RELATO DE CASPAR HAUSER ANOTADO POR DAUMER
Hasta donde Caspar Hauser podía recordar, había vivido siempre en un lugar oscuro, nunca en otra parte, siempre en el mismo sitio. Nunca había visto un hombre, ni oído sus pasos, ni su voz, ni el canto de un pájaro, ni el grito de un animal. No había visto los rayos del sol, ni el fulgor de la luna. Tan sólo se había sentido a sí mismo, y aun esto sin siquiera conocerse, sin percatarse de su soledad.
La estancia tenía que haber sido de reducidas proporciones, porque creía haber tocado una vez dos paredes opuestas al estirar los brazos. La había creído inmensa; amarrado a su lecho de paja, sin ver sus cadenas, Caspar no había dejado jamás aquel rincón en el que dormía sin sueño, en el que velaba sin soñar. La intensidad de las tinieblas variaba de modo regular. Así supo del día y de la noche. Ignoraba estos nombres, pero notaba que la oscuridad era más profunda cuando despertaba durante la noche y habían desaparecido las paredes.
No tenía medida para el tiempo. No podía decir cuándo había empezado la inconmensurable soledad. Nunca imaginó que pudiera terminar. No advertía cambio alguno en su cuerpo, no deseaba que nada fuera distinto de lo que era, nada de lo futuro le atraía, nada de lo pasado tenía recuerdos para él; el reloj de su vida que apenas sentía dejaba transcurrir sus horas en silencio, su conciencia era muda como el aire que le envolvía.
Cuando despertaba por las mañanas extendía la mano y encontraba junto a su lecho pan tierno y una jarra de agua. A veces el agua tenía un sabor distinto; y después de beberla perdía su alegría y volvía a dormirse. Al despertarse solía tomar la jarrita y llevársela a la boca, pero no fluía agua; volvía a dejarla en su sitio con la esperanza de que se llenase; no podía comprender que una mano extraña la colocase cada noche en el mismo lugar; no tenía idea de que existiera ninguna otra criatura aparte de él mismo. Esos días encontraba paja fresca en su lecho, una camisa nueva en el cuerpo, las uñas cortadas, los cabellos más cortos, la piel limpia. Todo eso sucedía durante el sueño, sin que él lo notara ni enturbiara su espíritu ningún género de reflexiones a ese respecto.
Caspar Hauser no estaba completamente solo; tenía un camarada. Era un pequeño caballito blanco de madera, un objeto sin nombre, en cuya impasibilidad se reflejaba oscuramente, sin embargo, algo de su propio ser. Porque suponía en él formas vivas, lo tenía por su semejante, y en el brillo mate de las perlas falsas de sus ojos, presentía toda la luz del mundo exterior. No jugaba con el caballito, ni sostenía siquiera con él mudos diálogos, y aunque estaba clavado en una tablita de madera con ruedas, nunca se le ocurrió arrastrarlo y hacerlo rodar por el suelo. Pero cuando comía su pan le alargaba cada trozo antes de comerlo y al irse a dormir lo acariciaba suave y tiernamente.
Éste fue su único quehacer durante muchos días; largos años.
Sucedió una vez, mientras estaba despierto, que se abrió la pared y desde fuera, desde lo nunca visto, apareció una figura monstruosa, el primer otro, que dijo la palabra «tú», por cuya razón Caspar le llamó desde entonces Tu. En los movimientos de sus miembros alentaba algo incomprensiblemente ligero e inestable; palabra por palabra, fluía de sus labios un griterío que llenaba el oído, el brillo de sus ojos obligaba a mirarle y oírle sin pausa, y de sus ropas se desprendía lo exterior en forma de olor embriagante.
De las muchas palabras que brotaban de la boca de Tu, Caspar no comprendía al principio ninguna, pero lentamente, en medio de una profunda agitación, entendió que el monstruo quería sacarle de allí, que aquella rígida figura con la que había compartido su soledad recibía el nombre de caballo, que tendría otros caballos y que debía aprender.
—Aprender—repetía Tu continuamente—, aprender, aprender...
Y, como para demostrarle lo que esto significaba, colocó ante él un banco con cuatro patas redondeadas, encima un papel y allí escribió dos veces el nombre de Caspar Hauser y al copiarlo guió la mano de Caspar. A Caspar le gustó, porque eran trazos negros sobre papel blanco.
Después Tu puso un libro en el banco y habló señalando diminutos signos, las palabras. Caspar supo repetirlas todas, sin comprender el sentido de ninguna de ellas. Otras palabras, y ciertas formas y frases, las repitió también como un papagayo, por ejemplo:
—Quiero ser un caballero como mi padre.
Tu pareció satisfecho; de todas maneras, para premiarle le mostró que podía arrastrar el caballo de madera por el suelo, y con ello se divirtió Caspar a la mañana siguiente cuando despertó. Empujó el caballito hasta el pie de su lecho, con lo que se originó un ruido que hería sus oídos; por esta razón abandonó el juego y en cambio empezó a hablar con él caballito, imitando los incomprensibles sonidos de la boca de Tu. Era un placer asombroso para él oírse a sí mismo, levantó los brazos y prorrumpió en alegres balbuceos.
A su carcelero aquello pareció malhumorarle e inquietarle y quiso hacerle callar; de pronto vio Caspar que un bastón silbaba sobre sus hombros y sintió a un tiempo un dolor tan fuerte en el brazo que cayó hacia adelante atemorizado. Asustado aún, comprobó que ya no estaba sujeto al lecho. Permaneció inmóvil largo tiempo; luego probó de arrastrarse hacia adelante, pero sintió un horror invencible cuando sus pies desnudos tocaron las frías losas del suelo. A duras penas pudo alcanzar de nuevo el lecho y se rindió inmediatamente al sueño.
Tres veces volvió a hacerse de noche antes de reaparecer Tu para probar si Caspar aún sabía escribir su nombre y leer las palabras del libro. No ocultó su asombro cuando el muchacho demostró saber hacerlo. Señaló distintos objetos de la habitación y le dijo sus nombres; hablaba lentamente y, con los ojos fijos en los de Caspar, le sujetaba fuertemente del hombro. Caspar intuía en su mirada, en sus gestos, en lo descompuesto de su rostro lo que decía, y temblaba cuando su lengua obedecía al hombre, balbucearte.
A la noche siguiente le sacudieron para que despertara. Lo sintió largo rato como una cruel tortura, a pesar de lo cual no podía despertarse del todo. Cuando por fin abrió los ojos, el muro se había abierto y penetraba en la estancia una luz pálida y rojiza. Tu estaba inclinado sobre él y le hablaba en voz baja, quizá para calmar el miedo de Caspar. Lo levantó y lo vistió con unos pantalones, una blusa y unas botas, luego lo apoyó contra la pared y lo montó a horcajadas sobre sus espaldas. Caspar se abrazó a su cuello y, al decir de él, subieron una enorme montaña; en realidad se trataba seguramente de la escalera de la mazmorra subterránea. La respiración del hombre producía un horrible silbido. Algo cálido y húmedo golpeó el rostro de Caspar, se clavó en su piel, y agitó sus cabellos que empezaron a moverse por sí solos.
De pronto cedieron las tinieblas; todo se hizo lejano y suave, a pesar de que la oscuridad seguía reinando; en la profundidad, en la lejanía, todo estaba lleno de extraños y enormes objetos; desde arriba llegaba una luz azulada que se perdió de nuevo. La humedad esponjó los pliegues de sus ropas. Caspar rompió a llorar y se durmió apoyado en la espalda del hombre.
Al despertar yacía en el suelo, el rostro vuelto hacia la tierra, que invadía su cuerpo de frío. Tu le irguió. El aíre ardía extrañamente y un resplandor insoportable cegaba sus ojos. Tu le dio a entender que debía aprender a andar; le enseñó cómo debía hacerlo, le sostuvo desde atrás por los sobacos y le apretó la cabeza contra el pecho, para que supiera que debía mirar al suelo. Caspar obedeció tambaleándose y temblando. El aire y el resplandor quemaban sus párpados, los olores le daban vértigo y perdió el conocimiento.
Se durmió de nuevo; no supo cuánto tiempo. No sabía tampoco las veces que había probado a andar hasta que oscureció otra vez. Creía sin duda que se hacía de noche cada vez que penetraban en un bosque umbroso. No se dio cuenta del camino, no podía decir si subía o bajaba, sí pasaba por entre árboles, prados o casas. A veces, todo cuanto le rodeaba parecía inundado por un ardiente mar de fuego, pero cuando alcanzaban las tinieblas, suaves y frescas, la tierra y el aire adquirían tonalidades verdes y azuladas. No podía decir sí se habían cruzado con otras personas, no pudo ver el cielo, ni siquiera el rostro del hombre que le conducía. Una vez cayó agua de lo alto; pensó que Tu se la tiraba y se quejó de ello, pero Tu replicó que él no era el causante y señalando al aire, gritó:
—¡Lluvia, lluvia!
Ignoraba el tiempo que había durado su camino. Creía que cada vez que, cansado de la penosa marcha, se tendía para descansar había transcurrido un día. El temor se apoderaba de él y dominaba su cansancio, tensaba los músculos y levantaba la cabeza mientras sus ojos permanecían fijos en el suelo. Tu le daba de comer el mismo pan que había disfrutado en la mazmorra y le permitía beber de vez en cuando agua de una botella. Trataba de vencer su cansancio y su miedo con la promesa de hermosos caballitos cada vez que el viento, silbaba entre los matorrales o chillaba un animal o crujía la hierba a su paso, y cuando Caspar pudo por fin andar un largo trecho solo, le dijo que pronto llegarían. Señaló con el brazo a la lejanía y dijo:
—Gran ciudad.
Caspar no vio nada, siguió su paso tambaleante; al cabo de un rato Tu le cogió del brazo, indicando que debía detenerse, le dio la carta y dijo acercando su boca al oído de Caspar:
—Di que te enseñen dónde debes llevar la carta.
Caspar caminó unos pasos, y cuando miró a su alrededor Tu había desaparecido. De pronto notó que pisaba sobre un suelo de piedra, tanteó a todos lados para buscar apoyo y descubrió unos muros de piedra que ardían a la luz del sol, mas no le invadió el pánico hasta que vio otros hombres, primero uno, luego dos, después muchos. Los tuvo horriblemente cerca, le rodearon, gritaron, uno le agarró y le arrastró hacia adelante, todo a su alrededor era escándalo y griterío; ansió dormir, no le comprendieron; habló de su padre, de los caballos, se echaron a reír y no le comprendieron; se dolió de sus pies heridos, no le comprendieron; durmió en la cuadra del caballero, luego vinieron otros hombres para, apenas llegados, huir de nuevo con incomprensible ligereza; el aire era pesado y apenas respirable, los enormes monstruos, que tales le parecieron las casas, amenazaban enterrarle entre sus moles, y en el cuartel le asustaron de tal manera los gestos salvajes de la gente que buscó refugio en sus lágrimas.
De nuevo durmió largo tiempo, hasta ser conducido a la torre. El hombre que le subió por la imponente escalera hablaba con voz recia; abrió una puerta, que retumbó extraña y profundamente. Apenas tendido en su saco de paja, sonó el reloj de la torre, lo que le sumió en un mar de confusiones. Escuchó atentamente, pero ya no se oyó nada más; cedió su curiosidad y ya tan sólo sintió el ardor de sus pies lacerados. No le dolían los ojos, ya que la estancia estaba a oscuras. Se levantó e intentó alcanzar la jarrita para calmar su sed. No vio agua ni pan; en su lugar, un suelo de muy distinta especie del que había observado en su anterior prisión. Quiso coger su caballito para jugar con él, pero no había allí ninguno, y dijo:
—Quiero ser un caballero como mi padre.
Lo que significaba: «¿Qué ha sido del agua, el pan y el caballito?»
Palpó el saco de paja sobre el que yacía, lo observó con asombro y no supo lo que era; golpeando encima con el dedo, oyó el mismo ruido de la paja que hasta entonces había sido su lecho. Esto le tranquilizó de tal manera que se durmió de nuevo hasta que a medianoche le despertaron las campanadas del reloj. Escuchó largo rato y, cuando hubo cesado el sonido, vio la estufa verde que relucía en las tinieblas (porque Caspar podía distinguir los colores incluso en medio de la oscuridad). La contempló muy interesado y murmuró de nuevo:
—Quiero ser un caballero como mi padre.
Lo que significaba: «¿Qué es esto y dónde estoy?», y también: «Quiero ese objeto reluciente.»
Al amanecer el guardián abrió las ventanas, la radiante luz del día hirió sus ojos; empezó a llorar y dijo:
—Que te enseñen dónde has de llevar la carta—y con ello quería decir: «¿Por qué me duelen los ojos? Aparta esto que quema, devuélveme mí caballito y no me martirices más.» Porque en realidad le hablaba a Tu, de quien creía podría llegarle ayuda. De nuevo oyó las campanadas del reloj, lo que le quitó la mitad de sus dolores, y mientras escuchaba entró un hombre que le hizo toda clase de preguntas, pero Caspar no respondió, porque toda su atención estaba centrada en el sonido que se extinguía nuevamente. El hombre le sujetó por la barbilla, elevó su cabeza y le habló rudamente. Ahora le escuchó Caspar y le dijo todas las palabras aprendidas, pero el hombre no le comprendía. Soltó su cabeza, se sentó junto a Caspar y siguió preguntando; cuando de nuevo dieron las campanadas del reloj, dijo Caspar:
—Quiero ser un caballero como mí padre.
Y esto significaba: «Dame eso que suena tan lindamente.»
El hombre no le comprendió y siguió hablando, Caspar empezó a llorar y dijo:
—Dame el caballito.
Con lo que le rogaba al hombre que no le atormentara más.
Estuvo luego mucho tiempo solo. Desde muy lejos oyó las trompetas de las caballerizas imperiales y, cuando entró otro hombre, Caspar le dijo lo de la carta, lo que significaba: «¿No sabes lo que es esto?» El hombre le trajo un jarra de agua y le dio de beber, con lo que le puso de buen humor y dijo:
—Quiero ser un caballero como mi padre.
Lo que significaba: «Ahora no permito que vuelvas a irte, agua.» Sonaron de nuevo las trompetas y Caspar escuchó divertido; pensó que si viniera su caballo le contaría lo que había oído.
Aquel mismo día comenzó el martirio de la impertinente multitud de curiosos, cuyas malévolas miradas y horroroso bullicio tuvo que soportar durante tantos días.