EL JOVENZUELO DESCONOCIDO
En los primeros días del verano de 1828 corrieron por la ciudad de Nuremberg extraños rumores acerca de un sujeto que, sometido a vigilancia en la torre del castillo de Vestner, despertaba a diario el asombro de las autoridades y de los curiosos.
Era un muchacho de unos diecisiete años. Nadie sabía su procedencia. Ni él mismo era capaz de señalarla, puesto que su dominio del habla no pasaba del de un niño de dos años; sólo sabía pronunciar unas pocas palabras, que repetía de continuo, balbuceándolas, unas veces con gesto implorante, otras con alegre continente, como si no encerraran el menor sentido y fueran solamente incomprendidos signos de sus temores y sus goces. Incluso su andar era el de un niño que apenas hubiera aprendido los primeros pasos: no apoyaba primero el tacón, sino toda la planta del pie, con mucha torpeza y cuidado.
Las de Nuremberg son personas muy curiosas. Cada día escalaban a centenares la colina y subían los noventa y dos escalones de la antigua y siniestra torre del castillo, sólo para ver al prisionero. Estaba prohibido penetrar en el aposento donde éste yacía, sumido en tinieblas, y, así, los visitantes se agolpaban en el umbral para contemplar al asombroso personaje, siempre acurrucado en el último rincón de la estancia, jugando con un pequeño caballo blanco de madera que había visto en manos de los hijos del guardián y que éstos le habían entregado emocionados por la torpeza de su tartamudeo. Al parecer, sus ojos no sabían captar la luz; se asustaba visiblemente de los movimientos de su propio cuerpo, y al elevar los brazos lo hacía como si el aire le ofreciera una misteriosa resistencia.
—¡Desgraciado muchacho!—exclamaba la gente; en opinión de algunos se trataba de un nuevo espécimen humano, algo así como un hombre de las cavernas. Entre las rarezas que de él se contaban, no era la menor la de que el muchacho no quería tomar más alimentos que pan y agua.
Poco a poco fueron conociéndose detalladamente las circunstancias de la aparición del extranjero. El lunes de Pascua, hacia las cinco de la tarde, apareció de pronto en la Unschlittplatz, no lejos de la Puerta Nueva; permaneció unos instantes mirando alrededor desconcertado, luego cayó tambaleándose en brazos del zapatero Weikmann, que pasaba casualmente por aquel lugar. Su mano temblorosa mostraba una carta dirigida al caballero Wessenig, y, tras haberse reunido en torno a él un pequeño grupo de curiosos, fue conducido, no sin trabajos y fatigas, a casa del mencionado caballero. Allí cayó agotado al pie de la escalera. Sus destrozados zapatos goteaban sangre.
Cuando al anochecer regresó el caballero a su casa, su esposa le contó que en la cuadra dormía un mozo hambriento, de embrutecido aspecto; al mismo tiempo le entregó la carta, que el asombrado caballero leyó más de una vez, después de roto el sello; era una misiva tan llena de ironía en unos puntos, como de cruel franqueza en otros. El caballero fue a la cuadra y mandó despertar al forastero, lo que se consiguió no sin gran esfuerzo. Las preguntas militarmente escuetas del oficial no fueron debidamente contestadas por el muchacho; sus respuestas carecían en absoluto de sentido. El señor von Wessenig decidió, ni corto ni perezoso, llevar al visitante al cuartel de la policía.
También esta empresa resultó erizada de dificultades, porque el forastero apenas podía moverse; un rastro de sangre dejaba marcado su camino; tuvieron que llevarle arrastrándolo por las calles como a un becerro desmandado, escena en la que los pacíficos burgueses encontraron un motivo de diversión al regreso de sus excursiones dominicales.
—¿Qué ocurre?—inquirían los que observaban el tumulto desde lejos.
—¡Oh, nada, un campesino al que llevan borracho! —era la respuesta.
En el cuartel se esforzaron en vano por interrogar al prisionero; tartamudeaba de continuo las mismas absurdas palabras y de nada servían amenazas e insultos. Cuando uno de los soldados encendió una luz, sucedió algo raro. El muchacho compuso con su cuerpo extrañas figuras de oso bailarín e intentó coger la llama de la vela; al sentir en la mano el dolor de la quemadura rompió a llorar de tal manera que les puso a todos los pelos de punta.
Finalmente se les ocurrió ponerle delante de un trozo de papel y un lápiz, que el asombroso personaje sujetó fuertemente para dibujar con grandes letras infantiles, muy lentamente, el nombre de Caspar Hauser. Después, lanzándose a un rincón, cayó en el suelo y se quedó dormido como un leño.
Como Caspar Hauser, así se llamó de allí en adelante al forastero, iba vestido al modo campesino, con una especie de levita sin faldones, una bufanda roja y botas altas, se supuso que se trataría del hijo de algún rústico de la región, cuya defectuosa crianza explicaría lo raquítico de su desarrollo. El primero en desdeñar tal opinión fue el guardián de la torre.
—Ningún campesino ofrece ese aspecto —dijo mostrando el cabello castaño claro y ligeramente ondulado de su prisionero, que tenía un brillo inexplicable, como el de los animales acostumbrados a vivir siempre en la oscuridad—. Y estas manos tan blancas y tan finas, y esta aterciopelada piel, las delicadas sienes y las venas azules claramente marcadas a ambos lados del cuello, a fe que antes parece una doncella noble que un mozo campesino.
—Muy bien observado —dijo el médico forense de la ciudad, que en el protocolo hacía resaltar, además de estos detalles, la especial configuración de las rodillas del prisionero y las plantas de los pies, carentes de callosidades—. No cabe duda —dijo finalmente—, nos encontramos ante un hombre que no conoce nada de sus semejantes, no sabe nada del hoy ni del mañana, no capta el tiempo, no se percibe a sí mismo, no come, no bebe, no siente.
Las autoridades no consintieron, sin embargo, que este informe les desviara del curso acostumbrado de los interrogatorios; cabía la sospecha de que el médico, influido por su amigo el profesor Daumer, se dejara arrastrar por las excentricidades de éste. Al guardián de la prisión, Hill, le fue encomendada la misión de espiar al forastero, cosa que hacía con frecuencia a través de una disimulada abertura de la puerta, cuando el muchacho debía creerse a solas; pero siempre observaba la misma triste seriedad en los rasgos de su rostro, tan pronto angustiado como aterrorizado por invisibles fantasmas de su imaginación. Fue en vano que el guardián se arrastrase por la noche hasta el pie mismo del lecho y escuchase su aliento, esperando que subiesen a sus labios traicioneras palabras; las personas a quienes remuerde la conciencia suelen hablar en sueños y prefieren dormir de día antes que de noche, que es cuando acostumbran a aflorar los pensamientos; pero a éste le rendía el sueño en cuanto se ponía el sol y no despertaba hasta que los primeros rayos de luz penetraban a través de los cerrados batientes de las ventanas. Podía suscitar sospechas el hecho de que se estremeciera cada vez que se abría la puerta de la celda; mas era indudable que ello no se debía al temor propio de una conciencia culpable, sino más bien a una extraordinaria excitabilidad de los sentidos, para los que cada leve ruido del exterior era un martirio.
—Nuestros señores del juzgado tendrán que emborronar aún mucho papel, si quieren adelantar por este camino —le decía el buen Hill al profesor Daumer, que había ido a visitar al extranjero en la mañana del tercer día de prisión de Caspar Hauser—. Conozco de lejos todos los trucos de la gentuza y si este mozo busca el engaño yo me hago ahorcar ahora mismo.
Hill abrió y el profesor Daumer entró en la estrecha cámara. Como de costumbre, el prisionero se asustó, pero cuando el visitante estuvo dentro, Caspar Hauser pareció no advertirle, maravillado en su oscura inocencia, silencioso, inmóvil.
Sucedió aquel día que, cuando Hill abrió los batientes de la ventana, el muchacho, quizá corno nunca en su vida, levantó la mirada del suelo y la deslizó por el soleado exterior, donde se sucedían los rojos tejados dibujándose sobre un fondo de prados y bosques. Una mezcla de asombro y alegría contrajo sus labios, alargó titubeante la mano e intentó alcanzar el brillante cuadro, como si pudiera alcanzar con los dedos aquella mezcla de colores. Cuando se hubo convencido de que no era nada, sino algo lejano, engañoso, inalcanzable, se ensombreció su rostro y volvió a su mal humor desilusionado.
Aquella misma tarde el alcalde Binder visitó a Daumer en su domicilio, y a lo largo de la conversación le comunicó que los señores magistrados de la ciudad eran, respecto al prisionero, más bien incrédulos y hostiles que benévolos.
—¿Incrédulos? —replicó Daumer asombrado—. ¿En qué sentido incrédulos?
—Sí, suponen que el mozo ese nos está jugando una trastada —repuso el alcalde.
Daumer disentía.
—¿Qué persona sensata se impondría por puro disimulo la obligación de vivir a pan y agua, apartando de sí con repugnancia cuanto agrada al paladar? —preguntó—. ¿Por qué razón?
—No importa —contestó Binder obstinadamente—; parece ser ésta una historia muy enredada. Como nadie sabe ni puede suponer siquiera adónde se nos quiere llevar con este juego, es de aconsejar ante todo prudencia y no dejarse arrastrar por una atolondrada buena fe, para que no se burlen luego de nosotros quienes deben juzgar.
—No parece sino que sólo los escépticos y los indecisos son capaces de juzgar — observó Daumer frunciendo el entrecejo—. Ya estamos hartos de estos latiguillos.
El alcalde se sacudió de hombros y miró al joven con aquella suave ironía que es el arma de los experimentados frente a los entusiastas.
—Hemos decidido que el forense lo examine de nuevo —prosiguió—. El consejero Behold, el caballero von Tucher y usted, querido Daumer, deberán asistir a este examen. Las actas que de él resulten, junto con los protocolos ya existentes, serán remitidos al gobierno de la provincia.
—Comprendo: actas, actas y más actas —dijo Daumer sonriendo burlonamente.
El alcalde le apoyó la mano en el hombro y repuso bondadosamente:
—No le extrañe, querido; todo nuestro mundo huele a tinta, y de ello no están libres de culpa ustedes, los ratones de biblioteca. Por cierto —dijo extrayendo la cartera del bolsillo interior de su chaleco y mostrando un trozo de papel doblado—, como miembro de la comisión se le ruega que tome nota del contenido de este importante documento. Es la carta que entregó nuestro prisionero al caballero von Wessenig. Lea usted.
La carta, desprovista de firma, decía así:
Le mando a usted, señor hidalgo, un mozo que desea servir lealmente al Rey, con sus soldados. Me hice cargo de él en el año 1815, una noche de invierno en que me lo encontré en la puerta de mi casa. Tengo hijos, soy pobre y apenas sí puedo sostenerlos. Él es un expósito cuya madre no conozco siquiera. No le dejé dar ni un solo paso fuera de mi casa. Nadie sabe de su existencia, él mismo ignora su nombre, mi casa y mí lugar, un pequeño villorrio. Puede preguntarle todo lo que quiera, nada sabrá decirle ya que apenas puede hacer uso de la lengua. Sí hubiera tenido padres, que no tuvo, habría salido algo grande de él. En cuanto se le enseña algo, lo aprende en seguida. Me lo llevé a medianoche, no lleva dinero consigo y si no quiere mantenerlo tendrá que matarlo y colgarlo de la chimenea.
Cuando Daumer hubo leído la carta, se la devolvió al alcalde mientras paseaba muy serio por la sala con aire reflexivo.
—Y bien, ¿qué le parece? —inquirió Binder—. Algunos de nosotros somos de la opinión de que el propio prisionero hubiera podido escribirla.
Daumer interrumpió súbitamente su paseo y entrelazando las manos exclamó:
—¡Válgame Dios!
—Pero no hay motivo alguno para creerlo —se apresuró a añadir el alcalde—. sin embargo, está claro que en la redacción de esta misiva se ha tratado astutamente de dificultar o impedir ulteriores investigaciones. El tono es de una frialdad tan vil y malvada que ya desde un principio me ha hecho sospechar que el jovenzuelo no es más que la víctima inocente de un horrible crimen.
Esta valiente opinión del alcalde se vio reafirmada por un suceso ocurrido ya a la mañana siguiente, poco tiempo después de haber penetrado los miembros de la comisión en la celda del prisionero. Mientras estaba ocupado el guardián en desnudar al muchacho, se oyó desde una de las callejuelas junto al castillo, una melodía campesina que se deslizó cristalina y juguetona hasta las tinieblas del cuartucho. Asombrados vieron los presentes cómo el cuerpo de Hauser era presa de fuertes temblores, su rostro e incluso sus manos se cubrieron de sudor; puso los ojos en blanco, tensas todas las fibras de su cuerpo; escuchó angustiado aquel nuevo motivo de horror, luego prorrumpió en un aullido salvaje y bestial, cayó al suelo, y allí permaneció sollozando y temblando.
Todos palidecieron y se cruzaron sus perplejas miradas. Al cabo de un rato Daumer se aproximó al desgraciado, le acarició la cabeza y murmuró unas palabras de consuelo. Esto tranquilizó al muchacho, que calló; pero no pareció borrarse en él la impresión horrorosa causada por las notas oídas, como sí le hubieran herido en lo más íntimo. Muchos días después mostraba aún huellas de la conmoción; yacía con fiebre en su camastro, su piel tenía un tinte amarillento. Se mostraba afectado e interesado por las preguntas que se le dirigían, y buscaba palabras con que demostrar su agradecimiento, con lo que su mirada, por lo regular tan limpia y clara, se enturbiaba apenada; delataba sobre todo un delicado y mudo agradecimiento hacia el profesor Daumer, que acudía a visitarle dos o tres veces darías.
En una de estas visitas, Daumer estuvo solo con el muchacho, y esto por vez primera; el guardián había cerrado la puerta a ruego suyo. Se sentó muy próximo al prisionero, preguntó, habló, inquirió, todo ello empleando inútilmente todo su interés, su paciencia y su astucia. Finalmente se limitó a observar con mucha atención cuantos movimientos efectuaba el muchacho. Caspar Hauser prorrumpió repentinamente en sus extraños sonidos: parecía pedir o buscar algo a su alrededor. Daumer lo adivinó muy pronto y alargó el cántaro de agua que Hill había colocado sobre un banco. Caspar lo levantó hasta los labios y bebió.
Bebía a largos tragos, con un emocionado brillo en los ojos, como si por aquel corto instante de placer hubiera olvidado que por todos lados le amenazaba lo desconocido. Daumer se sintió invadido por una extraña exaltación. Cuando llegó a su casa, paseó más de media hora por su estudio. Hacía las ocho golpeó su hermana a la puerta llamándole para la cena.
—¿Tú qué crees, Ana? —gritó animado y dándole importancia a sus palabras—. Dos y dos son cuatro, ¿no es cierto?
—Así parece —replicó la joven, sonriendo admirada—, nadie puede dudarlo. ¿Has descubierto lo contrario? Tú serías capaz de todo.
—No es precisamente esto lo que he descubierto, pero sí algo por el estilo —dijo Daumer alegremente, apoyando su brazo en los hombros de su hermana—. ¡Voy a hacer bailar a nuestros valientes filisteos! Les llevaré de la nariz y me admirarán.
—¿Te refieres al expósito? ¿Qué te propones? Ve con cuidado, Friedrich, no te metas en camisa de once varas. Aunque de todos modos no es que te tomen demasiado en serlo.
—Cierto —respondió prontamente enojado—, las tablas de sumar podrían salir perjudicadas.
—Y qué, ¿aún no se sabe nada cierto acerca de esa original criatura? —preguntó durante la cena la madre de Daumer, una anciana dama, de ademán reposado.
Daumer sacudió la cabeza.
—De momento no se puede hacer más que conjeturas, pero pronto sabremos — repuso clavando la mirada en lo alto.
Al día siguiente, El Correo de la Mañana publicaba un artículo bajo el siguiente título: «¿Quién es Caspar Hauser?» Como quiera que ninguno de los lectores se sentía capaz de dar respuesta alguna a esta pregunta, aumentó de tal manera la concurrencia de curiosos a la torre que el Ayuntamiento tuvo que regular estrictamente las horas de visita. Había ratos en que las cabezas de la multitud llenaban por completo el hueco de la puerta, y en todos los rostros se leía idéntica interrogación: ¿Qué pasa con este sujeto? ¿Qué clase de hombre es ese que no entiende una sola palabra y que sin embargo sabe hablar; que aunque ve, no reconoce objeto alguno; que puede reír y sus llantos no tienen fin; que un inocente parece y, es puro misterio, tras cuyos ojos infantiles quizá se escondan el crimen y el deshonor?
Sin duda advertía el prisionero el ansia que reinaba en todas las miradas que se le dirigían. Sus deseos de complacerles originaban quizá su primer despertar, que le haría comprensible su propio pasado, de manera que vivía lo ocurrido y lo relacionaba con el presente y aprendía a medir cómo el tiempo le cambiaba, y comparaba lo que sus ojos veían con lo visto anteriormente. Entendió que la situación le exigía algo y halló la manera de satisfacer a los que le miraban. Con los sentidos ansiosos buscó la palabra. Su mirada implorante la arrancó de las bocas de los demás.
Daumer se hallaba en su elemento. Lo que nadie lograría aclarar, ni el médico, ni el guardián, ni el alcalde y mucho menos los dignos magistrados, lo iba a desentrañar él con su prudente mesura y paciencia. La persona del joven expósito le interesaba hasta tal punto que olvidó sus estudios, sus quehaceres privados e incluso sus deberes públicos; parecía como si el destino hubiese originado aquel suceso para su exclusivo lucimiento, para darle ocasión de mostrar sus dotes pedagógicas. Entre sus primeras notas sobre Caspar Hauser había una que decía así: «Esta figura, balbuceando en medio de este mundo extraño, con su mirada sumergida en un continuo ensueño, su miedo contenido, su frente noblemente curvada sobre un rostro algo desmedrado que irradia paz y pureza, constituye para mí un testimonio a todas luces inequívoco. Si mis suposiciones se confirman, si puedo llegar hasta las raíces de este ser y hacer brotar de él nuevas y florecientes ramas, mostraré con ello al insensible mundo la imagen de una criatura sin mácula, demostraré la existencia del alma, negada con miserable fanatismo por todos los idólatras de nuestro tiempo.»
Duro era el camino que con tanto celo recorría el joven pedagogo. Y es que, para empezar, le faltaba el verdadero punto de partida, la palabra capaz de despertar el recuerdo, de descorrer el velo que envolvía la sucesión de causas y efectos. Entre una pregunta y la siguiente había mundos de incomprensión; un sí o un no, arrojados a la buena de Dios, nada significaban allí donde el concepto tenía que ser extraído de las tinieblas, y donde la verdad se ocultaba detrás de cada palabra. Y sin embargo una extraña luz, como procedente de un lejano pasado del espíritu del jovenzuelo, parecía aligerar la tarea de Daumer más de lo que éste hubiera creído posible: Era asombroso ver la facilidad y la fuerza con que se aferraba a lo que se le decía, y cómo por arte de magia, entre el caos de sonidos muertos, encontraba los medios necesarios para expresar todo cuanto vivía y tenía importancia para él. Daumer se creía el único ser capaz de descorrer los velos que enturbiaban los ojos de su protegido, y cuya sola misión residía en escuchar los recuerdos que de él fluían mansamente. Mientras él retenía su cuerpo, el espíritu del jovenzuelo regresaba al lugar de donde procedía y le traía lo que jamás había oído nadie con anterioridad.