EL CONDE INGLÉS

Uno de los últimos días de abril, por la tarde, un elegante carruaje se detuvo frente a la posada Zum Wilden Mann, y un caballero alto y bien trajeado descendió de él, y saludó amablemente al posadero, que poco acostumbrado a semejantes huéspedes, se había precipitado a recibirle. El extranjero pidió las mejores habitaciones y sin preguntar el precio penetró en la casa abriéndose paso por entre los mirones que habían acudido a tan insólito espectáculo. Los criados y el cochero trasladaron a la posada el equipaje, formado por enormes cofres y otros utensilios de viaje. El recién llegado inscribió su nombre en el libro de viajeros y pronto todos pudieron leer con respetuosa inclinación las palabras siguientes, escritas en grandes caracteres: «Lord Henry Stanhope, Earl of Chesterfield, Par de Inglaterra.»

El acontecimiento excitó tanto la curiosidad de la población que hasta bien entrada la noche una densa muchedumbre de curiosos permaneció frente a la posada, contemplando las iluminadas ventanas de las habitaciones del ilustre huésped. A la mañana siguiente, el lord entregó su tarjeta en casa del alcalde y demás personajes de la población, y unas horas después le devolvían las visitas en su alojamiento; antes que ninguna, la de Binder, quien recordaba todavía la anterior estancia del inglés.

En la conversación que sostuvieron ambos, el conde Stanhope declaró sin ambages que, como la otra vez, era Caspar el único motivo de su visita a la ciudad. Afirmó que sentía por el expósito el mayor interés y dio a entender que estaba dispuesto a emprender algo extraordinario en favor del muchacho.

El alcalde replicó que en todo lo que de él dependiera tendría el lord las mayores facilidades.

—De usted dependerá todo lo que al muchacho se refiere —añadió el lord.

Binder repuso que el señor von Tucher tenía a Caspar bajo tutela y que no vería con buenos ojos que un extraño se mezclara en su tarea; por lo demás él no podía hacerse responsable de ningún cambio que se refiriera a Caspar sin conocimiento del presidente Feuerbach.

El lord se mostró contrariado.

—Entonces tendré que desplegar gran tacto —observó. Luego inquirió sí a causa del atentado en casa de los Daumer se había obtenido algún indicio susceptible de aclarar el misterio que rodeaba a Caspar y si alguien había sido acreedor al premio por él ofrecido. Binder dijo que no y replicó que aquella cantidad tan generosamente puesta a su disposición no había sido tocada y que podía retirarla cuando lo desease, puesto que no existía ya esperanza de encontrar al culpable.

Los días siguientes los dedicó el lord a cumplir sus deberes sociales. A mediodía, a la hora del té, o por la noche, tenía siempre invitados o asistía a fiestas dadas en su honor. Había tomado a su servicio un excelente cocinero francés y sus comidas eran un modelo de finura y de distinción. Sí con ello intentaba ganarse amigos y admiradores, hay que reconocer que lo logró ampliamente. Si era su intención familiarizarse con todas aquellas buenas gentes y conocer sus opiniones, no le fue nada difícil conseguirlo; todos se le ofrecían incondicionalmente, todos se sentían honrados con su presencia, admiraban sus más nimias acciones.

Toda ocasión le parecía buena para hablar de Caspar; quería saberlo todo, indagarlo todo, insistía en mínimos detalles, pero no consideró necesario visitar a Daumer, cosa que llamó la atención. Se entrevistó sencillamente con el guardián de la prisión, al que interrogó minuciosamente.

Hill, deslumbrado por semejante distinción, dijo cuanto sabía con entusiasmo. Era un espectáculo asombroso oír a un hombre envejecido entre delincuentes hablar de la estancia de Caspar en la torre, de su humildad y su docilidad; finalmente declaró excitado que en cuanto a él testimoniaría la inocencia del muchacho, aunque Dios mismo le acusara. El conde Stanhope se emocionó visiblemente; sonrió y dijo que no se trataba de ninguna acusación. Por último despidió al buen hombre con un regalo principesco.

Después de estos preámbulos, se decidió a visitar al barón von Tucher y a Caspar. Como una vez le preguntaron por qué demoraba tal visita, replicó que antes de realizarla necesitaba reconcentrar todo su espíritu, porque temblaba ante la inminente visita a Caspar como un niño en espera del regalo de Navidad.

El señor von Tucher se hallaba en su despacho cuando le presentaron la tarjeta del inglés. Como es natural, estaba ya enterado de la presencia del lord en la ciudad y también de sus actividades. Mas previendo que dicho personaje vendría necesariamente a turbar la tranquilidad de que disfrutaba, no sentía la menor simpatía hacia él.

Según todas las apariencias esperaba encontrar en el extranjero una persona meramente afable y bondadosa. A pesar de ello, quedó gratamente sorprendido cuando vio a su distinguido visitante, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron todos los prejuicios que de él se había formado.

Cierto es que aquel hombre se le antojaba peligroso, lo presintió desde el primer instante, pero le envolvía un halo tal de mundanidad y simpatía que le hacía atractivo. Como en sus ademanes mostraba cierto orgullo y reserva, la finura de sus facciones descartaba todo asomo de feminidad; los rasgos de su rostro eran marcadamente ingleses y tan noblemente dibujados que hacían olvidar la palidez de su semblante; el fuego de sus penetrantes miradas recordaba tan pronto las de una delicada gacela como las de un tigre al acecho. El señor von Tucher sintió una curiosidad y una emoción que no se vieron defraudadas por la conversación que se entabló entre ambos.

Sólo sus preguntas sobre el estado espiritual y corporal de Caspar indicaban ya que poseía acerca de la vida el más elevado concepto, y todo cuanto dijo obtuvo sin dificultad el beneplácito de su interlocutor.

Se refirió espontáneamente a los motivos de su estancia en la ciudad. Sus explicaciones tenían un dudoso cariz; velaba, al parecer con suma maestría, sus verdaderas intenciones, pero von Tucher no pudo sospechar en ello nada condenable. El solo nombre de Stanhope acreditaba por sí su honradez. ¿Qué podía impedir a todo un lord Stanhope hablar con claridad? Si no era por delicadeza y tacto innato, su silencio encerraba al menos la promesa de proclamar abiertamente sus intenciones en hora oportuna. Von Tucher se sintió más bien obligado que no ofendido o defraudado hacía él; sin esperar a que el lord se lo rogase, le preguntó cortésmente si deseaba ver a Caspar. Mientras rechazaba sonriente el cortés agradecimiento de su huésped, hizo sonar la campanilla y ordenó al criado que llamase a Caspar.

Se produjo un largo silencio; el barón aguardaba con involuntaria expectación y el lord, sentado con las piernas cruzadas, apoyando la cabeza en su enguantada mano izquierda, mantenía el rostro vuelto a la ventana. Era una tarde dominical soleada y apacible; el cielo se extendía, azul e inmenso, por encima de los rojos tejados, y las golondrinas revoloteaban entre las grises casas chillando alegremente. Al entrar Caspar en la estancia, Stanhope cambió lentamente la dirección de su mirada y, sin observarle realmente, pareció como si quisiera grabar su figura en los ojos. Mientras von Tucher cuidaba de anunciar a Caspar la relevante personalidad del visitante, y Caspar se dirigía hacia él para saludarle, el conde se alzó y dijo con asombrosa exaltación, visiblemente emocionado:

—¡Caspar! ¡Por fin! ¡Bendita sea esta hora!

Luego extendió los brazos hacia él, como si se le abriera una puerta después de una impaciente espera. Caspar se dejó arrastrar a aquellos brazos, con un estremecimiento de gozo y alegría, y no fue capaz de hablar ni de moverse.

Allí estaba el que venía de lejos. Suyo era el anillo y suyo el mensaje. Cuando desde su habitación oyó detenerse ante la puerta el carruaje, sintió como si el corazón se le paralizase y, al llamarle el criado, creyó, por vez primera, ver toda la casa iluminada por un sol esplendente. Al atravesar el umbral no vio más que a él, al extranjero, tan sólo al extranjero, su más íntimo amigo, y como si hasta entonces hubiera echado en falta la mitad de su ser se sintió de pronto integrado, perfecto, renacido, creado a semejanza divina. Sonaba su hora mansamente, y la luz de la tarde supo como a miel, le pareció dulce al paladar.

Aquella maravillosa emoción de Caspar también se transmitió al lord. Por algunos segundos, su rostro no pudo ocultar su emoción mientras sus ojos se enturbiaban preñados de penoso embarazo. Desconcertado, sin la menor duda, las frases no acudían en ayuda de su pensamiento, y al hablarle, su voz, de suyo tan delicada y sedosa, adquirió rudas tonalidades. Acarició el cabello de Caspar, le apretó la mejilla contra su pecho y una mirada perdida alcanzó al asombrado von Tucher, que contemplaba la insólita escena en silencio. Stanhope le rogó después que le permitiera llevarse consigo a Caspar por unas horas, ya que lo ocurrido exigía alguna explicación, ruego éste que el señor von Tucher no supo denegar.

Poco después Caspar se hallaba sentado junto al lord en el suntuoso carruaje; naturalmente, el policía que le acompañaba iba sentado en la trasera. Mientras el coche se dirigía, atravesando la ciudad, a los jardines de Maximiliano fueron entablando poco a poco una larga conversación.

Caspar empezó a lamentarse de su pasada suerte; por vez primera podía hacerlo. Pero desde el momento en que la sinrazón y la injusticia eran reconocidas, el mundo le parecía bello, tanto como inhumano hasta aquel día, ahora se le abrían las puertas del cielo y le era mostrada la mano que todo lo podía.

¡Pero no se trataba de lo acaecido, puesto que estaba ante alguien que tenía que saber! Quiso preguntar. Lo hizo con atrevido y apasionado acento. ¿Quién soy? ¿Quién era? ¿Qué seré? ¿Dónde se halla mi padre? ¿Dónde está mi madre?

¿Y qué respondía el conde? Perplejidad. Un tierno abrazo.

—Paciencia, Caspar; paciencia hasta mañana: no podría contártelo todo con un par de palabras, es demasiado. Será mejor que tú me cuentes: dime, ¿cómo has vívido? Háblame de tus sueños. Me han dicho que los habías tenido muy extraordinarios. ¡Cuenta!

No tuvo que rogarle mucho. Aquellos seres de sus sueños que el verbo de Caspar, lleno de vida y de pasión, iba creando, confundieron al conde, que apretó al muchacho contra sí fuertemente para esconder su rostro; la narración del sueño de su madre le hizo estremecerse y, de nuevo, desvió el curso de la conversación haciendo otras preguntas. Quiso saber detalles de su vida en casa de los Daumer y de los Behold. Estos temas se le ofrecían llanos y faltos de peligro. Stanhope parecía encantado de oír sus expresiones tan inocentes y precisas, y del cómico empleo de dichos y refranes propios de la ciudad. A la vuelta le preguntó a Caspar por el anillo que le había enviado.

—No me atreví a ponérmelo —contestó Caspar.

—¿Por qué no?

—No sé por qué.

—¿Es que no te gusta?

—Oh, no; al contrarío, es demasiado bello. Me late demasiado el corazón cada vez que lo veo.

—Pero ahora lo llevarás, ¿no es cierto?

—Sí, ahora lo llevaré. Ahora sé de cierto que me pertenece.

El carruaje se detuvo ante la puerta de la casa. Stanhope se despidió cariñosamente de Caspar y le citó para la mañana siguiente, en la posada.

—¡Adiós, querido, hasta mañana! —le gritó alejándose.

Caspar se quedó acongojado. El tiempo se detuvo de nuevo en su rápida marcha. Cada paso dado en aquella casa representaba un penoso alejarse de aquel hombre maravilloso; todo lo que ahora alcanzaba su mano y su mirada se le antojaba vacío, muerto.

Apenas dadas las diez de la mañana ya estaba en la posada Zum Wilden Mann. Se había escapado, simplemente, antes de terminar la clase; sí alguien hubiera intentado detenerle, se habría deslizado por una ventana, mediante una cuerda o lo que fuese.

El lord le recibió en la sala del piso superior, le besó en la frente ante los concurrentes y le condujo a una salita en la que se hallaban sobre un velador numerosos regalos para él: un reloj de oro, un juego de botones para la camisa, de oro también, unas hebillas de plata para los zapatos y, además, varias prendas de ropa interior de la más fina calidad. Caspar no daba crédito a sus ojos, el exceso de agradecimiento le ahogaba y se limitó a apretar fuertemente la mano de su bienhechor.

El lord aceptó su muda arremetida con un silencio emocionado. Pero como después de atravesar la sala cogidos del brazo no se calmaron las ansias de Caspar por expresarle su reconocimiento, que luchaba por encontrar palabras adecuadas a sus sentimientos, Stanhope le rogó que no se esforzara más.

—Estas pequeñas cosas son sólo simples muestras de mi amor por ti —le dijo—. Espero poder en el futuro demostrártelo de mejor modo. Entretanto habrás de seguir siendo como has sido hasta ahora, porque así debe ser. No muestres demasiado lo que siente tu corazón. Seme fiel y confía en mí como en un padre, en un camarada, en un amigo.

Caspar suspiró. Aquello era demasiada felicidad. Nunca hubiera creído que de una boca humana pudieran salir tales palabras. Incapaz de asentir, sólo sus ojos daban fe de sus pensamientos.

Stanhope abrió una puerta y condujo al muchacho a una mesa servida sólo para ellos dos. Tomaron asiento, el lord escanció vino y sonrió curiosamente cuando Caspar le dijo que nunca lo bebía.

—¿Qué haremos, pues, Caspar, cuando ambos viajemos por las tierras del sur? En todos los montes y colinas resplandecen las vides al sol, llenando el aire. ¿Por qué me miras así? ¿Acaso no me crees?

—¿De veras? ¿Viajaremos los dos juntos? —preguntó Caspar jubilosamente.

—¡Claro que sí! ¿Crees que quiero separarme de ti? ¿Cómo supones que voy a dejarte en esta ciudad donde te han sucedido tantas contrariedades?

—Y ¿será por fin cierto? ¡Lejos, lejos de aquí! ¡Tras ese horizonte! —y se llevó las manos a la cara, alzando los hombros hasta las orejas, estremecido de gozo, feliz.

—Pero ¿qué dirá el señor von Tucher? ¿Y el señor alcalde? ¿Y el señor Feuerbach? — añadió, balbuceando de agitación, mientras que en su rostro se pintaba su preocupación al imaginarse que aquellos hombres pudieran entorpecer los proyectos del conde o quizá destruirlos.

—Se verán obligados a acceder, ya no tendrán poder alguno sobre ti. Tu camino te conduce a una cima inaccesible para ellos —contestó Stanhope muy serio y miró al mismo tiempo a Caspar con ojos penetrantes y duros.

Caspar palideció, dominado por un indiscriminado sentimiento. Mientras en su pecho luchaban a un tiempo el deseo y la duda, surgió en su pensamiento la imagen de la mujer aquella de sus sueños, más deslumbrante y pura que nunca. Con un gesto implorante se dirigió a Stanhope, inquiriendo:

—Señor conde, ¿me llevará también junto a mi madre?

Stanhope dejó el tenedor y el cuchillo junto al plato y apoyó su cabeza en la mano.

—Aquí, Caspar, se esconden tenebrosos secretos —murmuró sordamente—. Debo hablar y hablaré, pero tú tienes que callar, no confiarás en nadie más que en mí. Dame tu mano, Caspar, y promételo. No sé si por suerte o por desgracia, me ha elegido el destino para llevarte ante tu madre, para ayudarte.

Caspar se derrumbó en su silla. No le sostenían ya sus pies y se abatió su cabeza sobre las rodillas del conde. Latía la sangre en sus venas y un sollozo descargó la tensión que oprimía su pecho.

—¿Cómo debo llamarte? —preguntó con el atrevimiento de un beodo, porque el tratamiento debido a los simples mortales se le antojaba impropio, insuficiente, como sí no bastase a su devoción y agradecimiento.

El lord se levantó pausadamente y le dijo con cariñoso acento:

—¡Así está bien! Ese ha de unirnos; llámame Heinrich, como si fuésemos hermanos.

En tal intimidad les sorprendió el criado que entró a anunciarles la presencia del alcalde y del comisario del gobierno. Ante éstos siguieron las pruebas de cariño que el lord prodigaba al muchacho. Parecía desear que los dos fueran testigos de sus caricias a Caspar. Hizo como si no pudiera separarse de él; los visitantes tomaron asiento después de haberle saludado respetuosamente, pero él acompañó a Caspar hasta la puerta, y atravesó la sala con la mano apoyada en su hombro, hablándole en voz baja; luego retrocedió para saludarle con su pañuelo desde la ventana. Aun advirtiendo el asombro y estupefacción de sus huéspedes no se retrajo en absoluto; por el contrario, se comportó como un enamorado, mostrando sin timidez alguna sus apasionados sentimientos.

Los regalos del lord fueron llevados, pocas horas después, a casa de los Tucher. Grande fue el asombro del barón ante tamaña esplendidez.

—Yo guardaré estas cosas —dijo a Caspar tras una breve reflexión—. No es propio de un futuro aprendiz poseer prendas tan lujosas.

Habría que ver a Caspar en aquel instante.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Esto me pertenece! ¡Es mío y quiero tenerlo, no permito que nadie me lo toque!

Su acento era casi amenazador. Los ojos le brillaban.

Von Tucher perdió los colores de la cara. Abandonó la estancia sin añadir palabra. «¡Qué desagradecido! —pensaba amargado—¡Qué desagradecido! ¡Aprovecha la oportunidad y niega a su antiguo bienhechor no bien encuentra un postor que ofrece más!»

Ya no triunfaban los principios; escondían el rostro avergonzados, deshechos como las cenizas del apagado hogar.

«Ceder en estas circunstancias sería una debilidad de la que luego me abochornaría —se dijo von Tucher—. Mas ¿qué hacer? ¿Debo emplear la fuerza? La fuerza es inmoral.»

Se dirigió a lord Stanhope y le expuso el caso. El conde le escuchó cortésmente y trató de demostrarle la falta de Caspar como una chiquillada, defendiéndole ardorosamente, pero le prometió hacer que Caspar le entregara los obsequios motu proprio.

El señor von Tucher quedó encantado de la amabilidad y comprensión del lord y salió confiado. Pero esperó en vano la prometida obediencia de Caspar. Sin duda los esfuerzos del lord habían sido inútiles; Caspar sabía embaucar a aquel bondadoso caballero, era un saco de malicias y astucias. Demasiado orgulloso para confiar su desengaño a nadie, se contentó el barón con seguir momentáneamente la marcha de los acontecimientos, aunque con la amargura de un hombre que se sabe engañado. Le hería que Caspar no se sintiera impulsado a hablarle de sus relaciones con el lord, a repetirle sus conversaciones y pedir consejo; nunca hubiera esperado tal falta de confianza y de franqueza.

Al principio el lord se había limitado a visitar a Caspar en casa de los Tucher y, a lo sumo, a invitarle a dar algún paseo después de pedir cortésmente permiso al barón. Mas todo fue cambiando a medida que el tiempo transcurría, y el lord citaba ya a Caspar en lugares en que el guardián debía permanecer cincuenta pasos alejado. El señor von Tucher se quejó ante el alcalde; declaró que el lord obraba en contra de sus expresas condiciones. Pero ¿qué podía hacer el señor Binder? ¿Iba a ofender al distinguido caballero, poniéndole pueriles cortapisas? Se atrevió un día a hacerle una tímida advertencia. El lord le tranquilizó con una broma, para no pasar por la indignidad de reconocer su falta de palabra le fue fácil acusar a Caspar de promotor de toda aquella falta de disciplina.

Y así los viandantes pudieron seguir viendo a los dos sorprendentes personajes paseando de noche con frecuencia por las callejuelas de la ciudad. Cogidos del brazo y enfrascados en sus conversaciones no advertían las curiosas miradas que les dirigían. Generalmente paseaban por las murallas que rodeaban la ciudad hasta el castillo; aquí Caspar solía dejarse arrastrar por sus melancólicos recuerdos; aquella sombría torre evocaba en él los días más tenebrosos de su vida y, cuando contemplaba a sus píes la ciudad en donde innumerables lucecitas animaban aquel mar de casas sumergido en tinieblas, sus oídos escuchaban atentos el reloj de la torre; su latido sólo significaba ahora que había apresado el tiempo y sus campanas ya no acentuaban con sus sonoridades aquel espanto de la espera.

El lord no se cansaba de contarle cosas. Le hablaba de sus viajes. Con habilidad le narraba, en pocas palabras, anécdotas y datos de interés susceptibles de despertar la latente curiosidad del muchacho. Caspar supo así de los Alpes, de montañas cubiertas de nieves perpetuas y de apacibles valles cuyos moradores eran hombres libres. Supo también de Italia (la palabra ya era de por sí embriagadora), con sus bellas iglesias, sus soberbios palacios, sus jardines con estatuas preciosas, cuajados de naranjos, rosas y laureles; su cielo azul de ensueño y sus lindísimas mujeres. Vio el mar y los barcos, con sus velas blancas desplegadas al viento. Su ansia, su anhelo de ver esos mundos era tan grande que a veces prorrumpía en carcajadas burlándose de sí mismo. ¡Ah, si le fuera dado algún día visitar todas aquellas maravillas, aquellas tierras inundadas de sol y de desconocidos frutos! La sola idea de que ello pudiera ocurrir pronto, muy pronto, hacía latir su corazón violentamente. Le proporcionaba una alegría torturante.

Una tarde lluviosa se refugiaron en la posada. El lord abrió un cofre y le mostró algunos de los tesoros que había ido reuniendo en sus viajes. Contenía monedas extrañas y piedras preciosas; grabados en cobre, estatuillas, gemas, camafeos, perlas y toda suerte de aderezos antiguos; una corona de rosas traída de Tierra Santa; una fuente de plata con lindas figurillas artísticamente grabadas; una Biblia adornada con bellísimas capitulares e ilustraciones de incalculable valor; un puñal de damasco con rica empuñadura de oro; el cuño de un Papa; una capa de seda de la India adornada de estrellas; una lamparilla de Pompeya y unos pequeños cazos de la antigua Galia, todo curioso, todo extraño, todo ello rodeado de un hálito de un libre y amplío mundo.

—Éste es un obsequio del príncipe elector de Maguncia —decía, por ejemplo, el lord—. Y esto es un regalo del duque de Saboya; esta curiosa miniatura la adquirí en Barcelona, y esta figurilla de barro en Siracusa. Esto es un talismán, me lo dio el jeque Abderramán, y estas hopalandas orientales me las mandó mi prima desde Siria; es una mujer maravillosa, acompaña a los árabes y beduinos en sus correrías por el desierto, habita en una tienda de campaña y practica la astrología y la alquimia.

¡Qué palabras! ¡Qué lejanas voces! Con visible alegría, el conde atizaba en el joven el fuego del deseo. Acaso esperaba cumplir sus promesas. Quizá pretendía excitar en Caspar la ambición y el anhelo de conocer el mundo. Quizá gustaba simplemente de escucharse a sí mismo, de gozar con el juego del lenguaje. Quizá sólo tuviese por diversión horrible contar al pájaro que nunca ha de volar, encerrado en su jaula que jamás ha de abrirse, las bellezas del vuelo en los espacios infinitos, hasta que el canto de su libertad ahogue la vida en su garganta.

¡Qué bellamente hablaba, cómo dominaba las cuerdas del lenguaje! Entre sus rojos labios y sus níveos dientes se dibujaba una eterna sonrisa. Mas no siempre se mostraba tan alegre. ¿A qué era debido? Una sombría nube velaba a menudo su rostro. De vez en cuando se levantaba y se acercaba a la puerta con el oído atento, vigilante. Sus caricias tenían en ocasiones un afecto no exento de melancolía, mientras permanecía sentado y su mirada inquieta apenas rozaba la figura del muchacho. Un día Caspar se atrevió a preguntarle:

—¿Eres en realidad feliz, Heinrich?

—¿Feliz, Caspar? ¡Oh, no! Feliz, ¿qué es eso? ¿Has oído hablar alguna vez de Ahasver, el judío errante, el vagabundo eterno? Está considerado como el hombre más desgraciado del mundo. Yo quisiera deshojar ante tí mi vida, mi amargura se esconde en sus oscuras hojas. Mas no debo, no puedo. Quizá más adelante, cuando se haya decidido tu destino, cuando llegues conmigo a mi patria.

—¿Será posible? ¿Cómo podrá serlo? De pronto el lord se sintió estremecido; como si de su espalda se hubiera desprendido un cálido abrigo o como si deseara liberarse de una presión intolerable. Invadido por una angustiosa agitación, habló de la futura grandeza de Caspar, pero, como siempre, en el más enigmático de los tonos y no sin advertirle de modo solemne que guardase silencio acerca de ello. Habló del imperio de Caspar y de sus súbditos. Lo hacía por vez primera, como obedeciendo a una fuerza superior a su voluntad, temblando, estremecido, acentuando repetidamente la necesidad de una absoluta discreción, como arrastrado por el espectro del temor, pero olvidando al mismo tiempo todos los peligros.

—Yo te conduciré, yo aplastaré a tus enemigos, tú eres mil veces mejor que ellos. Primero, para despistarles, iremos hacía el sur; luego huiremos a mi patria; allí nos crearemos un cobijo desde el que podamos perseguir a nuestros enemigos tras haber reunido las fuerzas necesarias para dar el golpe decisivo.

Y de nuevo a la puerta, atento al menor ruido; cuidando de que nadie escuchara. Luego, desviando temeroso la conversación, describía su patria, la paz de la campiña inglesa, la señorial independencia de su inmensa mansión; los poblados bosques y los arroyuelos de nítidas aguas, el aire balsámico, la primavera y el otoño: todas las estaciones encerradas en un círculo de inocentes placeres.

En todas aquellas descripciones había mucho de esa agitación propia de una conciencia no tranquila y el dolor de los eternamente repudiados. Por otra parte, encerraba algo de ese sentimentalismo que permite a los más rudos caracteres calmar sus apasionamientos al calor de la naturaleza. Luego habló de su vida. Sabía describirse como un hombre abrumado de honores y riquezas, envidiado por todos, víctima de poderosos enemigos. El destino, en melodramática función, perseguía de país en país a los hijos de su estirpe, maldita. Una vez muertos sus padres, los testamentarios se habían conjurado contra el noble heredero, y él, un cincuentón, se hallaba ahora sin hogar, sin esposa y sin hijos. ¡Ahasver redivivo!

Tales revelaciones contribuían del más eficaz modo a abrir a la amistad el corazón del joven. Y es que se encontraba al fin con alguien que se le confiaba, que se entregaba a él, que arrojaba la máscara. Para Caspar era un placer maravilloso ver cómo aquel idolatrado personaje descendía del trono, desde el que para todos los demás reinaba, para ponerse a su nivel.

En cuanto al muchacho, ofrecía el aspecto de un hombre tranquilo y apacible; interior y exteriormente liberado de las trabas que antaño le cohibían, tenía la mirada y el gesto naturales, el cuerpo erguido, la frente despejada y los labios de continuo curvados en una perpetua sonrisa.

Disfrutaba de su juventud. Se ampliaba su mundo. Se sentía árbol, las ramas de sus manos cuajadas de olorosas flores. Y crecían. Le parecía que emanaba de su sangre un embriagante aroma; el aire le atraía, la tierra le llamaba, su nombre estaba inscrito en todas partes, se leía por doquiera.

Acostumbraba a hablar consigo mismo en voz alta y, cuando alguien le sorprendía, se echaba a reír alegremente. Todos aquellos que le conocían estaban encantados de su trato y hacían de él inacabables encomios y alabanzas, afirmando que florecían al mismo tiempo en él esplendorosas la juventud y la infancia. Recibía cariñosas cartas de jóvenes damas y el barón se vio asediado de infinitos ruegos para que permitiera que algún famoso artista le hiciese un retrato.

Las murmuraciones cesaron de repente, como si un huracán las hubiera barrido. Nadie quería haber dicho nada malo del joven, ni siquiera los chismosos habituales, los que llevaban la calumnia en la misma sangre. Toda la ciudad se aprestó a protegerle. Con una claridad cada día más nítida, intuían sobre todo, que era necesario defenderle del peligroso conde inglés.

Finalmente, Stanhope tuvo que darse cuenta, para su desesperación, de que estaba estrechamente vigilado, de que se le espiaba de continuo. Lo cual le impulsó a obrar.