ADORACIÓN AL SOL
A la mañana siguiente de la llegada de Caspar, el lord permaneció en su dormitorio más tiempo del acostumbrado. Luego evitó llamar al joven y salió primero a dar su paseo cotidiano. Al regreso, Caspar le aguardaba en el salón, paseando de un lado a otro; el gesto de Stanhope, como de querer abrazarle, pareció pasarle a Caspar inadvertido; el muchacho miraba adustamente al suelo. Pasaron a la habitación, el lord se quitó el abrigo de pieles cubierto de nieve, y le hizo una serie de preguntas a cuál más banal. De cómo había pasado el tiempo, qué tal la despedida y el viaje, y otras semejantes. Caspar respondía afablemente aunque sin dar detalles, y se mostró afectuoso, sin asomo alguno de enfado ni reproche. Esto le dio al conde que pensar; tuvo que hacer un cierto esfuerzo para proseguir aquella conversación tan extrañamente fría y no pudo ocultar su temor al ver que Caspar le contemplaba con sus ojos color de vino, como si se tratara de un extraño.
Sintió, pues, un gran alivio cuando le anunciaron al teniente de la policía. Stanhope le recibió en la habitación vecina; hablaron en voz baja durante una media hora. Después de haber salido el conde de la habitación, Caspar se acercó a la mesa de trabajo, se sacó el anillo de diamantes del dedo y lo dejó con lento gesto sobre una carta empezada, escrita en inglés; luego se dirigió a la ventana y contempló el tráfico en las calles cubiertas de nieve.
Stanhope regresó solo. Preguntó si Caspar deseaba conocer el lugar donde debía ser alojado. Caspar asintió.
—Lo mejor será que vayamos inmediatamente a ver al profesor, para poder visitar tu futura vivienda —dijo el lord. Caspar asintió y repitió:
—Sí, será lo mejor.
—No es muy largo el camino —opinó Stanhope—. Podemos ir a pie; pero si lo deseas y temes la curiosidad de la gente, puedo mandar a buscar el coche.
—No —repuso Caspar amablemente—. Prefiero caminar; la gente se acostumbrará a verme andar a pie.
La mirada del lord cayó sobre el anillo. Lo tomó asombrado, miró a Caspar, reflexionó con el ceño contraído, sonrió ligeramente y luego dejó la joya en un cajón, que cerró. Como si nada hubiera sucedido, se puso el abrigo y dijo:
—Cuando quieras.
La expectación en la calle no fue muy molesta; todo se sucedió con calma. Las gentes aquí eran apacibles y tímidas.
Sobre la puerta de la casa de los Quandt habían colgado una corona de hojas verdes, en cuyo centro resaltaba en rojos caracteres esta palabra: «Bienvenido». Quandt recibió al recién llegado vistiendo sin duda sus ropas de los domingos; la esposa se cubría con un chal escocés para que no resaltara su estado.
Pronto se dirigieron a la habitación de Caspar, situada en el piso superior. Tenía una pared abuhardillada, pero por lo demás presentaba un aspecto limpio y agradable. En la pared, sobre una estufa de venerable aspecto, colgaba un grabado enmarcado en negro que representaba una bellísima muchacha extendiendo los brazos hacia alguien, del que se veían entre arbustos un brazo y la capa flotando al viento. Enfrente se veían dos tapices alargados, en los que había bordadas dos ejemplares frases: «Al que se ayuda, Dios le ayuda», y en el otro: «La esperanza guía nuestra vida desde la cuna hasta la tumba». En el pretil de la ventana se alineaban unos pocos tiestos con flores de invierno, y bajo el borde del tejado, muy junto a la ventana, podía extenderse la vista por un paisaje soberbio; los montes coronados de nieve cerraban por todo el horizonte el amplío valle.
Al contemplar aquella habitación, el joven se sintió profundamente desgraciado, pensaba en las pasadas ilusiones, que ahora perdían su razón de ser. ¡Oh, el viaje lejano, la infinita cinta de la carretera sinuosa desplegándose al paso del carruaje, los montes que se apartan, el aire que bulle de alegría, con extranjeros cánticos, bosques y prados, pueblos y ciudades brillando entre la niebla y amplios mundos arremolinándose a su paso, bajo la cúpula del cielo!
Ya nada le queda de todo aquello.
En la salita de estar aún rezumaba humedad el piso, recién fregado. Quandt expuso al lord los puntos más importantes del programa educativo a que debería estar sometido Caspar. De vez en cuando contemplaba al muchacho y su mirada era tan penetrante como la de un cazador calibrando su blanco antes de apuntar.
Stanhope afirmó que se consideraba feliz de saber a Caspar acogido por fin bajo unas reglas sólidamente educativas; hasta entonces todo habían sido concesiones y mimos. Si el señor presidente no hubiera decidido con tal insistencia que se quedara en Ansbach—esta aclaración iba dirigida sin duda al muchacho, que le escuchaba silenciosamente—, ya estaría en Inglaterra o por lo menos en camino de aquel gran país.
—Pero ya que le sé en tan buenas manos —añadió—, me siento tranquilo y satisfecho; hay que reconocer que las imposiciones y los sacrificios logran en muchos casos mejor éxito que nuestros buenos deseos.
Sus palabras eran frías; como si hablara a su sombrero o a su bastón. La explicación que encerraban era torpe, forzada. Pero para Quandt estas palabras fueron un alivio. Se animó visiblemente y opinó que sería conveniente que Caspar se mudara aquella misma noche. Stanhope miró a Caspar inquisitivamente, el muchacho bajó la cabeza, a lo que el lord forzó una amarga sonrisa.
—No deseo obrar con excesiva precipitación —dijo—. Mañana haré que traigan el equipaje, hoy se queda conmigo.
Había oscurecido cuando abandonaron la casa. Quandt les acompañó hasta la calle. Al regresar cerró muy lentamente y en silencio la puerta, como era su costumbre. Luego se detuvo en el centro de la habitación, cruzó los brazos apretándolos contra el pecho y meció la cabeza durante un buen rato, con la expresión del más profundo asombro.
—¿Qué te pasa? —preguntó la señora Quandt.
—No lo comprendo, no lo comprendo —contestó el profesor intrigado, y recorrió la habitación mirando al suelo, como si buscara algo.
—¿Qué es lo que no comprendes? —inquirió la mujer, contrariada.
Quandt acercó una silla a la de su esposa, se sentó mirándola fijamente con sus ojos desvaídos, y prosiguió:
—¿Es que has visto tú algo extraordinario o maravilloso en este sujeto? Dímelo, querida Jette, ¿has observado algo, cualquier cosa que le diferencia de los demás mortales?
La señora Quandt se echó a reír.
—Tan sólo he observado que no es muy cortés y que lleva medias de seda como un duque —repuso simplemente.
—¿No es cierto? No es muy cortés, ¿eh? ¿Y sus medías? Tienes razón —dijo Quandt con rara avidez, como si se hallara sobre la pista de un maravilloso descubrimiento—. Bien, ya le desacostumbraremos de las medias de seda y de las chaquetillas a la última moda; tales cosas no van con la sencillez de nuestra casa. Pero yo te pregunto: ¿Comprendes a los hombres? ¿Comprendes el mundo?
¡Y de este mozo se habla desde hace tantos años como si se tratara de un prodigio, de lo nunca visto! Por su causa se apasionan sesudos caballeros, hombres de mundo, gentes de buen gusto, personas ilustradas; ¿es esto comprensible? ¿Es que nadie ha acertado a verle con sus propios ojos, con los ojos que el cielo nos ha dado? ¿Es posible?
Entretanto, el lord y Caspar habían regresado a la posada. Stanhope no lo veía todo de color de rosa precisamente. Alteraba sus nervios el mutismo de su acompañante; se sentía como sí le apuntara una pistola tras un espeso cortinaje.
Estaba inquieto, se sentía acorralado. Hay un punto en la vida en el que los destinos coinciden en un camino estrecho, con un abismo a cada lado, y es cuando tienen que luchar. Asoman palabras que no han sido conjuradas, despiertan tenebrosos rasgos...
Stanhope llamó al criado y le mandó encender las luces y el fuego de la chimenea. Poco después fue anunciado el consejero Hofmann; el lord dijo que no se encontraba visible, dio orden de que no permitieran a nadie la entrada y se puso a trabajar en sus papeles. De pronto preguntó a Caspar:
—¿Qué te han parecido el profesor y su esposa?
Caspar no lo sabía a ciencia cierta y dio una respuesta cualquiera. En verdad ni siquiera se acordaba ya del señor Quandt y de su amadísima esposa. Tan sólo sabía que la señora Quandt había bebido hasta la última gota de su café tratando de alcanzar el azúcar del fondo, lo cual le pareció una necedad.
De pronto se volvió Stanhope con el gesto de un hombre que hubiera perdido la paciencia.
—Y bien, ¿qué pasa con el anillo? ¿Qué quisiste expresar al devolvérmelo?
Caspar no contestó; continuó mirando al vacío con entristecida terquedad. Stanhope se acercó a él y, apuntándole con el dedo, dijo rudamente:
—¡Habla o te pesará!
—Bastante pesar tengo ya conmigo —replicó Caspar monótonamente, y su mirada se desvió del conde para posarse en el oscuro tapete, iluminado por el fuego del hogar. ¿Qué hubiera podido decir? Ya nada sentía hacia aquel que por vez primera le había hablado de hombre a hombre, mostrándole un camino. ¿Es que podía hablarle de la horrible noche pasada en casa de los Tucher? ¿De cómo había pasado horas y horas con el corazón destrozado y sintiéndose solo, abandonado del mundo entero? ¿De cómo había salido a buscar algo, algo que no podía determinar; de cómo había tratado de arrancar su secreto al tiempo, del mismo modo que se excava en el suelo de un jardín; de cómo se había hecho de día y había visto niños y el río, y se había postrado de hinojos ante un árbol, cosas que no había hecho nunca? ¡Todo distinto! Hasta él mismo había cambiado, con nuevos ojos para ver, libre ya de inseguridades... Imposible describirle todo eso; no hubiera encontrado palabras.
Siguió sumido en el mutismo con la mirada fija en el vacío, mientras Stanhope, con las manos en la espalda, recorría agitado la sala, hablando con voz entrecortada, forzada, nerviosa.
—¿Es que pretendes acusarme de algo? ¿Necesito pedirte perdón? ¡He luchado por ti como por mi propia sangre, he puesto en liza mi fortuna y mi honor, no he retrocedido ante ninguna humillación, me he visto mezclado con el populacho, con esta pedante burguesía! El que me exija un imposible, no me quiere bien. Aún no ha pasado nuestro día, ni se me han terminado los recursos, yo sigo en mis trece, pero no te creas con derecho a exigirme cuentas, ni a coartar mi libertad de acción. Si pides de mí más de lo debido, en lugar de mostrarte agradecido por lo que me ha sido posible darte, entonces habrá llegado la hora de separarnos para siempre.
«¡Vaya un modo hablar!», pensaba Caspar, que apenas podía seguirle.
La primera idea de Stanhope fue la de que quizá Caspar tuviera ahora alguna relación secreta de la que recibir consejos y ganar voluntad; veía demasiado bien que habían desaparecido toda su timidez y miedo, y observó con pavor que no se hallaba ya frente a aquella anterior criatura sin voluntad propia. Pero a su pregunta ruda y seca, Caspar replicó con aire tan asombrado e inocente que disipó en absoluto sus sospechas. Caspar entrelazó las manos, deseoso de expresarse con claridad y dijo a su manera que no había querido ofender a Stanhope con lo del anillo; era simplemente algo que se relacionaba con su historia; no habían cesado de contarle historias; historias de su vida, que oía sin entenderlas. Con ellas le ocurría lo que con el caballito de madera, con el que hablaba y jugaba en su mazmorra, mas sin notar en él el menor hálito de vida.
—Pero ahora —prosiguió con voz entrecortada—, ahora el caballito ha cobrado vida.
Stanhope levantó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Qué dices? —exclamó vivamente y agitado—. Habla claro.
Tomó su monóculo y le contempló atentamente a través del cristal, con el ceño fruncido, en un gesto que quería ser altanero pero que en el fondo no delataba más que desconcierto.
—Sí, el caballito ha cobrado vida —repitió Caspar con gravedad.
Sin duda alguna creía haber definido con aquella simple e infantil aclaración la súbita revelación de su pasado. Era ya capaz de adivinar instintivamente las formidables fuerzas que habían formado su destino; en todo caso comprendía ya la realidad, aquella realidad culpable de su larga prisión, que, poniéndole al margen de toda ley humana, le había reducido hasta hacía un par de años a la miserable condición de bestia enjaulada. Ahora comprendía que tan injusto trato se hiciese acreedor a los ojos del mundo de una compensación sin límite, que sus derechos fuesen inalienables y que la simple demostración de su existencia, la simple revelación de lo ocurrido bastara para vencer toda resistencia, para devolverle todo aquello de que villanamente había sido desposeído.
Lo que ahora le infundía valor era esto, sin duda, pero quizás algo más, y fue el mismo lord, al temer por sí y sus superiores, al temer por su futuro, por todo el edificio que él había levantado y que le aplastaría al derrumbarse, quien pronunció la gran palabra, el que la encontró, aquella palabra para Caspar brillante, maravillosa y a la vez horrible, que lo expresaba todo, lo mayor, lo indecible.
Stanhope se sintió vencido, y apenas encontró fuerzas y deseos para luchar con una voluntad nacida de la nada y que oscurecía el firmamento, como Ifrid al brotar de la botella salomónica. «Fui demasiado generoso —pensó—; fui excesivamente confiado; con mis titubeos acabaría por perder mi propia piel.» Si a los soñadores se les permite que despierten, agarran las riendas desesperadamente e intiman con los caballos más nerviosos; «ya no me gusta el sabor dulce de este guiso, tendré que echarle sal», había dicho.
Se sentó junto a la mesa, frente a Caspar y sin apenas separar los dientes al hablar, dijo mirándole sombríamente:
—Creo comprenderte. No puedo echarte en cara que hayas sacado ciertas conclusiones de las palabras que en tu presencia pronuncié, lo reconozco, con notoria imprudencia. Quiero en este momento ir aún más lejos y espero que no te defraude mi franqueza. Yo domaré tu caballito redivivo, y, sí entonces te sientes con ganas, podrás montar en él. Yo no te engañé: por tu origen igual al más poderoso de los príncipes, fuiste víctima de la confabulación más canallesca que nunca tramara la imaginación de Satanás; si sólo tuvieras que temer a la virtud o al derecho moral, ya no estarías aquí ni yo tendría necesidad de prevenirte. Porque, pon atención, cuanto más justas sean tus pretensiones y esperanzas, tanto más peligrosas han de resultarte no bien intentes dar un solo paso por alcanzar tu meta. La primera acción, la primera palabra en tal sentido te acarrearía una muerte inevitable. Serías destruido antes de poder mover un solo dedo para tomar aquello que te pertenece. Acaso llegue algún día en que dudes de la verdad de mis palabras, mañana tal vez, quizá dentro de un año; yo te conjuro: créeme. Sella tus labios para siempre. Teme al aire que te rodea, teme al sueño que puede delatarte. Posiblemente llegue un día en que puedas ser lo que eres, pero hasta entonces calla, sí amas la vida, y conserva tu caballito bien atado.
Caspar se había levantado lentamente; retumbaban en sus oídos las palabras, despertando en él un invencible miedo, y sus innumerables formas le aturdían como una avalancha. Para encauzar sus pensamientos en otra dirección, fijó de modo obsesionante su atención en los objetos muertos e inmóviles que le rodeaban: la mesa, el armario y las sillas, la lámpara, las figurillas de barro cocido de la chimenea, el curvado colgador de la ropa...
¿Le resultaba todo aquello nuevo o tan sólo inesperado? Nada de eso. Lo presentía todo en torno desde hacía mucho tiempo, como un aire emponzoñado. Pero una cosa es la sospecha presentida y otra muy distinta la certeza angustiante.
También Stanhope se había levantado; se acercó a Caspar y prosiguió con una extraña voz nasal:
—No te queda ninguna otra salida. Es tu estrella, naciste bajo este hado. Es la sangre. Te condena y te absuelve; te guía y desorienta. —Y después de un largo silencio:
—Vámonos a dormir, ya es tarde. Mañana por la mañana iremos a la iglesia y rezaremos. Quizá Dios ilumine nuestro entendimiento.
Caspar parecía no oírle. ¡Sangre! Ésta era la palabra. Ésta era la fuerza que penetraba por todos los poros de su ser. ¿Es que no gritaba la sangre en sus venas y no le respondía el lejano eco? La sangre se ocultaba en todo cuanto veía, en las venas, las rocas, las hojas de los árboles, la luz. ¿No se amaba a sí mismo por su sangre, no sentía su alma como un terso espejo de sangre, en el que podía contemplarse a sí mismo? ¡Cuántas criaturas en el mundo, tan próximas, tan entremezcladas, tan extrañas unas a otras, viviendo en la corriente de su propia sangre, que sólo para ellos latía, fluyendo por solitarios lechos, llenos de misterios, hacia desconocidas metas!
Cuando miró de nuevo al conde, le creyó sumergido en sangre, visión que el rojo papel de la pared favorecía. «Si se apagaran las bujías —pensó Caspar—, todo moriría, la sangre y las palabras, él y yo; no quiero dormir esta noche, no quiero morir.» Sí, Caspar hubiera deseado sepultar en su alma las palabras dichas anteriormente, encarcelarlas en ese calabozo del espíritu que se llama silencio. Ser obediente, no saber nada, ser infeliz, soportar la burla y la vergüenza, ahogar incluso la voz de la sangre; tan sólo no tener que morir, poder vivir, vivir, vivir. Habrá que tener miedo, ser cobarde como una rata, cerrar puertas y ventanas, olvidar los sueños, olvidar amigos, humillarse, enterrar el caballito de madera, pero vivir, vivir, vivir...
El lord no quiso que el muchacho durmiera aquella noche en su buhardilla, sino en sus habitaciones. Ordenó al encargado que arreglara una cama en el sofá. Mientras Caspar se desnudaba, salió un momento, pero volvió para convencerse de que el muchacho descansaba tranquilo y a apagar las luces. Dejó abierta la puerta de comunicación con su dormitorio.
Sin acordarse de sus propósitos, Caspar se durmió pronto, y el sueño se llevó consigo la inquietud que agitaba su mente. Habría dormido unas cuatro o cinco horas cuando la pesadez de su sueño se trocó en intranquilo revolverse en la improvisada cama. De pronto despertó exhalando un profundo suspiro y fijó sus ardorosos ojos en la oscuridad. En la ventana los copos de nieve producían un ruido como de una mano que tamborileara en los cristales. De la alcoba vecina le llegaba el sosegado respirar del dormido Stanhope, semejando un amenazador murmullo en las tinieblas de la noche: cuidado, cuidado...
No pudo soportar por más tiempo la cama. Mil ínfimas ataduras envolvían su cuerpo y, si se levantó, fue sólo para asegurarse de que podía moverse. Se envolvió en la manta de lana y se acercó descalzo a la ventana.
La inmensidad se ocultaba tras aquellas palabras que retumbaban en sus oídos prendidas en la oscuridad como rojas cerezas. En todas partes acechaba el peligro; pensar era un peligro; peligro el aliento de una boca extraña...
Empezó a temblar. Las rodillas parecían desprenderse de sus piernas, se sentía ligero y a la vez cansado; sus reflexiones adquirieron un nuevo giro, todos los objetos le parecieron más cercanos, y la tierra y el cielo, las nubes, el viento y la noche, parecieron tener un algo incomprensible, inestable y perecedero. Caspar sostenía en sus manos los trozos de un precioso jarrón, y su fantasía era incapaz de reconstruir la bella forma que el recipiente había ofrecido.
Abajo, en la calle, paseaba silencioso el vigilante. El resplandor de su linterna brillaba en la nieve y la teñía de oro. Caspar le seguía con la mirada. Aquel hombre está en una estrecha y desconocida relación con él, con su destino. De pronto se ve caminando junto a él por un campo nevado, le pregunta a Caspar si siente frío y le cubre con su capote. Ambos se cobijan bajo un mismo abrigo. Caspar percibe entonces que el rostro del sereno no es un rostro de hombre, su aspecto es suave y compasivo, hermoso y triste, se vuelve hacia él y es una mujer. Su tristeza y su belleza son muy sugerentes, y el hecho de que los dos caminen debajo del mismo abrigo posee un significado muy profundo, lo que hace que la alegría y la tortura sean lo mismo, algo que proviene del principio de las cosas.
La voz del conde retumbó en la noche.
—¡Tu madre te parió bajo este signo!
¡Parió! ¡Qué vocablo! ¡Cuánto encerraba! Caspar se cubrió el rostro con las manos; sentía vértigo.
Oyó ruido de pasos. Se volvió angustiado, era una aparición en medio de tinieblas; ante él se hallaba el conde en camisa de noche. Seguramente le había despertado Caspar; tenía un sueño muy ligero.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó sordamente. Caspar dio un paso hacia él y exclamó implorante, desalentado y a un tiempo amenazador:
—¡Condúceme a ella, Heinrich! Déjame por una vez ver a mí madre, sólo por una vez, verla tan sólo; no ahora, más tarde quizá. ¡Una vez, sólo una vez! ¡Únicamente verla!
Stanhope retrocedió. Aquel grito tenía algo de sobrenatural.
—Paciencia —murmuró—. Paciencia.
—¿Paciencia? ¿Por cuánto tiempo aún? ¡Ya he tenido bastante paciencia! —Yo te prometo...
—Tú prometes, mas ¿cómo he de creerte?
—Pongamos el plazo de un año.
—Un año es mucho tiempo.
—Mucho y poco. Un año corto pasará muy deprisa...
Luego...
—¿Luego?
—Regresaré...
—¿A buscarme?
—A buscarte.
—¿Me lo juras?
Caspar clavó en el conde una mirada ardiente, de un ardor que amenazaba apagarse; buscaba en sus ojos la certeza, la verdad. Como el resplandor de la nieve aclaraba la noche, podía ver con todo detalle el rostro del conde.
—Te lo juro.
—Tú lo juras, pero ¿cómo puedo estar seguro?
Stanhope se sintió presa de un desconcierto extraño; una conversación a tales horas, aquellas preguntas inquisitivas, cada vez más apremiantes, más impetuosas del muchacho le hacían el efecto de espectros que se atorbellinaran en su fantasía.
—Arráncame de tu corazón si no cumplo —murmuró sordamente; y en ese momento cruzó por su mente la visión de aquel hombre arrojado al enfurecido cráter del Vesubio.
Mas Caspar prosiguió:
—¿Y eso de qué me serviría? ¡Dime el nombre, dime su nombre, el mío!
—¡No! ¡Nunca! Pero, créeme. Hay un Dios que te protege, Caspar. Nada te puede ser denegado, Caspar. Tú ya has pagado al destino el precio de tu felicidad, que nosotros, los demás mortales, tenemos que pagar diariamente con parte de nuestra alma. Todo ha de ser pagado, todo. Éste es el verdadero sentido de la vida.
—¿Me prometes, pues, estar de vuelta dentro de un año?
—Sí, dentro de un año.
Caspar clavó los dedos en la mano del lord y le dirigió una mirada penetrante que hizo bajar los ojos al orgulloso inglés, mientras su rostro parecía envejecer de súbito. Al regresar a su habitación, tiritando ligeramente, se puso a rezar el Padrenuestro.
No se quedó dormido hasta el amanecer. Al levantarse de la cama era ya mediodía; Caspar llevaba mucho tiempo en pie. Le halló sentado junto a la ventana examinando al parecer los cristales de nieve helados en el vidrio.
Abandonaron el hotel a la una. Cogidos del brazo, siendo objeto de la curiosidad del público, pasearon por las calles cubiertas de nieve; luego se dirigieron a la puerta de Herried y cerca del mercado se encontraron con una enorme multitud de campesinos y mercaderes. Stanhope se detuvo frente al portal de la iglesia de San Humberto y pidió a Caspar que le acompañara. Caspar dudó un instante, pero finalmente siguió al conde y entraron en el templo, desprovisto de todo adorno; una armazón de negras vigas sostenía el techo.
Stanhope se dirigió al altar con pasos rápidos, se arrodilló en los peldaños de piedra, inclinó la frente y así permaneció en absoluta inmovilidad.
Caspar, penosamente emocionado, miró a su alrededor por si alguien presenciaba aquella denigrante escena. Pero la iglesia estaba vacía. «¿Por qué se encorva así? —pensó malhumorado—. Dios no puede encontrarse en el suelo.» Pronto se sintió inquieto y temeroso; aquel silencio de la imponente vastedad oprimía su pecho. Y cuando alzó los ojos hacia lo alto, vio muy arriba, a través de un abierto ventanal, el sol, que se esforzaba por vencer las nieblas invernales. Recobró el color su rostro, tímidamente alegre, y el silencio se trocó en su pecho en ferviente veneración.
—¡Oh, sol —dijo en voz baja y con inocente devoción—, haz que no sea todo como es! ¡Cámbialo, sol! Tú ya sabes lo que me sucede; tú sabes bien quién soy. Brilla de modo que mis ojos puedan encontrarte siempre, mis ojos que siempre ansían verte.
Y mientras así hablaba, un rayo de luz se posó en la fría piedra y Caspar, muy contento, creyó que el sol le respondía a su manera.