CASPAR SUEÑA

A la mañana siguiente Daumer entregó a la policía el enigmático papel. Se hicieron averiguaciones que, naturalmente, no dieron resultado. Lo sucedido fue comunicado también oficialmente a la justicia, y al cabo de algún tiempo el barón von Tucher recibió una carta del consejero Hermann, de quien era amigo íntimo, en la que le indicaba que había que vigilar e interrogara Hauser porque era posible que callara por miedo de alguna cosa sólo de él conocida.

El señor von Tucher visitó a Daumer y le leyó aquel párrafo. Daumer no pudo disimular una sonrisa irónica.

—Estoy completamente convencido de que tras todo lo que se relaciona con Caspar se esconde un profundo misterio, tejido por manos humanas —dijo ligeramente contra su voluntad—. Por lo demás, el presidente Feuerbach ya me escribió hace poco a este respecto, y por cierto en tonos muy curiosos, que permitían suponer algo extraordinario tras todo ello. Pero esto ¿qué significa? ¿Vigilarle? ¿Interrogarle? ¿No se ha intentado en este aspecto todo lo posible? Un mínimum de humanidad y de prudencia me obligan a tratarle con el mayor cuidado. Apenas me atrevo a desacostumbrarle de su precaria y simple alimentación para darle a comer como conviene al cambio que ha experimentado su existencia.

—¿Por qué no se atreve? —preguntó asombrado von Tucher—. Habíamos acordado que le daría a probar ya de una vez carne o por lo menos otros platos cocidos.

Daumer dudó en contestar.

—Ya soporta el arroz con leche y la sopa caliente —dijo luego—, pero no me atrevo con la carne.

—¿Por qué no?

—Temo destruir en él fuerzas interiores que quizá dependan dé la pureza de la sangre.

—¿Destruir fuerzas? ¿Qué fuerzas podrían resarcirle a él y a nosotros de la salud de su cuerpo y la alegría de su ánimo? ¿No sería más aconsejable desviarle de todo lo extraordinario, que más pronto o más tarde podría ser su perdición? ¿Es razonable darle una educación que no se halle a tono con la de un ser normal? ¿Qué es lo que pretende usted en realidad, qué es lo que se propone hacer con él? Caspar es un niño y no debemos olvidarlo.

—Es un milagro —replicó Daumer con un apasionado acento y en un tono entre pedagógico y amargo, que forzosamente debía de sonar en oídos de un hombre de mundo como von Tucher ofensivo y molesto. Prosiguió: —Por desgracia vivimos en una época en que, apuntando a lo aparentemente inescrutable, la burda y torpe imaginación aburguesada se ofende, de lo contrario todos debieran ver en este hombre, sentir en él, las misteriosas fuerzas de la naturaleza en las que descansa nuestro ser.

El señor von Tucher calló unos instantes y repuso defendiéndose con orgullo:

—Es mejor tratar de comprender por completo la realidad y aceptarla, que no dedicarse con inútil entusiasmo a vagar por las tinieblas de lo sobrenatural.

—¿Es que no me asiste en este caso la realidad? —repuso Daumer, cuya voz se hacía más suave y aduladora a medida que le apasionaba la conversación—. ¿Debo recordarle los detalles? ¿No están para este hombre poblados de diablos el aire, la tierra y las aguas, con los que se halla en relación directa?

El rostro del barón se ensombreció.

—Sólo veo en ello el resultado de una excitación peligrosa —dijo secamente—. No son éstas las fuentes de las que mana la vida, y por lo demás no puedo hallar utilidad alguna en afirmaciones semejantes.

Daumer inclinó la cabeza y sus ojos delataban impaciencia y desprecio, pero cediendo amigablemente replicó:

—¡Quién sabe, barón! Las fuentes de la vida son insondables. Mis esperanzas me llevan muy lejos y espero alcanzar de Caspar cosas que quizá le hagan cambiar de parecer. En él hay madera de genio.

—No es justo considerar a una persona por las esperanzas que su futuro nos ofrezca —dijo el señor von Tucher con una apagada sonrisa en los labios.

—Es posible, es posible, pero yo sigo ateniéndome al futuro. No me preocupa lo que queda tras él, y lo que sé de su pasado tan sólo ha de servirme para hacérselo olvidar. Esto es lo esperanzador y maravilloso: encontrarnos de pronto con un ser sin pasado, con una criatura libre de obligaciones y prejuicios, alma inmaculada, puro el instinto, provisto de las más estupendas posibilidades, no pervertido todavía por la serpiente del conocimiento; testigo de la acción de fuerzas misteriosas cuyo estudio será la tarea de los próximos siglos. Es posible que me equivoque, pero entonces me habría equivocado respecto a la humanidad entera y tendría que declarar falsos todos mis ideales.

—Que el cielo le ayude —respondió el señor von Tucher y se despidió rápidamente.

Aquel mismo día la madre de Daumer le hizo observar que el sueño de Caspar ya no era tan tranquilo como de costumbre. Cuando a la mañana siguiente Caspar fue a desayunar con aspecto de cansado, Daumer le preguntó si no había dormido bien.

—No es que haya dormido mal —replicó Caspar—, pero es que desperté de pronto y entonces tuve miedo.

—¿De qué tuviste miedo? —inquirió Daumer.

—De lo tenebroso —repuso Caspar, y añadió pensativo: —Por la noche las tinieblas se apoderan de la lámpara y rugen.

A la mañana siguiente entró medio vestido en la habitación de Daumer y le contó que un hombre había entrado en su alcoba. Daumer se asustó de pronto, luego adivinó que se trataba de un sueño. Le preguntó de qué clase de hombre se trataba y Caspar le contestó que era muy alto y bello, cubierto con un manto blanco. Y si el hombre había hablado con él. Caspar negó; no había hablado. Llevaba una corona que puso encima de la mesa y cuando Caspar quiso cogerla, la corona empezó a centellear.

—Has soñado —dijo Daumer.

Caspar quiso saber lo que era eso.

—Aun cuando tu cuerpo descansa —explicó Daumer—, tu alma está despierta y lo que has sentido o vivido durante el día, el alma lo convierte en imágenes durante la noche. Estas imágenes son lo que llamamos sueños.

Ahora quiso saber Caspar lo que era el alma.

Daumer dijo:

—El alma da vida a tu cuerpo. Cuerpo y alma están mezclados entre sí. Cada uno de los dos es lo que es, pero están tan inseparablemente unidos como el agua y el vino cuando se les mezcla.

—¿Como el agua y el vino? —preguntó Caspar desaprobándolo—. Pero con ello se corrompe el agua.

Daumer se echó a reír y aclaró que tan sólo se trataba de una comparación. En lo sucesivo se dio cuenta de que los sueños de Caspar tenían una concepción propia. De ordinario los sueños están relacionados con algo fortuito, se decía, juegan sin trabas con presentimientos, deseos y miedo. En él, en cambio, semejan a un hombre que fuera tanteando por la vida, alguien que extraviado en el bosque sombrío buscara el camino; aquí hay algo que no está en orden, hay que buscar la cuestión.

Lo más curioso era que había escenas qué iban formándose en sueños sucesivos y que de noche en noche se completaban y adquirían mayor riqueza de detalles. Al principio Caspar no sabía describirlos más que de manera entrecortada, según iba mostrándoselos su imaginación, hasta que un día, como un pintor que ve por fin un lienzo terminado, pudo darle una descripción completa a su tutor.

No se había despertado a la hora de costumbre, y Daumer fue a verle a su cuarto. Apenas se acercó a su lecho abrió Caspar los ojos. Su rostro ardía, su mirada parecía aún dirigida a su interior y era en extremo aguda y penetrante, su boca estaba ansiosa de hablar. Empezó a contar con voz lenta y emocionada.

Está en una gran casa y duerme. Llega una mujer y le despierta. Observa que su cama es tan pequeña que no comprende cómo pudo caber en ella. La mujer le viste y le lleva a un salón de cuyas paredes cuelgan enormes espejos con marcos dorados. Tras unas paredes de vidrio relucen bandejas de plata, y sobre una blanca mesa están colocadas unas pequeñas tacitas de porcelana muy finas y delicadas. Quiere quedarse y mirarlo todo, pero la mujer le arrastra hacia adelante. Pasan por una sala, donde hay muchos libros y de cuyo techo pende una araña de cristal. Caspar quiere mirar los libros, pero las luces de la araña se van apagando una tras otra, y la mujer sigue arrastrándole. Le conduce por un largo pasillo, bajan luego por unas enormes escaleras y atraviesan un amplío vestíbulo. Las paredes están llenas de cuadros que representan hombres con armaduras y mujeres con alhajas de oro. Mira a través de los ventanales y ve un patio donde en el aire juegan los chorros de un lindo surtidor; las columnas de agua aparecen en su base plateadas y en su cumbre doradas por el sol. Llegan a una segunda escalera, cuyos peldaños suben hasta el dorado infinito. Un hombre de hierro está a su lado. Empuña en su diestra una espada, pero su rostro es negro, mejor dicho, no tiene rostro. Caspar le teme, no quiere pasar delante de él, la mujer se indina y murmura algo a su oído. Pasan y llegan a una enorme puerta, y la mujer llama. No abren. Llama de nuevo y grita, pero nadie la oye. Quiere abrir y la puerta está cerrada. Caspar siente que algo muy importante sucede tras aquella puerta, él mismo grita también, pero en aquel momento se despierta.

«Raro —pensó Daumer—, aquí hay cosas que no puede haber visto nunca con anterioridad, como el hombre de la armadura sin rostro. Y su búsqueda por encontrar palabras, su penosa descripción de lo que ve con tanta claridad. ¡Curioso!»

—¿Quién era la mujer? —preguntó Caspar.

—Era una visión —repuso Daumer.

—¿Y los libros? ¿Y el surtidor y la puerta? —inquirió Caspar de nuevo—. ¿También eran visiones? ¿Y por qué no se abrió la puerta, la visión de la puerta?

Daumer suspiró y olvidó darle una respuesta. Era un sueño demasiado unido a la vida y la materia.

Caspar se vistió lentamente. De pronto levantó la cabeza y preguntó sí todos los hombres tenían una madre. Como Daumer asintió, inquirió si también todos tenían un padre. Lo que de nuevo le fue afirmado.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó Caspar.

—Muerto —respondió Daumer.

—¿Muerto? —repitió Caspar con un murmullo. Un estremecimiento de miedo recorrió sus miembros. Reflexionó. Luego empezó de nuevo. —Pero ¿dónde está mi padre?

Daumer calló.

—¿Es aquel con quien estuve? ¿Tu? —inquirió Caspar.

—No sé —respondió Daumer sintiéndose perplejo y sin su habitual superioridad.

—¿Por qué no? Tú lo sabes todo. ¿Yo tengo una madre?

—Ciertamente.

—¿Dónde está? ¿Por qué no viene a verme?

—Quizá también haya muerto.

—¿Es que también mueren las madres?

—¡Oh, Caspar! —exclamó Daumer dolorido.

—Mi madre no ha muerto —dijo Caspar con asombrosa seguridad. De pronto brillaron sus ojos y dijo emocionado:

—¿No estaría mi madre detrás de la puerta?

—¿Qué puerta, Caspar?

—¡Aquélla! La del sueño...

—¿La del sueño? Eso no es real —explicó Daumer tímidamente.

—Pero tú dijiste que el alma es real y hace los sueños. Sí, ella estaba detrás de la puerta, yo lo sé, y la próxima vez he de abrirla.

Daumer esperaba que la visión del sueño llegase a desaparecer de su recuerdo, pero no fue así. Este sueño, al que Caspar llamaba el sueño de la casa grande, crecía continuamente, se desarrollaba y adquiría toda suerte de nuevos detalles, como flores y raíces de una maravillosa planta. Caspar volvió a recorrer siempre aquel camino y terminaba cada vez ante la enorme puerta, que jamás se abrió. Una vez, al conjuro de unos pasos que sonaron en el interior, la puerta pareció temblar y abombarse como una cortina, por una ranura se coló el resplandor de un deslumbrante fuego y en ese mismo instante Caspar despertó. La inolvidable escena onírica le acompañó durante todas las horas del día.

Cambiaban las figuras. En lugar de la mujer era a veces un hombre quien le conducía a través de la sala. Y mientras subían las escaleras, se le acercó otro hombre y le alargó con severa mirada algo reluciente, largo y fino que, cuando Caspar quiso cogerlo, se deshizo en sus manos como los rayos de sol. Entonces intentó aproximarse al caballero y también éste se esfumó en el aire, mas no sin decir antes una sonora palabra que Caspar no pudo comprender.

A éste se le añadían otros pequeños sueños, de palabras desconocidas, nunca oídas despierto y que él, durante la vigilia, trataba de repetir inútilmente. Eran casi siempre suaves, pero nunca se referían a él, así lo creía, sino a lo que se ocultaba tras la puerta cerrada.

Los sueños eran como emisarios, como aves marinas que depositasen en lejanas costas restos de un buque naufragado.

Una noche de insomnio, Daumer oyó ruido en la habitación de Caspar. Se levantó y entró, envuelto en su bata. Caspar, en camisón, se hallaba sentado a la mesa, con un papel y un lápiz en la mano, y parecía haber escrito. Asombrado, le preguntó Daumer lo que hacía. Caspar levantó su mirada hasta entonces ensimismada y contestó lentamente:

—Estuve en la casa grande; la mujer me condujo hasta el surtidor que hay en el patio y me permitió que mirase por uno de los ventanales; arriba estaba el hombre con la capa, su aspecto era muy bello y dijo algo. Luego me desperté y lo he escrito.

Daumer encendió la luz, tomó la hoja, leyó, la arrojó de nuevo y tomando en las suyas las manos de Caspar exclamó desilusionado y medio compungido:

—¡Pero, Caspar, no se entiende lo que has escrito! Caspar se fijó en el papel, deletreó y dijo:

—En sueños lo he comprendido.

Entre los signos vacíos de todo sentido, se leía al final esta palabra: «Duque». Caspar la señaló y dijo:

—A causa de esta palabra he despertado. ¡Es tan hermosa y suena tan bien al oído!

Daumer se sintió obligado a poner en conocimiento del alcalde la inquietud de Caspar, como él llamaba a los sueños, y sucedió lo que temía.

—Primeramente debemos enviar al presidente Feuerbach un informe lo más detallado posible, porque de estos sueños se podrán deducir seguramente toda clase de relaciones —opinó el alcalde—. Luego creo conveniente que suba usted con Caspar al castillo.

—¿Al castillo? ¿A qué?

—Es una idea que acaba de ocurrírseme. Ya que siempre sueña con un castillo, quizá la vista de uno de verdad le conmueva y nos facilite nuevos puntos de vista.

—¿Pero es que cree en un significado real de estos sueños?

—Indudablemente. Estoy convencido de que, hasta el tercer o cuarto año de su vida por lo menos, vivió en un ambiente semejante y que, en el nuevo despertar a la vida y al conocimiento de sí mismo, los recuerdos de aquella existencia anterior ganan, mediante los sueños, forma y contenido.

—Explicación muy sensata y verosímil —observó Daumer con aire bilioso—. ¿Es decir, que en el fondo de toda esta cuestión no habría más que la simple historia de un secuestro, un cuento de ladrones?

—¿Un cuento de ladrones? No le falta razón al calificarlo de este modo. No comprendo por qué rechaza tal explicación. ¿Es que este mozuelo puede haber caído de la luna? ¿Es que pretende usted negar en él la validez de las leyes naturales?

—¡Oh cierto, cierto!—suspiró Daumer. Luego prosiguió: —Yo acariciaba otras esperanzas. Precisamente lo que yo quería ahora ahorrarle a Caspar era esto, escarbar y rebuscar en su pasado. Lo que en él me cautivó fue su libertad, su independencia frente a todo destino prefijado. Unas circunstancias extraordinarias le han conferído a esta criatura unos dones de los que ningún otro mortal puede envanecerse; y ahora ha de verse forzado a aceptar el calvario de unos acontecimientos que en sí pueden ser trágicos para no salirse de lo común.

—Comprendo, quiere usted conservar el nimbo espiritual que le rodea —repuso el alcalde con su pedantería un tanto desdeñosa. Pero tenemos obligaciones mucho más importantes para con el Caspar humano, para con este semejante, que para con ese Caspar Hauser, casi un monstruo. Hoy en día ya no existen ángeles, y allí donde una sinrazón ocurre, debe de haber un pecado.

Daumer se encogió de hombros.

—¿Cree usted sinceramente que con ello saldrá ganando algo Caspar? —preguntó con acento fanático, que al alcalde le pareció ridículo.

—Le cubrirán simplemente del lodo y la suciedad que invade nuestro mundo. Ya se han iniciado controversias en torno a su persona, y yo me siento arrepentido de mi obra. Saldrán a relucir nuevas maldades.

—Ojalá; mientras nosotros las veamos —replicó Binder vivamente—. Por lo demás, que cada uno cumpla con las obligaciones que le impone su cargo.

Al día siguiente el alcalde se presentó por la mañana en casa de Daumer, y los tres subieron al castillo. El señor Binder hizo sonar la campanilla y acudió a acompañarles el portero con un enorme manojo de llaves en la mano.

No bien se hallaron ante la gran puerta de dos batientes, fue como sí ante el rostro de Caspar se descorriera un velo. Todo erguido, su actitud expectante, echó hacia adelante el busto y tartamudeó finalmente:

—¡En una puerta igual, exactamente igual!

—¿Qué dices, Caspar? ¿Qué es lo que ves? —inquirió el alcalde afablemente.

Caspar no respondió. Con la mirada baja y con lentitud de sonámbulo atravesó la sala. Los dos hombres le siguieron. Se detenía cada pocos pasos y reflexionaba. Su emoción aumentó visiblemente al subir una ancha escalinata. Miró arriba y a su alrededor suspirando; con el rostro pálido y un estremecimiento de hombros. Daumer sintió compasión de él y quiso arrancarle de su abstracción, pero Caspar le miró ensimismado, sus labios musitaron:

—¡Duque, duque! —y escuchó como si quisiera descubrir en aquella palabra un significado misterioso.

Observó la larga hilera de retratos de los condes del castillo que pendían de las paredes, escudriñó la inmensidad de los salones, se detuvo en la galería, cerró los ojos y, finalmente, tras una pregunta formulada por el alcalde en voz muy baja, se volvió y dijo con voz apagada que le parecía haber poseído ya una vez una mansión muy parecida y que no sabía qué pensar de todo aquello.

El alcalde miró a Daumer en silencio.

Por la tarde visitaron al señor von Tucher y de acuerdo con él redactaron un minucioso informe para el presidente Feuerbach. El detallado escrito fue entregado al correo aquella misma noche.

Les llamó la atención no recibir noticia alguna, ni el más ligero acuse de recibo del presidente. Sin duda se había extraviado o alguna mano extraña lo había interceptado. El barón von Tucher hizo inquirir por un enviado particular si el señor von Feuerbach había recibido el informe, y entonces se enteraron de que en realidad no había llegado a manos del señor presidente. Los tres caballeros se sintieron entonces invadidos por una gran intranquilidad y desconcierto:

—¿No habrá intervenido alguien en el juego, quizás el que arrojó aquel papel por mi ventana? —se preguntaba temeroso Daumer. Las investigaciones efectuadas en correos no dieron ningún resultado, y así el informe tuvo que ser redactado de nuevo y entregado por medio de un mensajero de toda confianza al presidente.

Feuerbach respondió con su energía característica que no perdería de vista el asunto, y que se permitía reservar su opinión de momento por no considerar oportuno darla por escrito en vista de las circunstancias.

«Por el dictamen médico sobre Caspar Hauser, deduzco —escribía—que su salud deja bastante que desear, se habla en él de la excesiva palidez de su rostro debida, sin duda, a que el muchacho necesita respirar aires más puros, hacer más ejercicio. A este efecto es preciso intervenir rápidamente. Que se le haga montar a caballo. Que el caballerizo mayor de esa ciudad, von Rumpler, se haga cargo de ello. Hauser deberá hacer equitación tres horas semanales, los cortés deberán correr a cargo del erario municipal.»

Quizá lo que robaba el color de las mejillas de Caspar fuesen los sueños. Casi todas las noches visitaba el castillo. Las salas abovedadas se llenaban de una atmósfera argentina. Él se detenía delante de la puerta cerrada y esperaba, esperaba...

Finalmente una noche, las tenebrosas salas aparecieron a sus ojos inmensas y vacías, pero del pasillo inferior ascendió una figura borrosa. Caspar pensó en un principio que era el hombre de la capa blanca, pero cuando la figura se acercó observó que era una mujer. La envolvía un blanco velo, que arrastraba sobre sus hombros el hálito de un viento imperceptible. Caspar permaneció inmóvil clavado en la tierra, con el corazón dolorido, como sujeto por un puño gigante; el rostro de aquella mujer mostraba una expresión de dolor tan profundo como en ningún mortal había observado. Cuanto más se le acercaba, tanto más el corazón se retorcía en su pecho; ella pasó a su vera y sus labios pronunciaron su nombre, que no era Caspar Hauser, aunque él supo que era el suyo o que tan sólo a él podía referirse. Ella no cesó de murmurar el mismo nombre, y mientras la veía alejarse de nuevo, con el velo ondeando a sus espaldas como blancas alas, seguía resonando en sus oídos el eco de su nombre; entonces supo que la mujer era su madre.

Caspar se despertó bañado en lágrimas; y cuando llegó Daumer se precipitó en sus brazos, exclamando:

—¡La he visto, he visto a mi madre, era ella, ha hablado conmigo!

Daumer se sentó a la mesa y apoyó la cabeza en la mano.

—Mira, Caspar —dijo después de meditar un corto rato—, no debes darle crédito a esas fantasías de tus sueños. Sinceramente, ello me apena y desde hace ya bastante tiempo. Es como si alguien a quien le estuviera permitido pasearse por un bello jardín, en vez de entregarse al placer de contemplar las flores, sólo buscara arrancar las raíces y martirizar la tierra. ¡Compréndeme, Caspar! No quiero inducirte a ceder en tu derecho de enterarte de cuanto se refiere a tu pasado y al crimen que contigo han cometido. Pero piensa que hombres tan expertos como el presidenta Feuerbach y el señor Binder se ocupan de este asunto, Tú, Caspar, deberías limitarte a mirar al futuro, a vivir en la luz y a no tratar de sumirte en tinieblas; en la luz del sol está tu felicidad, tu vida. Todo hombre sensato puede cuanto desea; hazlo por mí, Caspar, desecha esos sueños. No en vano se dice que los sueños son como la espuma del mar.

Caspar se sintió malhumorado. Por vez primera se le daba a entender que en sus sueños pudiera encerrarse un engaño; por vez primera, el propio convencimiento era más fuerte que las enseñanzas del maestro. Y ello no le servía de satisfacción, sino de pesar.