JOSÉ Y SUS HERMANOS
Stanhope le hizo un generoso presente de despedida. Dos pares de zapatos, una caja de encajes de Bruselas y seis metros de fino paño para un par de trajes. Después de haber pasado toda la mañana en compañía de él, Stanhope acudió a casa de Quandt después del almuerzo para despedirse definitivamente de Caspar. A las tres y media llegó el coche. Caspar acompañó al conde a la calle. Estaba pálido como la cera; por tres veces abrazó al que partía, mordiéndose los labios para no gritar; se separaba de él parte de sí mismo, una separación definitiva, cruel, él bien lo sabía, tanto sí volvía a ver a aquel hombre a quien amaba como si no. Con él se despidió de su inocencia, de su confianza, de la dulzura y felicidad de las bellas ilusiones y desengaños.
También el lord sentía anegársele los ojos en llanto. Era parte de su encantador natural dar rienda suelta a sus sentimientos en ocasiones semejantes. Sus últimas palabras temblaban de emoción, sonaban como una defensa contra próximos remordimientos; como si aún deseara detener la rueda del destino, desviando el camino trazado de antemano; ya se había puesto en marcha el carruaje cuando gritó a Quandt y al teniente de la policía Hickel, los dos solemnemente erguidos junto a la puerta:
—¡Cuidad de mi hijo!
Quandt se llevó la mano al pecho, como prometiendo cumplimentar su ruego. El carruaje se dirigió a la Crailsheimer Strasse. Cinco minutos más tarde llegaban el señor von Imhoff y el consejero Hofmann; para pena suya comprobaron haber llegado tarde. Para consolar por lo menos a Caspar se lo llevaron a dar un paseo por el parque, decisión que apoyó el profesor con un interés desusado. Hickel rogó que le permitiesen unirse a la partída.
Apenas los cuatro desaparecieron por la próxima esquina, Quandt entró precipitadamente en casa y, haciendo una seña a su esposa, que no precisó más, puesto que la cosa estaba convenida, se dirigió al piso y ella corrió a asomarse a una ventana para hacer de centinela.
Quandt, por su parte, se dedicó a la tarea de buscar el diario. Para tal fin había mandado hacer dos duplicados de las llaves de Caspar, con los que ahora podría abrir el armario y la cómoda. No encontró nada en los cajones, el cuaderno azul no estaba dentro. Rebuscó también infructuosamente en el armario, entre la ropa y los libros; inútilmente registró cuantos muebles y cajones había en la alcoba, no pudo encontrar nada.
Agotado se secó el sudor de la frente y llamó a su esposa a través de la puerta abierta.
—Ahí lo tienes Jette, lo que siempre te dije: tras su simplicidad este sujeto esconde algo muy tenebroso.
—Sí, es falso y ruin —repuso la mujer—. No hay más que maldades en sus acciones.
Maldecía con frecuencia del muchacho para agradar a su marido, pero en el fondo simpatizaba con él, ya que ninguna otra persona la había tratado con tanta corrección y cortesía.
Quandt estuvo ya malhumorado todo el resto del día, como si le hubieran impedido ejecutar una buena obra. ¿Y es que no era así? ¿Es que no consistía su misión en la tierra en separar la verdad de la mentira y en descubrir, como alquimista de los corazones, las sustancias puras del espíritu a la vista de sus conciudadanos? No podía permanecer impasible ante el poder de la mentira.
Acuciado por tales sentimientos, aquella misma noche le dirigió a su esposa un sermón en que se expresó de la siguiente forma:
—Dime, querida Jette, ¿es que no te has dado cuenta de su postura recta y erguida en la mesa? ¿Cabe admitir que una persona así haya permanecido por espacio de todo un decenio acurrucado en una cueva subterránea? ¿Es posible creer tal cosa conservando despiertos los cinco sentidos? En cuanto a su famosa ingenuidad, no la veo, francamente, por ninguna parte. Es bondadoso, sí, es posible que sea bondadoso, pero esto ¿qué demuestra? ¡Y cómo adula a las gentes pudientes y distinguidas! Su hipocresía salta a los ojos de los que le conocen. Tu amiga, la señora Behold, supo dar en el clavo. Muchas veces, cuando entro inadvertidamente en su habitación sin que él lo note, con interés de sorprenderle, me lo encuentro acurrucado en un rincón cualquiera en una actitud digna de verse. No sé sí es verdaderamente capaz de ensimismarse hasta tal punto o si sólo lo finge, pero no bien se da cuenta de mi presencia, su rostro se transforma con la rapidez de un rayo, adoptando aquella sonrisa de hipócrita alegría que, desgraciadamente, desarma a quienes se le acercan. Una vez le encontré en pleno día con las persianas bajadas. ¿Qué pretende con esto? Algo oculta.
—¿Y qué puede ocultar?
Quandt se encogió de hombros y exhaló un suspiro.
—Quizá sólo Dios lo sepa —dijo—. Pero a pesar de todo esto le quiero—terminó ceñudo—. Le tengo afecto. Es un pilluelo listo y tratable. Pero hay que descubrir qué ocultas intenciones guarda. Algo diabólico hay en su presencia.
La profesora, que se disponía a irse a la cama, estaba cansada ya de tanta charla. Su hermoso rostro tenía la expresión de un pájaro bobo adormilado y sus ojos, más juntos de lo normal, relucían al brillo de la vela. De pronto detuvo la mano que guiaba el peine y dijo:
—¡Quandt, escucha!
Quandt se detuvo en su paseo y puso atención. La alcoba de Caspar estaba encima del dormitorio del matrimonio. En el silencio que se originó, oyeron las pisadas regulares del enigmático huésped, que recorría incansable la habitación.
—¿Qué estará haciendo? —inquirió la señora admirada.
—Sí, ¿qué hará? —repitió Quandt mirando al techo adustamente—. No lo sé. Me dijeron un día que se iba a dormir tan temprano como las gallinas; no lo creo ni he podido comprobarlo. Ya ves en qué conflictos nos vemos. De todas maneras tendremos que desacostumbrarle de sus paseos nocturnos.
Quandt abrió la puerta en silencio y se deslizó cautelosamente al exterior, pisando con suavidad gracias a sus zapatillas. Tomando múltiples precauciones subió la escalera, y cuando llegó a la puerta de la habitación de Caspar trató de mirar a través del agujero de la cerradura, pero al no distinguir nada, aplicó el oído a la madera de la puerta. Sí, el enigma viviente paseaba, paseaba sin cesar forjando oscuros planes.
Quandt intentó hacer girar el pomo; la puerta estaba cerrada. Entonces elevó la voz con energía, exigiendo silencio. Inmediatamente cesaron los pasos en la habitación.
Cuando el profesor regresó junto a su mujer, se encontró con que había empezado inesperadamente una grave hora para ella. Yacía en el lecho quejándose y clamando por la comadrona. Quandt quiso mandar a la criada, mas la mujer se opuso.
—No, eso no; ve tú mismo, esta pobre mujeruca es tonta y se perdería.
Aunque a regañadientes, Quandt tuvo que decidirse, y ello por incómodo que fuera el encargo. Se sentía cansado y le subyugaba la cama. Además temía recorrer a aquella hora de la noche las oscuras callejuelas; hacía poco, por Pascua, había sido atracado un cajero detrás de la iglesia de San Carlos, y apaleado después bárbaramente.
Se vistió a disgusto; luego arrancó a la muchacha de su blando lecho y le ordenó que fuera a llamar a una vecina amiga, que se había ofrecido para cuando llegara el momento. Después regresó a su habitación, registró la cómoda en busca de su pistola, a causa de la excitación volcó la mesita de noche, lo cual le hizo maldecir de su suerte y llevarse las manos a la cabeza profundamente disgustado por que las circunstancias le proporcionaban tales contrariedades. La mujer parecía enloquecer ante tanta desgracia, y sacando fuerzas de flaqueza profirió, contra su marido en particular, y contra los hombres en general, una sarta de injurias que por lo común el pánico que su marido le infundía le obligaba a callarse. El resultado fue excelente. Después de conducir al cuarto de la criada a su hijito, que dormía en una habitación contigua y que, naturalmente, se había despertado con el alborozo, el profesor se fue trotando por la calle enfangada.
Caspar, dispuesto ya a meterse en la cama, oyó de pronto, estremecido, la dolorida voz de la mujer, que fue adquiriendo un tono cada vez más agudo y penetrante hasta convertirse en una serie de chillidos horribles a los que siguieron unos minutos de silencio. Después crujió la puerta de la casa; oyó luego un rumor agitado de pasos subiendo y bajando, recorriendo la casa, deambulando inquietos, y de nuevo empezó la mujer a gemir y a gritar con el terrible acento de antes. Caspar creyó que había ocurrido una desgracia; su primer pensamiento fue ponerse a salvo. Corrió a la puerta, la abrió y descendió rápidamente la escalera. La puerta de la sala se hallaba abierta y una ráfaga de aire caliente acarició su rostro. La muchacha y la vecina se hallaban muy atareadas junto a la cama de la señora Quandt; ésta llamaba a gritos al marido e imploraba al cielo, mientras se retorcía de dolor.
¡Oh, y lo que sus ojos descubrieron de pronto! ¡Una pequeña cabecita, un cuerpo blanco y diminuto, alzado por unas manos no mucho menores que el propio cuerpecito! Se estremeció de nuevo, se dio la vuelta y antes de que le vieran se escabulló escalera arriba y se quedó sentado en el último escalón.
Se abrió de nuevo la puerta de la casa. Apareció Quandt acompañado de la comadrona, pero la vecina se precipitó hacia él exclamando jubilosa:
—¡Una hija, señor profesor!
—¡Vaya! —exclamó orgullosamente Quandt, tan altaneramente como si tuviera algún mérito su obra.
Un lloriqueo apenas perceptible anunció al mundo la presencia de una nueva ciudadana. Al cabo de un rato, Caspar vio a la muchacha que, tarareando, llevaba una jofaina llena de sangre.
Quizás había pasado más de una hora cuando Caspar se levantó por fin y se dirigió tambaleándose a su habitación. Se desnudó con gesto vacilante, como si estuviera ebrio; se tiró en la cama y escondió la cara entre las almohadas.
No podía luchar contra el recuerdo: en medio de la oscuridad de la noche surgía ante él como una superficie purpúrea la jofaina de sangre.
No le era posible borrar aquello de su mente: de un lago de sangre surgían nuevos seres a la vida que llamaban humanos. Desnudos y diminutos, inválidos y solos, entraban en la vida acompañados por el dolor de la madre. De un calabozo sin igual eran paridos de la misma manera que le había parido a él su madre.
Esto es, pues, todo, pensó entonces Caspar. Intuyó su relación, sintió el lazo, las raíces que le unían a la tierra sangrante; estaba descubierto el secreto, el significado era evidente.
Pero halló aunados compasión y horror, añoranza y temor, la vida y la muerte unidas para siempre a un solo nombre. No quería dormirse y se dormía, pero cuando más cerca estaba del sueño, le sobrecogía el terror a la muerte, hasta que tuvo que entregarse a él: una corta muerte en vida.
Como por la mañana no acudiera a la hora acostumbrada, el asombrado Quandt subió a llamarle. Sí bien suponía cerrada la puerta con llave desde la noche anterior hizo girar el pomo, y para asombro suyo la encontró abierta. Acercándose a la cama de Caspar le sacudió y dijo enojado:
—Vamos, Hauser, está volviéndose usted un dormilón. ¿Qué es lo que le pasa?
Caspar se sentó en la cama y el profesor vio que tenía húmeda la almohada; señalando hacía ella le preguntó lo que significaba. Caspar reflexionó un instante y contestó que era de haber llorado, que había llorado en sueños. «¿Cómo, llorado? —se preguntó Quandt maliciosamente—. ¿Y por qué? ¿Cómo sabe tan pronto que ha llorado? ¿Y por qué ha esperado a que viniese yo a sacarle de la cama? Esto es una finta — decidió—, quiere conmoverme.»
Miró inquisitivamente a su alrededor y su mirada se posó en el vaso de agua que se hallaba en la mesita de noche. Tomó el vaso y lo alzó; estaba medio vacío.
—¿Ha bebido agua, Hauser? —preguntó ceñudo.
Caspar le miró sin comprenderle. La mirada del profesor pasando del vaso a la almohada cobró una expresión llena de reproches.
—¿No habrá vertido el agua en un descuido?—siguió preguntando—. Quiero decir por un descuido y nada más. Puede hablarme con toda franqueza, Hauser.
Caspar negó con la cabeza; no acababa de comprender lo que aquel hombre pretendía.
«Es obstinado, muy obstinado», se dijo Quandt poniendo fin al interrogatorio. Cuando Caspar entró en la salita para dar la lección, Quandt le comunicó con pausada dignidad que le había sido regalada una hija.
—¿Cómo, regalada? —preguntó Caspar inocentemente.
Quandt frunció el ceño. Le enojaba la indiferencia con que el muchacho aceptaba un acontecimiento semejante. E irguiéndose frío y altanero dijo:
—Empezaremos, como siempre, por la Biblia. Lea lo que corresponde a la lección de hoy.
Era la historia de José.
Un hombre viejo que tiene muchos hijos, y que ama al más joven más que a ninguno y le da una bella túnica para distinguirle. Por este motivo le odian sus hermanos, que ya ni hablarle quieren. Y José les cuenta un sueño que ha tenido: «Mirad: atábamos gavillas en el campo —cuenta— y mi gavilla se mantenía más tiesa y erguida mientras las vuestras la rodeaban y se inclinaban ante ella.» Y contestaron los hermanos: «¿Es que pretendes ser nuestro rey? ¿Es que deseas ser más que nosotros?» Y aún le odian más a causa de su sueño. Pero José no sospecha nada, parece no conocer el motivo de sus antipatías, y al poco tiempo les cuenta otro sueño, en el que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante él. La explicación del sueño es fácil, pues once son los hermanos. Incluso el padre le reprocha el sueño. «¿Qué te has creído tú, José? —le habla dolorido el padre—. ¿Es que tu madre y yo tenemos que acercarnos a ti para adorarte?» Al poco tiempo, los hermanos, que son todos pastores, marchan al campo para cuidar de sus rebaños y el padre manda a José con ellos. Y al verle llegar desde lejos sus hermanos se dicen: «Mirad, ahí viene el soñador.» Y deciden degollarle y arrojarle a un foso y decir que una alimaña le dio muerte. «Entonces veremos en qué se convierten sus sueños», dicen en son de burla. Pero uno de ellos se apiada de José y advierte a los demás. Les aconseja que arrojen al hermano al foso pero que no le maten. Y así lo hacen; le quitan la túnica, su linda túnica, y la arrojan al foso. Entonces pasa por aquel lugar una caravana de mercaderes procedentes de lejanas tierras, y los hermanos deciden vender a José a los mercaderes. Luego toman las ropas de que despojaran al hermano, las sumergen en sangre de oveja y le dicen al padre: «Encontramos estas ropas ensangrentadas, mira que no sean las de algún hijo tuyo.» El viejo rasga sus vestiduras y exclama doloroso: «Abandonaré este mundo desgraciado por la muerte de mi hijo.»
Cuando Caspar llegó a este punto se le quebró la voz. Se levantó, apartó de sí el libro y el pecho se le estremeció de sollozos que quiso contener aplicando la mano en la boca.
Quandt se quedó admirado. Observó atentamente al muchacho. Su oblicua mirada semejaba la de un chivo atado a un poste.
—Siga, Hauser —dijo finalmente—. No querrá hacerme creer que le emociona una historia tan simple, que además conoce ya; según tengo entendido, esta parte del Antiguo Testamento la había leído anteriormente con el profesor Daumer. Usted debe de saber por tanto que todo terminó bien para José, porque era un hombre bueno y puro. Le ruego, pues, que ahorre usted escenas semejantes. Sí cumple usted con su deber, es obediente y noble, llegará en mi estimación mucho más lejos que con la manifestación extemporánea de afectos rebuscados. Sencillamente, no creo en sus lágrimas; me parece habérselo demostrado esta mañana suficientemente. Con ellas conseguirá precisamente lo contrario de lo que pretende; no soy amigo de sentimentalismos y menos tan poco fundados. Y ya puestos a hablar francamente, he de advertirle que no tome por necios a todas las personas con quienes habla; esto sería una estupidez por su parte que habría de acarrearle funestas consecuencias. Yo estoy bien dispuesto hacía usted, Hauser, deseo ayudarle, quizá no tenga usted ningún amigo más sincero que yo, de lo que ciertamente no se dará cuenta hasta que sea demasiado tarde. Pero ¡guárdese de querer engañarme! Y ahora prosigamos. Deseo no tomar en consideración este pequeño incidente.
Mientras duró este sermón impresionante, la voz del profesor adquirió una suavidad ilimitada, todo hacía suponer que se hallaba muy cerca de tomar a Caspar entre sus brazos y apretarlo contra su corazón. Pero Caspar le miraba perplejo y con una sonrisa de estupefacción pintada en el semblante. «¿Qué es esto? —pensaba—. ¿Qué quiere este buen hombre?»
Ní siquiera después de larga reflexión pudo adivinar lo que deseaba decirle el profesor con tal galimatías y, finalmente, llegó a la conclusión de que Quandt era la persona más incomprensible que nunca hallara en su camino.