EL CASTILLO DE FALKENHAUS
El presidente no regresó a la ciudad hasta el día de Reyes, después de una ausencia de cerca de cuatro semanas. Las personas más allegadas a él pretendían hallarle muy cambiado; sombrío y seco en el hablar, su preocupación por los asuntos oficiales estaba muy lejos de su antiguo celo. No pasó inadvertido el hecho de que dejase transcurrir varios días sin preguntar siquiera por Caspar. Cuando el consejero Hofmann le preguntó, mientras se dirigían juntos a su casa, si había visto ya al muchacho, Feuerbach no respondió siquiera. Al día siguiente, acudió a visitarle el teniente de la policía. Hickel se mostró inquieto por la seguridad personal de Hauser, y opinó que debería montarse una guardia especial para el muchacho. El presidente, sin entrar en detalles, contestó simplemente que se ocuparía de ello. Aquella misma tarde mandó llamar al profesor, y le rogó que le hablara de su protegido. Quandt evitó pronunciarse de un modo demasiado rígido: ni blanco ni negro, al final de la conversación sacó una carta de su bolsillo; era la de la señora Behold, que había decidido entregar al presidente para que tuviera conocimiento de ella.
Feuerbach leyó la carta y una nube de enojo ensombreció su frente.
—No debe conceder valor alguno a esta clase de escritos, querido Quandt —dijo adustamente—. ¿Hasta dónde llegaríamos si diéramos crédito a las necedades de semejantes locas? No tiene usted por qué ocuparse del pasado de Caspar, no es su obligación; yo le he encargado que lo convierta en un hombre hecho y derecho; sí a este respecto tiene alguna queja, soy todo oídos, ahórreme más preocupaciones.
Es de suponer que una réplica tal hiriera profundamente la sensibilidad del profesor. Regresó a su casa amargado, y aunque el presidente le había encargado que le enviase a Caspar el domingo por la mañana, no se lo comunicó a éste hasta pasados dos días, el sábado por la noche.
Cuando Caspar se personó a la hora indicada en casa de los Feuerbach tuvo que esperar largo rato en la puerta, hasta que apareció Henriette, la hija del presidente, y le llevó a la sala.
—No sé si mi padre podrá recibirle hoy —le dijo, y le contó que durante la pasada noche alguien había penetrado en el despacho del presidente; los malhechores desconocidos habían registrado los papeles del escritorio y abierto con ganzúas todos los cajones de la mesa, suponía que los ladrones buscaban alguna carta o documento especial, porque no habían robado nada, ni habían podido tampoco apoderarse del botín deseado, porque su padre había guardado previsoramente los más importantes documentos que obraban en su poder.
Mientras le contaba esto la joven paseaba furiosa y con un aire muy hombruno por la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la ira y el mal humor pintados en el gesto y la voz. Dijo que, naturalmente, su padre estaba fuera de sí por lo ocurrido, entretanto se abrió la puerta y entró el presidente en compañía de otro hombre, joven, delgado y de unos treinta años.
—Vaya, éste es Caspar Hauser, Anselm —dijo el presidente.
El interpelado se quedó perplejo y miró al rostro de Caspar pensativo. Caspar se sintió sorprendido por la extraordinaria belleza de aquel hombre; según supo más tarde se trataba del segundo hijo de Feuerbach, el cual, perseguido por un destino aciago, había huido por unos días junto a su padre, en busca de consejos y de refugio. Amaba Caspar los bellos rostros, y los masculinos muy especialmente sí denotaban espiritualidad; pero ésta fue una amistad bien corta. No volvió a verle.
El presidente hizo entrar a Caspar en la sala de visitas y regresó al poco tiempo. La mirada de Caspar se posó en un cuadro de Napoleón fijado en la pared. Le resultaba extraño el parecido entre los rasgos dominantes del rostro del retrato y el del hombre que acababa de ver, el uno alto, majestuoso en toda su altivez, y el otro con una sombra de sombrío pesar. ¡Y además las lujosas vestiduras, la corona collares de oro, el manto mundo púrpura! Caspar se conmovió; se abría ante sus ojos un mundo mas elevado; con gusto se hubiera adelantado a sujetar con sus propias manos aquellos objetos que se le presentaban en vívidos colores en el cuadro. Se enderezó involuntariamente, como si el cuadro le obligara a imitarle; anduvo unos pasos y se asombró de que los ojos del cuadro le siguieran, brillando en su negrura.
Ocupado de tal sazón le halló el presidente, y se detuvo admirado junto a la puerta. Fuera por casualidad o quizá por un insondable encadenamiento de las circunstancias por las que se le ofreciera un destino tan poco corriente, Feuerbach vio relacionados como por encanto al muchacho y al cuadro, como una prueba que le llegase de lo alto. Porque la madre de Caspar (sí, su madre, si es que cabía dar crédito al edificio que había construido de terribles suposiciones y de seguridades muy poco dudosas) se hallaba unida al héroe por lazos de sangre.
—¿Sabe usted quién es, Caspar? —preguntó Feuerbach en voz alta.
Caspar sacudió la cabeza.
—Pues voy a decírselo. Éste es quien ha convencido a la humanidad de cuanto puede la voluntad de un solo hombre. ¿Ha oído hablar alguna vez del emperador Napoleón? Yo le conocí, Caspar, yo fui intermediario entre él y nuestro rey Maximiliano. Aquellos eran grandes tiempos, de los que resta ya muy poco.
Feuerbach se apartó con la melancólica mirada perdida en sus cavilaciones. Le pesaban los años; demasiado se había debatido entre sus garras; casi con miedo se posaban sus ojos en el muchacho, que permanecía inmóvil y mudo; él podía proferir la palabra que le acusara de impotencia ante todo el mundo; de la debilidad que ya no podía esconder. Lo que había experimentado últimamente, lo que sufrió entre los poderosos, anegaba su corazón de vergüenza; una llama de rabia y odio latía en su pecho contra todo lo humano. Rechinando los dientes cruzó como una docena de veces la habitación, entre la puerta y la ventana; tan sólo al ver al empalidecido Caspar pudo contenerse y recobrar en parte la calma, preguntándole entonces sí le bastaba la comida que le daban en casa de los Quandt.
—No puedo quejarme a este respecto —repuso Caspar.
Feuerbach pareció menospreciar el doble sentido de la respuesta.
—¿Y qué hay con el lord? —siguió inquiriendo con la mirada fija y amenazadora en la lejanía—. ¿Ha recibido noticias de él? ¿Ya le ha escrito?
—Le escribo una vez cada semana —dijo Caspar.
—¿Dónde se encuentra?
—Piensa irse a España.
—A España, bien. España, eso está muy lejos, querido.
—Sí, dicen que está lejos.
Esta conversación tan escueta fue interrumpida por un funcionario de la policía, portador de un oficio escrito acerca del escalo ocurrido la noche anterior. Caspar se despidió.
—¿Dónde ha estado tanto tiempo?—fue el recibimiento que le dispensó Quandt.
—Estuve con el señor presidente, ya lo sabía usted —replicó Caspar.
—De acuerdo, pero demuestra muy poca educación no saber acortar una visita cuando se le está esperando en casa para cenar.
Y es que las comidas eran para los Quandt asunto de vital importancia. El profesor se sentaba siempre con circunspecta emoción a la mesa, su inquisitiva mirada parecía calcular en cada uno de los comensales el grado de devoción que sentían por el plato. Cuando la señora Quandt anunciaba que había aquel día algo bueno, el profesor acompañaba la relación de su esposa inclinando complacido la cabeza o frunciendo reflexivamente el ceño. Si le placía algún guiso crecía su buen humor; sí en cambio no lo encontraba de su agrado, tragaba cada bocado con aire despectivo. Tenía sus platos favoritos, como, por ejemplo, los pepinos en vinagre o bien la ensalada de patatas; cuando lo mencionaba, pocas veces olvidaba recalcar la sencillez de sus necesidades. La profesora era una excelente cocinera y cuando acertaba en la confección de los platos predilectos de su marido no cerraba sus oídos a las merecidas alabanzas, que a menudo adquirían formas excesivamente pedantes; y así Quandt acostumbraba a decir que si no la hubiera elegido él por esposa, se hubiera levantado Trimalción de su tumba para contraer matrimonio con ella. Después de la cena llegaba para él la hora más cómoda y agradable del día, la de las zapatillas, el sillón, la bata y el periódico. Quandt raramente visitaba el café o la posada, primeramente a causa de los gastos que hubiera representado, y luego porque nada le impelía a hacerlo. Prefería aquel cómodo rincón junto a la chimenea.
Pero desde que Caspar habitaba en la casa, aquel ambiente idílico había perdido su encanto. Quandt se sentía torturado y muchas veces olvidaba la causa. Imaginémonos un perro vivaz, nervioso, vigilante. Imaginémonos que este perro, en uno de sus paseos por el barrio, traga inconscientemente una porción de veneno y que ya con el fuego destructor en su cuerpo rebusca ansioso en la oscuridad, persigue las sombras, recorre los rincones más húmedos de la casa, ladra a las moscas, a todo lo que le rodea, y movido sólo por un loco impulso supone envenenado al mundo entero, en tanto que son únicamente sus pobres intestinos los que bullen. Así tendremos una visión aproximada del estado de aquel infeliz hombre, digno de toda compasión. El diablo lo tenía obsesionado con el muchacho; más importante que todas las cosas era para él saber lo que «escondía»; hubiera dado un par de años de su vida sólo por poder averiguar lo que «ocultaba».
A las ocho llegó de visita el teniente de la policía; estaba de un humor endiablado porque la noche anterior había perdido en el casino sesenta y cinco gulden jugando al faraón y aún debía el dinero. Se mostró visiblemente afable con Caspar; le preguntó lo que había hablado con el presidente, pero al considerar falto de importancia el fiel informe del muchacho, lo aceptó con reservas.
—Sí, nuestro buen amigo es muy reservado —se lamentó Quandt—. Yo nada sabía del escalo en casa del presidente Feuerbach y podemos dar gracias porque nos lo haya contado. ¿Sabe usted más detalles, teniente? ¿No se ha encontrado ninguna pista?
Hickel respondió con tono indiferente que se había detenido en Altenmuhr a un vagabundo sospechoso.
—¡Y que haya que ver estas cosas! —exclamó Quandt—. ¡Qué poca vergüenza se necesita para hacer víctima de un atentado semejante a nuestra primera autoridad!
Pero para sí decía: «¡Bien! Esto conmoverá un tanto a Su Excelencia, tan dado a considerarse por encima de todos nosotros, como perteneciente a una nueva casta de intocables. También de los canallas pueden recibir saludables lecciones los grandes señores.»
—Me extrañaría mucho —dijo Hickel entreabriendo apenas los labios, una nueva muestra de noble educación que había espiado de lord Stanhope—que este incidente no estuviera en relación, de una manera u otra, con nuestro Caspar Hauser.
Quandt quedó pasmado; luego miró de reojo a Caspar, cuya atemorizada mirada se cruzó con la suya.
—Tengo mis motivos para sospecharlo —prosiguió Hickel observando atentamente las amañadas uñas de sus manos de campesino, unas manos que excitaban en Caspar una inexplicable repugnancia—. Tengo mis motivos y quizás a su debido tiempo los haga entrar en liza. El presidente es lo bastante listo para saber de dónde proceden los golpes. Pero se abstiene de hablar de ello en vista de la falsa posición en que se halla.
—¿Falsa posición? ¿Qué está usted diciendo? —exclamó Quandt, y un agradable escalofrío recorrió su espalda. Incluso la profesora dejó las medías que estaba zurciendo para mirar curiosamente a los dos hombres.
—Sí, sí —prosiguió Hickel sonriendo y mostrando al profesor sus amarillos dientes—. En Múnich le calentaron los cascos y ha vuelto mohíno y mucho menos seguro de sí mismo que antes. ¿No cree usted lo mismo, Hauser? —preguntó mirando tan pronto a Quandt como a su mujer.
—Yo creo que no está bien hablar así del señor presidente —repuso Caspar atrevidamente.
Hickel palideció y se mordió los labios.
—¿Ha oído esto, señor profesor? —dijo ceñudo—. Ya croan las ranas, se acerca el verano.
—Una observación muy poco oportuna, Hauser —murmuró Quandt furioso y enojado—. Está usted obligado a guardarle al teniente el mismo respeto que a mí. Usted no se permitiría semejantes expresiones en presencia del barón von Imhoff o del señor comisario general, de eso estoy muy seguro. Se dice que una doble cara es una cara falsa. Se lo escribiré al conde.
—No se moleste usted —le interrumpió Hickel—. No merece la pena, hay que achacarlo simplemente a su falta de verdadera educación. Por lo demás ayer mismo recibí una carta del señor conde. —Metió la mano en el bolsillo de su chaleco, y sacó de él un papel doblado. —le gustaría saber lo que escribe, ¿verdad, Hauser? Bien, no es que sea para usted muy lisonjero. El buen conde se preocupa como siempre de usted y nos recomienda un extraño rigor en el caso de que no obedezca.
Caspar se mostró incrédulo.
—¿Esto escribe? —preguntó balbuceando.
Hickel asintió.
—se enojó mucho cuando el incidente del diario—aclaró Quandt.
—Todo esto quedará resuelto cuando se lo explique yo a su vuelta —repuso Caspar.
Hickel se echó a reír, frotándose la espalda en la estufa.
—¡Cuando venga! ¡Sí! Pero ¡sabe Dios si volverá algún día! Me huele que no le quedan muchas ganas. ¿Cree usted, criatura, que un hombre como él no tiene nada más que hacer que perder el tiempo en este poblacho?
—¡Volverá, señor teniente! —dijo Caspar sonriendo con aíre triunfador.
—¡Vaya! —exclamó Hickel—. Parece estar muy convencido. ¿Y de dónde lo saca, sino es demasiado preguntar? —Él me lo prometió —replicó Caspar con la mayor sinceridad—. Me prometió solemnemente volver dentro de un año. Me lo prometió el ocho de diciembre, por lo tanto faltan aún diez meses y diecisiete días.
Hickel miró a Quandt, Quandt a su esposa, y los tres prorrumpieron en una carcajada.
—Desde luego ha adquirido una gran práctica de cálculo —opinó Hickel secamente. Luego apoyó su mano en la cabeza de Caspar y preguntó:
—¿Quién le ha cortado sus magníficos rizos?
Quandt replicó que él mismo lo había deseado, después de convencerle de que era un adorno demasiado femenino para un hombre hecho y derecho.
—Y ahora puede irse usted a dormir—terminó diciendo.
Caspar dio la mano a cada uno de ellos y se marchó. Cuando hubo salido, Quandt abrió cuidadosamente la puerta y escuchó.
—Vea usted, señor teniente —murmuró a Hickel preocupado—. Cuando supone o sabe que le escuchan, sube la escalera parsimoniosamente, pero cuando se cree solo sabe saltar como una liebre y sube de tres en tres los escalones. ¿No es cierto, esposa mía?
La profesora corroboró lo dicho. ¡Y las molestias que le producía tenerle en casa!, añadió amargada. Sólo seis semanas llevaba con ellos y ya tenía catorce camisas por lavar; nunca salía si no iba pulido y limpio como un figurín y ya desde primera hora de la mañana está dale que dale al cepillo.
Le sirvió al teniente una copa de coñac y se fue a la habitación contigua para tratar de acallar a su hijita, que a gritos exigía la satisfacción de sus necesidades.
—Sí, el diablo sabe lo que se trae entre manos —dijo Quandt prosiguiendo el lamento de su esposa—. Hace poco leía yo el Diario de la Cámara de los Diputados de Baviera. Hauser se colocó detrás de mí y cuando yo hube terminado murmuró con voz apagada el título del diario, como si le extrañara. La verdad es que tratándose de un diario leído en toda casa honrada y teniendo como ha tenido ocasión de verlo cada día en la nuestra el nombre no podía venirle de nuevas. Yo le pregunté entonces si no sabía lo que era eso de la cámara de los diputados. Me repuso con la cara más inocente de este mundo que seguramente era una habitación donde encerraban a la gente. Y ahora dígame si esto no sobrepasa todo lo imaginable. Tendría que bajar un ángel de los cielos para hacerme tragar la sarta de sandeces que él pretende que crea, y aun entonces me permitiría dudar de que fuera un ángel verdadero y no falso.
—¿Qué quiere usted? —repuso el teniente de la policía—. ¡Todo en él son patrañas, todo pura mentira!
Y mientras se balanceaba sobre las separadas piernas asomó a sus ojos un odio ilimitado, indefinible.
Todo mentira, juicio que no se refería sólo al asunto de Caspar, sino a toda actividad humana, que le dejaba indiferente hasta producirle asco y repugnancia en tanto no pudiera relacionarla con su propio bienestar. Que los demás se rompieran la cabeza por el cielo o el infierno, que lucharan por el rey o la nación, que construyeran casas o parieran hijos, que robaran, mataran, deshonraran y engañaran o llevaran a cabo las más nobles hazañas, para él no pasaban de ser simples patrañas, a no ser por el aval para una vida sin preocupaciones que a su entender le debía la sociedad.
El caballero von Lang, que se sentía atraído por Hickel a causa de su aduladora naturaleza, acostumbraba a contar cómo Hickel, paseando con su hijo, doctor en filosofía, y al hablarle éste señalando el firmamento de los múltiples mundos planetarios, le había contestado con el tono burlón que solía adoptar:
—¡Bah! ¿Cree usted verdaderamente, doctor, que estas hermosas lucecitas son algo más que esto... lucecitas?
Y no por incultura, sino como expresión del sentimiento de su propia seguridad, que rezumaba de aquellas dos palabras: «todo mentira».
En toda la ciudad era sabido que Hickel vivía pendiente de sus relaciones. Su ideal consistía en pasar por un caballero, su pasión era vestir con elegancia, poseía un fino olfato para elegir las circunstancias que pudieran favorecer esta aspiración. Hacía algún tiempo se había discutido su ingreso en un club distinguido de altos funcionarios. Como no era persona apreciada y su origen dejaba mucho que desear, pues sus padres habían sido humildes labradores en Dombühl, la admisión no era fácil; finalmente se salió con la suya, gracias a ciertos secretos de familia que logró sorprender y con los que supo infundirle respeto a determinadas personas que nunca se habían dignado a codearse con él. Su antiguo jefe, el consejero Hofmann, fue el que halló la más afortunada expresión para definir el sentir general respecto a tal sujeto:
—Nunca descubre su juego este dichoso Hickel, no lo descubre nunca.
La verdad es que se tenía siempre la impresión de que Hickel disponía en la sombra de contundentes argumentos prestos a defenderle.
Por otra parte, nadie como él conocía el arte de entenderse con el presidente Feuerbach. Podía incluso permitirse el lujo de decirle al retraído personaje ciertas verdades que, aunque expresadas respetuosamente, no eran más que embozados insultos. Poseía una gracia innegable para contar divertidas anécdotas y chismes acerca de la vida en la ciudad. Ello bastaba para encantar a Feuerbach, dejándole en la mejor disposición para escuchar otras historias de muy distinta clase.
—Es un enigma —decía la gente—. ¿Qué diablos debe darle Hickel al señor presidente?
De todas maneras el teniente siempre encontraba en Feuerbach un oyente atento; por lo demás sabía ceder astutamente cuando el presidente le reprochaba algo a su manera, afeándole su comportamiento, descubriendo hasta las raíces sus malos instintos con su penetrante mirada. ¿No sería precisamente esto lo que en Hickel le seducía y ataba? Al ver tan claro dentro de su alma, de aquella alma tan vacía y sombría, le tomó demasiado afecto para poder deshacerse de él.
Hickel supo convencer poco a poco al presidente de que Caspar no debía ir tan solo ni andar tan libremente. Como guardián escogió a un viejo veterano patizambo y manco de un brazo. Este valiente tomó con gran celo su nueva misión, consistente en seguir a Caspar paso a paso, siendo la risa de la chiquillería. El teniente había calculado bien al suponer que el vigilante impediría su libertad de movimientos. Y llegaron bien pronto protestas de todas partes, tanto de Quandt como de Caspar y del propio inválido, a quien Caspar burlaba con frecuencia, hurtándose a su vigilancia.
Caspar expuso sus pesares al sacerdote Furhmann, con quien daba lecciones de religión; este bien intencionado anciano le recomendó paciencia.
—¿Y de qué me sirve la paciencia? —exclamó Caspar tozudamente—. ¡Cada vez es peor!
—¿De qué te sirve? —repuso bondadosamente el cura—. ¿De qué le sirve a Dios contemplar las necedades de los hombres? Por la paciencia nos conduce a la perfección. La paciencia hace florecer rosas en un páramo.
Sin embargo, el sacerdote se dirigió al presidente y éste le prometió ocuparse del caso, si bien por el momento no hizo nada. El viaje de inspección anual le tuvo alejado de la ciudad durante tres semanas; a su regreso mandó llamar al teniente Hickel.
—Oiga, Hickel —le interpeló—. ¿Conoce usted los alrededores? Bien. ¿Ha oído hablar alguna vez de Falkenhaus?
—Ciertamente, Excelencia —repuso Hickel—. Falkenhaus es una antiquísima residencia de caza perteneciente a un extinguido marquesado y enclavada en el bosque de Triesdorf.
—Exacto. Ese lugar viene interesándome desde hace algún tiempo. Tras ciertas averiguaciones me he enterado de muchos e importantes detalles. Falkenhaus sirvió hasta hace unos cuatro años de vivienda de guardas forestales; por cierto que el último guarda habitó en la casa durante más de diez años absolutamente solo, sin entrar jamás en relación con ningún habitante de los alrededores; se ocupaba él mismo de hacer sus compras en los pueblos vecinos y nunca se le vio en la taberna.
»Un día desapareció repentinamente y un gendarme licenciado dice haberle visto de propietario o encargado de una finca en Suavia. Seguí también esa pista y no sólo resultó cierta, sino que además supe que aquel hombre había sido asesinado en octubre de 183o, en su propia cama.
—Todo esto lo desconocía. Solamente sé que Falkenhaus está abandonada, que nadie la habita y que entre las gentes del pueblo se cuentan las más extrañas y fabulosas historias de fantasmas sobre la casa abandonada.
—De todas formas tómela bajo su vigilancia —dijo el presidente—. Lo mejor que puede hacer es mandar a alguien que conozca la región y que lo registre todo cuidadosamente.
—Se hará, Excelencia. ¿Me permite preguntarle en relación con qué?
—Se trata de Caspar Hauser y de su prisión.
—¡Ah! —Hickel carraspeó y se inclinó cortésmente—, Dios sabrá por qué.
—Estoy convencido de que Falkenhaus fue el lugar de su cruel y horrible prisión. No me cabía la menor duda desde un buen principio, dado el relato que de la caminata nos hizo Caspar, que el lugar debía de hallarse en la misma Franconia, cerca de Nuremberg o Ansbach. Ahora los indicios me han llevado a Falkenhaus.
—Seguramente Su Excelencia necesitará esta prueba para su libro sobre Hauser — dijo Hickel con voz aduladora.
—Así es.
—¿Y pretende publicar la obra todavía este año? Perdone mi curiosidad, pero el asunto me interesa mucho.
—Pregunta demasiado, Hickel. Déjelo estar. Aquí tengo una carta para el consejero Hofmann, cuide de que le sea entregada. Mañana quiero ir a Falkenhaus con el consejero y con Caspar. Comuníquele a Caspar que se prepare, pero no le diga la causa del viaje.
A la hora prefijada se encontraron con Caspar y éste se vio, para su admiración, sentado en la cómoda carroza frente al presidente y el consejero Hofmann. Atravesaron los campos florecientes de la primavera en un silencio pocas veces interrumpido.
Y llegaron. Entraron en la casa del bosque, pero el registro de sus abandonadas estancias no les proporcionó el menor rastro. Si es que había existido alguna celda subterránea, su antiguo guardián la habría rellenado de tierra y el tiempo habría borrado los últimos vestigios.
Pero la aguda mirada del presidente descubrió en pleno campo, junto al ala derecha de la casa, un extraño foso excavado en la tierra. Por las señales podía creerse que con anterioridad se había hallado cubierto por alguna trampa de madera o cosa semejante, puesto que alrededor se veían aún troncos podridos y hendidas astillas. Siete escalones cavados en la tierra conducían al fondo, y, abajo, el suelo extrañamente liso aparecía cubierto de musgo.
Feuerbach palideció al verlo. Después de profunda reflexión descendió al foso palpando las paredes y se agachó en un rincón, todo estaba sombrío y silencioso. Al subir de nuevo contempló a Caspar inquisitivamente. Éste permanecía inmóvil, vagando su mirada por las tenebrosidades del bosque. «¿No sospechará nada? —pensaba Feuerbach—. ¿Es que no le dicen sus sentidos dónde pisa su pie? ¿No le hablan los árboles? ¿No respira el mismo aire que antaño? Y puesto que tal no sucede, ¿puedo seguir manteniendo mi hipótesis con seguridad?»
Habían dejado el carruaje en el camino real, algo alejado. Al regreso por el bosque, Caspar, a quien le había acometido una súbita melancolía, se retrasó un tanto, caminando despacio un gran trecho detrás de los dos hombres.
El consejero Hofmann aprovechó la ocasión para exponer el presidente sus razonadas dudas.
—Tan sólo desearía saber una cosa —dijo ocultando una sonrisa de incredulidad—. Desearía saber por qué en realidad el hombre que estuvo guardándole durante tantos años se decidió de pronto a ponerle en libertad, precisamente en medio de una populosa ciudad, donde debía excitar la curiosidad de las gentes y, por lo tanto, traicionar a los criminales. No veo aquí lógica alguna.
—Por Dios, yo puedo hallársela —repuso tranquilo el presidente—. Quizá se hubiesen cansado ya de él, quizá conservarle por más tiempo representaba una enorme molestia y hasta incluso un peligro; su carcelero podía haber recibido la orden de deshacerse de él, de matarle, mas por un sentimiento de compasión o de simpatía, o bien de miedo por semejante hecho, tomó la decisión de hacerle desaparecer de otra manera y ¿dónde mejor que en una gran ciudad? Debió de pensar algo así: el caballero Wessenig, siguiendo las indicaciones escritas en la carta a él dirigida, lo introduce entre sus soldados; allí son muchos los analfabetos y los necios, allí no chocará, debió de opinar el malhechor con optimismo sólo explicable, ciertamente, por su propia ignorancia. Pero cuando los acontecimientos tomaron un rumbo distinto al previsto había crecido su pánico, se había desconcertado, habría puesto los hechos en conocimiento de quienes tenían los hilos del crimen, y éstos tuvieron que preocuparse para que volviera a enmudecer el testigo y la víctima de sus crímenes, que, protegido ahora por una ciudad, se les mostraba como un resucitado.
—Muy bien pensado —murmuró el consejero, sin dejar entrever lo poco que le había convencido.
Llegaron muy tarde a la ciudad. Caspar se separó de los caballeros y regresó solo. Por el camino se encontró con la señora von Imhoff, la cual le saludó y le preguntó por qué no se había dejado ver por su casa desde hacía tanto tiempo.
—Estoy muy ocupado, tengo mucho trabajo —repuso Caspar, pero sus ojos denotaron tal desconcierto que la inteligente dama supo que éste no podía ser el verdadero motivo. Muy prudentemente no quiso preguntarle más, y derivó la conversación hacia la primavera.
Caspar miró al aire y a las copas de los olmos, como si hasta entonces le hubieran pasado inadvertidas. Sacudió la cabeza. Le hubiera gustado hablar, el corazón le rebosaba, pero en la lengua sentía como una piedra que no le permitía movimiento alguno, y es que tenía la impresión de que aquella mujer, aun cuando tan afable se mostrara, no sentía por él un interés sincero. «¿De qué me serviría hablar?», pensó.
—Tengo un saludo para usted —dijo ella al despedirse y después de invitarle a almorzar el domingo próximo—. ¿Se acuerda aún de la historia de mi amiga que les conté una tarde, cuando aún se hallaba entre nosotros lord Stanhope? Suyo es el saludo, y significa mucho viniendo de su parte.
—¿Cómo se llama esa mujer? —preguntó nuevamente Caspar, pero ahora sin sonreírse, sin muestra alguna de alegría.
La señora von Imhoff se echó a reír; le parecía cómica aquella insistencia por un simple nombre.
—se llama Kannawurf, Clara von Kannawurf —respondió afablemente.
«Es muy hermoso que me mande un saludo —pensó Caspar siguiendo su camino—, pero ¿de qué puede servirme? ¿De qué?»