SCHILDKNECHT

El mes de mayo trajo mucha lluvia. Cuando el tiempo se lo permitía, Caspar y la señora von Kannawurf hacían largos paseos por los alrededores. El celo de Caspar por su trabajo disminuía mucho. A cuantos se lo advertían les replicaba:

—Ya estoy harto de tanto escribir.

Cosa que les sentó muy mal a los que recibieron la respuesta.

El nuevo individuo escogido por Hickel para que vigilara a. Caspar fue desde un principio tan pesado que la propia señora von Kannawurf se dirigió al consejero Hofmann para quejarse de él. Más por complacer a la bella señora que por comprensión, el consejero autorizó que Caspar pudiera pasear a solas con ella.

—Es de esperar que no sea usted quien nos rapte a nuestro Caspar —dijo con su sonrisa astuta y pícara a la señora, que enmudeció de súbito.

Pero ahora fue Quandt quien ofreció dificultades. —Yo tengo que cumplir las instrucciones que recibí—era su lema inconmovible.

Por esta razón una mañana apareció la señora von Kannawurf en su escuela y atrevidamente le pidió una aclaración a su actitud. Quandt no se atrevía ni a mirarla; completamente aturrullado cambiaba alternativamente de color, pasando del pálido al rojo con suma rapidez.

—Estoy por completo a sus órdenes, madame —dijo con la voz de un hombre que en el potro del tormento acepta todo cuanto le dicen.

La señora von Kannawurf miró curiosamente en torno.

—¿Y cuál es su comportamiento íntimo con respecto a Caspar? —le espetó de pronto—. ¿Le ama usted? Quandt suspiró.

—Desearía poderle amar tanto como sus amigos, a quienes respeto, y quienes le creen digno de ser amado —repuso con magistral diplomacia.

La señora von Kannawurf se levantó de su asiento.

—¿Qué debo colegir de sus palabras? —exclamó apasionadamente—. ¿Es posible no amarle después de conocerle? ¿Cómo no hacerle grata la vida?

Ardía su rostro; se acercó al atemorizado profesor y le echó una mirada amenazadora y triste a un tiempo.

Mas se calmó bien pronto y habló de otras cuestiones para conocer mejor al asombrado profesor. A su modo de ver cada persona era una maravilla, y todo cuanto los hombres hacían, algo maravilloso. Ésta era la causa de que no alcanzara casi nunca sus propósitos. Se olvidaba de sí misma y de los límites que permite un conocimiento superficial.

Quandt se enojó consigo mismo por su debilidad y sus concesiones a la bella dama. ¿Qué se ocultará ahora tras todo esto? Caviló de nuevo. Y cada vez que llegaba una carta de la señora von Kannawurf, la abría y leía antes de dársela al muchacho. No sacó nada en claro; el contenido era de lo más inocente. «Seguramente se entienden por medio de un lenguaje secreto», se decía Quandt, y trató de enlazar distintas palabras para tratar de hallar la clave. Caspar se quejaba de sus intromisiones en su correspondencia, a lo que Quandt replicaba con su proverbial impasibilidad, repitiéndole por milésima vez los derechos que le habían sido conferidos en su calidad de tutor.

Finalmente Caspar rogó a su amiga que no le escribiera más. Tan inocentes como las cartas eran las conversaciones que sostenían los dos; así lo hubiera comprobado el profesor sí hubiera podido escucharles. Ocurría a veces que, paseando por el bosque, se pasaban horas enteras sin hablarse.

—¿No es bello el bosque?—preguntaba entonces la joven con toda su pasión a flor de labios. Y reía alegremente al coger una flor de un prado y exclamar: —¿No es bella?

—Es bella —replicaba Caspar.

—¿Así, tan secamente, tan en serio?

—Sólo desde hace poco tiempo me doy cuenta de que todo esto es bello —le advertía Caspar—. Lo más bello no lo advertimos hasta el final de nuestra vida.

La primavera le hacía feliz. Se sentía acariciado por su suavidad. Ciertamente, no había observado hasta entonces lo que era hermoso. El mundo existente se enredó en torno a él como una guirnalda. Mientras lucía el sol en lo alto del cielo, sus ojos brillaban ahítos de felicidad. «Es como un niño al que se llevara de la mano por un jardín encantado después de una larga enfermedad», se decía la señora von Kannawurf. Latía fuertemente su ardoroso corazón al pensar que quizás ella misma era una de las causas de su cambio. Alguna vez le llenaba el sombrero de pétalos y se mostraba orgulloso de su obra. Pero se mantenía siempre hermético, como si luchara de continuo con una terrible decisión.

Un día acordaron que él la llamaría a ella simplemente Clara y ella a él Caspar. Ella tuvo ocasión de divertirse al ver con qué rigor cumplía él lo pactado. La divertía con frecuencia, sobre todo cuando le dedicaba algún sermón o la censuraba por lo que él consideraba impropio de una dama. Le reñía también cuando ella se echaba a correr, «para proteger su salud», decía él. Y verdaderamente parecía que ella no deseaba más que agotarse y alcanzar el límite de sus fuerzas. Uno de sus caprichos consistía en subir a los más altos campanarios; en lo alto de la torre de la iglesia de San Juan vivía un viejo campanero, un sabio a su manera que por medio de su soledad había adquirido una bondad infinita; a ella no le asustaban los centenares de escalones que mediaban hasta él y muchos días los subía hasta dos veces para verle y charlar con él como con un viejo amigo, o para contemplar el amplio paisaje apoyada en la barandilla de hierro de la estrecha galería. Había llegado al alma del campanero de tal forma que éste le enviaba cada noche con su lámpara señales de saludo convenidas.

Ella forjaba cada día nuevos planes de viaje. No se encontraba a gusto en aquella ciudad. Caspar le preguntaba por qué sentía tal ansia de partir, pero ella no sabía indicarle el motivo.

—Yo no puedo arraigar en ningún suelo —le decía—. Me siento desgraciada cuando debería estar satisfecha, cuando no tengo nada que hacer. Necesito ir siempre en busca de algo nuevo, conocer nuevas gentes.

Y envolvía a Caspar con una mirada acariciadora mientras temblaba su boca.

Una vez, y ésta fue la primera que lo mencionó, citó unas frases del libro de Feuerbach. Caspar cogió su mano con una extraña fuerza, como si quisiera destruir la palabra que hería su mente. La señora von Kannawurf gritó asustada.

Ya era de noche; aún caminaron hasta el cruce de calles en que debían separarse. Le dijo entonces la joven con energía y viveza, colocándose frente a él y clavando sus ojos en su frente:

—¿Pretende cargar solo con toda la tarea?

—¿Qué dice? —inquirió él visiblemente inquieto.

—¿Con todo...?

—Sí, con todo —repuso sordamente—. Pero no sé cómo, estoy completamente solo.

—Claro que está solo, pero usted no desea otra cosa. Solo como en su prisión, así es, pero no bajo tierra, sino encima, a pleno aire...

No la dejó hablar, con una mano le cubrió la boca y con la otra se tapó la suya. Sus ojos brillaban con odio, de pronto pensó desconcertado: «¿Y si mi madre se pareciese a esta mujer?» Sintió un extraño ardor y sequedad en los labios; en su interior bullía algo desconocido que hubiera deseado rehuir.

—Me voy a casa —exclamó de mal talante. Y se alejó presuroso.

La señora von Kannawurf le vio marcharse y ya le habían engullido las tinieblas cuando aún mantenía sus desorbitados ojos de niña fijos en el camino que él había seguido. Se sentía atemorizada. «Es el más valiente de los hombres —pensaba—, ni siquiera imagina lo valiente que es; ¿y qué me emociona al hablar o callar junto a él? ¿Por qué temo al saberle entregado a sí mismo?»

Se encaminó hacia su morada. En cubrir el corto espacio que distaba tardó más de media hora. Al oeste ardía el cielo enfurecido por la tormenta.

Caspar se había acostado muy temprano. Serían las cuatro de la madrugada cuando le despertó un fuerte grito. Una voz desde el patio gritaba:

Quandt! ¡Quandt!

Caspar, adormilado aún, creyó distinguir la voz de Hickel. En alguna parte se abrió una ventana, el de la calle dijo algo que Caspar no pudo entender, y un poco después se abrió la puerta de la calle. Todo volvió a quedar en silencio. Caspar se dispuso a proseguir su sueño cuando llamaron a su puerta.

—¿Qué pasa? —inquirió Caspar.

—¡Abra usted, Hauser! —le ordenó la voz de Quandt. Caspar saltó de la cama y descorrió el cerrojo. Quandt apareció en el umbral completamente vestido. Su pálido rostro, a la luz del amanecer, tenía tonalidades verdosas.

—El presidente ha muerto —dijo.

Sintiéndose desvanecer, Caspar se sentó al borde de la cama.

—Me voy a su casa, si quiere venir vístase deprisa —prosiguió Quandt en un murmullo.

Caspar se endosó sus ropas en un santiamén; tenía la impresión de estar bebido.

Diez minutos más tarde caminaba con Quandt hacia la Heiligenkreuzgasse. En el jardín de los Feuerbach había mucha gente, con un aspecto entre adormilado y excitado. El mozo de una panadería, sentado en la escalera, lloraba cubriéndose el rostro con su delantal.

—¿Sabe usted si se puede subir ya? —preguntó Quandt al escribiente Dillmann, que se paseaba con el sombrero hundido en la frente.

—El cadáver aún no ha llegado a la ciudad —dijo un anciano capitán de artillería, de cuyo bigote pendían pequeñas gotas de lluvia.

—Ya lo sé —repuso Quandt y siguió contrito a Caspar, que había entrado en la casa. En el piso inferior todas las puertas se hallaban abiertas. En la cocina las dos sirvientas se sentaban sobre un montón de leña, por astillar aún. Parecían escuchar atemorizadas el rumor de las conversaciones. Caspar y Quandt oyeron la voz de una mujer que se aproximaba quejándose histéricamente. Vieron una figura femenina cruzar por la puerta de una de las estancias cubriéndose el rostro con los brazos. Parecía haber enloquecido.

—¡Pobre! —exclamó Quandt acongojado.

Era Henriette. Sus gritos y llantos no cesaron hasta llegar algunas damas, entre ellas la señora von Stichaner.

Quandt se dirigió con Caspar a la alcoba. Las mujeres la rodeaban solícitas, pero ella las apartaba de sí violentamente.

—Lo sabía—chillaba—. Yo ya lo sabía. ¡Me lo han envenenado, envenenado!

Sus enrojecidos ojos eran dos manantiales de lágrimas. Corrió a refugiarse a otra habitación; tras ella flotaba su batín, y sus lamentos resonaban cada vez más estridentemente por toda la casa.

—¡Le han envenenado, envenenado!

Los ojos de Caspar no encontraban descanso más que en el retrato de Napoleón, frente al que se hallaba. Pensó que el emperador debía de estar ya cansado de la posición forzada del cuello a que le obligaba su majestuoso porte.

—Vámonos, Hauser —dijo Quandt—. Esto es demasiado penoso.

En el rellano encontraron al jefe del Gobierno, Mieg, conversando con Hickel. El teniente le estaba contando todos los detalles del drama. En Ochsenfurt del Meno, Su Excelencia se había quejado de un gran malestar y se había acostado con algo de fiebre, que aumentó durante la noche. Llamaron a un médico, que le sangró y les anunció que no era nada de importancia. A la mañana siguiente se desarrolló el trágico e inesperado fin.

—¿Y a qué atribuyó el médico su muerte? —inquirió el señor von Mieg inclinándose al pasar junto a él la señora von Imhoff y la señora von Kannawurf. La señora von Imhoff lloraba.

Hickel frunció el ceño.

—A un colapso del corazón —repuso.

A pesar de lo temprano de la hora, toda la ciudad se hallaba en pie. Sobre el tejado del juzgado ondeaban dos banderas negras.

Caspar permaneció todo el día en su cuarto. Nadie le molestó. Se quedó estirado en el sofá, con las manos cruzadas por detrás de la cabeza y mirando al aire. Por la tarde sintió hambre y se dirigió a la salita de estar. Quandt no estaba. La profesora le dijo:

—A las cuatro llegará el cadáver; debería usted ir, Hauser, para verle de nuevo antes del entierro.

Caspar desmenuzó un pedazo de pan y asintió.

—Ya ve sí tenía yo razón al presentir una desgracia —prosiguió la profesora, que aquel día se sentía charlatana—, pero, naturalmente, los hombres creen siempre que las cosas ocurren tal como ellos desean.

La casa de los Feuerbach seguía llena de gente. Caspar se acurrucó en un rincón y allí permaneció un buen rato ignorado de todos. El temblor sacudía todo su cuerpo. Un olor extraño que llenaba toda la casa le robaba el conocimiento. De pronto se sintió agarrado de una mano. Al levantar la vista reconoció a la señora von Imhoff. Ella le indicó que le siguiera. Le condujo a una gran sala en cuyo centro se hallaba el cadáver en un ataúd. Los tres hijos de Feuerbach se hallaban a la cabecera del muerto. Henriette abrazaba inmóvil a su padre. Junto a la ventana permanecían el director del archivo, señor Wurm, y el consejero Hofmann. No había nadie más en la estancia.

El rostro del muerto estaba pálido como un limón. En las comisuras de los labios, fuertemente cerrados, se habían formado dos nódulos carnosos. La recortada cabellera gris semejaba la piel de un animal. Había desaparecido toda la grandeza de sus rasgos, tan sólo restaba el dolor de la agonía y un miedo inhumano, pavoroso.

Caspar no había visto jamás un cadáver. Su rostro atormentado adquirió una dolorosa expresión de curiosidad, con los ojos desorbitados; su corazón parecía deshacerse en lágrimas.

Henriette Feuerbach levantó la cabeza y al ver al muchacho, se descompuso horriblemente.

—¡Ha muerto por tu culpa! —gritó con una voz que les hizo estremecer a todos.

Caspar entreabrió los labios. Inclinado hacia delante, no podía apartar la mirada de la enloquecida mujer. Por dos veces se golpeó el pecho con la mano, parecía querer reír, repentinamente profirió un sordo grito y cayó desvanecido al suelo.

Pareció helarse la vida en la habitación. Por fin se levantaron los hijos del presidente, mirando preocupados al cuerpo caído del muchacho. El director Wurm corrió a la puerta, seguramente para ir en busca de algún médico. El consejero, más sereno, le retuvo diciendo que no sería conveniente provocar mayor sensación. La señora von Imhoff se arrodilló junto a Caspar y le humedeció las sienes con agua de colonia. Volvió en sí lentamente, pero aún hubo de transcurrir un cuarto de hora antes de que pudiera levantarse y andar. La señora von Imhoff le acompañó afuera. Para que no tuviera que atravesar el gentío que ocupaba los corredores, le condujo por una escalera de servicio hasta al jardín y se ofreció a acompañarle a su casa.

—No —dijo él en voz muy baja—. Deseo ir solo.

Levantó la cara y husmeó en el aire. Su pulso latía tan rápidamente que las venas parecían estallarle en el cuello.

Rehuyó el bondadoso ofrecimiento de la dama y se dirigió con paso cansado hacia el paseo principal del jardín. Ante el portal encontró al teniente de policía.

—¡Y bien, Hauser! —le interpeló Hickel. Caspar se detuvo.

—Tiene motivos para estar apenado —dijo Hickel con una intención grave y mal intencionada—. Porque, ¿quién suplirá la voz de Feuerbach?

Caspar no replicó y miró al teniente como si fuera de cristal.

—Buenas noches —exclamó entonces una voz melodiosa que emocionó visiblemente a Caspar. La señora von Kannawurf se colocó a su lado. Hickel palideció un tanto.

—Distinguida señora —dijo con una galantería a todas luces forzada—, ¿puedo aprovechar la oportunidad para ponerme devotamente a sus pies?

La señora von Kannawurf retrocedió involuntariamente un paso mirándole asustada.

El teniente, con su aspecto de hombre sin temor ni escrúpulos, se inclinó profundamente y, antes de que la señora von Kannawurf pudiera evitarlo, cogió su mano y la besó, con los labios entreabiertos, a través de los cuales asomaban los dientes, y se alejó sin pronunciar una palabra más.

La señora von Kannawurf le siguió con una mirada de sus desorbitados ojos.

—Me repugna la proximidad de este hombre —murmuró. Caspar permaneció completamente indiferente. La dama le acompañó en silencio a su casa.

Ya en su habitación, sus ojos adquirieron nuevo brillo, reluciendo en la oscuridad como dos gusanos de luz. Se plantó en el centro de la estancia, y temblando de pies a cabeza, dijo con voz solemne:

—Si te conociera te nombraría. Si eres mi madre, escúchame. Iré a ti. Tengo que acudir a ti. Te enviaré un mensajero. Si eres mi madre, te pregunto, ¿por qué tan larga espera? Yo no tengo miedo y grande es mi pesar. Me llaman Caspar Hauser, todos menos tú. Tengo que ír al castillo. El mensajero es fiel. Dios le protegerá y el sol alumbrará su camino. Háblale, háblame por él.

De pronto le invadió una extraña tranquilidad. Se sentó a la mesa, tomó una hoja de papel y, sin que la oscuridad se lo impidiera, escribió las mismas palabras que había pronunciado. Después dobló la hoja y como no tenía lacre encendió una vela y selló la carta con el blanco líquido, estampando encima su sello que representaba un caballo con la leyenda: «Soberbio pero afable».

Transcurrió media hora. Permanecía sentado, sonriendo con los ojos cerrados. De vez en cuando parecía rezar, porque sus labios temblaban como en busca de una palabra perdida. Recordó a Schildknecht. Deseó verle con toda la fuerza de su alma.

Y como si a este deseo le fuera concedido el mágico poder de originar la realidad oyó llegar del patio un familiar silbido. Caspar se acercó a la ventana y miró hacia abajo; era Schildknecht.

—Bajo en seguida —le gritó Caspar.

Una vez en el patio, cogió a Schildknecht de la manga y le arrastró a una callejuela solitaria. Allí le pidió que le siguiera en silencio. De vez en cuando se detenía, conteniendo el aliento, mirando intranquilo a su alrededor. Pasaron frente a la garita de los agentes de arbitrios, y se dirigieron a los prados. Encontraron un carromato abandonado. Caspar se sentó en una de las lanzas y le arrastró a su lado. Acercando la boca a los oídos del soldado dijo:

—Ahora le necesito.

Schildknecht asintió.

—Me juego el todo por el todo —prosiguió Caspar. Schildknecht asintió.

—Aquí tiene una carta, debe recibirla mi madre —dijo Caspar. Schildknecht asintió de nuevo, esta vez lleno de respeto.

—Ya sé —repuso—, la princesa Stephanie.

—¿Cómo lo sabe? —balbuceó Caspar atónito.

—Lo leí. Lo leí en el libro del señor presidente.

—¿Y sabes ya adónde tienes que ir, Schildknecht?

—Lo sé, es mi tierra.

—¿Y querrás darle mi carta?

—Sí.

—¿Y me juras por tu eterno descanso que se la entregarás tú mismo? ¿Que irás a buscarla al castillo, a la iglesia, a donde ella se encuentre, que pararás su carruaje en la calle si es preciso?

—No es necesario ningún juramento. Lo haré, así lluevan rayos.

—Si yo intentara hacerlo no llegaría ni al próximo poblado. Me cogerían y me encarcelarían.

—Lo sé.

—¿Cómo te las arreglarás?

—Me vestiré de campesino, dormiré durante el día en el bosque, caminaré por la noche.

—¿Y dónde esconderás la carta?

—En mis zapatos, debajo de las medias.

—¿Cuándo podrás irte?

—Cuando guste. Mañana, hoy, ahora mismo. Cuando guste. Claro que es desertar, pero no importa.

—No importa, si lo logras. ¿Tienes dinero?

—Ni un real, pero no importa.

—No, el dinero es necesario. Necesitas mucho dinero. Ven conmigo, te daré dinero.

Caspar se alzó de un salto y emprendió la marcha hasta el castillo de los Imhoff. Junto al portal ordenó al soldado que esperara. Entró y dijo al portero que deseaba hablar con la señora von Kannawurf. Algo había en su aspecto que prestó alas a los pies del viejo. La señora von Kannawurf acudió prestamente. Le condujo a una pequeña salita, que no estaba alumbrada. Un espejo tan alto como la pared reflejaba la luz de la luna. El portero encendió las luces y se alejó dudando.

—No me pregunte nada —dijo Caspar sin aliento a su amiga, incapaz de pronunciar una sola palabra—. Necesito diez ducados. Deme diez ducados.

Ella le miró temerosa.

—Espere —repuso en voz baja y salió de la habitación.

Caspar creyó haber esperado toda una eternidad cuando la vio volver. Se hallaba junto a la ventana, acariciándose la mejilla ininterrumpidamente. La señora von Kannawurf regresó tan silenciosa como se había marchado, y le entregó un pequeño rollo de monedas. Él cogió su mano y murmuró algo impreciso. Ella temblaba, sus ojos se habían enturbiado. ¿Le comprendía? Algo debía suponer instintivamente, pero nada le preguntó. Una sonrisa turbia rodeaba sus labios cuando le acompañó a la puerta. En aquel momento era maravillosamente hermosa.

Schildknecht se hallaba apoyado en la pared, mirando con toda seriedad a la luna. Se fueron juntos en dirección a la ciudad; a unos cientos de pasos se detuvo Caspar y le entregó la carta y el rollo de dinero. Schildknecht se limitó a silbar lleno de asombro.

Schildknecht opinó que quizá sería mejor que ya no se les viera juntos. Un apretón de manos y se despidieron. Schildknecht aún se volvió atrás otra vez y gritó, al parecer alegremente:

—¡Hasta la vista!

Caspar permaneció inmóvil un buen rato, como sí le hubieran embrujado. Le entraron deseos de arrojarse al suelo y abrazar la tierra, a la que de súbito se sintió profundamente agradecido.

Regresó muy tarde a casa, pero por fortuna nadie le preguntó nada, puesto que Quandt se hallaba en una importante conferencia con el consejero Hofmann. Volvió con grandes noticias.

—Escucha, Jette —dijo—. El señor presidente se había apartado en los últimos tiempos de cuanto se refería a Caspar Hauser. Incluso me dice que había estudiado la forma de declarar en público su equivocación en cuanto a los conceptos vertidos en su libro.

—¿Quién lo dice? —preguntó la profesora. —El teniente de la policía; y además lo dice todo el mundo. Incluso el consejero Hofmann es de esta opinión.

—Pero también se afirma que el señor presidente fue envenenado.

—¡Bah, chismes!—estalló Quandt—. Guárdate de repetir necedad semejante. El teniente amenaza con mandar encarcelar a los que propalen una estupidez tan peligrosa. ¿Qué hace Hauser?

—Creo que se ha ido a dormir. Por la tarde estuvo conmigo en la cocina y se quejó de las muchas moscas que hay en su habitación.

—¿No tiene otras cosas de qué preocuparse? Así es él.

—Sí; yo ya le he dicho que las eche. «Ya lo hago —contestó—, pero en seguida vuelven otras veinte.» —¿Veinte? ¿Por qué precisamente veinte?

Se acostaron por fin.

El día del entierro de Feuerbach, llegaron a la ciudad Daumer y von Tucher, procedentes de Nuremberg, y pararon en la Stern. Daumer acudió a visitar a Caspar seguidamente. Caspar se mostró confiado y abierto hacia su primer protector, y a pesar de todo Daumer se llevó la impresión de que Caspar apenas le veía y escuchaba. Le encontró pálido, algo más crecido, silencioso como siempre, pero con una asombrosa alegría; una alegría defensiva, una alegría protectora que se le antojó falsa y fingida, y que, cosa curiosa, proyectaba negras sombras en torno.

En una carta a su hermana escribía entre otras cosas Daumer:

Te mentiría si te dijera que me ha causado una gran alegría volver a ver al muchacho. Al contrarío, estoy apenado de haberle visto, y si me preguntases el motivo tendría que contestarte como un alumno bobo: no lo sé. Por lo demás aquí vive completamente en paz y, me duele decirlo, dejará transcurrir toda su vida como un oscuro y triste oficinista o cosa parecida.

En tanto que el señor von Tucher partía aquel mismo día, sin haberse preocupado de Caspar, Daumer permaneció en Ansbach otros tres para tramitar varios asuntos. No vio a Caspar durante el entierro del presidente; más tarde se enteró de que la señora von Imhoff había sabido evitar su presencia en éste. Pronto se dio cuenta de que Caspar le rehuía cuidadosamente. Unas horas antes de partir habló de él con el señor Quandt.

—¿Es que a un hombre del talento de usted pueden caberle dudas acerca del comportamiento de Hauser? —dijo Quandt asombrado—. Es muy natural que ahora, que ve crecer la indiferencia en torno a él, comprobando por su propia experiencia los resultados de ésta, se encuentre intimidado ante sus antiguos amigos de Nuremberg. Allí le tenían en palmitas y creía quién sabe qué maravillas de sí mismo. Pero nosotros, querido profesor, nosotros conocemos sus trucos y nos hallamos en camino de descubrir todo su juego; no habrá de pasar mucho tiempo sin que oiga usted a este respecto grandes cosas.

Quandt parecía preocupado y sus palabras tenían un acento hondamente fanático. Es poco probable que Daumer al emprender el viaje de regreso conservara grandes esperanzas. Se sentía apesadumbrado como la noche aquella en que se había visto invadido de pena al comprender que el joven escapaba al camino que, con tanta ilusión, él le había trazado. Se apoderó de él una vaga inquietud, se hubiera creído reo de algún pecado. Le remordía la conciencia, como si pugnara por despertar su decisión en pro de una acción activa en favor del muchacho. Quizá demasiado tarde, vislumbró parte de la horrenda verdad, las intrigas que harían imposible la vida del muchacho.