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Extracto de un debate televisado que tuvo lugar en Avente, Alphanor, el 10 de julio de 1521, entre Gowman Hachieri, Consejero de la Liga para el Progreso Planificado, y Slizor Jesno, Miembro del Instituto de Grado 98:

«HACHIERI: ¿Admite usted que el Instituto planea el asesinato de las personas que intentan modificar la condición humana?

»JESNO: Usted escamotea el problema.

»HACHIERI: ¿Sería capaz de matar a alguien?

»JESNO: Me aburre discutir de teorías tácticas. Tales hechos ocurren con muy escasa frecuencia.

»HACHIERI: Pero ocurren.

»JESNO: Sólo en el caso de flagrantes ofensas contra el organismo humano.

»HACHIERI: ¿No es un poco arbitraria su definición de ofensa? ¿No será que ustedes se oponen lisa y llanamente a los cambios? ¿No se han vuelto conservadores hasta el punto de estancarse?

JESNO: No… a las tres preguntas. Queremos una evolución orgánica natural. La raza humana, no hace falta decirlo, adolece de imperfecciones. Cuando elementos de la raza intentan remediar estos males (crear un "hombre ideal" o una "sociedad ideal"), se produce una sobrecompensación en una u otra dirección. Las imperfecciones y la reacción contra las imperfecciones crean un factor distorsionador, un filtro, y el resultado final es más enfermizo que el primitivo. La evolución natural (la lenta erosión que el hombre inflige a su entorno) ha mejorado lenta pero definitivamente la raza. Nunca habrá un hombre óptimo, ni una sociedad óptima. Pero tampoco la pesadilla del hombre artificial o del "progreso planificado" que la Liga propugna: no en tanto la raza humana genere el conjunto altamente activo de anticuerpos conocido como el Instituto.

»HACHIERI: Un discurso altisonante. Superficialmente persuasivo. Tejido con falacias sensibleras. Ustedes quieren que el hombre evolucione mediante "la erosión de su entorno". La Liga es parte del entorno. Somos naturales; ni artificiales ni enfermizos. Los males del Oikumene no son, de ninguna manera, oscuros o misteriosos; se pueden remediar. Nosotros, los hombres de la Liga, proponemos entrar en acción. No nos importa que nos intimiden o traten de disuadirnos. Si nos amenazan, tomaremos medidas para protegernos. No estamos indefensos. El Instituto ha tiranizado a la sociedad durante mucho tiempo. Ya es hora de que nuevas ideas impregnen la comunidad humana

En la parte trasera del hotel esperaba un largo ómnibus de seis ruedas y techo de seda rosada. Entre burlas, risas y réplicas agudas, los invitados (once hombres y diez mujeres) subieron y se acomodaron sobre almohadones de raso púrpura. El autocar cruzó el canal y se dirigió al sur, dejando atrás Koulilha y sus altas torres.

Durante una hora vieron pasar ciudades, granjas y huertos. A lo lejos se divisaba una línea de colinas boscosas, y se desataron toda clase de especulaciones sobre la localización exacta del Palacio del Amor. Hygen Grote no tuvo reparos en pasar a la cabina y preguntar al conductor. Era la mujer adusta del uniforme pardo y negro. Reprendió con dureza a Hygen Grote, que retornó a su asiento gruñendo y sacudiendo la cabeza. El autocar subió hacia las colinas bajo árboles altos en forma de paraguas, provistos de lustrosos troncos negros y hojas circulares amarilloverdosas. De algún lugar indeterminado llegaba el canto melodioso de los pájaros; enormes mariposas blancas revoloteaban en las sombras, cada vez más espesas y perfumadas de líquenes y otras especies. Cuando el autocar llegó a la cumbre se desplegó ante los ojos de los viajeros toda la brillantez del sol que caía a raudales; enfrente se abría un inmenso océano azul. El vehículo descendió por una carretera tortuosa y estrecha, y se detuvo en un muelle. Un yate de casco transparente, cubierta azul y superestructura de metal blanco aguardaba. Cuatro camareros uniformados de azul oscuro y blanco ayudaron a bajar a los invitados, les condujeron a un edificio formado por bloques de coral blanco y les invitaron a cambiar de ropa: trajes blancos, sandalias de cuerda y gorras blancas de lino. Los druidas adujeron enérgicamente sus convicciones religiosas. Se negaron en redondo a despojarse de sus capuchas y por fin abordaron el yate, los hombres con chaquetas y pantalones blancos, las mujeres con faldas y chaquetas blancas, y todos encapuchados como antes.

Era la hora del ocaso; el yate no zarparía hasta el amanecer. Los pasajeros se agruparon en el salón, donde se les sirvieron combinados al estilo terrestre. Los dos druidas adolescentes, Hule y Bilika, iban con la capucha bastante alzada y recibieron duras reprimendas.

Después de la cena, los jóvenes —Mario, Tanzel y Ethuen— jugaron al tenis con Tralla y Mornice. Drusilla vagaba desconsoladamente cerca de Navarth, que mantenía la más extraña de las conversaciones con la druida Laidig. Gersen estaba sentado algo apartado y miraba, especulando acerca de sus responsabilidades y a quién se las debía. A veces, desde el otro lado de la estancia, Drusilla clavaba su vista en él con tristeza. Estaba claro que temía al futuro. «Con buenas razones», pensó Gersen. No encontraba la manera de tranquilizarla. Zuly la bailarina, grácil como una anguila blanca, se paseaba sobre cubierta con Torrace da Nossa. Skebou Diffiani, el nativo de Quantique, se acodaba en la borda, sumido en los misteriosos pensamientos de su raza, y dirigía ocasionales miradas desdeñosas a Da Nossa y Zuly.

Billika fue a hablar con Drusilla, seguida de Hule, que manifestaba cierto interés por Drusilla. Billika, algo ruborizada, había probado el vino. Llevaba la capucha cuidadosamente descompuesta para exhibir su rizado cabello castaño, situación que no pasó desapercibida a la druida Laidig que, sin embargo, no podía deshacerse de Navarth.

Margary Liever charlaba con Hygen Grote y su compañera Doranie, hasta que ésta se aburrió y fue a pasear por la cubierta. Allí, con el consiguiente enfado de Grote, se le unió Lerand Wible.

Los druidas fueron los primeros en irse a la cama, seguidos por Hygen Grote y Doranie.

Gersen salió a cubierta y contempló el brillo de las estrellas del Grupo Sirneste. Al sur y al este se levantaban las olas de un océano del que desconocía el nombre. A corta distancia Skebou Diffiani se apoyaba en la barandilla y dejaba vagar su mirada por el mismo océano… Gersen volvió adentro. Drusilla se había ido a su camarote. Los camareros habían preparado en el aparador carne, queso, aves, gelatina y una selección de vinos y licores.

Zuly conversaba en voz baja con Torrace da Nossa. Margary Liever se sentaba sola, una pálida sonrisa en su cara; ¿acaso no estaba cumpliendo su deseo más ardiente? Navarth estaba algo bebido y andaba contoneándose, acechando la oportunidad de llevar a cabo una escena dramática. Pero los demás parecían sosegados y no le daban el menor pie. Navarth levantó las manos y se fue a la cama, derrotado. Gersen, después de una última mirada, le imitó.

Gersen se despertó a causa del balanceo del yate. Hacía poco que había amanecido: el sol penetraba en el camarote a través de la sección del casco sobre la línea de flotación. Por debajo fluían las aguas azules que el sol todavía no iluminaba.

Gersen se vistió, fue a la sala y descubrió que era el primero en levantarse. Se veía tierra a cuatro o cinco millas a estribor: una playa estrecha bordeada de árboles, detrás unas colinas bajas, y al fondo la silueta de unas montañas púrpura.

Gersen se preparó el desayuno. Mientras comía entraron algunos de los invitados, y al poco rato se presentó el resto. Se pusieron a devorar carne asada, pasteles, bebieron infusiones y expresaron su sorpresa ante el maravilloso escenario y la suavidad con que se movía el yate.

Después de desayunar, Gersen subió a cubierta acompañado de Navarth, ridículo con su traje blanco. El día era perfecto. El sol arrancaba reflejos del oleaje, las nubes se elevaban por encima del horizonte. Navarth escupió a un lado, contempló el sol, el cielo, el mar.

—El viaje comienza, inocente y puro, como debe ser.

Gersen comprendió el significado de las palabras de Navarth demasiado bien, pero no hizo comentarios.

—No importa lo que piense usted de Vogel; sabe hacer bien las cosas —dijo Navarth en un tono aún más lóbrego.

Gersen examinó los botones dorados de su chaqueta. Parecían simples botones.

—Artículos de este tipo suelen disimular micrófonos —respondió a la mirada desconcertada de Navarth.

—No creo —rió Navarth—. Es posible que Vogel esté a bordo, pero no perderá el tiempo con tales artilugios. Tendría miedo de escuchar algo desagradable. Le estropearía el viaje.

—¿Cree que está a bordo?

—Está a bordo, no tema. ¿Se perdería una experiencia como ésta? ¡Nunca! Pero ¿quién será?

—Ni usted, ni yo, ni los druidas. Tampoco Diffiani.

—No puede ser Wible, un tipo diferente por completo, demasiado joven, bien parecido y robusto. No puede ser Torrace da Nossa, aunque existe una mínima posibilidad, al igual que con los druidas. Pero yo diría que no.

—Sólo quedan tres. Los hombres altos y morenos.

—Tanzel, Mario, Ethuen. Podría ser cualquiera de ellos.

Se volvieron para examinar a los tres hombres. Tanzel estaba de pie en la proa y contemplaba el océano. Ethuen se había arrellanado en una silla y hablaba con Billika, que adoptaba un comportamiento mezcla de turbación y placer. Mario, el último en levantarse, había terminado de desayunar y apareció en cubierta. Gersen intentó compararlos con los datos que tenía de Viole Falushe. Todos eran estirados, incluso elegantes, todos podían haber sido el Candidato Número 2, el asesino vestido de arlequín que había huido por piernas de la fiesta de Navarth.

—Cualquiera podría ser Viole Falushe —señaló Navarth.

—¿Qué le pasa a Zan Zu, Drusilla, o como se llame?

—Está predestinada.

Navarth alzó las manos al aire y se marchó.

Gersen miró en dirección a Drusilla, que hablaba con Hule, el joven druida. Llevado por la emoción se había echado la capucha hacia atrás. Un chico hermoso: serio, con un aspecto de tensión interna que debía seducir a las mujeres. De hecho, Drusilla le estaba examinando con cierto interés. La druida Wust ladró una orden perentoria. Hule se tapó con la capucha y desapareció cabizbajo.

Gersen fue al encuentro de Drusilla. Ella le dio una bienvenida forzada.

—¿Te sorprendió vernos en el hotel? —preguntó Gersen.

—No esperaba veros otra vez. ¿Qué me va a suceder? ¿Por qué soy tan importante?

Gersen, sospechando todavía la existencia de micrófonos ocultos, habló con cautela:

—No sé lo que pasará. Te protegeré si puedo. Eres importante por tu parecido con una chica a la que Viole Falushe amó hace tiempo y que le rechazó. Es posible que se halle a bordo del yate, como un pasajero más. Así que debes ir con mucho tiento.

—¿Cuál?

Drusilla paseó una mirada temerosa por la cubierta.

—¿Te acuerdas del hombre que había en la fiesta de Navarth?

—Sí.

—Tiene que ser un hombre muy parecido a aquél.

—No sé qué precauciones tomar —dijo Drusilla con una mueca—. Me gustaría ser otra persona. —Miro por encima del hombro—. Sácame de aquí.

—Ahora no.

—¿Por qué he tenido que ser yo?

Drusilla se mordió el labio.

—Te respondería si supiera quién eres en realidad. ¿Jan Zu? ¿Drusilla Wayles? ¿Jheral Tinzy?

—No soy ninguna de ellas —contestó la muchacha con voz contrita.

—¿Quién eres?

—No lo sé.

—¿No tienes nombre?

—Un hombre me llamó Spooky en el salón… Casi no parece un nombre. Prefiero Drusilla Wayles. —Fijó la mirada en él—. No eres periodista, ¿verdad?

—Soy Henry Lucas, un monomaníaco. Y no debo hablar mucho rato contigo. Ya sabes por qué.

—Como quieras…

La cara de Drusilla perdió todo rastro de animación.

—Trata de identificar a Viole Falushe. Querrá hacer el amor contigo. Si le rechazas esconderá su despecho, pero puedes reconocerle por una mirada, una amenaza, un rasgo familiar… Es posible que flirtee con alguien y te espíe para ver tus reacciones.

—No lo entiendo muy bien.

Drusilla volvió a morderse el labio.

—Haz todo lo que puedas, pero cuídate. No te busques más problemas. Aquí viene Tanzel.

—Buenos días, buenos días —dijo Tanzel alegremente. Se dirigió a Drusilla—: Tiene el aspecto de haber perdido a su último amigo. Esto no sucederá mientras Harry Tanzel continúe a bordo. ¡Ánimo! Vamos en camino del Palacio del Amor.

—Lo sé —asintió Drusilla.

—El lugar adecuado para una chica bonita. Yo me encargaré de enseñarle todas las cosas de interés, si puedo librarme de todos mis competidores.

—No habrá competición —rió Gersen—. Mi trabajo ocupa todo mi tiempo, por desgracia.

—¿Trabajo? ¿En el Palacio del Amor? ¿Practica el ascetismo? —Soy periodista. Preparo una colección de artículos para Cosmópolis.

—¡Ni se le ocurra nombrarme! —le advirtió con sorna Tanzel—. Algún día me casaré; no soportaría vivir con fama de libertino.

—Seré discreto.

—Bien. Venga conmigo —Tanzel cogió a Drusilla por el brazo—. Le ayudaré con sus ejercicios matinales. ¡Cincuenta vueltas a la cubierta!

Se alejaron, no sin que antes Drusilla dedicara una última mirada de desamparo a Gersen.

Navarth se materializó a su lado.

—Es uno de ellos. ¿Será ése?

—No lo sé. Ha empezado con mucha fuerza.

El yate surcó las aguas bañadas por el sol durante tres días, tres plácidos días para Gersen, a pesar de que la hospitalidad partiera de un hombre al que quería matar. Las horas se deslizaban perezosamente, el aislamiento producía en ocasiones la sensación de estar viviendo un sueño, y la personalidad de todos se intensificaba, como algo más fuerte que la vida. El comportamiento se relajó: Hule terminó prescindiendo de la capucha; Billika, con más titubeos, hizo lo mismo, y Zuly se ofreció para arreglarle el pelo. Billika aceptó con un suspiro de abandono hedonístico. Zuly corto y peinó, y logró acentuar el brillo y la belleza de los grandes ojos de Billika hasta el punto de asombrar a todos los hombres del yate. La druida Laidig gritó de rabia; la druida Wust chasqueó la lengua; los dos druidas se quedaron boquiabiertos, pero el resto de la gente les rogó que no riñeran a la muchacha. Era tal la alegría y la cordialidad reinantes que la druida Laidig acabó riéndose de Navarth, momento que Billika aprovechó para desaparecer sin hacer ruido. Al poco rato, la druida Laidig dejó caer su capucha hacia atrás, imitada enseguida por el druida Dakaw. El druida Pruitt y la druida Wust se aferraron al rigor de sus costumbres, pero toleraron la negligencia de los otros sin más consecuencias que alguna mirada despreciativa o comentarios sarcásticos murmurados en voz baja.

Tralla, Mornice y Doranie, al notar la atención que se prestaba a las chicas más jóvenes, acentuaron su entusiasmo y su alegría, como dando a entender que no rechazarían ninguna proposición.

Cada mañana el yate se detenía y flotaba a la deriva. Todos los que querían se lanzaban a las límpidas aguas, mientras los otros les miraban a través del casco de vidrio. Entre estos últimos se contaban los druidas de mayor edad, Diffiani (que no participaba en ninguna actividad, salvo comer y beber), Margary Liever, que profesaba un miedo mortal al fondo del mar, y Hygen Grote, que no sabía nadar. Los demás, incluido Navarth, se ponían los trajes de baño que habían encontrado en el yate y se zambullían en las aguas calientes del océano.

Al atardecer, Gersen llevó a Drusilla hacia la proa, absteniéndose de cualquier contacto íntimo que pudiera enfurecer a Viole Falushe, caso de que fuera testigo. Drusilla aparentaba no estar sujeta a tales trabas, hasta el extremo de que Gersen se sintió inquieto ante la sospecha de que la joven se había encaprichado de él. Gersen luchó contra sus instintos, débil como otro cualquiera ante las mismas circunstancias. Aun si acababa con Viole Falushe, ¿qué sucedería después? No había lugar para Drusilla en el severo futuro que le aguardaba. Pero la tentación existía. Drusilla, con toda su melancolía y sus súbitos estallidos de alegría, era fascinante… Pero las circunstancias eran invariables, y Gersen desvió la conversación hacia los asuntos que se llevaban entre manos. Drusilla no había notado nada especial. Mario, Ethuen y Tanzel la colmaban de atenciones. Obedeciendo a Gersen, no había concedido sus favores a nadie. Mario se reunió con ellos mientras contemplaba la puesta de sol desde la proa. Gersen se excusó al cabo de pocos segundos y siguió paseando. Si Mario era Viole Falushe no convenía enemistarse con él. Si no lo era, Viole Falushe, que estaría al acecho, comprendería que Drusilla no se decantaba por nadie en particular.

La mañana del cuarto día el yate se deslizó entre pequeñas islas de vegetación exuberante. A mediodía se aproximo a tierra firme y fondeó en un muelle. El viaje había terminado. Los pasajeros desembarcaron de mala gana y la mayoría no dejaron de mirar atrás con nostalgia; Margary Liever lloraba sin disimulo.

Los invitados recibieron nuevas vestimentas en un edificio adosado al muelle. A los hombres se les adjudicaron blusas anchas de terciopelo de los colores más suaves y exquisitos (verde musgo, azul cobalto, marrón oscuro) y pantalones anchos de terciopelo negro ceñidos bajo la rodilla con cintas escarlata. Las mujeres se ataviaron con blusas del mismo estilo, pero en tonos más pálidos y faldas a rayas que hacían juego con las blusas. También se les proporcionaron a todos por igual boinas cuadradas y anchas de terciopelo suave con una intrigante borla.

Cuando terminaron de vestirse se les sirvió la comida, y luego fueron conducidos hasta un gran carromato de madera movido por seis ruedas verdes y doradas y cubierto por un toldo de color verde oscuro que sostenían varas espirales de bellísima madera oscura.

El carromato tomó una carretera a orillas del mar. A media tarde, el vehículo se desvió por una ruta interior que atravesaba colinas herbosas salpicadas de flores, y perdieron de vista el océano.

No tardaron en ver árboles, altos y aislados, muy parecidos a los de la Tierra, aunque podían ser autóctonos, matas y bosquecillos. Al caer la tarde, el carromato se detuvo ante uno de estos bosquecillos. Los invitados se acomodaron en un albergue construido sobre las copas de los árboles; una especie de precario ascensor les elevó hasta pequeñas casitas de mimbre enclavadas en los árboles.

La cena fue servida en el suelo a la luz de un gran fuego chisporroteante. El vino parecía más fuerte de lo habitual, o quizá todos tenían ganas de beber, todos exultaban de júbilo, como si los veintiuno fueran las únicas personas vivas en el universo. Los brindis fueron numerosos, incluido uno a «nuestro invisible anfitrión». En ningún momento se mencionó el nombre de Viole Falushe.

Un grupo de músicos provistos de violines, guitarras y flautas hizo aparición; tocaron salvajes y desgarradas canciones que hacían latir con más fuerza el corazón y vacilar la cabeza. Zuly se levantó de un salto e improvisó una danza tan salvaje y sensual como la música.

Gersen se obligó a permanecer sobrio: lo más importante en momentos como éste era observar. Vio que Lerand Wible le susurraba unas palabras a Billika; la chica no tardó en desaparecer entre las sombras, seguida del hombre. Los druidas de ambos sexos estaban absortos en la música, la cabeza baja y los ojos medio cerrados. Sólo Hule había percibido el hecho. Miraba pensativamente en la dirección que ambos habían tomado; luego se acercó a Drusilla y murmuró algo en su oído.

Drusilla sonrió. Dirigió una fugaz mirada a Gersen y dijo algo en voz baja. Hule asintió sin entusiasmo, se sentó cerca de la joven y le pasó un brazo por la cintura.

Pasó media hora. Wible y Billika volvieron a integrarse en el grupo. La chica tenía los ojos brillantes y la boca húmeda. Sólo un instante después, la druida Laidig pareció acordarse de Billika y trató de localizarla. Allí estaba Billika. Algo no iba bien, había un detalle nuevo, diferente. La druida Laidig lo presintió, pero era incapaz de verlo. Su sospecha se disipó y volvió a concentrarse en la música.

Gersen observó a Mario, Ethuen y Tanzel. Estaban sentados con Tralla y Mornice, pero no apartaban la vista de Drusilla. Gersen se mordió los labios. Viole Falushe, si en verdad se hallaba con los invitados, no parecía dispuesto a desvelar su identidad…

Vino, música, el resplandor del fuego… Gersen se recostó, temeroso de verse atrapado en el vértigo. ¿Quién, entre los integrantes del grupo, estaba al acecho, atento a cualquier movimiento? ¡Esa persona sería Viole Falushe! Gersen no advirtió síntomas semejantes en nadie. El druida Dakaw dormía. La druida Laidig había desaparecido de vista. Skebou Diffiani también se encontraba ausente. Gersen rió por lo bajo y se inclinó hacia Navarth para compartir la broma, pero luego lo pensó mejor. El fuego se convirtió en cenizas; los músicos se desvanecieron como personajes de un sueño. Los invitados se levantaron y subieron hasta sus cabañas de mimbre. Gersen no tenía conocimiento de que se hubieran producido otras citas amorosas.

Cuando por la mañana los invitados se reunieron para desayunar observaron que el carromato ya no estaba, y se preguntaron qué medio de transporte se les ofrecería a continuación. Terminado el desayuno, un lacayo señaló un sendero.

Iremos por ahí; yo me encargo de guiarles. Si están dispuestos, sugiero que partamos, pues queda mucho por andar antes de que anochezca.

—¿Quiere decir que vamos a caminar? —preguntó estupefacto Hygen Grote.

—Exactamente, Lord Grote. No hay otra forma de llegar a nuestro destino.

—Nunca supuse que nos iríamos con tantos rodeos —se lamentó Grote—. Pensé que un coche aéreo nos transportaría hasta el Palacio del Amor.

—No soy mas que un criado, Lord Grote; no puedo ofrecerle ninguna explicación.

Grote le dio la espalda, todavía disgustado, pero no tenía elección. Enseguida recobró los ánimos y fue el primero en empezar a cantar una antigua canción que su fraternidad de la Universidad de Lublinken entonaba en las excursiones.

Ascendieron colinas bajas, atravesaron claros y arboledas. Se adentraron en un extenso prado, provocando que muchos pájaros levantaran el vuelo; bajaron por un valle y desembocaron en la orilla de un lago, donde comieron.

El lacayo no les permitió demorarse.

—Nos espera un largo camino, y no podemos caminar muy rápido para no fatigar a las damas.

—Yo ya estoy cansada —le espetó la druida Wust—. No pienso dar ni un paso más.

—Los que así lo deseen pueden volver. El sendero es llano y hay un equipo preparado para asistirla a lo largo del camino. Pero ya es hora de que el resto nos vayamos. La tarde caerá pronto y el viento empieza a levantarse.

Una brisa impregnada de humedad agitaba las aguas del lago y tímidas nubes despuntaban por el oeste.

La druida Wust se decantó por seguir con el grupo, y todos emprendieron la marcha siguiendo la orilla del lago. El sendero se desvió enseguida, remontó una pendiente y cruzó un parque de gigantescos árboles y alta hierba. El grupo caminaba con el viento a sus espaldas. Al declinar el sol divisaron una cadena de montañas, y pararon para tomar pastas y té. Luego continuaron la caminata. El viento susurraba entre las ramas.

Mientras el sol se hundía detrás de las montañas el grupo se adentró en bosques espesos y húmedos que se iban oscureciendo a medida que el sol desaparecía.

Andaban a paso lento; las mujeres mayores estaban cansadas, aunque la única en lamentarse era la druida Wust. La druida Laidig exhibía una expresión severa, y Margary Liever se arrastraba con su tímida sonrisa de costumbre. Hygen Grote se hallaba sumido en un hosco silencio, que sólo rompía para dirigir alguna lacónica palabra a Doranie.

Los bosques parecían no tener fin; el viento, bastante frío, rugía entre las ramas más altas. El crepúsculo invadió las montañas; el grupo desembocó por fin en un claro en el que descollaba un antiguo refugio de montaña construido con madera y piedra. Luces amarillas parpadeaban detrás de los ventanales, y brotaba humo de la chimenea. Les alentó la promesa del calor, la comida y un clima de buen humor.

Y así sucedió. Los cansados viajeros subieron los escalones de piedra que llevaban al portal y entraron en un iluminado y amplio salón con el suelo cubierto de brillantes alfombras y un hogar en el que llameaba una espléndida hoguera. Algunos de los invitados se desplomaron sobre unas cómodas sillas, y algunos prefirieron subir directamente a sus habitaciones para refrescarse. De nuevo les proporcionaron vestidos: pantalones negros y chaquetas cortas con una faja de color pardo oscuro para los hombres; y vestidos largos de color negro para las mujeres, aparte de flores blancas para adornarse el pelo.

Los que se habían vestido y bañado volvieron al salón para envidia de los que continuaban sentados y sucios, pero no tardaron en estar todos limpios y ataviados con sus nuevas ropas.

Se les sirvió vino templado y una espléndida cena al estilo de los bosques (gulash, pan, queso y vino tinto). Las penurias del día se olvidaron rápidamente.

Después de cenar, los huéspedes se sentaron en torno al fuego para tomar los licores, y se entabló una animada conversación en la que cada tino expuso sus ideas sobre el lugar en que estaría emplazado el Palacio del Amor. Navarth adoptó una actitud teatral frente al fuego.

—¡Está muy claro! —gritó con voz potente y metálica—. ¿O no lo está? ¿Es que nadie lo comprende, o queréis que el viejo Navarth os ilumine?

—¡Habla, Navarth! —chilló Ethuen—. Revela tus más recónditos pensamientos. ¿0 prefieres reservarlos para tus placeres privados?

—Jamás tuve esa intención; todos sabrán lo que yo sé, y todos sentirán lo que yo siento. Estamos a mitad del viaje, el punto en que la despreocupación, la amplitud de miras y la tranquilidad se pierden con facilidad. El viento azota nuestras espaldas y nos empuja hacia los bosques. ¡Nuestro refugio es el medievalismo!

—Vamos, viejo —se burló Tanzel—. Habla de manera que te entendamos.

—Los que quieran entenderme, lo harán; los que no, jamás lo conseguirán. Pero todo está muy claro. ¡El que sabe, sabe!

La druida Laidig, hastiada de hipérboles, habló con mal humor.

—¿El que sabe qué? ¿Quién sabe qué?

—¿Qué somos todos sino nervios ambulantes? ¡El artista conoce la articulación de un nervio con otro nervio!

—Habla sólo para usted —murmuró Diffiani.

Navarth realizó una de sus extravagantes gesticulaciones.

—He ahí un poeta como yo. ¿No fui yo su maestro? Cada tormento del alma, cada padecimiento de la mente, cada susurro de la sangre…

—¡Navarth, Navarth! —gruñó Wible—. ¡Ya es suficiente! Cambiemos de tema. Aquí estamos, en esta casa vieja y extraña, perfecto refugio de fantasmas y espectros.

—Así dice nuestra tradición —habló el druida Pruitt en tono sentencioso—: cada hombre y cada mujer es una semilla viviente. Cuando llega el tiempo de la siembra es enterrado y cubierto, y por fin brota como un árbol; y cada alma es diferente. Hay abedules, robles, lavengars, pinos negros…

La charla continuó. Los más jóvenes y animosos exploraron el viejo edificio y jugaron al escondite en el gran salón, entre las ondulantes cortinas de color ámbar.

La druida Laidig comenzó a sentirse intranquila, y estiró el cuello para localizar a Billika. Luego se puso en pie y la buscó por todas partes hasta dar con ella. La muchacha se mostraba abatida. La druida Laidig murmuró algo a la druida Wust, que se levantó de un salto y se encaminó al salón. Se oyó el retumbar de unas voces acrecentadas por el eco, luego se hizo el silencio, y un momento después la druida Wust regresó con Hule, que parecía muy disgustado.

Tres minutos más tarde Drusilla volvió al salón, ruborizada y con los ojos brillantes de alegría. El vestido oscuro se amoldaba perfectamente a sus formas; nunca había estado más bella. Cruzó la estancia y se sentó junto a Gersen.

—¿Qué ha ocurrido?

—Jugamos en el vestíbulo. Me escondí con Hule y vigilé, tal como me dijiste, quién se enfadaba más.

—¿Y quién fue?

—No lo sé. Mario dice que me ama. Tanzel reía, pero estaba triste. Ethuen no decía nada, ni tampoco me miraba.

—¿Qué estabas haciendo para disgustarlos? Recuerda que es peligroso frustrar a la gente.

—Sí. —Drusilla frunció la boca—. Me olvidé… Debería sentirme asustada… Me siento asustada cuando pienso en ello. Pero tú me cuidaras, ¿verdad?

—Lo haré si puedo.

—Podrás. Yo sé que podrás.

—Ojalá sea cierto… Bien, ¿qué podía molestar a Mario, Tanzel y Ethuen?

—Nada importante. Hule y yo estábamos sentados en un sofá apoyado en la pared. Hule quiso darme un beso y yo se lo permití. Las druidas nos sorprendieron y colmaron a Hule de reproches. Me dijeron algunos nombres… ramera, Lilith, ninfa…

Drusilla imitó la peculiar voz rasposa de Wust a la perfección.

—¿Y todos lo oyeron?

—Sí, todos lo oyeron.

—¿Quién parecía más irritado?

—No lo sé con exactitud. Mario es el más tranquilo, Ethuen el de peor humor, Tanzel es sarcástico a veces.

Por lo visto, pensó Gersen, se había perdido muchas cosas.

—Será mejor que no te escondas con nadie, ni siquiera con Hule. Sé amable con los tres, pero sin dar esperanzas a ninguno.

—Estoy realmente asustada. —Drusilla palideció—. Cuando estaba con las tres mujeres, pensé que me escaparía a la menor ocasión, pero temía sus anillos envenenados. ¿Crees que me habrían matado?

—No lo sé. Por ahora, vete a la cama y duerme. Y no le abras la puerta a nadie.

Drusilla se levantó. Dedicó una última mirada enigmática a Gersen, subió los peldaños que llevaban al piso superior y entró en su habitación.

Los miembros del grupo se fueron marchando poco a poco hasta que Gersen se quedó solo frente al fuego moribundo, a la espera de algo que desconocía… Las luces del piso superior habían disminuido de intensidad; una balaustrada obstaculizaba su visión. Una sombra se deslizó hacia la puerta de una de las habitaciones, la abrió rápidamente y cerró.

Gersen esperó otra hora, mientras el fuego se consumía y el viento salpicaba de lluvia los ventanales. No había rastro de actividad. Gersen se marchó a la cama.

La habitación en la que se había introducido el visitante furtivo, advirtió Gersen por la mañana, era la de Tralla Callob, la estudiante de sociología. Trató de discernir en quién se posaban sus ojos más a menudo, pero no sacó ninguna conclusión.

Todos se habían vestido de manera similar: pantalones de gamuza gris, blusa negra, chaqueta marrón y un complicado sombrero que recordaba un casco, provisto de orejeras que colgaban flojamente.

El desayuno, como la cena, era sencillo y sustancioso. Mientras comían, los viajeros lanzaban miradas de aprensión al cielo. Capas deshilachadas de niebla cubrían la montaña. El ciclo sobre sus cabezas se veía encapotado, rompiéndose hacia el este en desgajadas masas de nimbos. El panorama no era muy prometedor.

Después del desayuno, el lacayo reunió a los viajeros sin responder a sus preguntas.

—¿Cuánto rato tendremos que caminar hoy? —planteó Hygen Grote.

—De veras que no lo sé, señor. Nunca me han especificado la distancia. Pero cuanto antes nos vayamos, antes llegaremos.

—Esto no es lo que yo esperaba, desde luego —resopló Hygen Grote—. Bien, estoy tan preparado como siempre.

El sendero seguía hacia el sur desde el claro; antes de que el sombrío refugio se perdiera de vista, todos le dedicaron una mirada de despedida.

Durante horas atravesaron los bosques. El cielo seguía cubierto. La pálida luz gris que se infiltraba entre los árboles teñía el musgo, los helechos y las escasas flores de un color muy especial. Empezaron a aparecer masas rocosas sembradas de líquenes negros y rojos. Pequeñas excrecencias de aspecto frágil, no muy diferentes de los hongos terrestres, brotaban en todas partes; no obstante, eran más altas, formadas por capas superpuestas, y exhalaban un perfume amargo cuando se las aplastaba.

El camino no tardó en ascender y los bosques quedaron atrás. Los viajeros se encontraron en una pendiente rocosa. Grandes montañas se perfilaban hacia el oeste. Se pararon a beber y descansar en un arroyuelo, y el lacayo distribuyó bizcochos dulces.

Al este se extendía el bosque, oscuro y sombrío; más arriba, las montañas. Hygen Grote volvió a maldecir las condiciones del viaje, y el guía se excusó en términos halagadores:

—Tiene mucha razón, Lord Grote, pero como ya sabe no soy más que un simple criado, con las órdenes de proporcionarles un viaje lo más cómodo y entretenido posible.

—¿Cómo puede ser cómodo y entretenido arrastrarse durante tantos kilómetros? —gruñó Grote.

—Vamos, Hygen —repuso Margary Liever—. El paisaje es maravilloso. Fíjate en el panorama. ¿No te gustó aquel romántico albergue? A mí sí.

—Estoy seguro de que ése es el deseo del Margrave —dijo el lacayo—. Y ahora, damas y caballeros, será mejor que prosigamos.

El sendero continuó remontando la pendiente; las druidas Laidig y Doranie fueron retrasándose, y el lacayo aminoró cortésmente el paso. El camino se adentró en una garganta rocosa y la subida se hizo menos pronunciada.

La comida, que consistió en sopa, bizcochos y salchichas, fue breve y austera. El viaje siguió. El viento empezó a barrer la ladera de la montaña, a veces con rachas frías. Nubes de color gris oscuro corrían hacia el este. Los viajeros ascendían penosamente la ladera; la ciudad de Kouhila, el yate de casco transparente, el carromato verde y dorado ya no eran más que lejanos recuerdos. Margary Liever no había perdido el humor, y Navarth sonreía mientras caminaba, como si rumiara una broma maliciosa. Hygen Grote se abstenía de lamentarse para no perder el aliento.

A media tarde la lluvia obligó al grupo a buscar refugio bajo un saliente rocoso. El cielo estaba oscuro; una luz gris irreal bañaba el paisaje. El color oscuro de sus vestimentas hacía que los viajeros parecieran confundirse con la piedra y la tierra de la montaña.

La senda penetró en un cañón rocoso. Los viajeros avanzaban en silencio, olvidadas las bromas y los placeres de los primeros días. Cayó sobre ellos un nuevo chaparrón, pero el guía lo ignoró porque la luz se desvanecía. El cañón se ensanchó, pero la ruta parecía bloqueada por un macizo muro de piedra, coronado por una fila de pinchos de hierro.

El guía se encaminó a un postigo de hierro negro, levantó una aldaba y la dejó caer. Después de un largo minuto, el portal se abrió con un chirrido y reveló la figura de un anciano encorvado vestido de negro.

—Aquí les dejo —anunció el lacayo a los viajeros—. El camino continúa; sólo es preciso seguirlo. Apresúrense, porque falta poco para que oscurezca.

Los miembros de la expedición fueron pasando de uno en uno por la abertura; el portal se cerró a sus espaldas. Durante unos instantes dieron vueltas como desorientados, mirando a todas partes. El lacayo y el viejo se habían marchado, no tenían a nadie que les dirigiera.

—Allí está el sendero —señaló Diffiani—. Sube hasta la cumbre.

Los viajeros reiniciaron su odisea. El camino atravesó un pedregal, cruzó un río y se desvió de nuevo hacia el espacio abierto azotado por el viento. Por fin, al caer la noche, el sendero desembocó en la cresta. Diffiani, a la cabeza del grupo, señaló a lo lejos:

—Luces. Algún tipo de refugio.

El grupo se lanzó adelante con renovados bríos, encogidos para aguantar mejor la embestida del viento, las cabezas inclinadas a causa de la lluvia. Un edificio de piedra bajo y alargado se recortaba contra el cielo; por una o dos de las ventanas surgían destellos de una luz pálida y amarillenta. Diffiani encontró una puerta y la golpeó con el puño.

Se abrió con un chirrido y una mujer se asomó.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué llegan tan tarde?

—Somos viajeros, invitados al Palacio del Amor —gritó Hygen Grote—. ¿Es éste el camino?

—Sí, ése es el camino. Entren. ¿Se les esperaba?

—¡Por supuesto que se nos esperaba! ¿Tenemos alojamientos aquí?

—Sí, sí —dijo la mujer con voz temblorosa—. Puedo proporcionarles camas, pero esto es el viejo castillo. Tenían que haber venido por el otro camino. Entren, de todas maneras. He de mirar lo que hay. Supongo que habrán cenado, ¿verdad?

—No —respondió Grote abatido—, no hemos cenado.

—A lo mejor aún quedan gachas. ¡Es una pena que haga tanto frío en el castillo!

Los viajeros pasaron a un patio estrecho alumbrado por un par de lámparas muy tenues. La mujer les acompañó de uno en uno a las habitaciones. Eran de techo muy alto y estaban distribuidas por varias alas del castillo, un edificio austero, tenebroso, decorado según el gusto de una tradición olvidada mucho tiempo atrás. La habitación de Gersen consistía en un catre y en una única lámpara de cristal rojo y azul. Tres de las paredes eran de hierro negro corroído por los años. La cuarta pared tenía paneles de madera oscura encerada y estaba cubierta de enormes máscaras grotescas. No había fuego ni calefacción; hacía mucho frío en la habitación.

—Cuando la cena esté lista le llamaré —dijo la anciana a Gersen, nerviosa y sin alient—. En el pasillo encontrará el baño, con un poco de agua caliente. Arrégleselas como pueda. —Y salió a toda prisa.

Gersen fue al cuarto de baño y probó la ducha; había agua caliente. Se despojó de sus vestimentas, se bañó y luego, en vez de cambiarse de ropa, se estiró en el camastro y se tapó con la colcha. Pasó el tiempo; Gersen escuchó un gong redoblar, nueve veces. Sería la cena… El calor de la ducha le había amodorrado, y cayó dormido. Escuchó vagamente otros diez toques de gong, luego once. No era la cena, desde luego… Gersen se dio la vuelta y se zambulló en el sueño.

Doce toques de gong. Una doncella de pelo rubio sedoso entró en la habitación. Llevaba un vestido de terciopelo azul muy ajustado a la piel y zapatillas de piel azules con las plantas forradas.

Gersen se incorporó en la cama.

—Hemos preparado la cena —dijo la doncell—. Todos están reunidos para cenar. —Trajo un carrito con ropas—. Aquí tiene vestidos. ¿Necesita ayuda? —Sin esperar la respuesta le tendió a Gersen ropa interior. Pronto estuvo ataviado con hermosas telas de un estilo original, vistoso y complicado. La doncella peinó sus cabellos, aplicó colorete a sus mejillas y le perfum—. Mi señor está magnífico. Y ahora… una máscara, indispensable para esta noche.

La máscara consistía en un casco de terciopelo negro atado por debajo de las orejas, con una visera negra y protectores para la nariz y la barbilla; sólo los ojos, las mejillas y la boca quedaban al descubierto.

—Mi señor presenta un aspecto misterioso ahora —susurró la doncella—. Yo le guiaré, pues el camino sigue viejos pasillos.

Le llevó por una escalera azotada por una fuerte corriente de aire y anduvieron a lo largo de un húmedo pasadizo poblado de ecos con la más débil de las lámparas para iluminar el camino. Las paredes, pintadas en el pasado con magenta, plata y oro, estaban desconchadas y manchadas; las baldosas del suelo se habían partido… La doncella se detuvo frente a un macizo portal rojo. Miró de reojo a Gersen y se llevó un dedo a los labios. El pálido brillo de la luz arrancaba destellos de su vestido de terciopelo azul y de su pelo; parecía un ser producto de un sueño… una criatura demasiado exquisita para ser real.

—Señor —dijo—, ahí dentro se celebra el banquete. Le recomiendo que guarde el incógnito, pues ése es el juego que todos deben jugar y no debe decir su nombre a nadie.

Deslizó el portal a un lado. Gersen paso a una inmensa sala. De un techo tan alto que permanecía invisible colgaba una única araña que delineaba una isla de luz alrededor de una gran mesa preparada con lino, plata y cristal.

Una docena de personas enmascaradas vestidas de la forma más elegante se sentaban en torno a ella. Gersen las examinó, pero no reconoció a ninguna. ¿Eran aquéllos sus compañeros de viaje? No estaba seguro. Entró más gente en la sala. Venían en grupos de dos y tres, todos cubiertos con máscaras y moviéndose como estupefactos.

Gersen reconoció a Navarth gracias a su inconfundible modo de andar. ¿Era Drusilla la chica? No estaba seguro.

Cuarenta personas habían entrado en la sala y se dirigían con paso lento hacia la mesa. Camareros con librea azul y plateada les acompañaban hasta sus asientos; trajeron vinos en bandejas de plata y lo sirvieron en las copas.

Gersen comió y bebió, consciente de una singular confusión, casi perplejo. ¿Dónde estaba y cuál era la realidad? Las fatigas del viaje parecían tan lejanas como la niñez. Gersen bebió más vino del que hubiera tomado en otras circunstancias… La araña estalló en una deslumbrante explosión de luz verde y luego se apagó. Los ojos de Gersen proyectaron sobreimagenes anaranjadas en la oscuridad; de la mesa se levantó un coro de susurros y exclamaciones de sorpresa.

La araña recobró lentamente la normalidad. Un hombre alto se irguió en su silla. Llevaba ropas negras y una máscara negra; alzaba una copa de vino en su mano.

—Invitados —dijo—, os doy la bienvenida. Soy Viole Falushe. Habéis llegado al Palacio del Amor.