CONVERSACIÓN ENTRE UN ENMASCARADO Y OTRO QUE SE DESENMASCARA

Llovía a cántaros cuando muy entrada ya la noche el carruaje de lord Stanhope llegaba retumbando a la plaza del castillo de Ansbach. Los caballos, asustados por un escuálido perro que se interpuso en su camino, relincharon y el cochero alsaciano lanzó en su dialecto una sarta tal de maldiciones que sobre el oscuro rectángulo de las ventanas se dibujaron los triángulos blancos de unos gorros de dormir. En la posada Stern tenía ya reservadas sus habitaciones con anterioridad; el posadero apareció con un paraguas a la puerta y saludó al extranjero con infinitas reverencias y cumplidos, tratando de resguardarle de la lluvia.

Stanhope subía a su lado la escalera de entrada, cuando se adelantó hacia él un caballero que vestía el uniforme de oficial de la gendarmería; le chorreaba el abrigo y le habló precipitadamente. Era el teniente Hickel, de la policía, y había tenido el honor de conocer a Su Excelencia unas semanas antes en casa del capitán de caballería Wessenig, de Nuremberg, un encuentro desgraciadamente demasiado rápido. Se tomaba la libertad de ofrecer al señor conde sus servicios por si podían serle útiles en aquella ciudad para él desconocida, y le pedía a la vez perdón por haberle importunado con una presentación tan intempestiva. Pero como suponía que Su Excelencia iba a tener mucho trabajo y poco tiempo deseaba aprovechar aquella oportunidad para ofrecérsele.

Stanhope, admirado y despectivo, contempló al hombre. Tenía un rostro rechoncho y rebosante de salud, con unos ojos desvergonzados y a un tiempo llenos de suave dulzura. Apartándose inconscientemente, Stanhope tuvo la sensación de encontrarse ante una persona que se le ofrecía enteramente, sin reparos ni escrúpulos; nada nuevo podía decirle ya aquella mirada ambiciosa, pues creía conocer demasiado aquel tipo de hombres. Pero ¿cómo sabía que él necesitaba ayuda? ¿Cómo había encontrado tan rápidamente su pista? Desde luego tenía que reconocer su buen olfato. El lord le dio las gracias secamente y fijó una hora para recibirle. El teniente de la policía saludó militarmente y se fue tan deprisa como había llegado, subiéndose el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia.

Stanhope ocupaba todo el primer piso. Hizo encender velas inmediatamente en todas las habitaciones, porque odiaba los lugares oscuros. Mientras el ayuda de cámara preparaba el té, tomó un libro de oraciones de su bolso de viaje e hizo como si leyera; en realidad reflexionaba sobre un sinfín de asuntos a cuál menos piadoso. El silencio de la pequeña ciudad le confundía y le desconcertaba como el de un cementerio. Después del refrigerio mandó llamar al posadero y le interrogó acerca de una serie de datos, sobre los nobles y los funcionarios que gobernaban la ciudad. El posadero se mostró muy locuaz. Aún había alcanzado los venturosos días del marquesado, pero desde que un día el ardor de la guerra ahuyentó a los señores de sus palacios, todo el esplendor de la ciudad desapareció como por ensalmo, la capital se había convertido en un nido de ratas, un mercado de actas. Bajo el presuntuoso nombre de senado de apelación se había instalado allí un infierno de tinta, un pozo de considerandos.

¡Antes, en cambio; oh, antes! Qué galanteos, qué alegría reinaba en todas partes; se jugaba, se discutía, se bailaba... Y el obeso hostelero inició unos pasos de baile ante los asombrados ojos del lord mientras tarareaba una de aquellas melodías marchitas haciendo aletear con los dedos de cada mano los faldones de su chaquetón.

El lord conservó su seriedad. Preguntó, como de pasada, si el señor von Feuerbach se encontraba en la ciudad, pero a estas palabras cambió radicalmente el semblante pícaro del posadero.

—¿Su Excelencia? —inquirió rudamente—. Sí que está. Mejor nos iría si no estuviera. Nos acecha continuamente como un gato a los ratones y nos salta encima en cuanto nos atrevemos a desviarnos lo más mínimo. De todo se preocupa: de si las calles están bien barridas, de sí la leche lleva o no lleva agua; se lo encuentra uno hasta en la sopa y no se observa en él ni un rasgo de cortesía. Sólo sabe hacer una cosa a derechas, es un comilón de siete suelas. Si alguna vez le invita a comer, señor conde, tendrá que alabar cuanto le presente a vuecencia en la mesa.

Stanhope despidió benévolamente al charlatán y le indicó al criado qué ropas debía prepararle para el día siguiente. Luego se retiró. A la mañana siguiente se levantó muy tarde y mandó al lacayo a casa de von Feuerbach para solicitar audiencia. El hombre regresó con el mensaje de que el señor consejero de Estado no podía recibirle aquel día ni seguramente los siguientes, por lo cual le rogaba que le comunicara por escrito sus deseos. El lord estalló en cólera. Comprendió que se había precipitado y se dirigió inmediatamente al consejero de la corte, señor Hofmann, a quien iba recomendado.

Entretanto se había esparcido la noticia de su presencia en la ciudad y tejido toda una red de fantasías en torno a la personalidad del extranjero. Media docena de sacos llenos de guineas de oro, se decía, habían sido descargados de su coche. Se añadía que quería comprar el castillo de los marqueses con su jardín incluido; llevaba consigo una cama con edredones de plumón y ropa blanca primorosamente bordada; era un primo del rey de Inglaterra y Caspar, su hijo natural. Stanhope, frío como nunca, se vio convertido en el centro de la curiosidad mundana y esto le satisfizo.

El consejero de la corte no supo darle explicación de la actitud del presidente. Para consultar el camino a seguir se dirigieron al director del archivo, señor Wurm, el cual contaba con la confianza de von Feuerbach. Stanhope observó que aquellos dignos funcionarios no se atrevían a aproximarse al presidente sino con las mayores precauciones, que no podían alabarse de tener relación amistosa con aquel hombre cuya mano de hierro pesaba sobre sus espaldas.

Por la noche, Stanhope asistió a una reunión familiar en una casa distinguida, y, como hicieron recaer la conversación sobre la persona de von Feuerbach, se contaron una serie de anécdotas, burlonas e irónicas, y se habló de aquella soledad en que vivía el anciano presidente, que odiaba a todo el mundo quizá para cubrir la falta de amor que le depararon un matrimonio desgraciado y dos hijos carentes en absoluto de las virtudes de su padre. Su retraimiento podía considerarse como una penitencia o un mea culpa.

—Es un fanático —bramó un vocal de la Cancillería, hombre de muy escaso cabello—. Como Horacio, sería capaz de entregar a sus propios hijos al verdugo.

—No perdona a sus enemigos —dijo otro, quejoso—. Y con ello demuestra muy poco espíritu cristiano.

—La cosa no sería tan grave, si no viera en cada individuo una suerte de delincuente —opinó la señora de la casa—. Ante la más nimia irregularidad hace uso de todas las leyes que le vienen a mano. No hace mucho iba yo de paseo con mi hija por la Triesdorfer Strasse cuando tuvimos la imprudente ocurrencia de coger un par de manzanas de uno de los árboles que bordean el camino; al volvernos teníamos frente a nosotras al señor presidente que, enarbolando su bastón, gritaba como un energúmeno: «¡Vaya, señora mía! ¡Eso es un robo! ¡Un robo vulgar!» Y yo pregunto, por favor, ¿es un robo esto? ¿Qué opinan ustedes?

—Pero también debes reconocer, mamá —añadió la hija—, que mientras chillaba de aquella manera se esforzaba por contener la risa al vernos huir arrojando las manzanas a la cuneta.

La simple mención de aquel hombre evocaba una enorme roca, erguida en medio de la corriente, contra la que ésta se estrella. Stanhope no disimuló la admiración que le causaba el presidente. Citó algunas de sus sentencias, fingió conocer sus más insulsas opiniones jurídicas y alabó, como un avance decisivo que los siglos venideros cuidarían de destacar, la abolición de los tormentos preconizada por Feuerbach. Era un medio de deslumbrar a la concurrencia como cualquier otro.

Pronto no hubo más que un tema de conversación en todos los salones y en toda la ciudad, y éste era lord Stanhope. Lord Stanhope, el héroe y refugio de todos los injustamente perseguidos; lord Stanhope, el colmo de la elegancia; lord Stanhope, el librepensador; lord Stanhope, amante de la felicidad y de la moda; lord Stanhope, el melancólico; lord Stanhope, el puritano. Tantos días, tantas facetas de su carácter; hoy lord Stanhope se muestra frío y reservado, mañana es apasionado; aquí se muestra alegre y despreocupado, más allá serio y pensativo; sabiduría y suave flirteo, expresión de su temperamento y dominio de las exigencias sociales: tan sólo se trata de apretar la tecla que precisa el hábil organista. Es interesante su superstición cuando admite y describe en las reuniones de la señora von Imhoff todo su miedo por los fantasmas, diciendo que él había estado presente cuando un compatriota emprendió el viaje al infierno por el cráter del Vesubio; es encantadora su ironía cuando en ocasiones recita versos ateos de Byron. Se mezclan los elementos, imposible adivinar cómo. Es un placer convertir a golpes de remo las olas en espuma, atravesando el lodo provinciano en su carroza de oro.

A los cinco días regresó el mensajero. Le trajo poderes renovados; órdenes que Stanhope había cumplido por adelantado, en parte, al emprender el viaje a Ansbach. Órdenes en las que se adivinaba, dato curioso, cierto miedo por las medidas que pudiera tomar Feuerbach. Se le ordenó que cediera en todo caso ante el presidente, ya que la resistencia hubiera despertado sus sospechas; intentar lo imposible, pero ceder siempre y preparar nuevas trampas si las viejas se mostraban inútiles para cumplir su cometido. Se hablaba de un peligroso documento que debía ser destruido o puesto a buen recaudo, pero de cuyo contenido debía ser sacada una copia.

El escrito que se le entregaba debía ser quemado en presencia del mensajero. Así lo hizo. Y cosa importante, el sujeto le traía dinero, hermoso dinero contante y sonante. Stanhope respiró aliviado.

A la noche siguiente había invitado a cenar a algunas de las más distinguidas familias de la localidad en los amplios salones del casino. Se murmuraba que había mandado confeccionar los distintos platos según recetas propías y que había seleccionado personalmente todas las partituras que debía interpretar el quinteto durante la fiesta. Antes de dar comienzo al baile, cada dama recibió como recuerdo un presente tan valioso como delicado: un pequeño escudo de oro en el que figuraban escritas en esmalte estas palabras: Dieu et le cceur. El lord elevó entonces su copa y brindó a la salud de una criatura, tan querida, que la emoción le impedía pronunciar su nombre ante tan numeroso público; sin embargo, era de todos conocido: aquella maravillosa criatura a quien el destino tan cruelmente trataba; Dieu et le cceur, a él se refería, al infeliz huérfano, por quien debían orar todas las madres que paren hijos y todas las doncellas que se entregan al amor.

Sus palabras emocionaron; emocionaron extraordinariamente. Los blancos pañuelos ondearon en las manos níveas y una profunda voz de bajo ronroneó:

—Extraño hombre.

El extraño hombre, como si no pudiera dominar sus sentimientos, se dirigió al balcón y contempló pensativo al populacho repartido en respetuosos grupos a cierta distancia de la casa o paseando en la oscuridad de la calle. Muchos se habían acercado, atraídos por la música que les llegaba a través de los abiertos ventanales, y se vio un sinfín de rostros con un brillo pálido producido por la luz de las ventanas.

Entre ellos distinguió Stanhope al uniformado oficial que se le había presentado a su llegada a la ciudad y al que materialmente había olvidado. Éste había ido a visitarle a la hora prevista, pero Stanhope, embargado por otros menesteres, no pudo recibirle y se limitó a dejarle su tarjeta. Ahora se hallaba a pocos pasos de él, bajo un poste del alumbrado, y en su rostro se dibujaba un rictus diabólico.

El lord sintió cierta intranquilidad. Se inclinó cortésmente en dirección a él y el oficial pareció esperar sólo este saludo para aproximarse; una vez cerca, su rostro llegaba a la altura del pecho del conde.

—Teniente de la policía Hickel, si no me equivoco —dijo Stanhope alargándole la mano—. Tuve la mala suerte de no poder asistir a nuestra cita, le ruego me perdone.

El teniente sonrió con afecto, y sus ojos se fijaron devotamente en la boca del conde mientras hablaba.

—Lástima —le dijo—. En otro caso seguramente hubiera tenido el placer de acompañaros en esta fiesta. Tengo el honor de pertenecer a la buena sociedad de este país.

Stanhope retrocedió ligeramente. «Qué sujeto más desconsiderado», pensó.

—¿Ha visitado ya vuecencia al presidente Feuerbach? —prosiguió el policía—. Creí que le vería a usted hoy. Y es que hasta hoy mismo Su Excelencia permaneció terco en sus trece; sólo consentía en tratar con vuecencia por escrito. Por fin he logrado hacerle cambiar de parecer.

Todo esto fue dicho con la mayor franqueza; mas no por ello el rostro de Stanhope disimulaba su rigor.

—¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó interrumpiéndole.

—Pues verá, soy la única persona capaz de hacerle aceptar al presidente manjares que no admitiría de nadie —replicó Hickel al parecer muy alegre y divertido—. ¡Esos cabezotas son tan fáciles de manejar si se les entiende! ¡Usted ya se da cuenta!

Stanhope no perdió su frialdad. Sentía por aquel sujeto un desprecio rayano en el asco. El teniente de la policía no se dejó inmutar.

—¡No debe usted pensarlo más, milord! —dijo—. Aun cuando la oportunidad no sea muy favorable podría encontrar al presidente en un momento de indecisión que cabría aprovechar. Y por lo que al peligroso documento respecta...

Calló por un instante.

Stanhope sintió que palidecía como un muerto.

—¿El documento? ¿De qué documento me habla usted?—murmuró precipitadamente.

—Me comprenderá usted, señor conde, si me presta media hora escasa de atención —contestó Hickel humillándose de tal forma que más bien parecía burla su respeto—. Lo que tenemos que decirnos no carece de importancia, pero no hay necesidad alguna de decirlo hoy mismo. Yo estaré a su disposición a cualquier hora.

Dominando su inquietud, Stanhope se creyó en el deber de mostrar una absoluta indiferencia. Aunque había oído unas pocas palabras que no debía desechar de su memoria, se refugió en una olímpica condescendencia.

—Tenga la seguridad de que me dirigiré a usted si preciso sus servicios, señor teniente —dijo secamente y se alejó frunciendo el ceño.

Hickel se mordió los labios mirando desconcertado al conde que le volvía la espalda y atravesó la calle silbando suavemente. Luego se dio la vuelta repentinamente, hizo una profunda reverencia y dijo como sí se hallara ante el conde:

—El señor conde se equívoca con respecto a mí. En su casa también cuecen habas.

Cuando Stanhope se mezcló con sus invitados, buscó conversación con el comisario general von Stichaner. Le dijo que había decidido visitar a Feuerbach sin falta al día siguiente, sí el presidente persistía en su asombrosa obstinación, lo tomaría como una ofensa deliberada y abandonaría la ciudad sin insistir de nuevo.

Lo dijo en voz alta para que le oyeran las personas que estaban a su alrededor, entre ellas la señora von Imhoff, unida por una íntima amistad al presidente. Al parecer el lord había querido dirigirse precisamente a ella. La señora von Imhoff le miró y dijo algo asombrada:

—Si no me equivoco, milord, Su Excelencia le ha visitado a usted hoy mismo. Le encontré al anochecer en su jardín cuando se dirigía hacia la Stern. ¿Es que no estuvo usted en casa?

—Salí de mí hotel a las ocho —repuso Stanhope.

Una hora después ya los invitados se disponían a irse. El lord se ofreció a acompañar en su carruaje a la señora von Imhoff, cuyo marido estaba de viaje. Como la Stern quedaba en el camino de su casa, ella le rogó que se detuviera a preguntar si alguien había ido a visitarle durante su ausencia. Feuerbach, en efecto, había dejado su tarjeta de visita.

A la mañana siguiente, a las once, la carroza condal se detuvo ante la puerta del jardín de los Feuerbach, en la Heiligenkreuzgasse. Stanhope se acercó a la casa, de estilo, campesino, caminando gravemente por entre dos hileras de árboles que bordeaban el camino. Sus ropas denotaban minuciosa pulcritud y esmero. En el ojal de su abrigo pardo lucía la roja enseña de una cruz, en la corbata un broche de diamantes, y, como adorno más espiritual, una fría sonrisa en sus labios rasurados. Cubiertos ya unos dos tercios del camino, oyó una voz que más semejaba un rugido, y un gato que acababa de huir por la puerta entreabierta cruzó a todo correr por delante de él. «Mala señal», pensó, palideciendo; se detuvo y miró hacia atrás involuntariamente. Era tanta la niebla que ya no veía su propio carruaje.

Tiró de la cadena, sonó la campana y esperó largo rato sin que nadie le abriera. Entretanto proseguía en el interior el griterío, dominado por una voz de hombre con todas las tonalidades de la más desenfrenada cólera. Stanhope hizo girar el picaporte, encontró que la puerta cedía y entró. No vio a nadie y se detuvo intimidado. De pronto se abrió una puerta con violencia, una mujer salió precipitadamente, al parecer una criada, y, persiguiéndola, un enfurecido personaje de testa majestuosa en el que Stanhope reconoció al instante al presidente. Pero aquel rostro descompuesto por la ira le asustó de tal modo que se quedó inmóvil, como clavado en el suelo.

¿Qué había sucedido? ¿Ocurriría una desgracia? ¿Había descubierto el presidente un crimen? ¡Nada de eso! Una densa humareda invadía el pasillo. Se quemaba la leche de una olla puesta al fuego. La mujer se había retrasado charlando en la fuente y al regresar a casa se encontró con aquel hombre dado a todos los diablos, manoteando enfurecido, rechinando los dientes, pateando el suelo y rebosando furia cada vez que la infeliz trataba de replicar a sus reproches; un cuadro, en fin, excesivamente violento para el lord inglés.

«Un hombrecillo bien ridículo —pensó Stanhope despectivamente—. ¡Y yo que temía vérmelas con ese tiranuelo provinciano!» Carraspeando con suma cortesía, subió los tres escalones que le separaban del sonrojante campo de batalla; Feuerbach se volvió sorprendido. El lord hizo una profunda reverencia, pronunció su nombre y pidió mil disculpas por si estorbaba, sonriendo con humildad.

El rostro de Feuerbach se cubrió de rubor. Lanzó al conde una de sus penetrantes miradas, se estremeció y, finalmente, estalló en una sonora carcajada en la que se adivinaban bochorno y burla de sí mismo; una agradable promesa de paz, un gesto grato, exonerante.

Con un movimiento de la mano invitó a entrar al visitante; le acompañó a una sala magníficamente instalada, que testimoniaba el buen gusto de su propietario. Feuerbach empezó inmediatamente a hablar de la actitud que anteriormente había observado hacia él, y, sin aludir a los motivos, le aseguró que se había visto obligado a ello por un imperativo superior al de las reglas de cortesía. Pero reconocía finalmente que no era razonable ni permitido ofender a un hombre de la categoría y del prestigio del conde, sobre todo desde que amigos de su mayor consideración le habían hablado de sus muchas prendas y nobles virtudes, por lo que el día anterior se había decidido a visitarle.

Stanhope se inclinó de nuevo, expresó su pesar por no haber podido recibir en la fonda a Su Excelencia y añadió humildemente que recordaría siempre aquella hora como una de las más importantes de su vida, ya que le deparaba la amistad de un hombre cuya fama había traspasado no sólo las fronteras del país, sino las del imperio.

El presidente clavó en el visitante una de sus duras y firmes miradas, acompañada de una sonrisa burlona e irónica tras la que se ocultaba un emocionado asomo de infantil agradecimiento y alegría. El lord, por su parte, fingió ser el hombre de gran mundo que se siente por primera vez emocionado.

Tomaron asiento. El presidente, quizá por hábito profesional, se colocó de espaldas a la ventana, para observar a la luz al visitante. Empezó diciendo que uno de los motivos por los que deseaba hablarle estaba en relación con una carta del barón von Tucher que había recibido el día anterior y en la que éste le recomendaba que se encargase él, personalmente, de la tutela de Caspar.

Tan repentino cambio le había sorprendido, pues sabía que el señor von Tucher se inclinaba poco antes a aceptar la pretensión del lord.

No acababa de comprender el nuevo giro que se quería dar a la cuestión y tenía la impresión de haber perdido el hilo del asunto, por lo que deseaba plantearlo de nuevo.

En un tono de profunda extrañeza replicó Stanhope que no podía explicarse en absoluto el paso dado por von Tucher.

—¡Basta con dar la espalda a cualquier hombre para que cambie de fisonomía! — exclamó despechado.

—Así es —dijo el presidente secamente—. Por lo demás, yo no deseo alentar sus esperanzas, señor conde. Como ya el señor Binder le habrá comunicado, no estoy dispuesto a permitir que se haga usted cargo del muchacho. No podré aceptar nunca semejante propósito.

Stanhope calló. En sus facciones delataba una indignación apenas contenida. No apartaba la vista del suelo y, como sí hablar le costara un gran esfuerzo, dijo:

—Permita que le diga, señor presidente, que la permanencia de Caspar en Nuremberg se ha hecho insostenible. Incomprendido por todos sus supuestos protectores, enemistado con la mayoría de ellos, llevando sobre sí el peso de una deuda con que el destino le ha cargado y que jamás podrá pagar, cada día que pasa los recuerdos gravan los intereses y le desarman incluso ante sí mismo. Además, la ciudad sólo está dispuesta a sustentarlo, según me han afirmado, hasta el verano próximo, a partir del cual se le hará ingresar como aprendiz en un taller. Esto, Excelencia, encuentro que es demasiado poco para él. —Aquí el lord elevó un tanto la voz, y su rostro, con los ojos bajos, adquirió una expresión de orgullo contenido—. Es lamentable ver pisoteada una flor tan lozana y hermosa.

El presidente le había escuchado con cortés atención.

—Cierto es, lo reconozco —replicó—. Una flor preciadísima. Su simple aparición pudo hacer creer en una criatura caída de otro planeta, o en el hombre de que habló Platón, que, criado en el mundo subterráneo, sólo surgió a la luz del sol en plena madurez.

Stanhope asintió.

—Mi inclinación hacia Caspar, que en general se considera exagerada, nació ya desde el primer instante en que oí hablar de él; es éste, según creo, un sentimiento al que me arrastra ya la historia de mi estirpe, que posee hasta una justificación atávica —prosiguió con el tono indiferente que le distinguía—. Uno de mis antepasados fue proscrito por Cromwell y se refugió en una tumba. La hija le tuvo escondido alimentándole con mendrugos hurtados hasta que logró huir. Desde entonces quizás el hálito de aquella tumba nos envuelve a todos sus descendientes. Yo soy el vástago postrero de mí rama, no tengo hijos. Sólo un sueño, o si lo prefiere una idea fija, me une a la vida.

Feuerbach echó la cabeza hacia atrás. La línea de su boca se alargó como un arco cuya cuerda se hubiera roto. Repentinamente su figura se cubrió de grandeza.

—Una íntima responsabilidad me impide acceder a sus deseos, señor conde —dijo—

. Es tanto lo que aquí se halla en juego que ninguna muestra de bondad o sacrificio por amor pueden tenerse en cuenta. Se trata aquí, ante todo, de arrancar a los diabólicos delincuentes que acechan entre las tinieblas los privilegios, ya que no los trofeos, usurpados, para mostrar al mundo que la justicia no se detiene ante los criminales, aunque éstos se revistan con la púrpura de un manto real.

El lord volvió a asentir, pero esta vez de manera automática. Interiormente se sentía como paralizado. Se vio impotente frente a aquella fuerza que le hablaba brotando del leal pecho de aquel hombre y que destruía en un instante el fruto de su imaginación, que le había hecho despreciarle irónicamente. Comprendió que sería vano tratar de luchar contra aquella voluntad que se desarrollaba imperiosamente, y si un poder superior le había impulsado a penetrar en aquel laberinto de acciones de dudosa legalidad, ahora se encontraba desorientado en él, y de pronto se creyó obligado a salvar de aquel caos de duda interior cuando menos un resto de honor y de virtud. Se inclinó y preguntó suavemente:

—¿Y no cedería para aliviarle de sus penas?

—¡Ni que estuviera desangrándose a mis pies!

—¿Y si muriera sin haber alcanzado su meta?

—Entonces de su tumba se elevará el castigo.

—Yo le recomiendo cautela, Excelencia, por usted mismo —murmuró Stanhope, mientras su mirada giraba de la ventana a la puerta.

Feuerbach pareció asombrado. Algo había en aquella expresión que le sonaba a traicionero. Pero los ojos azules del lord lucían puros y transparentes como dos zafiros, y en la suave inclinación de su cabeza creyó observar hondo pesar. El presidente se sintió atraído por aquel hombre e involuntariamente sus palabras adquirieron un tono más blando, casi cariñoso, cuando dijo:

—¿También usted? ¿También usted habla de prudencia? Mi lenguaje le parece atrevido; lo es. Estoy harto de viajar en un navío que por ceguera de sus oficiales navega hacia el infortunio. Pero no me es difícil comprender que a un burgués de la libre Inglaterra le sea incomprensible que un hombre como yo renuncie a la tranquilidad y seguridad de su existencia para despertar el sentido de las más primitivas formas de justicia, tan necesarias a la sociedad. Sobra aconsejarme prudencia, mí lord. Asimismo podría arrojárselo a la cara a quien se atreviera a denunciarme. No temo nada, porque nada puedo esperar.

Stanhope dejó transcurrir unos segundos antes de responder con mucha sensatez:

—No me considerará pájaro de mal agüero si tiene en cuenta que no me son desconocidas las circunstancias que usted menciona. Yo no soy instrumento de la casualidad. No he llegado hasta el joven sin una invitación ajena. Es una mujer, la más infeliz de todas las mujeres, la que me considera como su mensajero.

El presidente se levantó de un salto, como si un rayo hubiera incendiado la habitación.

—¡Señor conde! —exclamó fuera de sí—. Entonces usted sabe...

—¡Sé! —repuso Stanhope calmoso. Y después de observar cómo el presidente, estremecido, aplicaba fuertemente los dedos de sus manos sobre los brazos del sillón, con el rostro contraído, prosiguió con voz monótona y una sonrisa en los labios: —Usted seguramente se preguntará: ¿A qué tanto rodeo? ¿Qué pretende hacer con el muchacho? Yo le respondo: ponerle en un sitio seguro, llevarle a otro país, ocultarle, alejarle del arma homicida que tan de cerca le amenaza. ¿Puedo hablarle más claro? ¿Quiere más? Excelencia, sé cosas que hielan la sangre y que me asaltan entre sueño y sueño como cuadros febriles. Ahórreme detalles. Ciertas consideraciones que comprometen más que juramentos paralizan mi lengua. Al parecer usted ha penetrado en las tinieblas que rodean tanto crimen, en las que se ocultan la maldad y el dolor; así puedo decirle que yo, que he tratado de cerca a los reyes y señores del mundo, nunca pude apreciar en un rostro mayor majestad que la que el dolor había conferido a esa infeliz mujer. Desde que su trágica aparición pesó sobre mi ánimo, me siento su esclavo. La misión de mi vida ha sido desde entonces tratar de aliviarla de las crueles heridas que el destino le había inferido. No quiero contar cómo averigüé la situación de aquella alma martirizada y al borde de la muerte, ni cómo logré penetrar en la maraña de maldades que durante diez años habían tejido en torno a ella. Nada hay más horrible, ni siquiera la cara de Medusa. Baste decir que tuve que forzar mi naturaleza y mostrarme prudente; tuve que mentir, que adular; me disfracé y llevé a cabo empresas desconcertantes para el enemigo. Y mientras, reprimida, la ira corroía mi alma, me preguntaba cómo podía vivir sabiendo lo que sabía. Pero así es la vida: quiere ser vivida. Uno come, bebe, duerme, va al sastre, se pasea, se hace cortar el pelo, y los días futuros siguen a los pasados, ininterrumpidamente, como si nada hubiera sucedido. Y lo mismo, exactamente, les ocurre a aquellos a quienes la conciencia debiera desolarles los sentidos y secarles las venas: beben, comen, duermen, ríen, se divierten y sus fechorías resbalan por ellos como el agua por las vertientes de un tejado.

—¡Ciertamente! ¡Así es! —exclamó Feuerbach excitado, recorriendo nervioso la habitación. Luego deteniéndose ante Stanhope, preguntó: —¿Y la madre...? ¿Ha oído hablar de él? ¿Qué es lo que sabe? ¿Qué aguarda, qué esperanzas tiene?

—No me lo ha confesado —repuso el lord con la misma voz triste y apenada de antes—. No hace mucho oí contar, en casa de la condesa de Bodmer, que se echó a llorar cuando en una ocasión fue mencionado en su presencia Caspar Hauser. Lo creo posible, aunque no digno de gran crédito. En cambio puedo relatarle un suceso que permitiría suponer una compenetración sobrenatural entre ellos dos. Una mañana, hace dos años, se encontraba la princesa sola en la capilla del castillo, entregada a sus rezos. Cuando hubo terminado y quiso levantarse, vio de pronto sobre el altar la figura de un joven en cuyo bello rostro se expresaba un profundo dolor. Ella pronunció entonces el nombre de su primogénito, que se llamaba Stephan, y se desmayó. Más tarde describió la visión a una de sus damas de confianza, y ésta, que había visto a Caspar personalmente en Nuremberg, se sintió sobrecogida por la semejanza. Pero lo prodigioso es que la aparición tuvo lugar el mismo día y a la misma hora que el intento de asesinato en casa de los Daumer. La posibilidad de una fuerza misteriosa que los ligue a entrambos es, pues, evidente. Cualquier titubeo supone aquí un peligro, el despilfarro de una ocasión propicia. Y yo le suplico que me ayude en estas circunstancias. De lo contrario podría suceder que nuestras misiones en relación a este intento nos llevasen a un tribunal de justicia, donde ningún remordimiento nos sirviese para excusar los hechos.

El lord se levantó y se acercó a la ventana. Tenía los párpados enrojecidos y ensombrecida la mirada. ¿A quién traicionaba en realidad? ¿A quién mentía? ¿A sus superiores? ¿Al muchacho a quien se había ligado? ¿Al presidente? ¿A sí mismo? No lo sabía. Sus propias palabras le habían emocionado, porque se le antojaron verdaderas. ¡Qué extraño! No creía mentir, se sentía verdaderamente como el salvador de Caspar. En aquel momento se estimaba a sí mismo por aquella actitud recién tomada. Cayeron sobre él las tinieblas del olvido, todo el anterior desprecio y asco de sí mismo lo transfirió al otro personaje que hasta entonces había habido en él, que había hablado por su boca y obrado con sus medios. Borró de la tabla de su memoria veinte años del pasado y se encontró sin mácula por una especie de alucinación de compasión y de bondad.

Feuerbach se había sentado tras su mesa de trabajo, con la cabeza apoyada en la mano. Sus ojos permanecían fijos en el infinito.

—Milord, somos esclavos de nuestras obras —empezó después de un largo silencio, y su voz por lo común penetrante o estridente tenía un sonido suave y solemne—. Temer el fin sería rehuir el combate sin lucha. ¡Nobleza obliga, señor conde! No olvide la humildad de mi cargo, perdido en la aspereza de estas montañas. Siempre me creí predestinado a más grandes empresas que las que permite el abandono de una mísera ciudad. Presté a mí rey servicios que fueron dignamente apreciados y que quizá contribuyeron a conferirle el tributo de justo. Quise ofrecerle mayores, elevar el bajo nivel de su pueblo, hacer de la corona un símbolo de humanidad. Mi intento fracasó. Fui rechazado. Ciertamente se me premió, pero como se premia a un sirviente fiel.

Calló y se frotó la barbilla con la palma de la mano, rechinando los dientes. Luego prosiguió:

—Desde mi temprana juventud me consagré a la ley. Desdeñé las palabras para ennoblecer el sentido. El hombre tenía más importancia que las frases escritas. Toda mi ambición residía en encontrar aquella regla capaz de discernir entre instinto y responsabilidad. Estudié el crimen como un botánico sus plantas. El delincuente fue objeto de mis preocupaciones; busqué en su mente para descubrir qué crímenes habría que achacar a la anarquía del Estado y de la sociedad. Estudié a los maestros del Derecho y a los grandes apóstoles de la humanidad. Quise eliminar de nuestra época las supervivencias de barbarie y trazar la senda del futuro. Mas ¿para qué insistir? Mis escritos, mis libros, mis edictos, todo mi pasado, con su inacabable cadena de días y noches de incansable trabajo, son testigos de ello. Nunca viví para mí, apenas para mí familia; no gocé jamás de las alegrías que puedan proporcionar la amistad, el amor; nunca busqué provecho alguno del favor obtenido; ningún éxito me proporcionó descanso ni beneficio alguno, nací pobre y pobre sigo siendo; tolerado por mis superiores, denigrado por mis inferiores, abusaron de mí los poderosos, y los débiles me burlaron. Mis enemigos eran más poderosos, sus opiniones más acomodaticias, sus medios menos escrupulosos; eran muchos y yo estaba solo. Fui perseguido como un perro sarnoso, la calumnia quiso manchar con todo mis buenos deseos. Hubo un tiempo en que no podía atravesar las calles de la corte sin ser blanco de los insultos más groseros. Cuando, forzado por repugnantes intrigas y enemistades, tuve que abandonar mi cátedra en Landshut, los ánimos de los estudiantes se concitaron contra mí y me vi obligado a huir a mi patria, abandonando a mí esposa e hijo. Atentaron contra mí vida. Vino la guerra y con ella el desorden; los austríacos me acusaron de estar en relación con el partido francés, de conspirar en favor de Napoleón para la formación de un imperio occidental que derribase a los príncipes reinantes. Los franceses sospechaban que me hallaba en contacto con los austríacos. Hubo un hombre, un compañero de profesión y cargo, un sabio, famoso y considerado, o, un cobarde —la posteridad escribirá su nombre entre los de los grandes miserables—, que no se avergonzó de acusarme en público de espía y que se sirvió de mis creencias protestantes para malquistarme con el soberano. No pudieron vencerme. Cesaron las calumnias y mi príncipe me concedió de nuevo su favor; claro es que sólo su favor. Un nuevo soberano subió al trono y me confirmó en él. Hoy soy un hombre viejo, estoy atado aquí, en el ostracismo, siempre por la misericordia de quien reina. Mis enemigos se aplacaron, así lo fingen cuando menos; también ellos disfrutan de protección y de favor. Pero lo que significa ver destruida una vida consagrada a la grandeza de la comunidad antes de que la fuerza del espíritu que la sostuvo haya tocado a su fin, esto no lo conocen ellos, lo siento yo tan sólo.

Feuerbach se levantó y respiró profundamente. Luego cogió su cajita de rapé, se volvió a Stanhope, y bajo sus enmarañadas cejas brilló una mirada entre agradecida y temerosa mientras añadía:

—Señor conde, no podría decirle qué es lo que me impulsa a hablarle de este modo. Me asombra a mí mismo. Es usted el primero que oye de mis labios estas palabras que tanto se asemejan al lamento de un pobre postergado y que, en realidad, sólo pretenden explicarle mi decisión inquebrantable en lo que al caso de Caspar se refiere. Prescindo en absoluto de las especiales circunstancias que le rodean y del extraordinario interés que envuelve su persona. Pero me hallo bajo el más apremiante imperativo que puede pesar sobre un hombre que ya peina canas y que me fuerza a inquirir del destino si todo cuanto he sacrificado y dado por mi noble causa fue inútil, si a mí y a quienes me siguen no nos será posible alcanzar más fruto que el de la impotencia por un lado y el de la indiferencia por otro. Tengo que hacer la prueba, salga lo que salga; tengo que saber si mis palabras se las llevó el viento o si las escribí en la arena; tengo que saber sí las promesas que endulzaron la amargura de mí exilio fueron tan sólo un cebo; quiero y tengo que saber si se me toma en serio o no. Tengo pruebas, señor conde; poseo horripilantes indicios; puedo golpear fuerte, tengo el bastón cogido por el puño; y todo está escrito por mí en un documento extraordinario; estoy decidido a llegar muy lejos para preservar el precioso bien que me fue confiado por Dios y los hombres. Pero esperaré; las grandes causas necesitan de mucha paciencia. Entretanto, Caspar no ha de ser alejado de mí. Es un arma, un testigo viviente y necesito tenerle a mi alcance. Si le perdiera, perdería el fundamento de mí última obra, lo sé, es la última, y todo cuanto hiciera para ser escuchado sería inútil. Y usted, noble caballero, ¿qué perdería usted? ¿Quiere consumar un acto de piedad y bondad olvidándose de la justicia? Esto equivaldría a arrojar oro para obtener arena.

El rostro de Stanhope había palidecido paulatinamente, hasta quedar exangüe. Se había acurrucado en un sillón, como para esconderse; un par de veces delataron sus ojos frenéticas miradas, como de una alimaña que quisiera destruir su cárcel, pero las dominó de nuevo, contuvo el aliento, sus dedos jugaron con la cadenilla del monóculo y, cuando el presidente hubo terminado, se levantó con un incontenible movimiento. Le costó trabajo reprimirse, encontrar palabras que decir, sus labios temblaban, como si quisiera echarse a reír, contener un rugído de dolor y, cuando su mano estrechó la del presidente, se sintió helado; su doble se hallaba de nuevo a su lado, aquella sombra de lo vivido, de lo obrado, de lo omitido vertía en sus oídos palabras traicioneras, pero aún sus ojos se humedecieron al decir:

—Comprendo. Todo cuanto puedo decirle es: acójame como a un amigo, Excelencia, considéreme como un colaborador más. Su confianza es para mí como un aviso de lo alto. Pero ¿qué garantía puedo ofrecerle? ¿Qué seguridad puedo darle de que no ha abierto usted su corazón a un ser indigno, sin otro mérito que el de saber fingir mejor que los demás? Yo hubiera sido capaz de raptar a Caspar. Lo soy aún...

—Si esos ojos que ahora me miran mienten, milord, entonces he de confesar que estoy equivocado en mí búsqueda de la verdad —le interrumpió Feuerbach vivamente—. ¿Raptarle, raptar a Caspar? —prosiguió sonriendo bondadosamente—. Usted bromea; no se lo aconsejaría a ningún hombre que quisiera seguir paseándose al sol.

Stanhope se sumió unos instantes en un silencioso cavilar. Luego preguntó agitado:

—Pero ¿qué podemos hacer entonces? Es un deber obrar rápidamente. ¿Adónde hay que llevar a Caspar?

—Vendrá aquí, a Ansbach —afirmó Feuerbach categóricamente.

—¿Aquí, con usted?

—Conmigo no. Por desgracia esto es imposible, imposible por muchos motivos. Ante todo yo necesito mucha soledad, tengo que trabajar demasiado, tengo que emprender viajes con frecuencia, mi salud no es muy buena, mi carácter es poco apropiado para el papel que tendría que adoptar y además la empresa misma me impide sostener relaciones demasiado íntimas con él.

Stanhope respiró tranquilo.

—¿Adónde llevarle, pues? —inquirió tenazmente.

—Ya buscaré una familia de confianza, donde le cuiden bien, sin desatender su educación tanto física como espiritual —dijo el presidente—. Hoy mismo hablaré con la señora von Imhoff para que me aconseje, pues conoce a todos los vecinos de la ciudad. Tenga usted por cierto, milord, que cuidaré del muchacho como si fuera mi propio hijo. Terminaron las inocentadas de Nuremberg. Por supuesto no opondré traba alguna a sus relaciones con Caspar; mi casa es la suya, señor conde. Créame usted, también bajo el rigor de un juez el corazón ansía una amistad. En esta tierra de mezquindad no he tenido suerte en mi trato con los hombres.

Después de una mutua consulta acerca de los escritos que debían ser enviados al barón von Tucher y a los munícipes de Nuremberg, Stanhope se despidió. El presidente deambuló aún largo rato por la habitación en actitud meditativa. De minuto en minuto su rostro se ensombrecía e intranquilizaba. Una desconfianza extraña, corrosiva, que no cesaba, crecía en su pecho, inconteniblemente. Cuanto más tiempo transcurría desde que el conde se había ausentado, tanto más aumentaba aquella penosa sensación. Conocía demasiado a los hombres para que se le escaparan ciertos detalles que le preocupaban. Repentinamente se dio una palmada en la frente, se sentó a su mesa de trabajo y con mucha inquietud escribió tres cartas: una a París, a un amigo inglés de posición muy elevada, otra al agregado de comercio de la embajada bávara de Londres y otra al ministro de Justicia, doctor von Kleinschrodt, de Múnich. En las dos primeras pedía informes detallados sobre la personalidad del conde Stanhope, en la última anunciaba su visita a la residencia real y pedía permiso para efectuarla.

Antes de una hora las tres cartas habían ya partido a sus destinos por mensajeros especiales.