DAUMER PONE LA METAFÌSICA EN UN GRAVE APRIETO

El presidente permaneció más de una semana en la ciudad. Durante este tiempo acudía personalmente a casa de los Daumer para conversar con el muchacho, o le hacía llamar a su posada. Feuerbach no quería testigos en sus reuniones con Caspar. Desde un día en que paseando con el muchacho por las calles de la ciudad (donde sorprendían aquel hombre envejecido prematuramente pero de aspecto imponente y majestuoso, y aquel joven de pecho algo hundido) surgió de pronto de una esquina un sujeto malcarado que les fue siguiendo paso a paso, el presidente renunció a mostrarse en público con su protegido.

En sus conversaciones con Caspar, aunque quisiera mostrar una fingida naturalidad, perseguía naturalmente un fin determinado. Caspar, que nada sospechaba de todo ello, se entregaba por completo a su protector sin timidez alguna y su espontánea charla tenía la virtud de conmover el corazón del presidente con harta frecuencia, de modo que éste, a quien le había sido concedido sobradamente el don de la palabra y la elocuencia, se veía obligado a callar, perdida su serenidad imperturbable. «El brillo de la mirada de Caspar tiene la pureza del cielo matutino que precede a la aurora —escribió a una amiga—. Bajo el poder de su mirada, siento como sí se detuviera por momentos la marcha impetuosa y agitada de mí existencia; se alza ante mí todo el pasado, la superchería del derecho, las humillaciones de la envidia y las acciones cuyos podridos frutos yacen tras el camino de mi vida.

Añadiré a todo esto que me hallo sobre un rastro que creo ha de llevarme a descubrir el enigma de su procedencia, un rastro que, lo presiento, habrá de conducirme al borde de un abismo, donde tan sólo es posible confiar en los dioses, donde ya no rigen las leyes de los hombres.»

El último día de la estancia de Feuerbach en la ciudad, Caspar se dispuso a salir por la tarde para ir a ver al presidente, que le había citado en la hostería, y entró en la sala de estar para despedirse. Encontró a Anna Daumer sola, sentada junto a la ventana, leyendo el libro de Merker. Apenas Caspar hubo abierto la puerta, escondió agitadamente el libro bajo su delantal.

—¿Qué está usted leyendo y por qué razones lo esconde? —preguntó sonriente Caspar.

Anna se ruborizó y balbuceó algo confuso. Con ojos humedecidos miró conmovida al muchacho y exclamó:

—Los hombres son unos malvados, demasiado perversos, Caspar...

Él no replicó y siguió sonriendo. A Anna le pareció extraño, pero Caspar no pretendía nada en absoluto con aquella sonrisa. Una de sus rarezas consistía en no poder tomar jamás en serio lo que dijeran las mujeres. «Las mujeres sólo saben sentarse en su rincón y coser o bordar —solía decir—. Comen y beben a destiempo y por esto están siempre enfermas; injurian a sus compañeras y amigas, y cuando están juntas fingen cariño y bondad.»

Como un día se expresaba de tal guisa delante de la señora Daumer, ésta protestó, pero él respondió sin inmutarse:

—Usted no es una mujer, usted es una madre...

Ocurrió un día que, durante un desfile de saltimbanquis, pasó frente a él una muchacha cabalgando en un magnífico caballo blanco la cual llamó su atención por los adornos y la habilidad que, como amazona, mostraba. La siguió largo rato; luego le disgustó la cosa y explicó que había caído al fin en lo que, según oía decir, tantos otros tropiezan: había encontrado a una mujer y la había seguido.

Anunció que estaría de vuelta a la hora de la cena y Anna replicó que sería demasiado tarde; su hermano le había hablado de la visita de la esposa del magistrado Behold, que les había invitado a pasar con ella la velada. Esta dama había solicitado una entrevista con el muchacho; era persona de mucha influencia, .y si Daumer no quería tener en ella una enemiga, Caspar debía asistir a la cita.

—El señor presidente está primero —dijo Caspar secamente, y se fue.

El tiempo era suave, la nieve se había derretido ya en los campos, y blancas nubes flotaban sobre los agudos tejados de brillante pizarra. Cuando Caspar entró en la habitación ocupada por el presidente, éste, sentado a su mesa de trabajo, se hallaba recostado en el respaldo de su silla, mirando al vacío ensimismado. Sólo después de un rato se volvió hacia Caspar y le habló, todavía sumido en sus preocupaciones, sin la menor introducción o asomo de saludo.

—Mañana regreso a Ansbach, Caspar, como ya usted sabe —dijo cubriéndose los ojos con la mano—. No nos veremos hasta dentro de varias semanas o quizá meses. Desearía tener de vez en cuando noticias suyas, de usted directamente. No voy a exigirle que me escriba de modo regular para que la simple obligación no le resulte odiosa. No está obligado a nada. Pensaba solamente darle a usted con ello una ocasión de poder expresar sus sentimientos libremente sin temor a herir los de los otros. No es que vaya a exigirle cuentas de lo que usted piense, lo que le pido es que confíe al papel lo que confiaría a un amigo o a una madre.

Y le entregó a Caspar un cuaderno forrado en tela azul. Caspar lo cogió mecánicamente y leyó el título manuscrito en un pequeño escudo sobre papel blanco: Diario de Caspar Hauser. Lo abrió y en la primera página encontró un retrato de Feuerbach y debajo estas palabras, escritas por la mano del propio presidente: «Quien ama las horas, ama a Dios; el pecador huye de sí mismo.»

Caspar miró al presidente con ojos desmesuradamente abiertos. Repitió para sí, en silencio, moviendo visiblemente los labios, las palabras escritas, y luego lo que el presidente le había dicho. Todo pareció disolverse en la niebla y, a causa del solemne tono de su voz, en una advertencia del peligro que le amenazaba.

Llamaron a la puerta, y al «adelante» del presidente entró en la habitación un mensajero que llevaba una carta. Apenas Feuerbach, sin abrir el sobre, hubo visto el sello, hizo sonar la campanilla y dio la orden de enganchar los caballos al criado que acudió.

—Tengo que partir esta misma noche —le dijo a Caspar.

Caspar permaneció erguido en medio de la habitación en una tensa y anhelante espera. Escuchó el estallido del látigo del postillón en el patio. Adquirió entonces el sentido de la lejanía, supo de pronto de la amplitud del mundo, y hasta las nubes parecieron alargar sus tentáculos para subirle al cielo. Cuando el presidente le alargó la mano para despedirse, él le suplicó con una sonrisa implorante:

—Me gustaría ir con usted.

—¡Cómo, Caspar! —exclamó el presidente fingiendo una sorpresa que en verdad no sentía. Y de nuevo le tuteó al hablarle: —¿Quieres dejar a estos buenos amigos? ¿Es que has olvidado todo lo que debes a tu generoso tutor? ¿Qué diría el señor Daumer y otras muchas personas que te acogieron con bondad, si les abandonaras de tan ingrato modo? Me asombra de ti, Caspar. ¿Es que no estás a gusto aquí?

Caspar calló y bajó los ojos. «Aquí siempre sucederá lo mismo», pensó. Ansiaba irse; sospechaba que un día podría hacerlo, que podría abrir la puerta durante la noche y marcharse, sin necesidad de saber el camino. Quizás entonces alguien le preguntara: «¿Adónde vas, Caspar?», y él le conduciría al castillo, frente al que se reuniría mucha gente. Desde dentro una voz le llamaría. La gente le haría sitio y muchos brazos señalarían a la puerta a la que habría de encaminarse.

—¡Habla! —dijo el presidente secamente.

—Son todos muy buenos conmigo —murmuró Caspar, con un débil temblor de los labios.

—¿Y pues?...

—Es que...

—¿Qué? ¿Qué te ocurre? ¡Habla!

Caspar levantó lentamente los ojos e hizo con los brazos un amplio movimiento, como si quisiera abarcar todo el mundo con aquella palabra:

—Mi madre...

Feuerbach se apartó, se acercó a la ventana y se quedó inmóvil, mirando hacia fuera en silencio.

Un cuarto de hora después Caspar caminaba por las estrechas callejuelas del barrio del Ayuntamiento, en dirección a la Egydienplatz, a tan avanzada hora ya desierta y silenciosa. Había oscurecido. Frente a la iglesia lucía una lámpara de aceite, y al girar a la izquierda, donde los macizos de un jardín bordeaban la calle largo trecho, descubrió a un hombre inmóvil que, apoyado contra una pared, le miraba con la cabeza baja. Caspar detuvo el paso y vio de pronto que el hombre alzaba el brazo y le llamaba haciendo señas.

Su corazón latió agitadamente. Algo impreciso le obligó a seguir la indicación del desconocido. El hombre siguió llamándole y Caspar avanzó unos pasos. El hombre penetró en el jardín sin cesar de llamarle. Caspar no pudo ver su rostro, oculto bajo el ala del sombrero.

Siguió al hombre aunque todas las fibras de su ser se resistían a llevarle. Con horror se sentía arrastrado paso a paso, los ojos muy abiertos y el asombro y el espanto retratados en el semblante, las manos extendidas como queriendo detenerle.

Estaba ya tan cerca del desconocido que a la luz de un reverbero vio brillar su dentadura amarillenta. Dios sabe lo que hubiera podido ocurrir si en aquel mismo instante no hubiera aparecido por una de las calles laterales un grupo de borrachos. El desconocido profirió un rugido de ira, se agachó entre los matorrales y desapareció tras los arbustos, en un abrir y cerrar de ojos.

Caspar retrocedió hacia la iglesia y fue a dar con el grupo de escandalosos borrachines que trataron de sujetarle, con lo que a un susto le añadió otro. Tras no poco esfuerzo logró desasirse y huir. Algunos le persiguieron gritando y él aceleró el paso. El sombrero se le cayó de la cabeza y rodó por el fango. Corrió tan deprisa como pudo hasta dejar atrás la Judengasse y alcanzar el puente de la isla de Schuett.

Daumer, ya intranquilo, le esperaba a la puerta de casa. Perplejo, escuchó el relato confuso y agitado de Caspar y, después de corta reflexión, expresó su incredulidad.

—Seguramente tu exacerbada fantasía ha vuelto a jugarte una mala pasada —dijo con una rudeza poco frecuente en él.

—No, puede usted creerme, fue tal como se lo cuento—aseguró Caspar. Luego se lamentó de la pérdida del sombrero, y, alegrándose de pronto, le mostró el cuaderno que el presidente Feuerbach le había entregado y que mantuvo agarrado convulsivamente durante todo el rato.

Daumer lo miró distraídamente.

—¿No te dijo Anna que hoy teníamos que hacer una visita? —preguntó malhumorado—. Es ya muy tarde; anda, deprisa, ponte el traje de los domingos.

Caspar le miró de reojo y entró titubeando en la casa. Daumer, que ya iba vestido de etiqueta, se acercó paseando un par de veces a la orilla del río; transcurrió media hora y la tardanza de Caspar llegó a inquietarle. Subió precipitadamente la escalera y entró en la habitación del muchacho, donde ardía una vela. Para colmar su enfado vio que Caspar yacía vestido en la cama y dormía. Lo sacudió rudamente por el hombro, pero de pronto lo dejó, recorrió varias veces la habitación sin poder dominar su mal humor y luego exclamó airado:

—¡No estaría bien que lo sacrificase por satisfacer la curiosidad de la gente!

Por el pasillo a oscuras entró en el cuarto de su hermana, que tocaba el plano. Le contó lo ocurrido y Anna le dio toda la razón sin entrar en detalles.

—Pero si Caspar ha de quedarse, alguien tendrá que ir a casa del señor consejero y rogarle que nos disculpe —dijo Daumer pareciendo indicar, por el tono apagado de su voz, que en caso contrario quedaría malparada su reputación y tendría que sufrir desagradables consecuencias. Anna replicó que no estaba la criada y por fin, tras corta reflexión, se prestó a ir ella misma para pedir disculpas.

Cuando hubo partido, Daumer se sentó junto a la lámpara y después de graduarla adecuadamente tomó un libro, disponiéndose a pasar la velada leyendo. Pero su conciencia no estaba tranquila y al más liviano ruido se estremecía angustiado. Poco tiempo duró su soledad. Anna regresó pronto y, acercándose a él, le dijo en voz baja que la señora consejera la había acompañado para llevarse a Caspar con ella. Daumer saltó de su silla.

—Esto es llevar la broma demasiado lejos —murmuró indignado.

Anna le tapó la boca con la mano. La dama entraba ya en la sala. Llevaba un vestido soberbio, iba envuelta en una capa de brocado y con una mantilla a la cabeza.

Era una mujer ya no muy joven, pero majestuosa y de porte imponente, su cuerpo era mayor de lo normal y la cabeza menor de lo corriente. Su elegancia denotaba una mezcla entre la moda francesa y el provincianismo propio de Nuremberg; al pretender hacer que aquélla resaltase, aparecía indefectiblemente éste, como los harapos de un mendigo bajo una túnica de seda.

Se acercó a Daumer con un aire solemne, como una ola espumeante, y el buen hombre, deslumbrado ante tanta riqueza, depuso su gesto de amargura y llevó a sus labios la mano que ella le ofrecía.

—¿Es que hay que recordarle su promesa? —exclamó con voz sonora y fuerte—. ¿Qué significa esto, profesor? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué esa negativa? Como ve, he abandonado a mis invitados para hacerle cumplir su palabra, que usted tan fácilmente parece olvidar. No hay escapatoria, mi querido Daumer, Caspar tiene que venirse ahora conmigo. ¿Dónde está?

—Duerme —replicó Daumer titubeante.

—Nom de Dieu! ¡Duerme! ¿No estaré soñando? Pues hay que despertarle. ¡Vamos, vamos!

Daumer no tuvo el valor de oponerse. El dinamismo del ataque destruía cuantos razonamientos hubiera podido oponerle. Tomó la lámpara y echó a andar delante de ella, guiándola al dormitorio de Caspar; Anna, que permaneció inmóvil, carraspeó indignada. Pero ello no inmutó en lo más mínimo a la dama, quien, como en respuesta, frunció el ceño desdeñosamente.

Daumer se detuvo cavilando junto al lecho de Caspar, hasta tal punto que no acertó a. desviar la lámpara. La verdad es que apenas habría podido concebirse nada más hermoso que la paz e inocencia que emanaba el rostro del durmiente. La señora Behold entrelazó inconscientemente las manos, y en aquel gesto sí que había espontaneidad y sentimiento.

—¿Insiste usted en despertarle? —preguntó Daumer cortésmente—. El sueño es sagrado; huirán de él los divinos espíritus no bien le hayan tocado nuestras manos.

La señora Behold cerró los párpados y los volvió a abrir, como para ahuyentar la ligera emoción que le embargaba, de la misma manera que se espanta a las moscas con un manotazo.

—Muy bonito —se burló, y su voz zumbaba como el huso de una rueca—. Pero yo insisto en mi derecho. Ya le regalaremos algo al niño para recompensarle por la pérdida de su sueño, y en cuanto a los espíritus, ya volverán. Noches para dormir tendrá de sobra.

Daumer levantaba al durmiente por los hombros, tratando de despertarle, le hablaba suavemente, como queriendo convencerse a sí mismo de la necesidad de hacerlo, mientras el rostro de la señora Behold denotaba una extraña agitación. Se ablandó su mirada y sus labios se entreabrieron mostrando una perfecta hilera de albos dientes, pequeños y juntos como los de un roedor.

—Pauvre diable! —murmuró tomando la mano de Caspar.

Lo cual acabó de despertarle por completo. Con una brusca sacudida desprendió su mano del apretón y la agitó en el aíre. Su mirada cansada y adormilada parecía preguntar qué querían de él. Daumer se lo explicó, escanció agua en un vaso y se la dio a beber. Luego le ayudó a ponerse el traje que ya tenía preparado.

Caspar fijó la mirada ensombrecida en los ojos de la señora Behold y dijo con obstinación:

—No quiero ir a casa de esa mujer.

—¿Cómo, Caspar? —exclamó Daumer entre asombrado y ofendido. Por vez primera oía aquel «no quiero», por vez primera la voluntad de Caspar se oponía a la suya. A Caspar le asustaron aquellas palabras. Su mirada se suavizó de nuevo cuando Daumer añadió seriamente: —Pero yo sí lo quiero. Y quiero también que le pidas perdón a esta dama. Es inadmisible que te dejes dominar por tus raptos de mal humor. Si prescindimos del respeto que debemos a nuestros semejantes, pronto quedaremos tan inermes como tú el primer día que viniste a nosotros.

Caspar bajó los ojos e hizo lo que se le pedía. La señora Behold no dio mucha importancia a lo ocurrido. Acarició la mejilla de Caspar, y el profesor Daumer le resultó ridículo.

Media hora después entraban en los deslumbrantes salones de la dama. Caspar se vio envuelto por la muchedumbre y tuvo que responder a la acostumbrada marea de preguntas. La señora Behold no se apartaba de su lado, todo lo que él decía la hacía reír, lo desconcertaba y llenaba de intranquilidad hasta tal punto que las palabras llegaron a inspirarle temor; le pareció peligroso hablar, como si todas las palabras tuviesen un doble sentido, el uno conocido, el otro misterioso, enigmático, para él indescifrable. Observaba en los hombres idéntica duplicidad, e involuntariamente su mirada se esforzaba en descubrir este otro ser en las personas que le rodeaban afanosas.

No alcanzaba a comprender lo que de él querían; sus extrañas ropas, sus gestos, sus sonrisas, sus conversaciones, todo le resultaba incomprensible y empezaba incluso a no comprenderse a sí mismo..

Daumer entretanto estaba pasando un mal rato. La señora Behold se mostraba orgullosa de hacer de su hogar punto de reunión de distinguidos forasteros. Entre estos invitados figuraba un caballero que, según se decía, viajaba con un nombre falso por llevar una importante misión diplomática a una de las capitales del este del país. También se murmuraba que el extranjero sentía gran interés por Hauser y que, ante un grupo de influyentes personajes, se había referido en forma despectiva a los propagadores de rumores absurdos acerca de la procedencia de Caspar. Sus opiniones no fueron unánimemente aceptadas, pero la actividad del distinguido caballero dio píe a ciertas sospechas, y el redactor Pfisterle, suspicaz como siempre, llegó a afirmar incluso que el tal diplomático no era más que un espía.

Daumer, perdido en su mundillo, no se había enterado de nada. El desconocido se unió a él y entablaron una amistosa conversación. Daumer se sintió inmediatamente intimidado por la distinción del caballero, visiblemente superior a la del resto de la concurrencia. Ante la figura elegante y las delicadas maneras del diplomático extranjero, cuya pechera aparecía cubierta de medallas y cruces, no supo qué decir al principio, contestando apenas con un sí o un no como un alumno timorato. Poco a poco fue tomando confianza, acabó contándole a su oyente muchas cosas acerca de Caspar y finalmente le habló de sus temores y del perseguidor imaginario, sin duda alguna imaginario, del que había llegado huyendo a casa aquella misma noche.

El desconocido le escuchaba atentamente.

—Quizá no se haya confundido —observó con tono mesurado y prudente—. Quizás en el fondo de estas tinieblas que le envuelven oculte algo que nosotros desconocemos. Según he oído decir, querido profesor, también usted ha sido objeto, hace algún tiempo, de una amenaza anónima. No debe, por tanto, admirarse de que se hagan realidad ciertas advertencias.

Daumer se tambaleó emocionado, pero el desconocido prosiguió con afable franqueza, al parecer hablando por hablar:

—Usted debe hacerse a la idea de que están aquí en juego unas fuerzas que no retroceden ante nada para lograr sus fines. Quizás este infeliz mozo sea para alguien un estorbo, un testimonio comprometedor del que deseen librarse. Parece ser que de momento les conviene a estas fuerzas permanecer en la oscuridad, arreglar este asunto sin escándalo público; pero también podría llegar un día en que no les importara entrar en escena directamente para impedir la actuación de la policía y los jueces. Entretanto se limitan a actuar entre bastidores.

Daumer se tambaleó de nuevo; las palabras de su contrincante parecían de un significado preciso; pero el desconocido, sin darle tiempo para reflexionar, prosiguió hablando con voz clara, casi confidencialmente:

—Creo que lo que temen sobre todo es la divulgación de este absurdo rumor por el rápido y eficaz medio de la imprenta, y que se trata, como es natural, de ponerle toda clase de trabas. Las gentes que se mueven dentro de las esferas superiores se solidarizan fácilmente ante el temor de que les descubran los demás, les disgusta convertir sus círculos en un mercado, dejando que sus asuntos privados sean pasto de la curiosidad pública. Esto se comprende. Los burgueses ya tienen libertades suficientes. Que en sus círculos hagan lo que bien les plazca, pero conviene que hacia los de arriba se sientan atados e inermes.

¿Qué era esto? Daumer creyó entender adónde el otro quería conducirle; decidió atenerse a la oscura advertencia; su voluntad se había anticipado ya a la coacción.

—Desearía hacerle una pregunta, querido profesor —prosiguió el desconocido caballero—. ¿Está usted verdaderamente convencido de que este muchacho, por el que siento, a qué negarlo, un indudable interés, merece y justifica la atención que en él ponen tantos y tantos hombres de preclaro saber? ¿Vale la pena intrigar a la gente con la cuestión de Hauser? ¿Qué salen ganando con ello la nación, la ciencia, la religión, el arte, en fin, la vida toda, con que hombres como usted malgasten las mejores fuerzas de su espíritu en una simple curiosidad de la naturaleza? Ustedes encarecen el extraordinario talento del expósito. Yo me afano en vano por hallarlo y me atrevo a decir que no veo en él otros rasgos que los de su propia inseguridad. Dejemos pasar algún tiempo, muy poco, y obtendremos la más absoluta evidencia en torno al caso. Existen en la sociedad humana millares de individuos que, poseyendo cualidades semejantes y hasta incluso superiores, cayeron con el tiempo en el mayor de los infortunios. Esa benevolencia y compasión de ustedes debería ser también ejercitada en todos esos casos, porque al idealismo no hay que ponerle trabas en la ayuda a los seres humanos caídos en desgracia. Pero ¿adónde iría a parar el hombre que fuese repartiendo las fibras de su corazón a boleo? Se sentiría vacío el día en que un valioso objetivo exigiera también un digno sacrificio. Imagínese a Caspar con doce años menos. La maravilla de su ser queda enteramente al descubierto y ya no puede ofrecerle a usted más evidencia que la de los hechos vulgares y corrientes. En el mejor de los casos queda simplemente lo curioso, lo cual apenas da para animar una conversación de sobremesa. La curiosidad y el poco de misterio que tan excitantes resultan para los entendimientos poco maduros.

En el rostro de Daumer se mostraron evidentes señales de oposición y contradicción; su mirada buscó a Caspar, pero todo lo que alcanzó a decir fue:

—No es por medio del verbo como puede mostrársenos el alma.

El desconocido rió amargamente.

Se originó un silencio. «Habla como Satán», pensó Daumer, y cuando ya se disponía a contestarle, se le anticipó el desconocido con cortés energía.

—Yo sé que usted ama a Caspar —dijo cambiando el tono de su voz, serio y afable—. Sé que le ama usted como a un hermano y que sus sentimientos no están informados por la compasión, sino por el más bello de los deseos, el de buscar a Dios en el corazón del prójimo. Pero usted busca una excusa para su amor, esto es todo. He de decirle, sin embargo, que no existen heridas más dolorosas y profundas que las desilusiones que estos antagonismos engendran. Yo se lo aconsejo, huya usted de la vista y de la convivencia de aquellas personas que no le pueden ofrecer más que desilusiones.

Entonces somos demasiado débiles —exclamó Daumer desesperado—, reaccionamos ante los acontecimientos de manera distinta a cómo pensábamos que lo haríamos.

Y el desconocido frunció el ceño con gesto de compasión. Para él había terminado la conversación y fue a reunirse con otros invitados. Daumer, fuera de sí, deseaba tan sólo abandonar aquel ruidoso círculo. Buscó a Caspar y le encontró, pálido y silencioso, entre brillantes sedas y fracs grises y negros; la señora Behold se hallaba sentada en un pequeño taburete, a sus pies casi. Su rostro tenía una expresión dura y sombría.

La despedida fue harto embarazosa y complicada. Tras haber recorrido en silencio parte del camino, Daumer estrechó al muchacho entre sus brazos y exclamó:

—¡Ah, Caspar, Caspar! —Y había en su voz un acento de conjuración.

Caspar, ansioso, con el corazón anhelante de preguntas, suspiró y sonrió al profesor con renovada confianza. Fuese que la sonrisa y la mirada alcanzaran a Daumer en un punto de su interior en que se sentía inseguro y culpable, fuese que la noche, la soledad, las torturantes dudas, la extraña conversación que había sostenido con el desconocido encendieran en su espíritu un fervor excesivo, el caso es que volvió a detenerse, abrazó nuevamente a Caspar y exclamó con los ojos en alto:

—¡Hombre!

La palabra le penetró al muchacho hasta el tuétano de los huesos, como sí de pronto se le revelara todo el sentido que aquélla contenía. ¡Un hombre! Vio un ser encadenado en las profundidades de un abismo, tratando de ver desde allí el cielo, extraño a sí mismo y extraño a los demás a los que llamaba hombre y que no le podían responder más que con la misma palabra: «hombre».

Su oído captó la palabra, que por la emoción que en ella puso Daumer había adquirido carácter de sentencia. A la mañana siguiente cogió su diario y la primera frase que en él escribió fue la formada por estas palabras: «¡Hombre! ¡Un hombre!» Para cualquiera un jeroglífico sin sentido alguno, para él casi un misterio descifrado, un lema, un conjuro que pudiera librarle de peligros futuros. Como correspondía a su carácter infantil, desde aquel día vio su diario como algo sagrado que no le era permitido tocar más que en momentos de recogimiento. Y en uno de aquellos estados de ánimo, tan frecuentes en él, de añoranza y tristeza, tomó la resolución extraña y llena de graves consecuencias de que nadie, a excepción de su madre, podría jamás leer aquel libro. Y era muy capaz de mantener su decisión.

Cuando pocos días después le visitaron las princesas de Curlandia, amigas del presidente Feuerbach que sentían gran simpatía por Caspar, la conversación cayó en el regalo que le había hecho el presidente a su protegido, y como Daumer contó que en el libro se encontraba un retrato del presidente grabado en acero, las damas pidieron ver el libro. Para asombro de todos, Caspar se negó a mostrar el cuaderno. Daumer, horrorizado, le echó en cara su descortesía, pero él no cedió, tozudamente; las damas no insistieron, con mucho tacto desviaron la conversación por otros derroteros, pero cuando se hubieron despedido, Daumer tomó al muchacho por su cuenta e inquirió el motivo de su negativa. Caspar calló.

—¿Te negarías también a mostrármelo a mí, si yo te lo pidiera? —preguntó Daumer. Caspar le miró entre temeroso y asombrado y contestó francamente:

—Usted no me lo pediría.

Daumer se emocionó y se alejó en silencio.

Por la noche el señor von Tucher fue a casa de Daumer y una vez que ambos estuvieron solos, dijo el barón sin introducción alguna:

—Tengo que poner en su conocimiento que nuestro Caspar me ha mentido, por desgracia, dos veces.

Daumer juntó las manos. «Sólo esto faltaba», se dijo. «¡Mintiendo! ¡Y dos veces! ¡Oh, Señor bondadoso! ¿Y cómo había sido?»

—Ocurrió de esta manera. El domingo había subido en compañía del alcalde — explicó von Tucher—a ver al muchacho y a rogarle que le acompañara a su casa. Caspar, que se hallaba sentado a la mesa enfrascado en sus libros, replicó que no le estaba permitido, que Daumer le había prohibido salir de casa. Al alcalde le pareció raro, sobre todo porque rehuía mirarles al decirlo. Como de pasada, le había hablado de ello a Daumer, seguramente lo recordaría, confirmando de este modo sus sospechas. Al día siguiente, aprovechando una ausencia de Daumer, el señor Binder y el señor von Tucher fueron a ver a Caspar y le reprocharon la mala acción que había cometido. El muchacho admitió entre sonrojado y pálido su falta, pero acorralado a preguntas y tratando de encontrar un camino viable inventó el cuento de una dama cuya visita él esperaba y que tenía que llevarle un regalo que le había prometido y que por ello quería quedarse para esperarla.

»Al insistir nosotros, perplejos y confusos, se reconoció nuevamente culpable — prosiguió el señor von Tucher con impasible seriedad—. Reconoció que, queriendo estudiar tranquilo, no se le había ocurrido otro medio para deshacerse de los visitantes inoportunos. Nos rogó repetidamente que no le contáramos a usted lo ocurrido, que no volvería a hacerlo más. Pero luego he reflexionado y llegado a la conclusión de que es mejor que usted lo sepa. Quizás estemos todavía a tiempo para luchar contra tal vicio. No es posible ver dentro de su corazón, pero sigo creyendo en la pureza de sus sentimientos, aun cuando me hallo convencido de que sólo las medidas más severas y la vigilancia más extrema podrán evitarnos mayores decepciones.

Daumer parecía como fulminado.

—¡Y esto en una criatura de cuya franqueza hubiera jurado por mi salvación! — murmuró—. Sí fuese otro el que me lo contara, me habría reído en sus barbas. No hace aún una hora, hubiera tomado por un impostor a quien afirmase que Caspar era capaz de manchar sus labios con una mentira.

—También a mí me ha defraudado —añadió von Tucher—. Pero hemos de tener paciencia. Ahora no cierre usted los ojos, espere la próxima ocasión y entonces intervenga enérgicamente, con mano firme.

¡No uno, dos embustes a un tiempo! El pobre Daumer no sabía dónde poner los ojos. Reflexionó. «El señor von Tucher lo toma todo demasiado en serio —se dijo—; es hombre muy sensato y justo, pero sin duda alguna demasiado lleno de prejuicios, lo que le lleva a considerar una simple mentira como un grave delito. No sabe que la vida nos enseña a diferenciar entre lo malo de verdad y lo que nos fuerzan a hacer las circunstancias. Pero ¿qué me importa a mí el señor von Tucher? Aquí se trata de Caspar. Yo creía poder esperar de él lo que nadie podría esperar de nadie. ¿Fue ceguera? ¿Fue presunción mía? Ya veremos; ahora tendré que averiguar sí se ha adocenado o si su voluntad es aún capaz de atender a la voz de lo íntimo. Si sus oídos están sordos a toda llamada espiritual, entonces su embuste será un embuste como cualquier otro, mas si logro hacer que revivan en él sus potencias suprarracionales, entonces despreciaré a todo filisteo que pueda venirme aquí con sus reparos.»

Toda una noche empleó Daumer en dar vida al sorprendente plan que, cual juicio de Dios, debía decidir sobre el destino del muchacho. Como objeto del experimento eligió el diario que Caspar se había negado a mostrarle. «He de incitarle a que me muestre, el diario por su propia voluntad —pensó Daumer—; quiero establecer entre nosotros dos una corriente metafísica; sin decir palabra, le exigiré mentalmente que atienda a mis deseos, le fijaré la hora precisa en que ello deba suceder. Si es capaz de seguirme, todo acabará bien; si no, ¡adiós maravilla! Aquel locuaz materialista habrá tenido sobrada razón al pretender negar el alma.»

Por la mañana a las nueve, Anna buscó a su hermano para decirle que a Caspar no acababa de gustarle aquel día; se había levantado a las cinco y se hallaba sumido en un estado de inquietud como jamás había observado en él; durante el desayuno miraba en torno, como atemorizado y casi no lo probó.

Daumer se sonrió. «¿Empezaría ya a sentir lo que él pretendía transmitirle?», pensó. Y se tranquilizó, suavizándose su humor.

Sin gran dificultad halló una excusa para alejar de casa a las mujeres; la señora Daumer tenía que salir como todos los días al mercado y Anna se dejó convencer fácilmente para ir a hacer unas visitas. A las once Caspar se dispuso a preparar sus temas escolares; Daumer se instaló en el cuarto contiguo, con el rostro dirigido hacía Caspar y sentado en un pequeño taburete, a cierta distancia de la puerta. Logró muy pronto, con asombrosa energía, hacer converger todos sus pensamientos en el objetivo que se había propuesto. Todo en la casa era silencio, ningún ruido estorbaba su trascendental experimento.

Pálido y emocionado, sentado en su rincón, Daumer veía cómo Caspar se levantaba a cada instante y se acercaba a la ventana. Cómo la abrió y volvió a cerrarla, cómo se dirigió luego a la puerta y se detuvo ante ella. Sus ojos vagaban sin cesar, su boca se contrajo en un rictus extraño. «¡Vaya, algo bulle en su interior!», pensó Daumer alegrándose, y cada vez que Caspar se acercaba al pequeño armario en el que sin duda guardaba el cuaderno, el infeliz experimentador sentía latir su corazón con inusitada violencia.

¡Cuán lejos estaba Caspar de suponer lo que Daumer sentía! Lejos de pensar que en aquella hora se encontraba ante un tribunal que debía decidir todo su carácter y su futuro.

Caspar se sentía simplemente atemorizado. Tanto, que sintió que aquel día tenía que ocurrir algo grave. Instintivamente pensó que alguien se había puesto en camino para herirle. La atmósfera del cuarto le ahogaba, las nubes en el cielo se le antojaban expectantes; cada vez que una golondrina descendía para posarse en la copa de algún árbol, le parecía como si una mano negra se abatiera sobre él, rápida como una saeta; el techo de madera parecía abombarse, la pared crujía angustiosamente.

Caspar no pudo soportar aquello por más tiempo. Angustiado, sintió como si una mirada se clavara en su nuca, los cabellos se le pusieron de punta, algo le impulsaba a salir... Y de pronto abandonó la habitación, como en precipitada fuga.

Daumer siguió sentado, inmóvil, mirando fijamente al vacío, como despertando de un sueño. Había transcurrido el plazo. Se avergonzaba tanto de su derrota como de la imprudencia cometida con su dudoso experimento. Dada su insensatez no podía dejar de reconocer el amplio margen que debía conceder a la casualidad en la consecución de lo que había deseado.

A pesar de todo se sintió invadido por una sombría indiferencia. Al acordarse de las esperanzas que había puesto en Caspar hacía tan poco tiempo, sintió un sabor amargo en la punta de la lengua. Tomó la decisión inalterable de dedicar su vida, como anteriormente, a su profesión, a la soledad y al estudio, de emplear todas las fuerzas de su espíritu solamente en aquello en que el éxito pudiera ser alcanzado por sí mismo.