UNA ENIGMÁTICA MISIÓN Y SUS DIFICULTADES
Desde hacía ya mucho tiempo, corría por la ciudad el rumor, divulgado en mentideros y posadas, de que el lord pretendía adoptar a Caspar. En efecto, Stanhope había pedido formalmente en junio al alcalde que pusiera el futuro de Caspar en sus manos. El magistrado le hizo saber por el alcalde que una propuesta semejante tenía que ser previamente discutida en un pleno municipal; pero aun en el caso de ser aceptada, la ciudad debía recibir en depósito un capital lo suficientemente pingüe como para garantizar de que su protegido estaría dignamente cuidado.
Stanhope aceptó estas condiciones de muy mala gana. Se fue a ver al alcalde, le mostró sus cruces y condecoraciones, las credenciales de otras cortes y hasta cartas privadas de elevados y nobles personajes. El señor Binder, con todo el respeto debido a Su Excelencia, sintió mucho no poder acceder a sus súplicas sin contar previamente con la anuencia del concejo. El conde obró tan imprudentemente que en una reunión a la que fue invitado manifestó su profundo desdén hacia los ediles, llamándoles caterva de pedantes burgueses. Esto se divulgó por toda la ciudad y, aunque se apresuró a escribir una carta al alcalde suplicando perdón por su comportamiento, que atribuyó a un arranque de soberbia a su modo de ver justificado, el incidente tomó un giro para él desfavorable, pues despertó en el público antipatía y desconfianza. Se aseguró que recibía en la posada a personas sospechosas, con las que mantenía largas conversaciones a puerta cerrada. Por otra parte resultaba extraño que un personaje de su categoría, tan rico y distinguido, se hospedase en una posada tan modesta. ¿Es que temía ser visto por algún compatriota que habitara en el Adler o en el Bayrischen Hof? Esto daba más pábulo al rumor que se extendió de pronto de que el lord había recorrido Sajonia al servicio de los jesuitas.
Stanhope se decidió a partir. Se despidió del alcalde Binder en la casa consistorial, pretextando negocios urgentísimos que le obligaban a abandonar rápidamente la ciudad, a su regreso depositaría las garantías exigidas para la adopción de Caspar. Al mismo tiempo entregó quinientos gulden en letras de cambio dedicadas exclusivamente a los pequeños gastos de su protegido. El alcalde objetó que, en realidad, debían serle entregados al barón von Tucher, pero el lord lo denegó con un movimiento de cabeza, replicando que en el comportamiento del señor von Tucher para con el muchacho había excesiva rigidez y dureza y que el barón obraba conforme a un falso criterio de virtud, cuando un brote humano de tal delicadeza exigía para poder fructificar la más tierna y afectuosa tolerancia.
—No hay que perder de vista que el destino le es deudor a Caspar y que sería mezquino pretender cohibir e impedir la obra de la naturaleza, que en contra de la voluntad de los hombres ha engendrado una criatura tan perfecta y noble.
La seriedad con que pronunció aquellas palabras y la majestuosa dignidad del lord hicieron una gran impresión en el ánimo del alcalde. Y, una vez más, le reiteró su contrariedad al no poder acceder a los deseos del conde, asegurándole luego que, en todo caso, la ciudad se sentía muy honrada por haber albergado durante tanto tiempo a un huésped de su ilustre prosapia.
De allí se dirigió Stanhope a casa del barón, donde le informaron que éste se había ido con algunos amigos de cacería. También Caspar estaba ausente, pero podía esperarle si así lo deseaba, pues no tardaría en llegar. Impaciente recorrió a grandes pasos la sala. Tomó su cartera, contó el dinero de que disponía, y con un lápiz hizo números en un papel mientras rechinaba furioso los dientes y su pálida tez se demudaba adquiriendo esa tonalidad morada propia de temperamentos borrachines. Luego golpeó el suelo con los pies y contrajo el rostro, en el que centelleaba la mirada.
—¡Malditos asnos! —murmuró, y en sus delgados labios se dibujó un profundo desprecio.
Había perdido todo su digno continente y su noble mesura. ¡Oh, señor conde, el telón va a caer por sólo un cuarto de hora, para que el actor, ahíto de su papel, pueda mostrar su rostro real! Lástima que en la sala no hubiera un espejo. Seguramente le hubiera indicado la necesidad de seguir la ficción, exigido prudencia en la exteriorización de sus verdaderos sentimientos; bastaría con que la puerta se abriese de repente para que la comedia tuviese que empezar de nuevo. Pero este desahogo, ¿no hablaba en favor del conde? ¿Es que un mayor dominio de sí mismo no hubiera demostrado una más refinada hipocresía? El verdadero actor sigue viviendo su papel incluso en una habitación vacía, las paredes le ven y le escuchan. Pero en aquel pecho aún alentaban delatoras voces, en los recovecos de su alma aún se agitaba a veces la tormenta, y la tenebrosa bestia de sus recónditos instintos conservaba todavía sus ojos, que la inconstancia hería.
Al parecer al lord no le salían las cuentas; las cifras anotadas se resistían al cálculo, burlándose del resultado. Tuvo que repetir más de una vez la operación con el ceño fruncido, dada la discordancia de las diversas cantidades.
—En fin, poco, de todos modos, para gastos de representación —dijo malhumorado; exclamación cuya imprudencia resultaba un poco perdonable por haberla expresado en inglés. Y añadió otras palabras extrañas que en su boca parecían monstruosas, no de una comedia entretenida, sino de un melodrama. —Si vuelvo a echarme a la cara a ese maldito, le dejaré sin orejas y sin bolsillo; su botín aún puede dar de sí. Las coronas no se encuentran en el mercado, podía ser más generoso.
¡Infeliz lord! También la soledad tiene sus voces. El viento que penetra por una ventana mal cerrada suena como un suspiro; el crujido de un gastado mueble, como el estampido de un disparo o como un minúsculo trueno. Lord Stanhope era, además, supersticioso; las pequeñas partículas de cal que se desprendían de las paredes le hacían recordar la muerte; cuando entraba en una habitación con el pie izquierdo, se sobrecogía de espanto. Tal le había sucedido allí mismo. De pronto se contuvo, cesando en su monólogo. Acababa de oír la clara voz de Caspar sonando en el pasillo del piso inferior; volvió de nuevo a su papel y sus ojos recobraron el antiguo brillo de tímida gacela. De la inmediata estantería extrajo el primer tomo de las obras escogidas de Rousseau, que encontró a mano, se sentó en el amplío sillón y se puso a leer, fingiéndose abstraído.
Y sin embargo, no bien Caspar entró en la sala, no bien su rostro afable y franco surgió en el umbral de la estancia, los rasgos del lord se ensombrecieron de pesar, y un repentino desaliento le hurtó el habla. Desconcertado, desvió la mirada, y no rompió el silencio hasta contestar al saludo del recién llegado, era bastante fácil achacar su actitud a la inminencia del viaje. Pero el lord no podía engañarse a sí mismo, puesto que conocía la causa de su duda interior, de su extemporánea indecisión, aun cuando aquel día se dejasen sentir con mayor fuerza de la que solían. Era como si la mirada del muchacho paralizara en él toda decisión, como sí sus planes tan penosamente elaborados, se esfumasen al soplo de un viento huracanado. Tendría que empezarlos de nuevo no bien se hallara a solas y se sintiera recobrado. Semejante a Penélope, destejía durante la noche lo que tan maravillosamente había tejido por el día.
La noticia de aquel inesperado viaje sumió a Caspar en una profunda aflicción que no alcanzaba a mitigar la consideración de que era necesario para su propio bien. Inútilmente le prometió Stanhope regresar en el plazo más breve posible, quizá de un mes tan sólo. El muchacho meció la cabeza con un gesto denegatorio y abrazó al amigo suplicando que le permitiera acompañarle. El mundo era muy grande. Sería su criado, le serviría en todo. No tendría necesidad de cama, no exigiría soldada y volvería a vivir a pan y agua.
—¡Heinrich! —exclamó entre sollozos—. ¿Qué sería de mí sin ti?
El lord se levantó, hurtándose delicadamente a los brazos implorantes del joven. Queriendo consolarle se calmó a sí mismo, y sus palabras adquirieron mayor fuerza y seguridad.
—Poca confianza me demuestran tus palabras, Caspar. ¿Es posible que seas tan pusilánime? —exclamó—. ¿Cómo puedes imaginar que Dios, que nos ha unido al fin, pueda volver a separarnos? Eso sería dudar de su sabiduría y su bondad. El mundo es un edificio construido con suprema armonía y los hombres se encuentran a sí mismos en virtud de leyes inmutables, mantén tu decisión, y el tiempo y el espacio te llevarán a la anhelada meta.
¿Qué importa que me aleje de ti durante unas horas o semanas ante la seguridad de nuestra unión definitiva? ¿Y los que esperan a su salvador hasta la muerte sin impacientarse? También tú has de aprender a dominarte, Caspar; los príncipes no lloran.
Entretanto había oscurecido; el lord condujo a Caspar hacia la ventana abierta y dijo emocionado:
—Mira el cielo, Caspar, mira cómo las estrellas atraviesan las nubes. Su brillo nos iluminará.
Stanhope observó satisfecho que Caspar se había quedado pensativo y como avergonzado de su desesperación, de su incapacidad de comprender el obligado cambio, que un futuro mejor exigía el sacrificio del presente. Sentía la superior necesidad que ennoblece el destino de los hombres y los vincula misteriosamente; quizás en aquel instante despertaba a la comprensión su entendimiento, semejante a un muro que encauzase la marejada de deseos; la pasión vencida ennoblece al hombre y convierte al muchacho en caballero. Los príncipes no lloran; eran fuertes palabras; el suave airecillo que movía las cortinas las repitió con un leve susurro.
El lord miró el reloj y declaró que tenía prisa, pues a fin de evitar el calor deseaba viajar de noche. Se despidió, subiendo al carruaje que le esperaba, y le alargó al muchacho una pequeña bolsa repleta de monedas de oro recomendándole que hiciera con aquel dinero lo que mejor le pluguiera, sin atender intromisiones de terceros.
Aquella indicación quizás impensada o quizá premeditadamente astuta fue causa de un serio disgusto entre Caspar y su tutor. Von Tucher se enteró del regalo del conde y pidió a Caspar que le entregara aquel dinero; Caspar quiso negarse, pero el barón se lo exigió con todo el peso de su autoridad, y habría empleado la fuerza si el muchacho no hubiera cedido, impresionado tanto por las amenazas del barón como por saberse ahora solo, sin su poderoso amigo. Pero se encerró en un hostil mutismo, que puso al barón fuera de sí.
—Te echaré de casa —exclamó sin poder dominarse—. Mostraré tu desvergüenza al mundo; todos te conocerán entonces. ¡Bribón!
Caspar, excitado y afligido, creyó poder amenazar también, aunque a su modo.
—¡Ah, si el conde lo supiera, qué ojos pondría! —dijo con amargura, dando inocentemente a sus palabras una gran importancia, como sí cada una de ellas fuera portadora del mágico poder del conde, capaz de castigar toda injusticia.
—¿El conde? Muy poco honor le haces con tu rebeldía —replicó von Tucher—. ¡Cuántas veces me ha asegurado haberte conminado a mostrar mayor obediencia y franqueza para no dar motivos de queja a tus protectores! Tú, sin embargo, desprecias sus ruegos y eres indigno de su amor magnánimo.
Caspar se asombró. No sabía nada de tales consejos por parte del conde, antes al contrario; negó por tanto que el conde le hubiera dicho nada semejante. El señor von Tucher le acusó entonces de embustero con fría parsimonia, de lo que puede deducirse que aquel sistema educativo no bastaba para vencer siquiera en el propio educador los estallidos de la pasión y del herido amor propio.
Los principios habían fracasado definitivamente. El señor von Tucher estaba ya cansado de aquella lucha agotadora. Aunque decidido a desentenderse de Caspar, aplazó la ejecución del proyecto hasta el regreso del conde, ya que había aceptado la invitación de un primo suyo y se fue a pasar el resto del verano en una finca cercana a Hersbruck, donde ya estaba su madre desde hacía unos meses. Como era época de vacaciones y el profesor no iba, por tanto, a darle clases a Caspar, no tuvo que tomar ninguna providencia en tal sentido; se limitó a recomendarle aplicación, cuidó de que nada faltase en la despensa, le dio cuatro táleros de plata para gastos menudos y partió tras despedirse fríamente, dejando el cuidado de la casa y del muchacho a cargo de un viejo criado y del guardia.
Caspar contaba impaciente los días y en el calendario tachaba los ya transcurridos con un lápiz rojo. El silencio de aquel enorme caserón casi vacío, de aquellas calles solitarias y abrazadas por el sol, se le antojaba aún más impresionante. Carecía de toda compañía. No se le permitía recibir a ninguno de los numerosos extranjeros que ahora, desde que el lord le rodeó de aquel nimbo de simpatía, acudían a visitarle con más frecuencia que nunca. En cuanto a sus antiguos conocidos no sentía el menor deseo de visitarlos.
Alguna que otra noche tomaba su diario y escribía; en esos momentos se sentía más próximo a su amigo, le parecía conversar con él aun mediando tan gran distancia entre ambos. Sin olvidar su promesa de silencio respecto a todo aquello que Stanhope le había confiado, el papel se hizo confidente de tan enigmáticas insinuaciones. Mas por su modo de trasladarlas al cuaderno se veía que no las comprendía. Era como una fábula. La sociedad humana, con su estructuración en clases y su orden laberíntico, constituía para él un enigma. Pero el sueño de su castillo, con sus espaciosos salones, no le abandonaba. Su único deseo era hallarse en su hogar; sólo esta palabra tenía para él fuerza y sentido. ¡Ay de él si despertara! Mientras las sombras no se desvanecen, no alcanza el perdido caminante a ver cuán desviado se halla de su meta.
Hasta principios de septiembre no recibió Caspar carta del conde, en ella le anunciaba su próximo regreso. Grande fue su alegría, pero en el fondo de su corazón había una mezcla de instintivo pesar, como sí algo hubiera cambiado entre ellos, como si el tiempo les transfigurase. Cada vez que oía un carruaje en la calle, o que llamaban a la puerta, su corazón parecía saltarle del pecho. Cuando Stanhope apareció realmente, fue tal la emoción de Caspar que no pudo pronunciar la menor palabra de bienvenida; se tambaleó y tuvo que apoyarse, como sí hubiera dudado de su vuelta. El lord adoptó una postura y un gesto distintos; parecía como sí aplazara para más adelante mostrar otra conducta, y la inquietud y tensión de sus ojos desaparecieron de momento a causa de aquella emoción en la que el muchacho le envolvía siempre. El lord era el único ser en quien reconocía indudable poder sobre sus sentimientos. El destino del joven estaba en sus manos, como el del conejo en el dedo que aprieta el gatillo del fusil.
Stanhope encontró que el aspecto de Caspar no era muy bueno y le preguntó si había tenido bastante que comer. El relato de las rencillas con el barón von Tucher no mereció de él más que sarcasmo y no pareció afligirle demasiado.
—¿Has pensado alguna vez en mí, Caspar? —inquirió. Y Caspar respondió, mirándole con la fidelidad de un perro.
—Mucho, siempre. —Luego añadió: —Te he escrito incluso, Heinrich.
—¿Que me has escrito? —repitió el lord admirado—. ¡Pero si no sabías mi dirección!
Caspar entrelazó las manos y sonrió.
—Lo escribí en mi libro —dijo.
El conde se sobresaltó, pero aparentó indiferencia.
—¿En qué libro? ¿Y qué es lo que has escrito? ¿No me permites leerlo?
Caspar sacudió la cabeza.
—¡Conque secretos, eh, Caspar!
—No son secretos, pero no puedo enseñártelo.
Stanhope desvió entonces la conversación, pero se propuso llegar al fondo del asunto.
Se había aposentado de nuevo en Zum Wilder Mann, pero vivía de muy distinto modo que antes. Se hacía servir en cada almuerzo champaña y vinos caros, entre otros muchos lujos, como si sólo pretendiera hacer ostentación de su riqueza. Traía ahora un carruaje propio, cuyas ruedas estaban pintadas en oro y en cuyas portezuelas lucían historiados escudos y coronas. Llevaba, como servidumbre, un montero y dos ayudas de cámara. Tres personajes que excitaron el asombro de los nurembergenses.
Se apresuró a renovar su petición de que le fuera confiado Caspar Hauser. Al referirse a su excelente posición económica, mostró tal jactancia que apenas aludió a las cartas de crédito que a su regreso a la ciudad había depositado en el concejo, como si no valiera la pena mentar aquellas cantidades; en realidad las cartas de crédito, extendidas por casas alemanas de Frankfurt y Karlsruhe, eran de un valor considerable.
En el ánimo del alcalde se esfumaban todos los prejuicios que se había formado sobre el conde. En la reunión del municipio en que se discutió el asunto, el alcalde Binder leyó a los ediles un párrafo de la carta del conde con especial entonación:
«El abajo firmante se siente llamado a ser un padre para Caspar Hauser, tanto más cuanto que durante su larga y estrecha convivencia con él ha podido experimentar cuán grata le es su compañía, de qué forma absoluta y sincera depende de él su alma infantil, tan amorosamente fiel y agradecida.»
«Preguntémosle a Caspar —se dijeron—. Hay que saber si le gustaría seguir al conde o no.»
Caspar fue citado ante el juez. Profundamente conmovido declaró que estaba convencido de que sólo al lado del conde sería feliz y que su deseo era seguirle fuese a donde fuese.
A pesar de todo, el consentimiento oficial se retrasó por toda una serle de aparentes e inmaterializables motivos que fueron aumentando hasta convertirse en una resistencia acentuada, a tono con la voz pública, a la que nadie se atrevía a oponerse.
Aquella exagerada prisa del inglés por posesionarse de la persona del expósito, daba pie a la malicia del pueblo. La pompa de toda su persona molestaba a aquellos sencillos burgueses, a quienes la humildad, aun de los grandes, impresionaba más que no aquellos derroches, sólo susceptibles de excitar los malvados instintos del populacho. Contemplaban amargados cómo el conde, en su magnífica carroza, cruzaba las plazas más concurridas repartiendo a derecha e izquierda monedas de cobre entre el pueblo, el cual, olvidando toda dignidad, se revolcaba en el fango ante aquel extranjero.
Se habló de que Stanhope había obtenido del delegado del mercado una importante cantidad a cuenta de sus cartas de crédito. Aunque la operación parecía lícita, todos dieron a Merkel, el delegado, el consejo de que obrara con mayor cautela; y es que había corrido la voz de que el lord no estaba autorizado para hacer uso ilimitado de las cartas de crédito.
Entretanto von Tucher había regresado del campo. Seguía el desarrollo del asunto con toda dignidad. Y aunque deseaba zafarse de todo compromiso, no quería hacerlo sin que antes quedase esclarecida la situación de Caspar. Escribió al lord una carta muy amplia y detallada en la que, en suma, le planteaba el siguiente dilema: o bien acogía al muchacho bajo su exclusiva protección y responsabilidad, o bien debía pagar una suma anual suficiente para pagar a un hombre sensato y educado que cuidara de él; en este último caso y en beneficio de la educación de Caspar, Su Señoría debería tener la bondad de abstenerse por completo de relacionarse con Caspar tanto por escrito como oralmente, y esto por el tiempo de algunos años; él por su parte aceptaría con mucho gusto la tarea de mandarle regularmente cuenta de cuanto hiciera y dejara de hacer Caspar.
El resto del escrito rebosaba como siempre de la más exquisita y obligada humildad y devoción por la noble persona a quien iba dirigido.
«He de reconocer con toda gratitud, dignísimo señor, las innumerables pruebas de bondad con que me ha distinguido al frecuentar mí casa —decía entre otras cosas—. Desde lo más hondo de mi alma he de testimoniarle el respeto, sin sombra de adulación, a que me obligan la bondad de su corazón y su cara nobleza. Con este sentimiento me dirijo a usted para hablarle con toda la franqueza a que se ha hecho usted acreedor y en la confianza de que se dignará atenderme. Caspar no es lo que usted parece suponer. En el trato con este asombroso muchacho no es difícil darse cuenta de la nobleza de su carácter, menos difícil lo será todavía para usted, a quien él tanto debe y de quien espera todo lo que su mente ansía, por lo que ha de poner a contribución todo su talento para mostrarse bajo el mejor de todos sus aspectos. Le ha honrado usted con su amistad tratándole como a un igual, y ello ha exacerbado su natural soberbio y altanero que hasta ahora aparecía refrenado por un sinfín de cualidades y virtudes innegables que unos hombres sencillos cuidábamos de cultivar. Con ello, usted ha vertido de modo inocente en su alma enfermiza un veneno que ya ningún psiquíatra podrá neutralizar. Nada más lejos de mi ánimo que pretender culparle de ello, y no quisiera que viese en mis palabras el más leve reproche. Está usted al margen de toda acusación. Pero necesito hacer constar que durante el tiempo que vivió conmigo no tuve jamás queja de Caspar, hasta que le conoció a usted. Desde entonces, y lo digo con el corazón sangrante y con toda la consideración a que me obligan el amor y el respeto que siento hacia usted, dignísimo señor, Caspar ha cambiado tan radicalmente que parece otro ser.»
Tal lenguaje no podía por menos que adular los oídos del conde. Mas no por ello quiso lord Stanhope dejar de mostrarse ofendido y mortificado por aquella carta, cuidando de darlo a entender en todas las reuniones y oportunidades. En una solicitud dirigida al juez del distrito de Ansbach en la que repetía sus deseos de adoptar a Caspar, declaraba que entre él y von Tucher existían diferencias que hacían imposible de allí en adelante cualquier clase de relaciones entre ambos, por lo que consideraba del máximo interés liberar lo más pronto posible a Caspar de la tutela del mencionado caballero.
El consejero de la corte de Ansbach se apresuró a comunicarle a von Tucher las quejas del lord. El barón se indignó. Repitió ante las autoridades todo el contenido de su carta, palabra por palabra, se refirió de nuevo, con sombríos colores, a la influencia perniciosa que ejercía el lord sobre el carácter de Caspar y exigió que a la mayor brevedad posible le descargaran de la tutela de Caspar, ya que, según expresión suya, sus desvelos le habían sido pagados con preocupaciones y molestias, y últimamente con el mayor desagradecimiento y amargura. Corno las autoridades de Ansbach le solicitaron un informe sobre la persona del inglés, contestó que el lord tenía fama de caballero de muy buenas prendas. Los rumores le concedían un gran capital, pero él le juzgaba una renta anual de veinte mil libras esterlinas, o sea, trescientos mil gulden, un ingreso que como conde y par de Gran Bretaña no le colocaba precisamente entre la nobleza acaudalada.
«Suponiendo que la ciudad obtenga las garantías suficientes —decía terminando su extensísima carta—, especialmente en lo que afecta a la situación monetaria de lord Stanhope en Inglaterra, yo no tengo nada que oponer a la adopción de Caspar Hauser.»
Era un camino muy incómodo el de aquel proceso plagado de trámites e instancias. Stanhope ya apenas si podía refrenar su ira y su impaciencia. Cuando ya parecían salvados todos los obstáculos, apagadas las murmuraciones y los chismorreos, y ya el conde veía cercana la consecución de sus propósitos, cuando ya consideraba recogido el fruto de todos sus esfuerzos, se esfumaron otra vez, de pronto, todas sus esperanzas. El presidente Feuerbach oponía su veto a que Caspar se alejara de Nuremberg. Mandó un mensajero al alcalde Binder para hacerle saber que al regresar del balneario donde había estado convaleciendo de una reciente enfermedad, se había enterado, por vez primera, de cuanto ocurría. No aceptaba ninguna decisión hasta que él no hubiera examinado y comprobado todos los extremos de aquel caso que se le antojaba sospechoso e intrincado.
El alcalde se vio obligado a poner en conocimiento del lord la nueva situación creada. Stanhope recibió y leyó la carta de Binder precisamente mientras le afeitaban. Excitado, apartó al barbero de su lado, se levantó de un salto y se puso a pasear por la habitación, furioso, con la cara aún cubierta de jabón, y transcurrió un buen rato antes de darse cuenta de que había quedado a medio afeitar; rasgó en cien pedazos la tarjeta que le había enviado Binder y finalmente se entregó a la navaja del barbero con tal ira y furor pintados en el rostro que el fígaro se puso a temblar como un poseído, apresurándose a marcharse en cuanto hubo terminado su servicio.
Demasiado tarde se dio cuenta el conde de que se había abandonado a sus nervios; muy dolorosa tenía que haber sido la sacudida para poder alterar de tal modo su impasible calma y retraimiento.
Con mano ligera escribió unas líneas, cerró y selló la carta, mandó llamar a su monten), le ordenó que ensillara sin pérdida de tiempo y llevara el mensaje a su destino en el plazo de cuarenta y ocho horas, costara lo que costara.
El hombre se alejó en silencio. Conocía a su señor. Sabía que no se ocupaba de estúpidas bromas, amoríos o pequeñas intrigas, y veía marcada en su rostro aquella decisión inflexible de su «todo o nada», aquellas facciones que denotaban un supremo esfuerzo, como las de un agotado corredor, con la serenidad aparente de un avezado jugador. Conocía bien aquellas precipitadas salidas a cualquier hora del día o de la noche; sabía que su boca debía callar, guardar el secreto de aquellos viajes en medio de un mundo que ansiaba conocerlos, que había de por medio asuntos que no debían salir jamás a la luz pública. Siempre se le recomendaba rapidez; siempre llegaba a tiempo, pero aquel «cueste lo que cueste» no sonaba muy gratamente a sus oídos; no siempre recibía su paga, pasaban a menudo semanas y semanas sin percibir un céntimo y se veía entonces obligado a vivir de lo que a hurtadillas podía rapiñar de la mesa del conde; éste esperaba dinero de Inglaterra o de Francia, incluso le mandaba algunas veces en busca de dinero a casa de algún personaje distinguido. No dejaba de ser curioso que el ruego del conde no siempre fuese recibido con mucho entusiasmo, sino al contrario, asomaban a los labios de tales personajes distinguidos frases que más que corteses sonaban despectivas acerca de la persona de lord Stanhope.
¿A qué obedecía aquello? ¿Adónde dirigía aquel hombre que tan por encima se hallaba del populacho los hilos de sus intrigas, que tanto le semejaban a un villano? El noble descendiente de una preclara estirpe haciendo embarazosos equilibrios para vivir en una mísera posada, uno de los vástagos más orgullosos de un soberbio imperio pendiente de la amistad pringosa de su huésped, condenado a arrastrar por el fango toda su altanera prosapia. ¿Para qué? ¿Con qué objeto?
Cada hora del presente era como la ruina del pasado; cada día, la tumba de un dorado sueño. En otros tiempos, cuando aún el nombre de Stanhope desempeñaba su papel en las cortes de Europa, el juvenil lord era la delicia de los salones de París y Viena, era rico y empleaba su riqueza en satisfacer su juventud desenfrenada y en dar al mundo aristocrático el espectáculo de un derroche sin par. Sus fiestas y banquetes se habían hecho famosos. Viajaba de país en país, con toda una legión de cocineros, secretarios, ayudas de cámara y bufones. En una pérgola de Madrid hizo repartir rosas entre las damas por valor de veinticinco mil libras esterlinas. Durante el congreso de Viena había invitado a reyes y príncipes, y organizado carreras que costaban cada una por sí solas una fortuna, así como conciertos y representaciones de ópera, siempre a sus expensas. Sus lujosas manías habían dejado suspensa a la gente; regalaba villas y fincas a sus amigos, y a sus amigas, collares de perlas. Durante largos años fue como un timón del continente, alrededor del cual se movían legiones de parásitos y gorrones, todos los cuales sacaban buen provecho de su proximidad. Su bondad y generosidad fueron proverbiales, y su manera de repartir el oro a manos llenas semejaba locura o una grandiosa prueba de hasta dónde llega la ambición humana y su deseo de rapiña. Luego el fin: la quiebra y el suicidio de un banquero precipitaron el derrumbamiento final hacia el que ya marchaba a pasos forzados. Era una noche en el Palais Bourbon; se había jugado muy fuerte, Stanhope perdía; sin cesar y aún con charla incongruente cautivaba a sus oyentes. El embajador, lord Castlereagh, se acercó a él y le habló en voz baja. Se le vio palidecer y una sonrisa de melancolía se heló para siempre en sus labios. Partió al día siguiente. Creyó poder rehacer su vida en la patria, llevando una vida rural y retirada, pero fracasó. Sus posesiones se hundieron bajo el peso de las deudas, acudieron de todos los rincones del mundo innumerables acreedores. Además temía la soledad y no podía vivir a solas con la naturaleza sin compañía humana. Huyó. Algo le quedaría del brillo de otros tiempos, harapos con que cubrir su actual miseria, que le perseguía con la triste realidad del pan que amenazaba faltarle. A su alrededor se hizo el silencio; sus vagabundeos se convirtieron en la búsqueda de los antiguos amigos y compañeros, pero de pronto no encontró a nadie que no hubiera pronosticado su desgracia con anterioridad y que no le condenara desde la seguridad de su envilecimiento. Desesperado, agotado, un día, en un hotel romano, tomó estricnina. Una joven siciliana le cuidó y le salvó. Pero el veneno que había abandonado su cuerpo se apoderó de su alma Luchó contra él en vano; se tomó frío y adusto; el desprecio invencible que sintió desde entonces por toda la humanidad le ayudó a aprovecharse de sus taras. Se entregó al servicio de los más elevados señores y espió los misterios y secretos de alcobas y antesalas, y supo de puertas falsas; fue emisario del Papa y agente pagado de Metternich. Pronto su nombre quedó borrado de la lista de los seres sin tacha y fue sumado al de los aventureros que en el plano social adoptaban patentes de corso. Su inteligencia extraordinaria le permitía salir airoso en toda clase de asuntos que emprendiera; su ansia de aventuras ahogó la voz de su conciencia y mitigó el dolor de su deshonra. Proscrito de su elevada esfera, aún se le concedía en las inferiores dignidad y señoría; se convirtió en un cazador de hombres y de almas; fueron sus armas su sonrisa, suave e ingrávida, sus nobles maneras, su educación caballeresca y lo atrayente de su conversación. En esto residía su oficio: cada saludo, cada reverencia era parte de su negocio; todo estaba calculado, una palabra pronunciada a destiempo podía ser causa de un fracaso. ¡Y qué llena de privaciones estaba su vida! ¡Qué precarios los beneficios! Poco a poco iba descendiendo en su camino y se acercaba al fondo del abismo, como si descendiera por una cadena, eslabón a eslabón.
Un día le encomendaron el caso de Caspar Hauser. La misión era clara y precisa, pero las circunstancias que lo rodeaban le eran totalmente desconocidas. Se le dijo:
«Tú eres nuestro hombre; la empresa es difícil, pero los beneficios serán pingües. Aunque aparentemente carezca de importancia, es éste un asunto en el que hay muchos intereses de por medio.» No cerró ningún trato de hombre a hombre, todo allí se velaba tras impenetrables cortinajes y cada mediador le iba pasando las palabras de un dueño sin nombre. Aquellos fantasmas excitaban su fantasía. El abismo se abría ya a sus píes. El desarrollo de aquel plan exigía gran ingenio y cautela; el extraño pájaro precisaba trampas muy hábiles y astutas.
Sí, el encargo era muy concreto. «Tienes que alejar a Caspar Hauser de su país, en el que empieza a sernos peligroso —se le indicó—; condúcelo a tu patria, donde nadie sepa de él; haz que desaparezca, arrójalo al mar o a cualquier precipicio, paga al cuchillo de algún bravo, haz que enferme de muerte si es que entiendes de pócimas, pero hazlo a conciencia, de lo contrario de nada nos habrás servido. A cambio tendrás nuestro agradecimiento, que se eleva a tal suma depositada ya a tu nombre en el banco Israel Blaustein de X.»
No había nada que considerar. Los días de miseria acababan de una vez para siempre. Cualquier pequeña duda podía conducirle a la desgracia; conocedor ya del secreto, tenía que obrar si no quería verse asesinado por los mismos que ahora podían satisfacerle en su ambición. No había opción. Los principios de su nuevo oficio tenían antiguos precedentes. Ya cuando la mano de aquel asesino intentó dar el golpe en casa de los Daumer, Stanhope tenía orden de intervenir en caso de que fracasara el criminal intento, en el que él, personalmente, no había intervenido en absoluto. Le repugnó la rudeza y crueldad de los medios empleados; ofendían su buen gusto y agitaron su conciencia. Huyó, se ocultó.
La miseria y el hambre le arrojaron de nuevo a la liza, y así se dispuso a enloquecer a su víctima desde la lejanía.
Pero ¡qué extraño fue el primer encuentro! ¡Qué voz! ¡Qué ojos! ¿Qué fue lo que conmovió a aquel desalmado? ¡Enloquecer, él! Y es que el pájaro sabía cantar. No había pensado en ello al preparar su trampa. De pronto se vio amado. Mas no como aman las mujeres; esto ya lo tenía experimentado, podía disfrutarlo y volverlo a olvidar; esto era natural, lo lleva consigo el fluir de los hechos y la casualidad, y los instintos se ayudan mutuamente; tampoco como se aman los hombres o los padres, o los hermanos, o los niños; la ley divina y el egoísmo, la necesidad y la voluntad encadenan a las criaturas unas a otras, pero en el fondo de este amor hay animosidad, antagonismo, lucha. Esto era distinto, insospechado y prodigioso; un alma bella penetraba en su amurallado corazón.
Existe una leyenda en la que se habla de un país del que se retiraron la lluvia y el rocío originando una sequía terrible. Tan sólo un pozo profundísimo tenía agua en su fondo; cuando ya las gentes empezaban a desesperar, un mozalbete se acercó a su orilla con su cítara y, ejecutando bellas melodías con su dulce instrumento, cautivó las aguas e hizo que subieran hasta manar por la boca del pozo.
Algo semejante le ocurría a Stanhope cuando Caspar se acercaba a su vera cautivándole con las melodías de su ser. Su espíritu ascendía de las profundidades en que se hallaba sumergido, su mirada volaba al pasado, su alma se estremecía y parecía dispuesto a abandonar el ominoso cometido. En Caspar se encontraba a sí mismo, en aquella mirada pura y serena se reflejaba su propia juventud todavía sin mancha, en el mismo estado en que habría podido mantenerse sí el destino no hubiera destruido lo más preciado de su ser. Y así se vio creído y divinizado. Y con tanta franqueza, con tanta generosidad que, luchando contra su avaricia y su perversidad, se deshizo de todas las alhajas que pudo encontrar en su equipaje, sólo por liberarse del martirio de saberse deudor.
Pero siguió como si no le hubiese dado nada. No podía darse a sí mismo porque ya su persona no era suya, su vida había sido comprada, comprada por aquellos a quienes servía, comprados sus días y sus noches, comprada su conciencia y su arrepentimiento. Proseguía su obra y en cada rasgo de su cara estaba impresa la mentira. Con todo, pensaba a menudo en huir verdaderamente con Caspar. Pero ¿adónde? ¿Dónde iba a hallar refugio un hombre proscrito por todo el continente? ¡Ay! Cuando en los plácidos momentos de silencio sentía fijos en él los ojos de Caspar, aquellos ojos en los que relucía la pureza, entonces también él se sentía purificado e impulsado a compadecerse a sí mismo en un rapto de invencible melancolía. Olvidaba su misión y sus planes y se vengaba de quienes era víctima inocente comunicándole a Caspar cuanto sabía de aquellos secretos tenebrosos, siendo así doblemente traidor. Pintaba a Caspar futuros días de poder y de gloria; tal era su desquite, regalo de avaro. Por fortuna, el encanto cedía no bien se alejaba de Caspar, no bien se sentía libre de aquella mirada implorante que le impulsaba a considerar al muchacho como a un emisario divino. Tras haber puesto en orden los más sombríos pensamientos y tramado los más horribles planes, se ponía a escribir cortas y apasionadas cartas al seductor muchacho: «En las primeras semanas que te conocí, me hiciste tu vasallo; sí alguna vez sintieras por alguna mujer lo que sientes ahora por mí, estaría perdido para siempre.»
O bien: «Sí alguna vez observas frialdad en mí, no lo atribuyas a una falta de mí corazón, sino a la expresión del gran dolor que llevaré conmigo hasta la tumba; mi pasado es un túmulo, cuando te encontré ya había perdido en parte a Dios; gracias a ti, ha vuelto a despertarse en mí el sentimiento de la eternidad.» Eran giros al uso de la época, debidos a la influencia de los poetas de moda. No obstante, daban fe del desconcierto que reinaba en su alma atormentada.
Y así él mismo frenaba la marcha de su empresa. Sucedería lo que las circunstancias le trajeran, porque eran más poderosas que sus decisiones. Sabía que terminaría su obra vergonzosa y que debía hacerlo, pero dudaba, y la duda le daba ocasión para lamentarse de su suerte. Rezando, creía justificarse a los ojos de Dios, y a los del juez que había en sí mismo, atribuyéndose el papel de siervo de la fatalidad. La lucha de su espíritu, tan aferrado al goce y al placer, era acallada fácilmente mediante el sofisma de que la necesidad era más fuerte que el amor y que la compasión. Y finalmente escamoteaba su clara visión del objetivo perseguido con una frase poco convincente: ¡No llegará la sangre al río!
Entretanto su situación empeoró considerablemente después del precipitado envío del mensajero; los gastos de su estancia en la ciudad eran muy elevados, las cartas de crédito servían de poco, eran sólo una ayuda momentánea, pero se hallaba en la necesidad de obrar y decidió marchar a Ansbach para tratar personalmente con el presidente.
Un sábado por la tarde ordenó que preparasen su coche y equipaje y envió aviso a casa de los Tucher para que acudiera Caspar sin pérdida de tiempo a visitarle. Dejó encargo de que retuvieran a Caspar hasta su regreso, y se dirigió a casa del muchacho siguiendo un camino apartado, por el que no había temor alguno de encontrarse con él. Una vez en casa del barón se hizo conducir a la alcoba del joven, diciendo que le esperaría, y, cuando se vio solo, comenzó a registrar a toda prisa los cajones, cuadernos y libros para intentar encontrar una carta que le había escrito no hacía muchos días y en la que, de forma excesivamente clara e imprudente por su parte, se había comprometido demasiado al referirse abiertamente al futuro destino de Caspar. Deseaba destruirla a toda costa, pues ya había sido objeto de veladas y oscuras amenazas. Al parecer, aquellos personajes que permanecían en las tinieblas empezaban a sospechar de él.
Su búsqueda no daba resultado.
De pronto la puerta se abrió, y el barón, rígido, apareció en el umbral de la estancia. En su ansiedad, el lord no había advertido el ruido de sus pasos. El señor von Tucher apareció inmensamente alto, ya que su cabeza rozaba el dintel; en toda su actitud se retrataba el más profundo asombro, y después de un largo silencio dijo con alterada voz:
—¡Señor conde! Esto parece cosa más propia de un espía.
El lord se estremeció.
—Me permitiré pasar por alto una acusación de tal especie —replicó con fingida altanería.
—¿Pues qué es sino esto? —prosiguió von Tucher—. ¿Cómo he de interpretar lo que mis ojos ven? Sospecho, señor conde, una voz interior me lo dicta, que hay algo en este asunto que parece desviarse del recto camino.
El lord se desconcertó; se llevó una mano a la frente y dijo con voz implorante:
—Su tolerancia y compasión me son más necesarias de lo que usted quizás imagina, señor barón.
Sacó un pañuelo del bolsillo, lo apretó contra los ojos y se puso a llorar como un niño, vertiendo lágrimas sinceras. El señor von Tucher enmudeció. Su primera reacción fue de sorpresa, ya que no podía desechar por completo aquellos burdos chismorreos referentes a la verdadera personalidad de Caspar.
Stanhope, como si supiera lo que ocurría en el pensamiento de aquel hombre, se dominó un tanto y dijo:
—Acoja usted los titubeos de un corazón atribulado. ¡Me veo envuelto entre tinieblas y, para hablarle claro, dudo de Caspar! No consigo creerle inocente de ciertas malas artes y falta de claridad...
—¡También usted! —exclamó sin poder contenerse el barón.
—Y busco alguna prueba.
—¿Y la busca en cajones y armarlos, señor conde?
—Se trata de ciertos apuntes, que se negó a mostrarme.
—¿Cómo? ¿Unos apuntes? No tengo referencia de ellos.
—Lo que no significa que no existan.
—Quizá se refiera usted al diario que le regaló el presidente Feuerbach.
Stanhope se apoderó de aquella idea, que salvaba su falsa posición.
—Sí, precisamente a ese diario—asintió rápidamente, mientras recordaba algunas frases de Caspar que seguramente se relacionaban con la existencia del diario en cuestión.
—No sé dónde lo guarda —dijo el señor von Tucher—. Ni tampoco yo podría entregárselo en su ausencia. Precisamente hace algún tiempo arrancó del diario el retrato del presidente y colocó el de usted en su lugar.
Y diciendo esto el señor von Tucher tomó la cartera que yacía sobre el escritorio, extrajo de ella una hoja suelta y se la alargó al conde. Era el retrato de Feuerbach.
El lord la miró largo rato, y al contemplar aquel rostro jupiterino, se sintió invadido de un temor hasta entonces nunca conocido.
—¿De modo que éste es el famoso personaje? —murmuró para sí—. Tengo la intención de ir a visitarle; mucho espero de su insobornable inteligencia.
Mas con sólo pensar que tendría que aguantar su mirada, se sentía dominado por una invencible timidez.
—Su Excelencia el señor von Feuerbach estará encantado de poder conocerle —dijo von Tucher cortésmente, y, como Stanhope se dispusiera a irse, le rogó que le transmitiera sus respetos.
Dos horas más tarde el carruaje del lord se alejaba en medio de una nube de polvo por el camino real. Con la furia de una tempestad el polvo se arremolinaba allá en lo alto. El lord se había acurrucado en un rincón del coche, envuelto en una manta, sin apartar los ojos del triste y desolado paisaje otoñal. Pero sus ojos, fulgurantes como los de un enfermo, no veían ni los campos ni los bosques; parecían atender únicamente a los peligros que el futuro pudiera depararle. Eran los ojos de un poseído o de un fugitivo. Poco antes de entrar en la ciudad de Heilbronn, oyó el sonido de una cornamusa y se tapó con ambas manos los oídos, se revolvió en su asiento y el maldito tormento de su soledad le fue confesado al mullido respaldo de seda. Luego se irguió de nuevo; había en su mirada la frialdad y la dureza del acero y en sus labios una diabólica sonrisa.