarse a sus caricias.
Durante un largo momento, los dedos de Jenna sobre su frente fueron el único contacto entre ambos. Luego, él alzó las manos y encontró su rostro en la oscuridad. Lentamente, comenzó a soltarle el cabello. Jenna no se movió hasta que su larga cabellera cayó como una cascada sobre sus hombros, esparciendo el olor del viento y del camino.
Jenna debió hacer un esfuerzo para acordarse de respirar y, entonces, de alguna manera, estuvo junto a él y sus bocas se unieron en un beso. Se hallaban tendidos en el sillón, envueltos en su cabellera.
Ella sintió que debía entregarle algo, un obsequio especial, pero no pudo pronunciar la palabra amor.
—Mi verdadero nombre —susurró al fin—, es Annuanna. Annuanna. Nadie lo sabe con excepción de mi Madre Alta, de mi hermana sombra y de ti.
—Annuanna —murmuró él con dulce aliento en su boca.
Después, labio con labio y lengua con lengua, sin jamás pronunciar la palabra amor, aprendieron sobre él mucho más de lo que Jenna había oído o Carum había descubierto en sus libros. Y lo aprendieron juntos durante gran parte de la noche.