ENTRA EN ESCENA UN PERSONAJE ENMASCARADO
Caspar, que había salido al jardín, corrió por el suelo húmedo hasta alcanzar la empalizada para mirar al río. Una tenue neblina cenicienta vestía las torres y los tejados de la ciudad; sólo sobre el polícromo tejado de la iglesia de San Lorenzo relucía el sol, pero más parecía un reflejo que la realidad.
Caspar tiritaba de frío a pesar de que hacía calor. Entró de nuevo en casa. Cuando hubo abierto la puertecilla le chocó el vacío del pasillo. Un ancho rayo de sol que descendía vacilante por la escalera de caracol, aumentaba la sensación de soledad y de abandono. Tras la puerta de la habitación del preceptor Regulein, que daba al pasillo, se oía un violín; Regulein ensayaba sus melodías. Con un píe en la escalera, Caspar se detuvo y escuchó.
¡Allí! ¡Allí estaba! ¡Por allí avanzaba! Primero una sombra, luego una figura, luego una voz. ¿Qué decía la voz, la voz aquella tan profunda?
Habló:
—¡Caspar, vas a morir!
«¿Morir?», pensó Caspar asombrado, y sus brazos parecieron convertirse en madera.
Vio ante sí a un hombre que avanzaba con la cara cubierta por un negro pañuelo de seda que, al andar, ondeaba ligeramente. Llevaba unos zapatos oscuros, unas medias y un traje marrón. Ocultaba las manos bajo unos guantes claros, y en su diestra brillaba algo metálico que relampagueó por un instante y se apagó de nuevo. Al levantar los ojos Caspar recibió un golpe seco en la frente que le produjo un dolor lacerante.
De pronto Regulein cesó de tocar el violín. Al mismo tiempo se oyó un ruido de pasos que se apagó de nuevo, pero el enmascarado debió de sentirse inseguro y el miedo no le permitió repetir el golpe. Cuando Caspar abrió los ojos, sobre los que fluía desde la frente una humedad viscosa, el hombre ya había desaparecido.
¡Ah!, sí no hubiera llevado guantes, hubiera reconocido aquella mano entre miles, pensó Caspar tambaleándose. No encontró en qué apoyarse e intentó ganar la escalera, mas la franja de sol le pareció una insalvable corriente de fuego. Cayó lentamente, se abrazó a la columna de piedra y allí se quedó medio minuto mudo e inmóvil, hasta que le asaltó de nuevo el miedo de que volviera el enmascarado. Con todas sus fuerzas logró retener el conocimiento, que parecía querer esfumársele, se irguió y recorrió tambaleándose el pasillo y tanteando la pared como sí buscara un agujero en que esconderse.
Llegó a la escalera del sótano y la puerta, sólo entornada, cedió al apoyar Caspar la mano, de modo que tuvo que hacer no poco esfuerzo para conservar el equilibrio. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, descendió la oscura escalera tan deprisa como le fue posible, pues se creía perseguido por el enmascarado. En el sótano le salpicó el agua de lluvia que, debido al mal tiempo, había formado allí pequeños charcos. Por fin encontró un rincón seco; mientras se dejaba caer en el suelo, acurrucándose atemorizado, oyó dar las doce en el reloj del campanario. Después ya no vio ni supo nada más.
A las doce y cuarto llegaron la señora Daumer y su hija. Anna, que precedía a su madre, vio el charco de sangre en el pasillo y chilló asustada. En seguida apareció el preceptor Regulein, exclamando:
—Jesús! Pero ¿qué ha pasado aquí?
La anciana mujer, que no sospechaba nada malo, opinó que seguramente alguien se habría dado un golpe en la nariz. Pero Anna, cuya angustia crecía por momentos, señaló las huellas de unos dedos ensangrentados en las paredes del pasillo. Subió de un par de saltos la escalera. Su primer pensamiento fue Caspar y le buscó en vano por toda la casa. Al ver a su hermano que, en el despacho, sentado a la mesa de trabajo, permanecía ajeno a lo ocurrido, exclamó desolada:
—¡Oye, tú, abajo está todo lleno de sangre!
Daumer se levantó con expresión de espanto en los ojos y salió como una exhalación.
Entretanto el preceptor había seguido las huellas de sangre hasta el sótano. Con voz sorda gritó desde abajo pidiendo luz y añadió casi chillando:
—Aquí abajo está Hauser. ¡Socorro, auxilio, pronto!
Los tres Daumer se precipitaron escalera abajo, Anna regresó jadeando a buscar una vela, los otros lograron levantar el exánime cuerpo de Caspar y lo subieron en seguida.
—¡El médico! ¡El médico! —chilló la señora Daumer dirigiéndose a Anna, que acudía a toda prisa. La joven dejó caer la luz al suelo y se marchó corriendo en seguida.
Cuando por fin dejaron a Caspar en su cama y lavaron la sangre que cubría su cara, apareció una considerable herida en la frente. Daumer, exaltado, recorrió la alcoba a grandes pasos, gimiendo, gesticulando nerviosamente.
—¡Y a mí tenía que sucederme esto! ¡A mí, y precisamente en mi casa! ¡Ya me lo imaginaba, lo presentía desde el primer momento!
La plaza que se extendía ante la casa se había llenado ya de gente cuando Anna regresó con el médico. El pasillo estaba literalmente tomado por policías y empleados del Ayuntamiento. Poco después apareció el médico forense; los dos doctores aseguraron que la herida no era grave, pero que el muchacho debía de haber sufrido una conmoción seria, cuyo pronóstico se reservaban.
No fue posible reconstruir oficialmente lo ocurrido, puesto que Caspar sólo recobró el conocimiento por un breve instante y no murmuró más que un par de palabras que, sin embargo, dejaron entrever corno a la luz de un fugaz relámpago lo que le había ocurrido; habló del enmascarado, de sus relucientes botas y de sus guantes amarillos, pero se sumió luego en un profundo estado de delirio. Al examinar el lugar de los hechos, fue descubierto el camino por el que el desconocido había penetrado en la casa. Debajo de la escalera había una pequeña puerta que daba al jardín de los Baumann, los vecinos próximos. La cerradura había sido forzada.
Del interrogatorio de Daumer nada se obtuvo en claro, pues apenas podía hablar. Hacía la noche llegó el señor von Tucher para comunicar que acababa de enviar aviso al presidente Feuerbach a través de un propio.
El alcalde había ordenado desde el primer instante los más amplios informes y averiguaciones. Se advirtió inmediatamente a los guardianes de todas las puertas de la ciudad; fueron registradas todas las posadas y albergues en que solían alojarse las gentes de más baja ralea. Se exigió de la gendarmería y de las guarniciones próximas la mayor vigilancia. En el tablón de edictos se expusieron al público unas hojas relatando los hechos. La mitad de los efectivos policiales fueron empleados en la búsqueda del criminal.
El hecho aconteció un lunes, desgraciadamente el consejero Feuerbach tenía que presidir un juicio y ello le impidió salir inmediatamente para Nuremberg. Por fin, el jueves llegó a la ciudad y se dirigió inmediatamente al consistorio. Hizo que le informaran detalladamente sobre las medidas adoptadas por la policía y los resultados obtenidos. Pero se mostró tan descontento por todas las actuaciones y estalló en tal cólera ante una serie de faltas cometidas que hizo perder la cabeza a la mayor parte de los funcionarios. Fueron sarcásticas sus observaciones acerca de los hechos relatados en las actas; en ellas se decía por ejemplo que la mujer de un guardabosques había visto a un elegante caballero lavándose las manos en el agua encharcada de la cuneta de la carretera que conducía al hospital; se hablaba en ellas de una verdulera que se había encontrado, frente a la iglesia de San Juan, con un desconocido que le preguntó quién estaba de guardia en la puerta de la ciudad que daba al jardín zoológico, y si era posible pasar por allí sin ser interrogado; se afirmaba en las actas que habían sido detenidos diversos vagabundos y sujetos de mala calaña que no pudieron justificar su estancia en la ciudad; que en el puente habían sido observados dos sujetos, el uno con un traje claro y el otro con una levita negra, haciéndose señas sospechosas...
—¡Demasiado tarde! —gruñó el presidente—. ¿Por qué no se ha hecho una lista de todos los forasteros, con el registro de sus llegadas y partidas en todas las posadas de la ciudad? —prosiguió diciendo a los temblorosos empleados.
—Las pistas seguidas corren en diversas direcciones —observó un infeliz.
—¡Ciertamente! La ineptitud tiene siempre salidas —replicó secamente el presidente, y añadió con énfasis:
—¡Oiga usted, hombre de Dios! El criminal no se lava las manos en la cuneta de una carretera, no habla con una simple verdulera, ni tiene por qué temer el interrogatorio de un guardián. Han buscado ustedes demasiado bajo, demasiado bajo.
Se llevó consigo a un escribiente para por sí mismo echar un vistazo a la casa de los Daumer. Le acompañó Behold, al que encontró cargante por su hablar ininterrumpido; entre otras cosas dijo haber oído decir que Daumer no quería seguir cobijando a Caspar bajo su techo, y que él, en cambio, estaría dispuesto a hacerlo. Feuerbach lo tuvo por vano chismorreo y se libró de Behold mandándole a casa de von Tucher con un pretexto cualquiera.
Pero cuando habló con Daumer le encontró en un estado tal de desconcierto que no se atrevió a interrogarle francamente y dio a sus palabras el aire de una simple conversación. Daumer se acordó del encuentro que había tenido Caspar poco tiempo antes y se lo contó:
—¿Y no ha podido decirlo antes? —estalló el presidente—. ¿No tuvo más consecuencias? ¿No observó luego nada sospechoso?
—No—balbuceó Daumer, inmutado por la aguda mirada del presidente—. Es decir, ahora recuerdo que en casa de la señora Behold encontré a un caballero que en su conversación dejó entrever una serie de amenazas y advertencias muy extrañas. No supe qué sentido darles.
—¿Quién era ese hombre? ¿Cómo se llamaba?
—Se afirmaba que era un diplomático, no recuerdo su nombre. Mejor dicho, sí lo recuerdo: señor von Schlotheim-Lavancourt; pero me comunicaron que viajaba con un nombre falso.
—¿Qué aspecto tenía?
—Cincuentón, obeso, alto, picado de viruela.
—Descríbame la conversación que sostuvo con él. Daumer le repitió lo mejor que supo cuanto el otro le había dicho aquella noche. Feuerbach se sumergió en profundas reflexiones; luego escribió algo en su libro de notas.
—Vamos a ver a Caspar —dijo, levantándose.
Caspar aún llevaba la frente vendada; su cara estaba tan blanca como la almohada; fría y pulida también fue la sonrisa que dirigió al presidente al verle entrar. Había tenido que aguantar ya tres o cuatro interrogatorios. Había dicho todo lo interesante en el primero, lo cual no impedía que aquellos dignos funcionarios insistieran de nuevo, preguntándole de frente y de costado para atraparle en alguna contradicción. Se puede trabajar de esta forma, mas cuando el paciente dice siempre lo mismo, entonces toda esperanza es vana. El presidente no le interrogó; halló en Caspar a otro hombre. Había un algo de angustiado en él, su mirada no era tan franca y abierta, tan brillante e inocente, sino que aparecía más atada a las cosas de esta vida.
Mientras las mujeres se mostraban satisfechas por el estado de Caspar, llegó el médico y declaró contento que ya no podía hablarse de peligro. En un tono que más bien parecía una orden, rogó al presidente que en los próximos días no le fuera permitida la visita a ningún extraño en absoluto. Daumer replicó que esto era natural, y que aquella misma mañana había informado en este sentido a un lacayo, negándole la visita que solicitaba en nombre de su dueño.
—Era el criado de un respetable inglés que vive en la posada del Adler —añadió la señora Daumer—; por cierto que regresó al cabo de una hora para informarse del estado de Caspar.
Llamaron a la puerta y entró el señor von Tucher, saludó al presidente y al poco les dio una noticia sorprendente: el mismo inglés, al parecer un conde o un lord muy rico, había visitado al alcalde y entregado cien ducados como premio para quien lograra descubrir al criminal agresor de Caspar.
Se originó un atónito silencio que quebró el presidente al preguntar si se sabía por qué motivo se hallaba en la ciudad el inglés. El señor von Tucher no lo sabía.
—Lo único que se sabe de él es que llegó anteayer por la noche —contestó—. Cerca del torrente de Burgfarrn se le partió una rueda a su carruaje y está esperando a que se la reparen.
El presidente frunció el ceño y gruñó como un perro que, abandonando una pista falsa, descubre un nuevo rastro.
—¿Cómo se llama el caballero? —preguntó con aparente indiferencia.
—Olvidé su nombre —replicó el barón von Tucher—. Pero debe de tratarse de un importante personaje. El alcalde Binder alaba en gran manera su delicadeza y cortesía.
—Muchos personajes pasan por corteses sólo con disculparse cuando le pisan a uno un pie—interrumpió Anna, que estaba sentada junto a la cama de Caspar. Daumer lanzó una mirada iracunda, pero el presidente prorrumpió en una sonora carcajada, contagiando a todos con su risa. Luego continuó un rato sonriendo y guiñando alegremente los ojos.
Caspar fue el único que se abstuvo de tomar parte en la conversación. Su mirada vagaba por la lejanía. Deseaba ver a aquel desconocido que venía de tan lejos, que tan generoso se mostraba para descubrir al agresor. ¡De tan lejos! Lo que Caspar buscaba tenía que venir desde muy lejos, atravesando mares, desde tierras ignotas. También el presidente venía de muy lejos, pero no tanto para que su frente se aureolase con el brillo de la lejanía, para que de sus ropas emanara un aire extraño, para que sus ojos pareciesen estrellas, impolutas, videntes. El que venía de la lejanía, quizá vestido de oro y plata y con muchos caballos, no necesitaba preguntar, todo lo sabía ya; los otros, en cambio, los que le rodeaban, que siempre estaban a su lado, que entraban y volvían a salir, no tenían aspecto de apearse de caballos sudorosos; su aliento era pesado e impuro como la atmósfera de una taberna, y su mano cansada, impropia de un jinete; sus rostros estaban enmascarados; no de negro como el del que le había agredido, que se había acercado a él como nadie antes, sino de un modo impreciso; por eso hablaban con voz maculada, por eso Caspar ya no podía mirar a los que no podía decirles todo lo que quería. Encontraba más penoso y triste hablar que callar, sobre todo cuando todos esperaban que hablara; sí, le agradaba estar un poco triste, poder ocultar sus sueños y sus pensamientos y comprobar que nadie lograba descubrírselos.
Daumer estaba demasiado preocupado consigo mismo y con la realización de una inconmovible decisión que había tomado para darse cuenta de si Caspar se le acercaba con la misma infantil franqueza y cordialidad de antes. El señor von Tucher fue quien señaló algunos aspectos desacostumbrados en el carácter de Caspar, y así se lo indicó también al presidente al salir con él de la casa de Daumer. El presidente se encogió de hombros y calló. Rogó al barón que le acompañara a la posada del Adler; allí preguntaron por el caballero inglés, pero les contestaron que lord Stanhope, así lo nombró el camarero, había partido hacía apenas una hora. El presidente quedó desagradablemente sorprendido y preguntó qué dirección había tomado el carruaje; no se sabía con seguridad, fue la respuesta, pero habiendo salido por la puerta de San Jaime era de sospechar que iría en dirección al sur, quizás hacía Múnich.
—Tarde, demasiado tarde —murmuró el presidente—. Me gustaría saber lo que incitó al lord a entregar tantos ducados a las autoridades.
El rostro de Feuerbach aparecía tan alterado por sus pensamientos y preocupaciones, por el esfuerzo de una continua actitud vigilante, como por el fuego de su apasionado temperamento, semejante al de un enfermo o un poseído.
Y había sido así desde unos meses. Los funcionarios a sus órdenes temían su presencia; el más mínimo descuido en el cumplimiento de sus deberes, la más pequeña falta le hacía estallar en ira; y si su cólera era ya temida de antiguo, ahora que el más leve motivo podía suscitarla, se estremecían sólo de verle. Su voz llenaba las salas y los pasillos del tribunal de apelación; en el mercado, los campesinos se detenían y decían compasivamente:
—Su Excelencia parece enojado.
Y desde el consejero de Estado al último de los chupatintas, pálidos y cariacontecidos, nadie se atrevía a moverse de su sitio.
Quizás hubieran llevado mejor su calvario si hubieran sabido el dolor que a él mismo le embargaba, cuánto sufría vencido por su propia ira, por la vergüenza y su impotencia. Muchas veces, como para pagar alguna mala acción, arrojaba una moneda de plata a cualquier mendigo. Nadie llegaba a sospechar siquiera que la negrura de su mal humor ocultaba un combate ardoroso entre su obligación y su honor, y que ponía en juego su genio entre aquel torbellino de impaciencia y agitación para tejer una maravilla de combinación que le permitiera penetrar con su clara visión en un infierno de crimen e indignidades.
Con los delgados hilos que conducían al pasado desconocido de Caspar, logró tejer un cañamazo mágico en el que destacaba luminosamente aquello que más oculto parecía tras las densas tinieblas de las circunstancias y del tiempo.
Atemorizado, contemplaba su obra, pues toda la base de su vida se resquebrajaba ahora a sus pies. Ya no le cabía duda alguna. Pero ¿le estaba realmente permitido mostrar al mundo la horrible verdad, prescindiendo de las consideraciones que debía a su cargo y a la confianza que había depositado en él su rey? ¿No era mejor proseguir sus investigaciones en secreto y atacar por la espalda a las fuerzas del mal, empleando el arma de la astucia de las que ellas se valían? En todo aquel asunto nada había que ganar, ni siquiera agradecimiento, y sí mucho que perder. Lo arriesgaba allí todo, incluso la vida.
¡Qué martirio!, pensaba en sus noches de insomnio. ¡Qué martirio verse reducido al papel de simple espectador de aquella trama delictiva, siendo el custodio de la ley! Verse obligado a medir grandes y pequeños crímenes con el rasero de unas leyes insuficientes, mientras la vida sigue su curso creando y destruyendo formas y más formas, sin poder dominar nunca los acontecimientos, siguiendo sin cesar el rastro de los crímenes y sin saber jamás qué proteger, ni qué peligra.
No sería él quien era sí no hubiera encontrado un camino intermedio entre la pública denuncia y el cobarde silencio que satisficiera a su amor propio. En un extenso memorial expuso al rey, con la mayor libertad de expresión y la más arrojada franqueza, todas las circunstancias del extraño caso; cada frase era allí un martillazo.
El escrito comenzaba afirmando que no era Caspar, no podía serlo, un hijo natural, sino legítimo.
Si se tratase de un hijo natural —decía—, los medios empleados para ocultar su origen hubieran sido más cómodos y menos crueles, y, sobre todo, menos peligrosos que la increíble prisión de tantos años y la liberación final. Cuanto más poderoso fuese su padre, tanto más fácilmente podría mantener alejado de sí al hijo. Por otra parte, un padre de escasos caudales no tendría necesidad ni medíos suficientes para sostener un establecimiento de tan traicionera y costosa calidad; el pan y el agua que Caspar debía comer a escondidas habría podido dársele a la vista de todos. Si imaginamos a Caspar como hijo natural habremos de reconocer que los medios no están en proporción al fin. ¿Y quién tendría interés en tomar inútilmente sobre sí carga tan pesada, sabiendo que día tras día durante un tiempo ilimitado tendría que exponerse repetidamente a un grave peligro? De todo lo expuesto se deduce —proseguía el implacable fiscal— que han de ser acaudaladas y poderosas las personas relacionadas íntimamente con el crimen, personas para quienes es fácil saltarse barreras legales, los cuales, por el miedo y por los extraordinarios ofrecimientos que hacen, y las esperanzas que infunden, pueden hacer de ciertos individuos voluntariosos instrumentos, y atar lenguas y cerrar picos con montañas de oro. ¿Sería posible de otro modo imaginar que en una ciudad como Nuremberg pudiera Caspar ser expuesto en pleno día y desaparecer el delincuente sin dejar rastro alguno, que las investigaciones llevadas a cabo durante varios meses seguidos no pudieran señalar pista alguna, que no diesen con ningún sospechoso, que los grandes premios ofrecidos resultasen vanos?
Caspar debía de ser, por tanto, un personaje de cuya vida o muerte dependieran altos intereses, deducía Feuerbach. Ni la venganza o el odio podían justificar su encierro. Le habían simplemente eliminado para gozar de privilegios que sólo a él correspondían. Tenía que desaparecer para que otros pudieran sucederle, para que otros disfrutasen de sus prerrogativas. Sus sueños, que no parecen ser más que recuerdos de su primera infancia, el curso de su encierro y las conclusiones que de ello se desprenden, testimonian su elevada alcurnia. Había sido, en efecto, mantenido en una tenebrosa celda y alimentado precariamente, pero se daban casos de personas que fueron encerradas no por un móvil criminal, sino por el contrario, para protegerles frente a aquellos que atentaron contra su vida. Es incluso posible que la existencia del muchacho fuese esgrimida como un arma para presionar sobre algún personaje que tuviese interés en su muerte, alguien con una conciencia lo bastante manchada como para impedirle protestar. Trataron a Caspar incluso con un cierto cuidado y delicadeza. ¿Por qué razón? ¿Por qué aquel guardián misterioso no le asesinó? ¿Por qué no vertió una gota más de opio en la pócima que de vez en cuando debía de adormecerle? El calabozo para el vivo hubiera sido doblemente seguro para el muerto.
Si a cualquier familia, no ya de elevada sino de mediana o pequeña alcurnia, le hubiera desaparecido, en la persona de Caspar, un hijo, habría tratado de buscarle, anunciándolo de modo público, y ahora, tras su aparición, tan pregonada por todo el país, se apresuraría a reclamarlo. No había que buscar, pues, a Caspar en el censo de los desaparecidos, sino en el de los muertos. No cabe duda de que un niño fue dado por muerto y aún se le considera como tal, cuando en realidad vive en la persona de Caspar; seguramente se quiso que un niño, con cuya existencia terminaba la línea masculina de una estirpe, fuese eliminado para siempre. Quizás este niño llegó a caer enfermo y fue entonces sustituido, expuesto en su lecho de muerte y sepultado, y así inscrito en la lista de los fenecidos. Quizás el médico que le cuidaba recibiese la orden de asesinarle. Éste debió de encontrar tal vez en su corazón o en su mente suficientes argucias para fingir lo que se le pedía y salvó al niño, llevando así a cabo un piadoso engaño. Se habría aquí obrado por orden superior, mas ¿de dónde partía? ¿Qué poderoso personaje se atrevía a llevar semejante carga sobre su conciencia? ¿Qué casa osaba realizar lo increíble?
En este punto de la declaración la mano del presidente se detuvo durante días, semanas enteras. No por debilidad o duda, sino por la penosísima zozobra propia de un general que estuviese seguro de la destrucción de su ejército fuese cual fuese el resultado de la batalla. Arrancar una corona real de una frente indignada y señalar acusatoriamente con el dedo la diadema impura, ¿no equivalía al mismo tiempo a herir la majestad del soberano, a arrojar al fango una herencia sagrada, a excitar a los pueblos incapaces de valerse por sí mismos? Nunca como entonces sintió la irresistible fuerza de la palabra y cómo fluye la verdad e incita a proseguir en ella. Nombró la casa. Mostró cómo la linajuda estirpe había visto extinguirse todos sus descendientes masculinos, contra toda suposición humana, para dejar sitio a una rama nacida de un matrimonio morganático. La muerte se cebó en una familia cuya estirpe parecía asegurada, y sólo se fijó en los hijos, respetando a sus hermanas. La madre se convirtió en una Níobe, pero si bien los dardos mortíferos de Apolo habían alcanzado sin distingos a hijos e hijas, aquí despreciaban a las hijas y destruían a los hijos. Como por milagro, el ángel de la muerte esperaba junto a la cuna de los niños varones para arrancarlos de entre sus hermanas apenas nacidos. ¿Era imaginable que una madre pariera de un mismo hombre tres hijas robustas y muertos, en cambio, sus tres hijos varones? No se trataba de un azar, sino de un sistema. De lo contrarío era preciso admitir que la naturaleza había tomado cartas en política decidiendo en favor de un determinado bando. Poco después de su aparición, se había extendido el rumor por todo Nuremberg de que Caspar era un príncipe, varón único, tenido por muerto, de una estirpe extinguida. Se repetían sin cesar los oscuros rumores y hasta los periódicos osaron insinuar que los regentes usurpaban el trono y que existía aún el príncipe verdadero. Los rumores no son más que rumores, evidentemente, pero muy a menudo provienen de veraces fuentes; sí se trata de un crimen, suelen tener su origen en uno de los cómplices que acaba por irse de la lengua, ya por imprudencia, ya por el imperativo de ver aligerada su conciencia, bien para vengarse de fallidas promesas, o bien por el prurito de airear su secreto sin poner en evidencia su traición.
El presidente nombraba no solamente a la dinastía, sino también al país, que era el suyo propio; al príncipe, cuya muerte repentina había conmovido al pueblo hacía más de un decenio; a la princesa, que en la soledad que se había impuesto lloraba un destino inconcebible; nombraba a quienes escalaron un trono pasando por encima de tantos cadáveres, y junto a la imagen de un hombre débil y ambicioso, aparecía la figura de una mujer, de un ser diabólico, poderoso fautor de tanta maldad. En su atrevimiento Feuerbach delataba con sus declaraciones parte de la amargura de su propia existencia. Conocía el mundo de la corte, en el que la astucia y la alevosía aparecían envueltas por una nube de perfume, donde la infamia aturdía a sus víctimas con hipócritas adulaciones; había respirado aquella atmósfera, había comido en sus manteles, probado sus venenos, malgastado en su servicio la mejor parte de su vida, y como premio por su abnegación sólo había recibido ignominia y ultrajes; conocía a los retoños de aquel mundo y a sus cómplices, conocía a todos aquellos para quienes la historia no significaba más que su propio árbol genealógico, la religión siempre una misma letanía, la filosofía un maldito jacobinismo, la política un remedio para miopes, la economía pública una especulación matemática sin comprobante alguno, los derechos humanos un juego de prendas, el monarca un escudo de su propia grandeza, la patria una finca arrendada y la libertad el error temerario de unos miserables locos. Sus palabras estaban dictadas por el sufrimiento de aquellos años insustituibles, por los agravios y desdenes experimentados en silencio. No quería pensar en sí mismo, pero sus palabras descubrían su rencor, aunque no ante los ojos del rey, que tan sólo podía leer lo que allí estaba escrito.
El memorial fue remitido con las máximas precauciones para que no cayera en otras manos que las del rey, y el presidente esperó en vano semana tras semana a que le llegara una contestación, cualquier acuse de recibo... Por entonces llegó la noticia del intento de asesinato de Caspar Hauser. Feuerbach marchó a Nuremberg; sus propias medidas tuvieron tan poco éxito como las de la policía. Al décimo día de su estancia en la ciudad recibió un escrito de la Cancillería privada del rey en el que se le decía que el soberano tomaba buena nota y agradecía su comunicado, reconociendo al mismo tiempo la asombrosa agudeza con que había logrado desentrañar la maraña de confusión que envolvía el caso de Hauser, pero en general el escrito mostraba también una cierta reserva; se investigaría; había que pensarlo mucho; había que esperar, no podían pasarse por alto las consideraciones debidas a los protagonistas de los hechos; circunstancias fácilmente comprensibles exigían una prudencia ineludible aunque penosa, la increíble realidad más bien incitaba al asombro, a la consternación, que al deseo de intervenir inmediatamente. Se le prometía mucho, sí, se le prometía actuar, pero sobre todo se le recomendaba silencio, un silencio absoluto; ninguna noticia de tal suerte debía llegar al exterior proveniente de un funcionario de su categoría: sobre este punto en especial se esperaba de él comprensión y obediencia.
El efecto de esta orden secreta, en la que se le adulaba y amenazaba a un tiempo, como una mano que se le tendiera amistosamente pero en la que brillara un afilado puñal, resultó para él tanto más fuerte de lo que esperaba y temía. Feuerbach saltó de ira, estrujó el papel entre sus manos; recorrió la habitación furioso, latiéndole violentamente el pecho y llevándose los puños a la frente; después se arrojó sobre la cama. Le asustaban los fuertes latidos de sus sienes. Finalmente estalló en una larga carcajada preñada de ira y amargura.
Luego permaneció tendido horas enteras sin poder pensar en otra cosa que esta única palabra: callar, callar, callar.
El alcalde Binder había estado, aquella misma tarde, más de una vez en la posada para tratar de ver al presidente. El camarero había vuelto siempre con la misma respuesta; nadie contestaba a sus llamadas, el señor presidente o bien dormía o bien deseaba no ser molestado.
Binder volvió por la noche y esta vez fue inmediatamente recibido. Encontró al presidente sumido en la lectura de un cuaderno de actas, y su cortés saludo fue interrumpido por el seco ruego de que expusiera escuetamente el asunto que allí le había llevado.
El alcalde, ofendido, retrocedió un paso, y replicó orgullosamente que no tenía conciencia de haber incurrido en el enojo de Su Excelencia, pero que en ningún caso estaba dispuesto a tolerar un trato semejante. Se levantó entonces Feuerbach y suplicó:
—¡Por el amor de Dios, amigo mío, déjese usted de eso! ¡Creo que el que se está asando en una hoguera tiene derecho a prescindir de cortesías!
Binder inclinó la cabeza y calló admirado. Luego le comunicó el motivo de su visita. El hecho de que Daumer estaba decidido a alejar a Caspar de su casa era ya conocido por el señor presidente. Ahora que el muchacho podía considerarse totalmente curado, Daumer estaba decidido a no esperar un día más. Había, pues, que trasladarle inmediatamente a casa de los Behold, que insistían, gustosos, en adoptar al joven. Todo esto estaba ya tratado suficientemente y sólo deseaba comunicárselo al señor presidente para rogarle su aprobación.
—Sí, ya sé que Daumer está harto de tantas historias —explicó Feuerbach amargamente—. No se lo reprocho. Nadie desea ver su casa convertida en un escenario de intrigas y atentados, aunque, para evitarlos, pueden y deben ser tomadas las precauciones necesarias. Desde hoy mismo Caspar estará bajo la más perfecta vigilancia de la policía; la ciudad me responderá por él. Pero ¿por qué siente Daumer tanta prisa? ¿Y por qué es entregado Caspar a la familia Behold? ¿Por qué no al señor von Tucher o a usted mismo?
—El señor von Tucher se verá obligado a residir durante los próximos meses en Augsburgo, por motivos de su profesión, y yo... —el alcalde dudó unos instantes y su rostro palideció—, en cuanto a mí se refiere, mí casa no es todo lo tranquila que fuera de desear.
El presidente le alargó la mano en silencio.
—¿Y qué hay de esos Behold? ¿Qué clase de gente son? —preguntó llevando la conversación por otros derroteros.
—Oh, buenas personas —explicó el alcalde algo indeciso—. El hombre desde luego; es un comerciante muy respetado. La mujer..., las opiniones están muy divididas respecto a ella. Siente excesiva afición a potingues y adornos, gasta mucho dinero. No se puede decir nada malo de ella. De todos modos, según lo hablado, Caspar deberá asistir a la escuela pública, basta con que se halle en un círculo de gente respetable.
—¿Tienen hijos?
—Una muchacha de trece años.
El alcalde, que, como a todo el mundo, le era harto conocido que la señora Behold trataba muy mal a la niña, quiso añadir algo para tranquilizar su conciencia, pero en aquel momento fueron anunciados Daumer y el magistrado Behold, que entró mostrando su característica sonrisa. Su negra barba ofrecía un flagrante contraste con la encanecida cabellera que le cubría el cráneo, y olía a mil perfumados cosméticos.
Se acercó a Feuerbach con una exagerada reverencia, pero el presidente le despachó con una sencilla inclinación de cabeza para dirigirse seguidamente a Daumer. Éste apenas se atrevía a levantar los ojos, y a la pregunta de si Caspar sería ya capaz de resistir un cambio semejante, no supo qué decir. Como el señor Behold se mezcló en la conversación, asegurando que Caspar sería tratado en la casa como su propio hijo, el alcalde le interrumpió malhumorado para decir que aquello no significaba nada: como bien se veía en el mismo Caspar, había padres que dejaban a sus hijos a la buena de Dios. El consejero adoptó un aire compungido, frotó con los dedos el borde de la silla y balbuceó que lo único que podía decir es que haría por Caspar todo cuanto estuviera en su mano.
El presidente, perplejo ante las reticencias que observaba en la conversación, contemplaba a los dos hombres en silencio. Finalmente se acercó a Daumer y, apoyando en silencio la mano en su hombro, le preguntó muy serio:
—¿Es cosa decidida?
Daumer suspiró y replicó conmovido:
—Excelencia, solamente Dios sabe cuánto me duele que así sea.
—Dios lo sabe, sin duda —añadió el presidente, y su figura obesa pareció crecer amenazadoramente—, pero ¿significa eso que apruebe su actitud? Cuando una piedra golpea el acero, se producen chispas; pero ¡ay de la piedra que sólo produce barro! Significa que no tiene ni estabilidad ni utilidad.
«Ya vuelve a sermonearme», pensó Daumer, y a su rostro asomó un rubor de indignación.
—He hecho cuanto estaba a mi alcance —dijo excitado y tercamente—. Yo no cierro mi casa a Caspar. Y mi corazón mucho menos. Pero, en primer lugar no puedo ya responder de su seguridad, ni creo que nadie pueda. ¿Cómo es posible sembrar en un campo impotente donde el fuego consume todas las semillas? Por lo demás, estoy defraudado, lo admito, estoy desilusionado. No olvidaré nunca lo que un día fue para mí Caspar. ¿Quién podría olvidarlo? Pero pasó el milagro, el tiempo lo ha devorado.
—Sí, pasó su hora —murmuró Feuerbach con sombrío acento—. Tenía que pronunciarse esta palabra. Los ojos se ciegan de tanto ver la luz. Nos desentendemos de los hijos cuando exigen de nosotros demasiado amor. Pero el mendigo recibirá su sopa boba. Caballeros —prosiguió en voz alta y formularia—, hagan ustedes lo que les parezca; en todo caso, ténganlo ustedes bien presente, responderán de Caspar.
Ya en la calle, Daumer seguía recordando, airado, las palabras del presidente Feuerbach. Pero, con todo, no podía acallar su propio descontento. En una de las solitarias calles, cerca del castillo, encontró al capitán de caballería Wessenig. Daumer se alegró de tener con quien conversar y le acompañó hasta cerca del cuartel. Ya desde un principio dirigió el capitán la conversación sobre Caspar, y Daumer no observó o no quiso observar que la charlatanería del capitán tenía un pronunciado deje de ironía.
—Es muy misterioso el asunto ese del enmascarado —dijo el señor von Wessenig hablando de pronto con mayor claridad—. ¿Es posible que haya quien lo crea? En pleno día, un sujeto enguantado penetra en una casa, se cubre el rostro con un pañuelo y saca un hacha del bolsillo. ¿O iba por la calle con ella en la mano y además con guantes? ¡Por favor, caballero, es una historia demasiado burda, un cuento!
Como Daumer no respondía, el capitán prosiguió:
—Supongamos que el famoso enmascarado hubiera tenido el propósito de matar al muchacho. ¿Por qué inferirle entonces una herida tan superficial? Sólo con golpear un poquitín más fuerte hubiera conseguido lo que se proponía, silenciando una boca que podía delatarle. Habrá que creer que el enguantado sólo quiso hacerle cosquillas a su víctima. El cuento es realmente gracioso. Todos mis conocidos, palabra de honor, querido Daumer, están indignados por la credulidad de la gente que ha dado crédito a este asunto.
Daumer tuvo a poco responder con ira o indignación. Se mostró indiferente a la opinión del caballero y le preguntó intrigado cómo había que imaginarse todo lo ocurrido. El señor von Wessenig se encogió de hombros; quizás había esperado un estallido de ira o una fuerte repulsa por parte de su interlocutor, y como nada de eso sucedió, depuso su meditada hostilidad y fue lo bastante prudente como para no hablar más que en hipótesis.
—Quizás el bueno de Caspar bebió más de la cuenta y, habiendo rodado por la escalera, ideó luego la historia del crimen para hacerse más interesante. Lo cual no pasaría de ser una broma inocente. Otros le creen peor. Imaginan que el muy granuja fue capaz de fingirlo todo para echar una mancha sobre la buena fama de sus bienhechores.
Daumer ya no fue capaz de dominarse. Se detuvo de pronto, sus manos se agitaron en el vacío, como si las pérfidas palabras de su acompañante fuesen una nube de insectos venenosos que quisieran arrojarse sobre él, y se alejó sin despedirse.
«¡Así es el mundo! ¡Tales son sus voces! —pensó el hombre indignado—. ¿Es posible que puedan pensarse tamañas sandeces y que cualquier boca pueda divulgarlas? ¡Y tú, pobre Caspar, tendrás que hundirte en este abismo de simpleza y maldad! Aun cuando no seas tú el enviado de los cielos que yo esperaba, estás muy por encima de esas gentes, como el águila volando sobre los trasgos de un bosque maldito. Quebrantarán tus alas; inútilmente tu inocencia alumbrará desde tu alma, no la verán; inútilmente llorarás ante ellos, e inútiles serán tus risas; cogerás sus manos y temblarás de frío, les mirarás y serán mudos; temeroso buscarás el camino que te conduzca hacia ellos y la traición te guiará hasta aquel que conduce al olvido...»
Se es profeta y se siente compasión de uno mismo; se conoce a los hombres y se sabe que el fuego arde y quema, que la aguja pincha y que el conejo, en cuanto le alcanza un disparo, cae sobre la hierba y muere; se conocen los resultados de cuanto se hace, ¿no es cierto, señor Daumer? Pero ¿basta este motivo para lanzarse contra los acontecimientos como contra un enemigo que alzara la espada para esquivar el golpe? No, no es suficiente motivo. ¿O basta quizá para anular una pequeña decisión? No, no basta. En este sentido, tanto idealistas como educadores de almas están en el mismo plano de ladrones y usureros.
Se llega a casa filosofando, se tumba uno en la cama, y a la mañana siguiente se siente mucho más de acuerdo consigo mismo que en la noche anterior, tan llena de preocupaciones por el prójimo.