EL RELATO:

El primer día de la larga cabalgata los agotó a todos salvo a Jenna, que viajaba con la implacable voz de Catrona en su oído. El camino atravesó pequeños bosques de abedules y de alisos, alternando con viejos robles, subió y bajó varias colinas cubiertas de pasto y en dos ocasiones se vio interrumpido por un arroyo. A ambos lados de los vados, había estanques más profundos y con grandes piedras de granito entre las que nadaban las truchas. Sin embargo, el rey no les permitió detenerse. Como no había ningún viento que barriese el polvo que levantaban los caballos, durante un largo trecho su marcha pudo leerse como una oración gris contra el azul del cielo. Cuando finalmente se detuvieron para dejar descansar a los animales y para cocinar algo rápido en pequeñas fogatas, el rey envió a tres exploradores para que se adelantasen.

—Catrona hubiese descansado antes —les murmuró Jenna a Petra y a los muchachos.

—Y también hubiese enviado antes a los exploradores —agregó Marek sacudiendo la cabeza.

Era evidente que no tenía una gran opinión sobre la experiencia del rey en el bosque.

Pero una hora después, los tres hombres regresaron con pocas novedades. Según dijeron, no se veían soldados de Kalas en el camino y en las pequeñas granjas no había ningún rumor de guerra. Y un pastor que acababa de regresar del gran mercado de New Steading, a un día de viaje hacia el norte, les informó de que incluso la acostumbrada tropa del rey había partido antes de que él abandonara la ciudad. Si el Oso había regresado con su señor, seguramente no había viajado en esa dirección. De otro modo no les hubiesen permitido partir de allí.

El rey se lo agradeció con un trago de su propia cantimplora de cuero y con un abrazo que, según Jenna pudo notar, fue dado estrictamente con los brazos. Sus ojos y su boca no sonreían. De regreso al grupo donde se encontraban Jenna, Carum, Piet, Petra y los muchachos, el rey frunció los labios.

—Espero que Kalas decida aguardar, escogiendo el Valle de Gres para una batalla final. Es el acceso al castillo y, con su superioridad numérica, podría vencernos en campo abierto. —Permaneció con las manos en la espalda y el ceño fruncido—. Aguardará, sabiendo que, si pretendemos ganar algo, debemos ir hacia él. No derrochará sus fuerzas extendiéndolas por todo el Valle.

Piet asintió con la cabeza. Se hallaba en cuclillas frente a una pequeña fogata, con la vista fija en las llamas. No había comido nada. Simplemente miraba el fuego como si allí se ocultase alguna clase de sabiduría.

—Sería un tonto si nos aguardara durante tanto tiempo —opinó Carum, pasándose las manos por el cabello—. De ese modo nos permitiría reunir fuerzas. Podrían pasar años antes de que fuéramos hacia él.

—Estoy de acuerdo —coincidió Jenna—. Seguramente nos atacará mientras esté seguro de que nos supera en número. No puede ganar nada permitiendo que reclutemos más hombres y mujeres para la batalla. No es ningún tonto.

—Estoy de acuerdo con eso —manifestó el rey—. Sin embargo, él cree que una tropa de caballería suya puede vencer a mis hombres con independencia de cuántos sean. Los hombres de los Valles carecen de entrenamiento.

—Pero acaban de vencer al Oso con esas fuerzas sin entrenamiento... —comenzó Petra.

—Y por eso, querida mía, es por lo que viajamos tan rápido, deteniéndonos sólo para impedir que soldados y caballos se subleven... o mueran. Para reunir tantos reclutas como podamos mientras conservamos nuestro señuelo.

—¿El señuelo? —se extrañó Sandor.

—La Anna, mi joven amigo —aclaró el rey señalándola con indiferencia—. ¡La Anna!

—¡Yo! —exclamó Jenna al mismo tiempo, con el puño cerrado sobre el corazón.

—¿Y luego marcharemos hacia el Valle? —preguntó Marek, ansioso por entrar en batalla.

—¡No! —contestó Piet.

Por primera vez, se levantó y los miró a todos.

—Piet tiene razón —dijo el rey con suavidad—. Formaremos un gran círculo alrededor del Valle, reclutando a más y más hombres bajo el estandarte de la Anna. Y cuando seamos lo suficientemente poderosos, marcharemos sobre Kalas por todos lados y nos cerraremos como un lazo alrededor de su despreciable cuello. —Cerró el puño lentamente.

—Y mientras aguardamos nuestra oportunidad, Kalas matará a más mujeres e incendiará al resto de las Congregaciones. —La voz de Jenna era amarga, como si Catrona hablase por su boca—. No podemos esperar. No debemos esperar.

—Por salvar a unos pocos, podríamos perder a la mayoría —le advirtió el rey. Eres demasiado joven para comprenderlo.

—Tengo casi tu misma edad —replicó Jenna.

—Ni por diez años... ni por cien —respondió el rey—. La guerra significa que algunos deben morir para que otros puedan vivir. Un rey no tiene edad, ya que debe tomar todas esas terribles decisiones. El rey; no su esposa ni su hermano, ni su jefe de guerra ni su amigo. Viajaremos al norte hasta New Steading para iniciar nuestro reclutamiento.

Jareth agarró el brazo de Gorum y le hizo dar la vuelta. Jenna debió sujetar el brazo de Piet para impedir que éste golpease al muchacho. De la garganta de Jareth surgían sonidos ahogados, más parecidos a los de un animal que a los de un hombre. Cuando resultó evidente que nadie le comprendía, trató de transmitir el mismo mensaje tirando con furia de la manga del rey.

—Él sabe algo —le susurró Jenna a Piet—. Debemos escucharle.

—No dice nada —refunfuñó Piet apartándose de ella.

El rey empujó a Jareth.

—No sabe nada y dice menos.

—Sabe que no podemos permitir que muera más gente sólo por ganar una discusión. —La voz de Carum era apasionada.

Con la sonrisa socarrona que Jenna había llegado a temer, Gorum dijo:

—Hermano mío, no hay ninguna discusión. Sólo está la decisión del rey. Has estudiado demasiados textos antiguos. Yo he estudiado los corazones de los hombres. Iremos de pueblo en pueblo reuniendo un gran ejército y el rumor llegará hasta Kalas. Tratará de intimidarnos asesinando más gente. Se volverá aún más brutal. Sin duda hará que más hombres quieran unirse a la Anna. Y cuando hayamos igualado su número...

Carum miró a su hermano.

—¿No te importa cuántas personas más puedan morir o de qué horrible manera?

—Me parece mejor así. ¿Te escandaliza eso, hermano? —El rey volvió a adoptar una expresión sombría—. Como dicen en los Valles, Longbow, no puedes cruzar el río sin mojarte los pies.

—Tú no eres mejor que Kalas —le acusó Petra.

Se volvió y miró a los pequeños grupos de hombres que conversaban tranquilamente a lo largo del camino.

—Soy mucho mejor que Kalas porque hago lo que hago para imponer el bien. Él sólo se preocupa de sí mismo, me debo a mi pueblo. —La voz del rey era muy suave—. Mi pueblo, no el suyo.

Carum se aclaró la garganta.

—Gorum, en esos textos que tanto desprecias hay muchas historias en las que los ejércitos pequeños vencen a los grandes por medio de la astucia. No olvides la fábula del gato y el ratón que mi madre nos contó el día en que ese bruto de Barnoo hizo sangrar tu nariz.

El rey volvió a sonreír.

—Barnoo está muerto.

—Y fue Jenna quien lo mató.

—Y yo estoy vivo. Yo soy el que sabe utilizar la astucia, querido hermano, no tú. No lo olvides. Esas historias de los pequeños que vencen a los grandes son sólo manifestaciones de deseos inventados por los pueblos conquistados. Tu madre era nativa de los Valles. Tú llevas su sangre y la de nuestro padre. Yo soy completamente Garuniano.

—Tú eres... —comenzó Carum con ira.

—No, hermano, tú eres... un libro abierto. Cuando yo haya recuperado el trono podrás ser mi filósofo de la corte, mi narrador de historias, mi bufón, y de ese modo dispensar toda tu erudición y sabiduría. Entonces podrás recordarme las fábulas que nos contaba tu madre de los Valles y las que se encuentran en tus bonitos libros, adornadas con dibujos de ratones y gatitos. Pero ahora somos soldados. Las historias que queremos escuchar son las de nuestras grandes victorias. —Le dio una palmada a Carum en el hombro, como regañando a una mascota o a un niño. Luego, se volvió y llamó a sus hombres—. A montar. A montar. Continuaremos hasta New Steading y mostraremos a la Anna. —Agitó la mano derecha.

—¡LA ANNA! ¡LA ANNA! —gritaron los hombres, siguiendo el ritmo de su brazo hasta que el rey estuvo satisfecho.

Después, asintió con la cabeza y le guiñó un ojo a Carum como subrayando su autoridad sobre los hombres. Luego dejó caer el brazo y todos montaron.

El último de todos fue Carum, que apenas si podía contener su ira. Jenna hizo virar el caballo y lo acicateó con las rodillas.

—Tiene razón en una cosa, ¿sabes? —susurró—. Tu rostro es una pizarra en blanco sobre la cual están escritos todos tus pensamientos.

—Para él soy un inútil —le respondió Carum, apesadumbrado—. Y se ocupa de que todo el mundo lo sepa. Incluso tú.

—No, tú tienes razón. Se está convirtiendo en un ser tan monstruoso como el miserable que se encuentra en el trono. Pero debes contarme esa historia.

—¿Qué historia?

Ella posó la mano sobre el cuello de su caballo, sintiendo la piel sedosa bajo sus dedos.

—La del gato y el ratón. Si es verdad que un ejército pequeño puede vencer a uno grande, me agradaría saber cómo antes de intentarlo.

Él le sonrió lentamente.

—Antes de que ambos lo intentemos.

Acariciando el cuello del caballo, Jenna aguardó.

Carum le relató la fábula en unas pocas frases breves y, cuando ella asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido, él hizo avanzar su caballo hacia la primera fila con un silencioso y enérgico puntapié.

Al día siguiente, casi por la noche, llegaron a New Steading desde el sur. Era día de mercado y los puestos aún estaban abiertos, exponiendo frutas, panes y sedas sin ningún orden visible. Las calles empedradas estaban llenas de compradores, y por todas partes se oían los pregones de los mercaderes. A pesar del ruido de los caballos, Jenna podía escuchar el extraño parloteo.

—Bacalao fresco, bacalao... pan caliente salido del... sanguinaria recién cortada... compren mis tejidos, compren mis brillantes tejidos...

Jenna nunca antes había estado en medio de semejante gentío y se volvió para mirar a sus amigos con inquietud. Los ojos de Petra estaban abiertos de par en par por el asombro. Junto a ella, Marek y Sandor comentaban y señalaban en todas direcciones. Sólo Jareth parecía tranquilo, como cobijado en su propio silencio.

Cabalgaron en una fila ordenada a lo largo de la calle principal. Aunque algunos miraban de soslayo a los estrechos callejones con sus hileras de casas, nadie se atrevió a quedar rezagado. El rey estaba complacido: complacido con el gentío, complacido con sus hombres y complacido con su entrada al pueblo. Su rostro lo demostraba.

En la primera fila de jinetes, Deber comenzó de pronto a efectuar un cabrioleo que Jenna no pudo controlar. Era como si, al enfrentarse con la audiencia, el animal hubiese recordado algún entrenamiento previo. Jenna se aferró a las riendas y tiró con fuerza. Deber bajó la cabeza y arqueó el cuello hasta tocarse el pecho con el mentón. Jenna apretó las rodillas y los muslos hasta que le pareció que atravesaría los flancos del caballo, pero esto resultó ser una seña especial. Como respuesta, Deber alzó las patas en un cabrioleo aún más pronunciado.

Jenna se sintió una tonta, brincando de un lado a otro del ancho lomo del animal frente a la encantada muchedumbre. Pero los clientes del mercado vitoreaban las travesuras del caballo y el rey esbozaba una amplia sonrisa. Nadie parecía considerarlo tonto o peligroso, con excepción de Jenna que se aferraba a las riendas con los muslos tan apretados que le temblaban por el esfuerzo.

A lo largo de toda la calle principal, Deber bailoteó mientras Jenna luchaba para mantener a la vez su equilibrio y su dignidad. A sus espaldas, los jinetes iniciaron el cántico de su nombre:

—¡LA ANNA! ¡LA ANNA! ¡LA ANNA!

El sonido retumbaba contra las fachadas de piedra de las casas. Jenna no podía creer que estuviese oyendo un eco semejante hasta que comprendió que había gente en las ventanas, agitando las manos y gritando con los jinetes.

—¡LA ANNA! ¡LA ANNA! ¡LA ANNA!

No quedaba claro que supieran lo que estaban gritando, ni tampoco si en realidad gritaban algún nombre distinguible. Pero el sonido era ensordecedor y algunos de los caballos comenzaron a ponerse nerviosos, dando respingos o emitiendo bufidos. Los jinetes tiraron de las riendas y uno o dos llegaron a utilizar sus fustas, lo cual perturbó aún más a los animales. Sólo Deber parecía disfrutar con su actuación para el público.

La calle principal terminaba en una amplia escalinata que conducía a un edificio palaciego. Deber posó las patas delanteras sobre el primer escalón y se detuvo bruscamente, con lo cual Jenna estuvo a punto de volar por encima de su cabeza. Jenna le respondió con un último tirón furioso de las riendas, levantándole la cabeza. Deber emitió un relincho, se encabritó y alzó las patas delanteras por el aire. Jenna logró permanecer en la montura. Los niños que se habían reunido en la escalinata para observar comenzaron a gritar su admiración.

Cuando Deber volvió a posar las patas en el suelo, Jenna desmontó temblando y le entregó las riendas a uno de los niños. Le dolían las piernas y, por un momento, temió no poder permanecer en pie. Entonces, se mordió el labio casi hasta hacerse sangre y se obligó a enfrentarse a la multitud.

El rey también desmontó y, a pesar de sus ropas sucias y andrajosas, algunas personas lo reconocieron de inmediato.

—Es el hijo del antiguo rey —gritó alguien.

—Es el nuevo rey, entonces —dijo una mujer enorme.

—¡Gorum!

Quien pronunció su nombre por primera vez fue un joven de cabellos negros, y después sus amigos lo repitieron rápidamente.

—Es Pike, el hijo del rey —agregó otro.

El rumor de su llegada hizo que más habitantes de New Steading se fuesen acercando, y muy pronto el lugar estuvo atestado de aldeanos que juraban haber reconocido al rey desde el primer momento.

Gorum permitió que el nerviosismo creciese más y más, y Jenna no pudo menos que admirar cómo recibía la atención de todos, volviéndose lentamente mientras asentía con la cabeza. A medida que crecía la multitud, comenzó a subir la escalinata con Jenna a su derecha, Carum a su izquierda y Piet detrás suyo. Al fin estuvieron frente al palacio, con los hombres alineados a los costados formando una uve invertida cuya punta la constituían el rey y Jenna. Ésta se preguntó si Gorum y sus hombres habrían planeado semejante maniobra, ya que se movían con completa precisión. O quizás los reyes naciesen sabiendo cómo hacer tales cosas. Jenna se volvió hacia Carum, quien sacudió la cabeza dos veces pero no dijo nada.

El rey alzó las manos y todos guardaron silencio; no ocurrió de inmediato, sino que fue como una oleada, desde la punta de la uve hacia abajo. Cuando se hubo logrado un silencio total, comenzó a hablar con grandilocuencia.

—Vosotros me conocéis, querido pueblo.

De pronto, el silencio se llenó de vítores.

—¡EL REY! ¡EL REY!

Aguardó a que se apagasen las voces y luego sonrió.

—No el rey Kalas. No ese miserable, usurpador y asesino. No él.

La gente rió y aplaudió cada frase.

—Yo soy el legítimo rey. Gorum, hijo de Ordrum y de Jo-el-ean.

Aguardó el murmullo de aprobación antes de continuar.

—El rey se apropió de un trono dejado vacante por los asesinatos de mi pobre padre y su esposa, vuestra hermana de los Valles.

Como si acabaran de enterarse de los asesinatos, la gente gimió. Gorum aguardó hasta que el gemido hubo desaparecido y agregó:

—Y el cobarde crimen de mi hermano, Jorum el Santo, quien debía suceder a mi padre como rey.

Todos volvieron a gemir. Jenna notó que Carum sacudía levemente la cabeza, aunque no supo si se debía a la habilidosa manipulación del rey o a la mención de su hermano mayor como un santo.

—Pero aquí me encuentro por vosotros, buena gente. Y como podéis ver, no estoy solo.

Esta vez, nadie emitió un sonido. A Jenna le pareció que el rey estaba complacido, aunque no comprendía por qué.

—Aquí está Ella. Ya la conocéis. Ya la habéis llamado por su nombre. —Extendió la mano derecha hacia Jenna.

El niño que sostenía las riendas de Deber gritó con una voz aguda y penetrante que se oyó por toda la plaza:

—¡La Blanca!

Atrapada por la ridiculez del momento, Jenna tomó de pronto la mano del rey y se acercó a él. La palma de Gorum estaba fría como el hielo y sus dedos tenían la fuerza del hierro. Al comprender lo que acababa de hacer Jenna trató de soltarse, pero él no se lo permitió. No podía retirar su mano sin hacer una escena desagradable, así que permaneció muy quieta con el rostro transformado en una máscara.

—Sí —continuó el rey con calma, como si le resultase fácil retener la mano de Jenna en la suya—. Ella es La Blanca, buena gente. La que hemos aguardado. Ha tenido tres madres y todas ellas están muertas. Ha matado al Sabueso para salvar a mi hermano, Carum.

Señaló a su hermano con la mano izquierda, pero éste ni se movió ni asintió con la cabeza, y Jenna se sintió agradecida por aquella muestra de tranquila dignidad.

—Y mutiló al Toro para salvar a su propia hermana. Tenemos este anillo como prueba.

Abrió la mano izquierda, como aguardando que Carum dejase caer el anillo sobre su palma. Al ver que éste no se movía, el rey vaciló sólo un segundo, soltó la mano de Jenna y fue hacia su hermano para tomar la tirilla de cuero que pendía alrededor de su cuello. De ella colgaba un pesado anillo de sello. De repente Jenna recordó la mano amputada que lo llevara puesto por última vez. Balanceando el anillo frente a la gente, el rey sonrió. La multitud comenzó a vitorear.

Dejó caer el anillo sobre el pecho de Carum y se volvió. Los gritos continuaron unos momentos más y luego el rey los detuvo con un brusco movimiento de la mano.

—Y, a causa de La Blanca, una mujer llamada Gata, o Puma, fue asesinada hace sólo dos días.

Aguardó las objeciones que sabía que vendrían.

—No se trataba de ese Puma —gritó la mujer enorme—. El Puma de las profecías aún está con vida. Y bebe su leche de la mano de Kalas.

El rey se volvió lentamente hacia ella, con una actitud amable, pero firme.

—Y tú, mi buena mujer, ¿Sabes cómo leer una profecía? ¿Eres un sacerdote Garuniano? ¿O una sacerdotisa de las Congregaciones de Alta?

Ella lo miró desconcertada.

—Yo sé lo que sé —murmuró.

—Entonces debes saber algo más, mujer. Las profecías no pueden interpretarse de forma literal. ¡Deben leerse de soslayo!

Rugió sus últimas palabras para que todos pudieran escucharle. Luego, bajó tres peldaños hasta llegar al medio de la uve, el centro de todas las miradas.

—La profecía sólo habla de un Puma. No dice que sea este Puma o el otro. ¡Menciona a un Puma! Y un Puma fue asesinado. Con eso van tres. —Alzó la mano, contando lentamente con los dedos—. Uno, el Sabueso. Dos, el Toro. Tres, el Puma. Todos muertos por La Blanca, tal como está escrito en la profecía. La Anna, a quien hemos aguardado durante tanto tiempo. Y sólo nos queda uno para que termine de cumplirse la profecía, el Oso. Porque es Ella quien señala el final del falso reinado y el comienzo del nuevo. La Anna. —Señaló a Jenna con su mano derecha.

—Lo que llamas nuevo alguna vez ha sido viejo —murmuró la mujer enorme, pero quedaba claro que ya había sido derrotada en la discusión. En un último intento, habló lo suficientemente alto como para que pudiesen oírle quienes estaban cerca de ella—. Además, eso de que las mujeres anden vestidas como hombres, jugando a la guerra... no es... no es natural. Todos lo hemos dicho.

Pero su voz fue ahogada por los vítores; primero de los niños y luego de todos. Y lo que gritaba la gente eran los nombres de la Anna, del rey y de Carum.