UN JUEGO INTERRUMPIDO
En el curso de las semanas que siguieron hubo tela cortada para las conversaciones en los ricos salones burgueses. Sin que cobraran cuerpo los rumores, se creía ver en la repentina muerte del presidente Feuerbach la obra de unos misteriosos conjurados. Naturalmente, nadie se atrevía a afirmar nada, y los chismosos se abstenían de opinar por la cuenta que les traía. Se rumoreaba al mismo tiempo y con igual prudencia que el conde Stanhope no era tan ajeno como hubiera deseado hacer creer a aquella confabulación contra Caspar, y no tardó en decirse a viva voz que el conde había decidido llevar a los tribunales al muchacho, asegurándose al efecto los buenos oficios de un digno abogado. De pronto nadie quiso aceptar el honor de verse llamado amigo de lord Stanhope, se apagó la estela de entusiasmo que había dejado tras de sí, y en ciertas familias, en las que había llegado a ser como un ejemplo de todas las virtudes y gracias humanas, se evitaba ahora pronunciar su nombre.
Se intranquilizaron los amigos de Caspar. La señora von Imhoff visitó un día al teniente de la policía para inquirir sobre qué había de cierto en cuanto a la actitud del conde. Con frío pesar repuso Hickel que la opinión pública no andaba muy equivocada y que no le faltaba razón al conde.
—.., se han vuelto las tornas. Su Excelencia ya no ve en Caspar más que un simple embaucador.
La noble dama juzgó oportuno retirarse sin despedirse siquiera ni replicarle una sola palabra.
—¡Oh, las inocentes criaturas —se burló Hickel para sí—, tanto horror las asombra!
Hickel había alquilado un nuevo cuarto junto al paseo, donde vivía como un gran señor. «¿De dónde sacará el dinero? —se preguntaba todo el mundo—.» «Tiene suerte en el juego», decían algunos; otros declaraban lo contrario, nunca había perdido tan grandes sumas con tanta impasibilidad.
Y el tema de las conversaciones no quedaba agotado aún. Otra extraña circunstancia: durante el verano desapareció del cuartel un soldado y en forma harto enigmática. En otros tiempos un hecho semejante hubiera pasado casi inadvertido, pero ahora daba píe a innumerables fantasías. Se decía que aquel soldado, que durante algún tiempo había prestado servicio de vigilancia al lado de Caspar, llegó a enterarse de ciertos secretos que motivaron su desaparición. Toda la ciudad se hizo más temerosa. Cada cual desconfiaba del vecino. Se cerraron cuidadosamente todas las puertas durante la noche. El aire de la ciudad estaba cargado y todo lo forastero se hizo sospechoso por el solo hecho de serlo.
Incluso la señora von Kannawurf supo de tales sospechas, si bien algo había en su persona contra lo que las calumnias se estrellaban. A pesar de todo se observó que rehuía las relaciones con sus iguales, prefiriendo la compañía de las gentes humildes; pasaba las más de sus horas en conversaciones inacabables con las campesinas y las esposas de obreros misérrimos o se unía en camaradería con los niños que volvían de la escuela. A menudo se la veía, para asombro de los dignos burgueses, rodeada de una pandilla de rapazuelos de todas las edades con la que recorría las callejuelas ciudadanas.
«Seguramente es una demagoga», se decían las personas de orden. Los padres, sabedores de la influencia perniciosa que ello podría reportar a sus hijos, les prohibieron mezclarse en tales francachelas. No cabía duda de que también los ofíciales sospechaban de ella, ya que una tarde se había visto al teniente de la policía haciendo de centinela delante del palacete de los Imhoff. Había permanecido allí, durante dos horas, inmóvil en la oscuridad.
Es verdad, la señora von Kannawurf era una persona extravagante, y se comportaba de manera extravagante.
Sin embargo, todas las acciones de la bella dama tenían un cariz bien inocente; lo que ella pretendía no era más que librarse de una parte de su propio ser viviendo penas y alegrías ajenas, muriendo con cada suspiro que captaba su corazón, volando su mente a mundos sin penas con cada alegre carcajada que llegaba a sus oídos.
Una noche entró en la habitación de su amiga, se echó sobre un sofá sin aliento de tanto correr y durante un buen rato no pudo pronunciar una sola palabra.
—¿Qué habrás estado haciendo hasta ahora, Clara? —dijo la señora von Imhoff con un mohín de reproche—. Esto no es vida, ¿es que pretendes consumirte?
—No puedo más —murmuró la joven un tanto repuesta—. Tengo que partir.
La señora von Imhoff sacudió levemente la cabeza, censurando su actitud. Eran palabras proferidas con harta frecuencia desde hacía unos meses.
—Tendrás que quedarte hasta nuestra reunión de familia, Clara —repuso afablemente.
«¡Cuánta fuerza de voluntad se precisa algunas veces para renunciar a una decisión tomada!», se dijo Clara von Kannawurf; y, después de un corto silencio, se volvió a su amiga, diciendo:
—Bettine, ¿por qué no alojas a Caspar en tu casa? No debe ni puede permanecer por más tiempo en casa del profesor Quandt. Me es ya intolerable volver a entrar en esa casa. Su situación es horrible, Bettine. Pero ¿a qué repetirlo? Tú lo sabes, lo sabéis todos demasiado; le compadecéis todos, pero nadie es capaz de mover un solo dedo por él. Nadie tiene el valor de hacer lo que desearía haber hecho cuando ocurra lo irremediable que él está presintiendo.
La señora von Imhoff, abochornada, fijó sus ojos en sus labores.
—No soy tan feliz ni tan desgraciada como para sacrificar mi vida en bien de un extraño —repuso por fin. Clara escondió su cabeza entre las manos.
—Leéis un bello libro, asistís a una representación teatral y os conmovéis ante tanto dolor imaginario —prosiguió emocionada—. Una canción algo triste es capaz de arrancarte lágrimas, Bettine. Recuerda cómo lloraste cuando la señorita von Stichaner nos cantó recientemente El caminante, de Schubert. Lloraste cuando cantó «donde tú no estás; está la felicidad». No pudiste dormir durante una noche entera cuando nos contaron que una madre había dejado morir de hambre a su hijo en un pueblecito más allá de las montañas. ¿Por qué os conmueve sólo lo irreal, lo lejano? ¿Por qué malgastáis vuestro interés? ¿Por qué creer más en la palabra, en la música, que en el hombre real, cuyas penas son incluso más tangibles? No lo comprendo, no lo comprendo. ¡Sí, es esto lo que no puedo soportar!
Su melodiosa voz se extinguió en un murmullo. La señora von Imhoff apoyó la cabeza en la mano y calló durante largo rato. Por fin se irguió, se sentó al lado de Clara y, acariciando sus cabellos y su frente, dijo:
—Habla con él. Que venga a nuestra casa. Yo haré que se quede.
Clara la abrazó y besó agradecida. Pero la señora von Imhoff no hacía su ofrecimiento con toda la sinceridad de su corazón, por lo que suspiró aliviada cuando a la mañana siguiente le comunicó Clara que Caspar se había negado tercamente a abandonar la casa del profesor. En un principio no había querido declararle el motivo, pero, al observar el pesar de Clara, dijo:
—Se me llevó allí, y allí me quedaré. No quiero que se diga que no me trataron con bondad en casa del profesor Quandt al tener que adoptarme los señores von Imhoff. Tengo mi pan y mi cama, no necesito más, y mi cama es lo mejor que en este mundo me ha sido dado conocer, todo lo demás es malo.
De nada sirvieron sus súplicas.
—Al fin y al cabo podéis hacer lo que queráis conmigo —añadió—, pero por mi propia voluntad no me mudaré nunca. ¿Para qué? Esto ya no puede durar mucho.
Y así reveló su secreto. ¡Por eso brillaban sus ojos al dirigirse cada día al juzgado, mirando a un lado y otro de la calle con un aíre expectante! Tal era la causa de que cada día permaneciese largas horas al pie de la ventana observando la calle en vigilante espera. ¿No sentía inquietud cada vez que oía hablar en voz queda a dos desconocidos? ¿No acudía a diario a la llegada de la diligencia para interrogar al correo por si llegaba alguna carta para él?
Y el tiempo no causaba mella en la esperanza de aquel ser enigmático. Todo el interés de la señora von Kannawurf se cifraba en liberarle de las obligaciones que él mismo se había impuesto y que le privaban de toda relación con el mundo, impidiendo que participase alegremente de la vida. No le buscaba ella más que distracciones, y aquella fiesta familiar de que le había hablado la señora von Imhoff le dio una nueva oportunidad para arrancarle de su ensimismamiento.
La fiesta la ofrecía el señor von Imhoff en celebración de las bodas de oro de sus padres y debía tener lugar el doce de septiembre. El joven doctor Lang, amigo de la casa, había compuesto para tal ocasión una pequeña comedia en verso que debía ser representada por algunas damas y caballeros de la más distinguida sociedad. Durante los ensayos se observó que uno de los jóvenes actores, que debía representar un papel mudo, no era capaz de interpretarlo a causa de sus torpes y burdas maneras. La señora von Kannawurf, que también tomaba parte en la representación, tuvo la ocurrencia de pasarle el papel a Caspar. Su idea mereció la aprobación de todos.
Caspar aceptó. Como tenía que representar a una persona que no decía nada, se creyó capaz de salir airoso de su tarea, que por lo demás venía a satisfacer su afición al teatro. Acudió aplicadamente a los ensayos, y, si bien no le satisfacía por completo el retoricismo de la obra, le divertía el movimiento alrededor de una acción prevista.
La comedía, por demás ingenua, tenía cierta relación, tan sólo conocida del público a que era destinada, con un hecho ocurrido tiempos atrás en la familia de los Imhoff. Uno de los hermanos del barón se sintió a los veinte años atraído por ideales políticos contrapuestos a los de su clase y se atrajo por ello la maldición del padre y la persecución de la policía, todo lo cual le obligó a huir a América. Después de una amnistía, pudo regresar; abjuró de todos sus errores ante el cabeza de familia y pudo volver a cobijarse al calor del paternal hogar.
Este asunto, un tanto aburguesado y manido, había entusiasmado al poeta de la familia, que quiso plasmarlo literariamente. Un rey da un festín en honor de un amigo y compañero de armas que acude a visitarle. Segundo Polícrates, se ufana de su reino, de la paz de sus tierras, de las virtudes de sus súbditos. Los cortesanos, adulándole, corroboran sus afirmaciones, sólo el agasajado forastero se atreve a pronunciar una frase contradictoria, indicándole que en su manto de púrpura hay una mancha que mancilla su esplendor. El rey se ofende y se encrespa contra él, logra impedir que el amigo siga hablando, pues semejante escena produce en el alma de la soberana hondo pesar. Entretanto penetran en el patio del castillo segadores con sus mujeres, riendo y cantando, y la música alegra las fiestas de la siembra. De pronto se origina un silencio; enmudecen los violines, los gritos, las risas; el rey es informado de que se halla entre el pueblo un pastor mudo que desde inmemoriales tiempos no se había mostrado en el país. El invitado requiere por qué el pastor es recibido con alegría y temor a un tiempo. Y se le responde que el mudo milagrero posee el don de despertar en los hombres el recuerdo de su mayor pecado y de mostrarles a los inocentes el objeto inconsciente de todos sus desvelos con sólo su presencia. De ahí que entre el pueblo estallen risas y llantos y toda suerte de exclamaciones de pesar. El rey ordena que se aleje el intruso, pero la reina, apoyada por los ruegos del invitado y de los cortesanos, pide a su regio esposo que haga acudir al mago. El rey consiente y muy pronto aparece en escena el pastor mudo. Mira al rey, éste esconde su rostro entre las manos; mira a la reina, y ésta, emocionada, se entrega a un monólogo, del cual se desprende que su hijo primogénito fue repudiado al hallarse complicado en una imprudente conjura; y que desde entonces desapareció de su vista. Con los brazos abiertos, atraída irremisiblemente, se acerca al pastor y, ¡oh maravilla!, es el arrepentido príncipe. Siguen escenas de tierna reconciliación, de abrazos y de alegrías, se funde el hielo en el corazón del soberano y todo se soluciona para bien de todos.
Caspar no se condujo torpemente en los ensayos. En el curso de éstos se fue identificando cada vez más con su papel, como si con ello resolviera su situación real. De manera semejante obraba la señora von Kannawurf, que representaba el papel de reina; también ella se había entregado de todo corazón a su tarea, con tal seriedad y entusiasmo que hacía palidecer el mérito de los demás actores. Los dos vivían en aquellos momentos en un mundo aparte, creado para ellos exclusivamente.
Hacía las seis de la tarde de un día de septiembre cálido y apacible comparecieron los invitados, era unos cincuenta; las mujeres vestidas con gran lujo de seda y joyas, y los hombres de frac o bien de uniforme, cubiertos sus pechos de innumerables condecoraciones. El tablado ocupaba uno de los lados de la vasta sala. El director del teatro real había puesto a su disposición los decorados y demás elementos necesarios para montar con toda propiedad la escena. A la representación debía seguir un banquete, y en la sala contigua, en la que estaba preparada la mesa, se instalaron los músicos, que amenizarían además el baile que había de seguir al banquete.
A las siete, una suave campanilla llamó a los invitados y todos ocuparon sus puestos. Se alzó el telón y el rey comenzó a recitar su papel. El amigo invitado, personaje a cargo del propio autor, guardaba un respetuoso silencio, luego siguió la alegre escena en el patio del castillo, como estaba dispuesto. Y por fin apareció Caspar. El traje negro le sentaba espléndidamente, y hacía resaltar la palidez de su semblante. Su presencia en el tablado produjo un efecto inmediato. Cesaron las toses y los carraspeos, y se hizo un silencio absoluto. Al mirar al rey y después a la reina, al acercarse lentamente a ellos, sonriendo vagamente, se produjo un movimiento de emoción. Se le vio estremecerse y alguien observó que las uñas de sus dedos se clavaban nerviosamente en la palma de la mano. El monólogo de la reina se oyó de distinta manera que de boca de un actor corriente; la dama se acercó luego al muchacho y le envolvió en un tierno abrazo...
En ese momento, surgiendo del fondo de la sala, se precipitó un hombre hacia el proscenio gritando:
—¡Alto!
Los actores en el escenario se sobrecogieron, los espectadores se levantaron de sus asientos y el silencio anterior se convirtió en una excitada algarabía.
—¿Quién es? ¿Qué dice? ¿Qué pasa? —se oyó exclamar; hubo quien se aproximó al interruptor con ánimo exaltado; chillaron algunas mujeres, rodaron sillas por el suelo, y el dueño de la casa sólo a duras penas pudo contener la baraúnda que se aproximaba.
Entretanto el causante de tamaño desastre seguía inmóvil, de espaldas al público. Era Hickel. Pálido y hostil, sus ojos no parecían ver a nadie más que a Caspar y a la señora von Kannawurf, que, abrazados aún, le miraban a su vez empavorecidos. El primero que se encaró con Hickel fue el joven doctor Lang. Vestido de prócer, con harta fantasía por cierto. Se acercó hasta el borde del estrado e inquirió indignado el motivo de semejante interrupción.
El teniente de la policía respiró profundamente y dijo en voz alta y helada:
—Siento tener que disculparme ante la distinguida concurrencia, y como yo mismo figuro entre los huéspedes de nuestro anfitrión, quizá se me conceda mayor crédito cuando confiese que mi intromisión no ha sido un paso fácil para mí. Pero no puedo consentir en que Hauser se divierta aquí frívolamente cuando acabo de tener noticias de una horrible desgracia que más que a nadie le afecta a él y que habrá de repercutir seriamente en su vida futura.
El auditorio fijó en el teniente una mirada sombría, hostil. El doctor Lang le increpó:
—¡Absurdo! Completamente absurdo. Sea ello lo que fuere, nadie le autoriza para venir a interrumpir la fiesta. Si era grave lo que tenía que comunicarnos, razón de más para haber esperado al fin de la comedia. Esto es simplemente un abuso del derecho de hospitalidad.
—¡Es, verdad! ¡El doctor Lang tiene mucha razón! —exclamaron a la vez varias voces.
Hickel bajó los ojos al suelo y se llevó las manos a la frente.
—¿Puedo saber de qué se trata? —inquirió por fin el señor von Imhoff.
Hickel se irguió y replicó sordamente:
—El conde Stanhope ha puesto voluntariamente fin a su vida.
Se hizo un largo silencio. Casi todos miraron a Caspar, que se agarró a una bambalina cerrando lentamente los ojos.
—¿Se ha pegado un tiro? —preguntó el señor von Imhoff.
—No —repuso Hickel—. Se ahorcó.
Se oyeron exclamaciones de horror. El señor von Imhoff se mordió los labios.
—¿Se saben las causas? —siguió preguntando.
—No, es decir, a mí no me las han comunicado. Según el emisario que trae la noticia, el lord se hallaba en casa de un amigo, el conde de Belgarde, en una mansión de la costa normanda. Se le encontró ahorcado con un cordón de seda en su habitación el cuatro de septiembre.
El barón bajó la vista. Después la fijó en el teniente y dijo:
—Todos lo sentimos mucho, de todo corazón. No creo que haya nadie entre nosotros que no guarde un vivo recuerdo del infortunado. Mas no por esto queda justificado el incorrecto proceder de usted.
Hickel se inclinó en silencio.
La dueña de la casa y con ella algunas damas se esforzaron en apaciguar los ánimos, pero mientras los criados encendían las bujías de la enorme araña, llegó a oídos de la señora von Imhoff que su suegra amadísima se encontraba indispuesta a causa de la emoción sufrida y se había retirado a sus habitaciones. La dama acudió inmediatamente a cuidar de ella y aquella salida fue la señal que todos aguardaban para despedirse. Los primeros en abandonar la sala fueron el consejero Hofmann y su esposa, y el comisario general con la suya; finalmente sólo se quedaron unos pocos íntimos de la casa, que ocuparon de mal humor sus sitios en la mesa tan fastuosamente preparada.
—Yo ya barruntaba que el dichoso lord tenía que depararnos alguna sorpresa desagradable —dijo el barón von Imhoff.
—¿Y qué será ahora del desventurado Hauser? —inquirió un caballero.
Se expresaron las más dispares suposiciones; la conversación se fue animando y, como suele ocurrir siempre en tan aciagas circunstancias, se excitó la fantasía de los comensales, prolongándose la discusión hasta pasada medianoche.
Durante la súbita partida de los invitados Caspar se había refugiado en una pequeña habitación destinada momentáneamente a camerino. Los jóvenes actores se desprendieron agitadamente de sus ropajes y se fueron. Transcurrido un rato, uno de los criados, dedicado a la tarea de apagar las velas, descubrió al muchacho. Al dirigirse éste a la escalera, oyó pasos tras él y la señora von Kannawurf se colocó a su lado. Le preguntó si pensaba regresar a su casa y él asintió.
—Llueve —dijo ella en la puerta, alargando la mano al exterior. Esperaron largo rato a que amainara la lluvia, pero se convirtió en una verdadera torrentera, y el agua rompía en las hojas de los árboles con violento chasquido. Una corriente de aire frío y húmedo azotó los rostros y la señora von Kannawurf le rogó que subiera a su estancia mientras se calmaba la tormenta, que podía durar mucho. Él la siguió en silencio.
Una vez arriba, la dama encendió una vela y luego permaneció inmóvil contemplando la llama. Sus hombros temblaban de frío. Caspar se había sentado en el sofá. Se sentía tan cansado que tuvo que recostarse en el respaldo, y se quedó medio dormido. Clara se acercó a él y le tomó la mano, que el muchacho apartó vivamente. Luego cerró los ojos y por un instante su rostro perdió todo rastro de vida. La señora von Kannawurf se alarmó, profirió un grito de angustia y, cayendo de rodillas junto a él, llamó a la doncella para pedirle agua. Escanció un vaso y se lo dio a beber. Él tragó unos sorbos.
—¿Qué ocurre, Caspar? —murmuró; y por vez primera le tuteaba.
Él sonrió agradecido.
—Eres como una hermana —dijo tímidamente, acariciando con sus dedos los cabellos de ella. Esta palabra, hermana, salida de sus labios, adquirió en su vida un relieve especial, como si nunca la hubiera pronunciado.
Clara se acurrucó a su lado; pensó que debía calentarlo, pero él pugnó por apartarse; ella quiso volver a levantarse, mas Caspar tocó su mano con una implorante expresión de dolor y amor en los ojos.
—¡Clara! —murmuró, y ella se sintió transportada a una nueva vida, creyó soñar, porque en boca de él su nombre se divinizaba.
Y así pasaron las horas, permaneciendo ambos muy juntos, mudos, inmóviles, temblando estremecidos. Ella alargó la mano hacía él y el aliento de su boca se mezcló con el suyo en el aire.
Cuando de la torre del castillo partieron al espacio las campanadas de medianoche, Clara tembló.
—Nunca, nunca —murmuró pasa sí.
Se dirigió a la ventana y la abrió. Había cesado la lluvia desde hacía mucho rato. En el firmamento brillaban las estrellas. En su pecho sintió despertar ansias nuevas de extraños mundos, porque de aquel en que vivía, ya nada podía esperar.
Le propuso a Caspar que pasase la noche en el castillo, pero él repuso que no deseaba hacerlo. Ella salió entonces de la estancia para ver si aún estaba despierta la señora von Imhoff. Pasó ante la puerta cerrada del comedor, en el que los caballeros seguían hablando y discutiendo en voz alta, seguramente ante sendas copas de vino. La baronesa aún no se había retirado a descansar. Clara le comunicó que hasta aquel momento Caspar había permanecido con ella en su habitación. La señora von Imhoff asintió, no sin mirar a su amiga extrañada e inquieta.
—Mañana temprano arreglaré mis maletas y me iré —dijo Clara en voz baja con una decidida expresión que endurecía extrañamente sus rasgos infantiles. La señora von Imhoff se alzó sorprendida y se acercó temblorosa a su amiga. Repentinamente se estrecharon entre sus brazos. Clara sollozaba amargamente.
Se comprendieron; no fueron precisas más palabras. Clara se desprendió de los brazos de su amiga y expresó el deseo de acompañar a Caspar a la ciudad.
—No debes hacerlo de ninguna manera —replicó la señora von Imhoff—. Por lo menos haré que te acompañe un criado.
—Por favor, no lo hagas —repuso Clara sonriendo—. Ya sabes que no tengo miedo. Y prefiero que nadie pase temor por mí. Me gusta la noche y ansío hacer sola el camino de vuelta bajo las estrellas.
Un cuarto de hora después caminaba con Caspar hacia la ciudad por la carretera todavía mojada de la lluvia. Tampoco ahora se hablaron y hasta que no llegaron frente a la casa del profesor Quandt no se dieron las manos.
—Ahora te irás seguramente de mi lado, Clara —dijo Caspar mirándola de pronto melancólicamente.
Clara experimentó tanto asombro como emoción ante aquellas palabras, que delataban un agudo instinto. «¡Qué bellos son sus ojos! —pensó ella—, claros y puros como los de un ciervo, él mismo lo parece, como si siempre estuviera asustado en el fondo de un umbroso bosque, en espera de lo inevitable.»
—Sí, me voy —pudo decir finalmente.
—¿Y por qué? ¡Me sentía tan a gusto contigo!
—Volveré —aseguró con forzada afabilidad, que ahogó un sollozo—. Regresaré. Nos escribiremos y por Navidad estaré de vuelta.
—¡Volveré! Esto me lo dijeron ya una vez —dijo Caspar amargamente—. Las Navidades están lejos. Y yo no escribiré. ¿Qué son las cartas sino simples papeles sin alma? Vete, te deseo mucha suerte.
—No puede ser de otra manera —murmuró Clara, y su mirada buscó las estrellas—. Mira, Caspar, en lo alto está lo eterno. Nosotros no debemos olvidarlo como los demás. El olvido es culpable de la perversidad del mundo. A nosotros nos pertenecen las estrellas, Caspar, y siempre que las mires me encontrarás a mí.
Caspar sacudió la cabeza.
—Vete —dijo con voz apagada.
En la planta baja de la casa, se abrió una ventana y apareció la cabeza del profesor con el gorro de dormir para volver a desaparecer seguidamente. Era una silenciosa advertencia.
«Pediré a Bettine que le visite cada día —reflexionaba Clara, mientras regresaba a solas por las estrechas callejuelas—; si me quedara, le acarrearía la peor de las suertes. ¡Hermana! ¡Me llamó hermana! Aleteó en mi pecho su aliento divino. Con el mismo amor hubiera recibido en mis brazos al hermano perdido; pero, oh, Dios justiciero, no es posible. ¡Tenerle en mis brazos! ¡Inquietar su mente! ¡Oh, labios pecadores para quienes un beso nada importa! Si lo hiciera, me consideraría su asesina. ¿Qué puedo hacer mejor que huir? ¡Los hados le protegerán! Y yo, cegada, pretendía protegerle por mí misma. Un ser tan perfecto no puede perecer porque se aparten de él mis ojos indignos.»
En su mente excitada y cavilosa se atropellaban pensamientos e ideas, sin orden ni concierto; por su amor había tomado la decisión del postrer sacrificio, cegada, vencida por la visión de su incomparable destino, equivocando a un tiempo los caminos de su vida y de su amor.
Con la mirada fija en las estrellas, en la Osa Mayor, que flotaba en el espacio tenebroso como un rayo de plata, Clara no percibió junto a la entrada del castillo una figura que se apoyaba en la pared. Retrocedió asustada cuando el noctámbulo le cerró el paso. «Oh, Dios mío, líbrame de este aborrecible maldito», pensó.
Hickel, pues de éste se trataba, se inclinó ante la inmutada dama.
—Perdón, madame, perdón —murmuró—. Y no solamente por esta sorpresa quizá desagradable para usted, también por la otra. Usted es demasiado hermosa, madame. Si bondadosamente quisiera comprender hasta qué punto su sublime belleza atormenta mis sentidos, si quisiera considerar que incluso en las comedias hay un punto en el que la fantasía enloquecida enturbia el objeto de todas sus ansias, tomando por realidad lo que no es más que fingimiento, quizás entonces ofrecería a este rendido servidor una sola palabra de consuelo y esperanza.
Vana palabrería a los oídos de ella. Desesperado, parecía destrozar las palabras entre los dientes; visible era el esfuerzo que tenía que hacer para dormirse y aparecer tranquilo y sereno. Clara retrocedió un paso, entrelazando los brazos, apretándolos contra su pecho. Dijo imperativamente:
—¡Déjeme pasar!
—Madame, de sus palabras dependen muchas cosas actualmente —prosiguió diciendo Hickel, y alzó el brazo con un movimiento rígido de figurín de cera—. Nunca he sido un mendigo. Y aquí me tiene mendigando. No desmienta a su rostro, que me hace creer en los ángeles.
Se hizo a un lado, Clara pasó junto a él sin pronunciar una sola palabra. Llamó a la puerta y el portero, que la había estado aguardando hasta entonces, abrió inmediatamente. Una vez dentro se sintió enfermar. Sentía un vacío en su mente. Se detuvo en la escalera; pensó retroceder para replicar como se merecía al aborrecible sujeto.
Cuando el día siguiente por la tarde Caspar fue a casa de los señores von Imhoff, se encontró con que la señora von Kannawurf había ya partido. Rogó a la señora von Imhoff que le mostrara el retrato de Clara, que no había visto desde su primera visita al castillo. La baronesa le condujo a una galería en la que el retrato pendía entre los dos antepasados suyos.
Caspar se sentó delante de la imagen y la contempló largo rato en silencio. Al marcharse, la señora von Imhoff le prometió mandar hacerle una copia. Él estaba tan distraído que ni siquiera le dio las gracias.