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La Corporación de Astronaves Distis fabricaba diecinueve modelos distintos, desde una versión de la 9-B al espléndido Distis Imperatrix, de casco negro y dorado. Con los fondos obtenidos de su legendaria estafa a Intercambio. Gersen compró un Pharaon, una espaciosa nave equipada con artilugios tales como un control atmosférico automático, que iba alterando gradualmente, en el curso del viaje, la presión del aire y la composición para equilibrarlas con las de destino.
Rígel y el Grupo quedaron atrás. Delante se extendía una oscuridad tachonada de estrellas. Alusz Iphigenia examinaba la Agenda Estelar con el ceño fruncido.
—Ophiuchus no es una estrella, sino un sector. ¿Adónde vamos?
—El sol es Phi Ophiuchi… el planeta es Sarkovy.
—¿Sarkovy? —Alusz Iphigenia alzó la vista al instante—. ¿No es el lugar de donde proceden los venenos?
—Los sarkoy son envenenadores, no cabe la menor duda —asintió Gersen.
Alusz Iphigenia miró por la escotilla delantera, indecisa. La impaciencia de Gersen por abandonar Alphanor la había asombrado. Había atribuido a una súbita determinación la alteración de sus costumbres; ahora ya no estaba tan segura. Abrió el Manual de los Planetas y leyó el artículo sobre Sarkovy. Gersen, de pie junto al botiquín, preparaba una vacuna contra los posibles sueros, virus y bacilos nocivos de Sarkovy.
—¿Por qué vamos a ese planeta? —preguntó Alusz Iphigeni—. Parece un sitio muy desagradable.
—Quiero hablar con alguien —dijo Gersen con voz tranquila. Le alargó una copa—. Bebe esto; te ahorrarás urticaria e infecciones.
En Sarkovy no existían las formalidades. Gersen tomó tierra en el espaciopuerto de Paing, lo más cerca posible de la terminal, una estructura de madera barnizada. Un empleado les inscribió como visitantes, y enseguida fueron asediados por una docena de individuos vestidos con trajes marrón oscuro con el cuello y los puños de piel de cerdo. Cada uno se proclamaba el más avezado guía y conocedor de la región.
—¿Qué desean, señor, señora? ¿Una visita al pueblo? Soy un cacique…
—Si es el deporte del harbite lo que buscan, sé de tres excelente bestias en furiosas condiciones.
—Venenos por un trago o una libra. Garantizo potencia y precisión ¡Confíen en mí para sus venenos!
Gersen examinó las caras una a una. Algunos de los hombres llevaban una cruz de Malta tatuada en la mejilla; uno de ellos exhibía dos.
—¿Su nombre? —le preguntó Gersen.
—Soy Edelrod. Conozco la ciencia de Sarkovy, su fama… historia extraordinarias. Haré que su visita se convierta en un deleite, un período de edificación…
—Veo que es usted un envenenador de categoría inferior.
—Es cierto. —Edelrod pareció un poco alicaído—. ¿Ha visitado nuestro mundo en ocasiones anteriores?
—Durante un breve período.
—¿Viene para ampliar sus colecciones? Tenga por seguro, señor, que le guiaré hasta las más fascinantes gangas, auténticas novedades.
—¿Conoce al Maestro Kakarsis Asm? —preguntó Gersen en voz baja.
—Sí. Está condenado a cooperación.
—Entonces, ¿aún no ha muerto?
—Mañana por la noche.
—Bien. Alquilaré sus servicios, siempre que la tarifa no sea exorbitante.
—Le cederé mis conocimientos, mi amistad, mi protección: todo por cincuenta UCL al día.
—De acuerdo. Nuestro primer deseo es que nos conduzca hasta la posada.
—Al instante.
Edeirod llamó a un desvencijado carricoche. Subieron y traquetearon hasta la Posada del Veneno, un edificio de tres pisos con paredes de madera y un tejado rematado por doce conos recubiertos de cristal verde. El gran vestíbulo desplegaba una grandeza de ruda magnificencia. Cubrían el suelo alfombras tejidas a mano en colores negro, blanco y escarlata; a lo largo de la pared se alineaban pilastras esculpidas en forma de figuras humanas de talle esbelto y rostros enjutos; de las vigas del techo colgaban plantas de hojas verdes y flores purpúreas. Ventanas de diez metros de altura se abrían sobre la Estepa de Gorobundur; al oeste se veía un pantano verdinegro, y al este un bosque sombrío. El comedor era una inmensa sala provista de mesas, sillas y aparadores de maciza madera negra. Alusz Iphigenia respiró aliviada cuando comprobó que los cocineros eran extranjeros, y que ofrecían seis variedades de cocina. Sin embargo, desconfiaba de la comida.
—No me extrañaría que estuviera sazonada con alguna horrible droga.
—No malgastarían un buen veneno con nosotros —la tranquilizó Gerse—. Esto es pan al estilo nómada, las cositas negras son bayas de junco, y aquello una especie de estofado o gulash. —Lo prob—. He conocido cosas peores.
Alusz Iphigenia consumió con aspecto abatido las bayas de junco, que tenían un sabor a humedad muy característico.
—¿Cuánto tiempo piensas pasar aquí? —preguntó.
—Un par de días, según como vayan las cosas.
—Ya sé que tus negocios son problema tuyo, pero siento cierta curiosidad…
—No existe ningún misterio. Quiero sonsacar una información a un hombre que va a morir pronto.
—Ya entiendo —respondió Alusz Iphigenia, aunque estaba claro su poco interés por los planes de Gersen.
Permaneció en el vestíbulo mientras Gersen interrogaba a Edelrod.
—Me gustaría hablar con Kakarsis Asm. ¿Sería posible concertar una cita?
—Un asunto delicado. —Edelrod se estiró su larga nariz—. Debe cooperar con la cofradía, lo que significa que, por motivos obvios, se le vigilará estrechamente. Claro que puedo intentarlo. ¿Representan los gastos un factor crítico?
—Por supuesto. Espero no ingresar más de cincuenta UCL en la tesorería de la cofradía; otras cincuenta para el Gran Maestre y tal vez veinte o treinta para usted.
Edelrod se pellizcó los labios. Era un hombre rollizo, de edad incierta y una abundante mata de lacio pelo negro.
—Su generosidad no es demasiado espléndida. La gente de Sarkovy aprecia por encima de todo la liberalidad sin límites.
—Si no he entendido mal, le ha sorprendido el dinero que tengo la intención de gastar. Las cantidades que mencioné son las máximas, de modo que si no logra solventar los trámites con estas tarifas, tendré que buscar otra persona.
—Haré todo lo que pueda —contestó Edelrod abatid—. Espere en el vestíbulo, por favor, haré algunas llamadas.
Gersen tomó asiento junto a Alusz Iphigenia, que no le formuló ninguna pregunta… Edeirod regresó al cabo de poco rato con una expresión jubilosa.
—He puesto el asunto en marcha. Los costes serán mucho menores de lo que suponía.
Golpeteó sus dedos lleno de alegría.
—Me lo he pensado mejor —repuso Gerse—. Ya no me interesa hablar con el Maestro Asm.
—Pero si está hecho… —se agitó Edelro—. ¡Me he dirigido al Gran Maestre!
—Quizá en otra ocasión.
—Olvidando todo lucro personal —Edeirod compuso una amarga mueca— podría llegar a un acuerdo por una suma ridícula… digamos doscientos UCL, o algo así.
—La información no posee gran valor. Mañana iré a Kadaing, donde mi viejo amigo el Maestro Envenenador Coudirou allanará mis dificultades.
Los ojos de Edelrod casi se le salieron de las órbitas.
—¡Caramba, esto lo cambia todo! ¿Por qué no me dijo que conocía Coudirou? Estoy seguro de que el Gran Maestre aceptará una sustanciosa rebaja en la cifra primitiva.
—Ya conoce mi límite.
—Muy bien —suspiró Edelrod—. Es posible que la entrevista puede realizarse a última hora de la tarde. Entretanto, ¿cuáles son sus deseos? ¿Le gustaría dar un paseo por la campiña? El tiempo es agradable, los bosques, injuriosos, exuberantes, cargados de flores. Hay un camino muy bien señalizado.
Alusz Iphigenia, silenciosa y callada hasta aquel momento, se puso en pie. Edelrod les condujo a un sendero que cruzaba un río de agua salada y se adentraba en el bosque.
La vegetación se componía de la típica mezcla de Sarkovy: árboles arbustos, cicadáceas, silicuas, hierbas de cien variedades. Las altas hojas eran en su mayor parte negras y pardas, a veces con manchas rojas Las más bajas eran púrpuras, verdes y azul pálido. Edelrod animó el paseo con una discusión sobre las plantas que encontraban a su paso. Llamó su atención sobre un pequeño hongo gris.
—Ahí está el origen del doblus, un selecto y excelente veneno sólo fatal cuando es ingerido dos veces en una semana. Se alinea a este respecto con el mervan, que se infiltra en la piel y produce su acción letal sólo por exposición directa al sol. He conocido personas que por temor al mervan permanecieron en sus tiendas durante días y días.
Llegaron a un pequeño claro. Edelrod miró cautelosamente en todas direcciones.
—No es que tenga enemigos declarados, pero algunas personas han muerto aquí en los últimos tiempos… Hoy todo parece estar en orden. Fíjense en este árbol que crece ahí al lado. —Señaló con el dedo un delgado pimpollo de corteza blanca y hojas amarillas redondas—. Algunos lo llaman el árbol de la buena suerte, otros el inútil. Es completamente inofensivo. Se pueden comer todas sus partes: hojas, tronco, médula, raíces, sin obtener otra cosa que una digestión más lenta de lo habitual. Hace poco, uno de nuestros envenenadores montó en cólera ante tanta insipidez. Acometió un intenso estudio del árbol de la buena suerte y, al cabo de cierto tiempo, extrajo una sustancia de potencia inusual. Para que surta efecto debe disolverse en meticina y esparcirse en el aire como una niebla o una bruma. Así penetra en los cuerpos, causando primero ceguera, después entumecimiento Y, por fin, parálisis total. ¡Piense en ello! ¡Antes inocuo, ahora un veneno útil y efectivo! ¿No es un tributo al esfuerzo y el ingenio humanos?
—Una hazaña impresionante —comentó Gersen.
Alusz Iphigenia permaneció en silencio.
—A menudo nos preguntan —prosiguió Edelrod— por qué persistimos en extraer nuestros venenos de las fuentes naturales. ¿Por qué no encerrarnos en nuestros laboratorios y sintetizarlos? La respuesta es que los venenos naturales, por su íntima asociación primitiva con los tejidos vivos, son más efectivos.
—Me inclinaría más a sospechar la presencia de impurezas catalizadas en los venenos naturales que en asociaciones metafísicas.
—¡No se burle nunca del papel que juega el intelecto! —Edelrod levantó un dedo acusado—. Por ejemplo… déjeme ver… habrá alguno por aquí cerca… Sí. Miré allí… ese pequeño reptil.
Una criatura parecida a un pequeño lagarto se acurrucaba bajo una hoja blanca y azul.
—Es un meng. De sus órganos se extrae una sustancia que puede pasar como ulgar o como furux. ¡La misma sustancia, se lo aseguro! Pero cuando se vende como ulgar y se utiliza como tal, los síntomas son espasmos, automutilaciones de lengua y locura transitoria. Cuando se vende y usa como furux, sin embargo, los cartílagos de los huesos se disuelven y el esqueleto se derrumba como un castillo de naipes. ¿Qué me dice? ¿No pertenecen estos fenómenos a la metafísica más elevada?
—Muy interesante, desde luego… Hum… ¿Qué sucede cuando la sustancia es vendida y utilizada como, pongamos por caso, agua?
—Un experimento fascinante. —Edelrod se tiró de la nari—. Me pregunto… Pero el enunciado conlleva una falacia. ¿Quién compraría y administraría una ampolla de agua?
—Admito que formulé una sugerencia errónea.
—De ninguna manera, de ninguna manera. Se desprenden notables variaciones de esa locura aparente. La flor gris, por ejemplo. ¿Quién iba a sospechar los efectos derivados de su perfume, hasta que el Gran Maestro Strubal trastornó todos los esquemas y la dejó a oscuras durante un mes hasta que se convirtió en tox meratis? Una ráfaga de olor basta para matar; el veneno sólo requiere un poco de tiempo.
Alusz Iphigenia se paro a recoger un guijarro redondo de cuarzo.
—¿Qué horrible sustancia extraería de esta piedra?
—Ninguna. —Edelrod desvió la vista algo desconcertad—. Al menos que yo sepa, aunque utilizamos piedras de este tipo para moler semillas de fotis y convertirlas en harina. No tema, su guijarro no es tan inútil como parece.
—Increíble —musitó Alusz Iphigenia arrojando la piedra lejos—, es increíble que haya gente dedicada a tales actividades.
—Estamos al servicio de un fin práctico: todo el mundo necesita veneno alguna vez. Somos expertos en la materia y consideramos un deber Profundizar en ella. —Examinó a Alusz Iphigenia con curiosidad—. ¿No lo ha probado nunca?
—No.
—En el hotel encontrará un folleto titulado Introducción al arte de preparar y usar venenos, me parece que incluye una muestra de algunos alcaloides básicos. Si le interesa profundizar en…
—Gracias. No poseo tales inclinaciones.
Edelrod hizo un gesto de cortesía, como admitiendo que cada uno ha de sobrellevar su propia carga en la vida.
Siguieron el paseo. Poco después el bosque se estrechó y el sendero desembocó en la estepa. Al borde de la ciudad se hallaba situada una estructura de madera recubierta de hierro, rematada por ocho conos, protegida por diez puertas también de hierro orientadas hacia la estepa. Cientos de pequeños puestos ambulantes y tiendas se extendían sobre un área de arcilla endurecida.
—El caravanseray —explicó Edelrod—. Ahí está la sede de la Asamblea, de la que emanan los fallos legislativos. —Señaló con el dedo una plataforma en el extremo del caravanseray; cuatro hombres enjaulados observaban desconsoladamente la plaza—. El de la derecha es Kakarsis Asm.
—¿Podré hablar con él ahora? —inquirió Gersen.
—Iré a preguntar. Aguarden por favor, en este tenderete, donde mi abuela les preparará un excelente té.
Alusz Iphigenia miró con recelo los accesorios del tenderete. Una tetera de metal hervía furiosamente sobre un hornillo; varias tazas de metal estaban dispuestas para verter en ellas la infusión. En las estanterías se amontonaban cientos de vasijas de vidrio que contenían hierbas, raíces y sustancias imposibles de identificar.
—Todo limpio e higiénico —declaró Edeirod con satisfacción—. Descansen y repónganse. Volveré con buenas noticias.
Alusz Iphigenia se sentó en un banco sin decir palabra. Después de consultar con la abuela de Edelrod, Gersen se procuró unos Potes del estimulante té de verbena. Observaron una caravana que rodaba sobre la estepa en dirección a la empalizada: abría la marcha una carreta de ocho ruedas que transportaba el altar, la cabina del jefe y cisternas metálicas de agua. A continuación venían otras doce carretas —unas grandes, otras pequeñas— con los motores rugiendo, silbando y golpeteando. Todos los carros contaban con extravagantes superestructuras que sostenían tiendas de campaña —auténticas viviendas en sí mismas— rodeadas de paquetes y víveres. Algunos hombres iban en moto y otros se acomodaban en los carros, conducidos por mujeres viejas y esclavos de la tribu. Los niños corrían detrás de los vehículos, montaban en bicicletas o se balanceaban peligrosamente en lo alto de las estructuras.
La caravana se detuvo: las mujeres y los niños dispusieron trípodes con calderos encima, y empezaron a preparar la comida, mientras los esclavos sacaban toda clase de artículos de los carros: pieles, maderas preciosas, haces de hierbas, fragmentos de ágata y ópalo, pájaros enjaulados, cubos llenos de gomas sin refinar y de venenos, y dos harikaps cautivos (las criaturas semiinteligentes que eran parte fundamental del deporte sarkoy conocido como harbite). Entretanto los hombres de la tribu formaron un grupo suspicaz que se dedicó a beber té y a remolonear entre las tiendas del bazar con la absoluta convicción de que iban a ser timados.
Edelrod vino corriendo desde el caravanseray.
—Ahí viene —gruñó Gersen— con seis razones mas para aumentar el costo de sus servicios.
Edelrod solicitó a su abuela una infusión de ajol hirviente. Tomó asiento y bebió en silencio.
—¿Bien? —preguntó Gersen.
—Mis gestiones han fracasado —suspiró Edelrod al tiempo que meneaba la cabeza—. El Jefe de la Guardia se niega categóricamente a permitir la entrevista.
—Da lo mismo. Sólo deseaba transmitirle la condolencia de Viole Falushe. Tampoco creo que le fuera de mucha utilidad. ¿Dónde va a cooperar?
—En la Posada del Veneno, a la que se desplazará la Asamblea desde Paing.
—Quizá tenga la oportunidad de decirle algunas palabras allí, o al menos de hacerle un gesto solidario. Bueno, vayamos a dar una vuelta por el bazar.
Deprimido y taciturno, Edelrod se avino a guiarles. Sólo recobró su animación habitual en el Barrio del Veneno, indicándoles toda clase de gangas y de preparados poco usuales. Sostuvo en las manos una bola de cera gris.
—Observen este material mortífero. Lo manipulo sin temor: ¡estoy inmunizado! Pero si lo frotan con algún objeto que pertenezca a uno de sus enemigos (un peine, su rascaorejas) produce un efecto sumamente letal. Otra aplicación consiste en distribuir una fina película sobre sus documentos de identidad. Si un funcionario engreído trata de intimidarle, queda contaminado y paga su insolencia.
—¿Cómo consiguen los sarkoy llegar a la edad adulta? —preguntó Alusz Iphigenia después de contener el aliento.
—Dos palabras —replicó Edelrod manteniendo dos dedos en alto como si fuera a impartir una clase magistral—: precaución, inmunidad. Yo soy inmune a treinta venenos. Llevo encima indicadores y alarmas para prevenir el cluto, la meratis, el tóxico negro y el volo. Observo las más puntillosas precauciones en comer, oler, vestir según qué prendas y acostarme con mujeres desconocidas, ja, ja. Éste último es uno de los trucos favoritos, de ahí que los libertinos impulsivos caigan con facilidad en la trampa. Siguiendo con lo que decía, soy precavido en estas situaciones y en arrastrarme bajo un soto, a pesar de que no tengo miedo de la meratis. La precaución deviene una segunda naturaleza. Si sospecho que me he creado un enemigo o estoy a punto de hacerlo, cultivo su amistad y lo enveneno para disminuir el riesgo.
—Usted llegará a viejo —sentenció Gersen.
Edelrod hizo un movimiento circular con ambas manos, cada una en una dirección diferente, para simbolizar una parada de la rueda de Godogma.
—Eso espero. Y aquí —señaló un bulbo lleno de un polvillo blanco—, cluto. Util, versátil, eficaz. Si necesita veneno, ya puede comprarlo.
—Tengo cluto —dijo Gersen—, aunque me parece que está algo pasado.
—Tírelo o se sentirá decepcionado —afirmó Edelrod—. No Provocará otra cosa que llagas supurantes y gangrena. —Se volvió hacia el vendedor—. ¿Está fresca su mercancía?
—Fresca de verdad, fresca como el rocío de la mañana.
Después de regatear acaloradamente, Gersen compró un frasquito de cluto. Alusz Iphigenia permaneció al margen de la transacción, la cabeza ladeada en un ángulo que indicaba enérgica desaprobación.
—Ahora volvamos al hotel —dijo Gersen.
—Se me ocurre una cosa —insinuó Edelrod—. Tal vez si les ofreciera a los guardias un barril del mejor té, que vendría a costar unos veinte o treinta UCL, consintieran en dejarle entrar.
—Estoy convencido. Hágales ese regalo.
—Me reembolsará su importe, por supuesto…
—¿Qué? Si ya le he obsequiado con ciento veinte UCL.
—¡Usted no se da cuenta de las dificultades! —se impacientó Edelrod—. Está bien, como quiera. La amistad que le profeso me impele al sacrificio. ¿Dónde está el dinero?
—Aquí tiene cincuenta. Le daré el resto después de la entrevista.
—¿Y la señora? ¿Dónde esperará?
—En el bazar no, desde luego. Los nómadas podrían pensar que es parte de la mercancía.
—No sería la primera vez que ocurriera algo semejante —rió Edelrod—. ¡Pero no se preocupe! Se halla bajo la tutela del Submaestro Iddel Edelrod. Está tan a salvo como la estatua de un perro muerto que pese doscientas toneladas.
Gersen insistió en alquilar un transporte y enviar a Alusz Iphigenia de regreso a la Posada del Veneno. Luego Edelrod condujo a Gersen al interior del caravanseray. Atravesaron una serie de muros y subieron al tejado. Seis guardianes estaban sentados sobre unos altos taburetes junto a un caldero humeante. Se taparon el rostro con sus cuellos de piel y miraron con indiferencia a Edelrod; después se concentraron en el té y murmuraron entre ellos alguna observación satírica, pues no tardaron en lanzar roncas carcajadas.
Gersen se acercó a la jaula de Kakarsis Asm, otrora el Maestro Envenenador y hoy condenado a la cooperación. La talla de Asm era superior a la media de Sarkovy. Tenía el pecho y el estómago abultados, la cabeza larga, estrecha en la frente, ancha de pómulos y la boca voluminosa. Una espesa mata de pelo negro caía sobre su frente; un melancólico bigote negro recubría el labio superior. De acuerdo con su condición de criminal no llevaba zapatos, y sus pies, tatuados con ruedas como exigía la tradición, estaban moteados de rosa y azulados a causa del frío.
Edelrod se dirigió a Asm con voz perentoria:
—Perro miserable, aquí hay un noble venido del mundo exterior que desea inspeccionarte. Compórtate con respeto.
Asm levantó la mano como si se dispusiera a arrojar veneno; Edelrod retrocedió de un brinco y blasfemó. Asm rió.
—Manténte alejado —le dijo Gerse—. Quiero hablar con ese hombre en privado.
Edelrod accedió de mala gana. Asm se sentó en un taburete y examinó a Gersen con ojos duros como pedernales.
—He pagado para hablar con usted —empezó Gersen—. De hecho, vengo de Alphanor con este propósito.
Asm no contestó.
—¿Actuó usted como intermediario de Viole Falushe?
Un leve resplandor brilló en la profundidad de los ojos impenetrables.
—¿Viene de parte de Viole Falushe?
—No.
El resplandor murió.
—Da la impresión de que, por haberle involucrado en un delito, él también debería estar aquí, condenado a la cooperación.
—Un pensamiento agradable.
—No alcanzó a comprender la esencia del crimen. ¿Ha sido enjaulado y condenado por hacer negocios con un notorio asesino?
—¿Cómo iba a saber que era Viole Falushe? —Asm rugió y escupió en una esquina de la jaul—. Le conocí hace mucho tiempo bajo otro nombre. Ha cambiado; está irreconocible.
—Entonces, ¿por qué lo han condenado a cooperación?
—El decreto era muy claro. El Maestro Cofrade había preparado una lista de precios especiales para Viole Falushe. Ignorante por completo, le vendí dos dosis de patziglop y una de volo; muy poco, en efecto, Pero no puede haber perdón. El Maestro Cofrade me odia desde hace tiempo, y nunca se ha atrevido a probar mis venenos. —Escupió otra vez y miró de reojo a Gersen—. ¿Qué gano hablando con usted?
—Me encargaré de que muera por alfa o por beta, pero no por cooperación.
—¿Con el Maestro Cofrade Petrus delante? Le costará mucho. Desea experimentar su nuevo brebaje.
—Podría convencer al Maestro Cofrade Petrus; con dinero, o con otros medios.
—No albergo grandes esperanzas —Asm se encogió de hombros—, pero no pierdo nada hablando. ¿Qué le interesa saber?
—Según creo, Viole Falushe ha dejado el planeta, ¿no?
—Hace tiempo.
—¿Dónde y cuándo le conoció por primera vez?
—Hace mucho tiempo. ¿Cuántos años? ¿Veinte? ¿Treinta? Mucho tiempo. En aquel entonces era un mercader de esclavos, aunque muy joven. Apenas un muchacho. De hecho, era el mercader de esclavos más joven que he conocido nunca. Llegó en un viejo navío desvencijado lleno de chicas temerosas de su cólera. ¡Se alegraron de que yo las comprara! ¿Se imagina? —Asm meneó la cabeza, todavía asombrado por aquel recuerdo—. ¡Un hombre terrible! La fuerza de sus pasiones le hacia temblar. Hoy es diferente. Su pasión sigue siendo terrible, pero el paso de los años le ha madurado lo suficiente para dominarlas. Es un hombre diferente.
—¿Cuál era su nombre cuando le conoció?
—No lo recuerdo. Quizá nunca lo supe. Vendió dos chicas a cambio de dinero y veneno. Lloraron de alivio cuando abandonaron la nave. Las otras lloraron por su mala suerte. ¡Qué sollozos! Se llamaban Inga y Dundine. ¡No paraban de hablar! Conocían bien a ese chico, no se cansaban de insultarle.
—¿Qué se hizo de ellas? ¿Aún viven?
—Lo ignoro —Asm se puso en pie de un brinco, caminó arriba y abajo y volvió a sentarse—. Me ordenaron que fuera hacia el sur, a Sogmere. Allí las vendí. Obtuve un buen precio: sólo las había utilizado dos años.
—¿Quién las compró?
—Gascoyne el Mayorista, de la Estrella de Murchison. No puedo decirle nada más, es todo cuanto sé.
—¿Cuál era el lugar de origen de las chicas?
—La Tierra.
—¿Podría describirme a Viole Falushe… tal como es ahora?
—Es alto y bien parecido. Cabello negro. Carece de rasgos distintivos. Le conocí cuando su locura estaba en pleno apogeo, hasta el punto de desfigurar sus facciones. Ahora es educado y prudente. Habla con suavidad. Sonríe. Creo que no le reconocería aunque, como yo, lo hubiera encontrado en su juventud.
Gersen aún formuló más preguntas. Asm no añadió más datos de interés. Gersen se dispuso a marchar. Asm, fingiendo indiferencia, preguntó:
—¿Hablará con el Maestro Cofrade Petrus para interceder por mí?
—Sí.
—Tenga cuidado. —Asm hablaba como si le costara un gran esfuerzo—. Es un hombre de carácter fuerte y malvado. Si le presiona demasiado, le envenenará.
—Gracias. Intentaré ayudarle. —Gersen hizo una seña a Edelrod, que había sido testigo de la entrevista con mal disimulada curiosidad.
—Condúzcame al Maestro Cofrade Petrus.
Edelrod guió a Gersen a través del laberinto del caravanseray hasta un alojamiento de seda amarilla. Un hombre delgado recostado sobre un almohadón, con las mejillas surcadas por complicados tatuajes, examinaba una serie de pequeños jarros.
—Un caballero proveniente del espacio exterior desea hablar con el Maestro Cofrade —anunció Edeirod.
El hombre delgado se levantó, caminó hasta Gersen, olió sus manos, palpó sus vestidos, inspeccionó su lengua y sus dientes.
—Un momento. —Desapareció tras unos cortinajes de seda. Volvió al cabo de pocos segundos y llamó a Gersen—. Tenga la bondad de seguirme.
Introdujo a Gersen en una habitación sin ventanas de techo alto, tan alto que no se veía. Cuatro lámparas esféricas que colgaban a poca altura esparcían una luz oleosa y amarillenta. Sobre la mesa hervía el omnipresente caldero de metal. El calor y el olor hacían la atmósfera pesada: mosto, tela, cuero, sudor, el perfume aromático de las hierbas. El Maestro Cofrade Petrus había estado durmiendo. Ahora se había enderezado sobre su almohadón, despierto por completo, disponía hierbas en un pote y preparaba una infusión. Era un viejo de brillantes ojos negros y piel pálida. Dio la bienvenida a Gersen con un breve movimiento de cabeza.
—Es usted un anciano —dijo Gersen.
—Tengo ciento noventa y cuatro años terrestres.
—¿Hasta cuándo espera vivir?
—Unos seis años más, o algo así. Hay mucha gente que desea envenenarme.
—En el tejado hay cuatro criminales que esperan la hora de la ejecución. ¿Están dispuestos todos a cooperar?
—Todos. Tengo una docena de venenos nuevos para probar, y también se encuentran en la misma situación otros Maestros de la cofradía.
—Le he dado mi palabra a Asm de que morirá por alfa o por beta.
—Tal vez posea usted el don de obrar milagros. Por mi parte, me Considero un escéptico. La arrogancia de Asm ha pesado durante mucho tiempo como una losa sobre la región. Ahora debe cooperar con el Comité de Normas de la cofradía.
Gersen entregó 425 UCL a cambio de que Asm muriera por alfa.
Edelrod, algo malhumorado, se reunió con Gersen en el vestíbulo. Cruzaron las calles de Paing, flanqueadas por barracas de madera elevadas sobre pilares. Cada fachada representaba un rostro triste, melancólico o asombrado. Después de caminar durante un buen rato llegaron a la Posada del Veneno.
Alusz Iphigenia estaba en su habitación. Gersen decidió que no valía la pena molestarla. Se bañó en una tinaja de madera y bajó al vestíbulo para contemplar la estepa. El crepúsculo difuminaba el paisaje, las estacas rematadas por alas se recortaban borrosamente como siluetas negras y complejas.
Gersen pidió una taza de té y, sin nada mejor que hacer, reflexionó sobre su vida… En términos generales era un hombre afortunado, mucho más rico de lo que podía abarcar la mente. Pero ¿y el futuro? En el caso hipotético de que, por un capricho del destino, alcanzara su propósito y destruyera a los cinco Príncipes Demonio, ¿qué sucedería entonces? ¿Sería incapaz de integrarse en el discurrir normal de la existencia? ¿O se habría deformado hasta tal punto que seguiría a la caza de hombres indignos de vivir? Gersen rió por lo bajo. No era probable que sobreviviera para afrontar el problema. Entretanto, ¿qué había averiguado de labios de Asm? Sólo que veinte o treinta años antes un jovencito enloquecido había vendido dos muchachas a Asm, Inga y Dundine, que más tarde hizo lo propio y las entregó a Gascoyne el Mayorista de la Estrella de Murchison. Menos que nada… Excepto que Inga y Dundine conocían bien a su raptor y «no cesaban de insultarle».
Alusz Iphigenia apareció. Ignoró a Gersen y fue a contemplar la estepa en tinieblas, en la que brillaban una o dos luces en la lejanía. Un resplandor púrpura alumbró en el cielo, luego se encendió un rectángulo de luces blancas y un paquebote de la línea Robarth-Hercules se posó en tierra. Alusz Iphigenia siguió abstraída unos momentos y luego fue a sentarse al lado de Gersen con el semblante inexpresivo. Rechazó su invitación a tomar té.
—¿Cuánto tiempo debemos permanecer aquí?
—Sólo hasta mañana por la noche.
—¿Por qué no podemos irnos ahora? Ya te has entrevistado con tu amigo y comprado el veneno que querías.
Edelrod atravesó la puerta del hotel como en respuesta a su pregunta y compuso una reverencia ridícula. Lucía una túnica larga de paño verde y un gorro alto de piel.
—¡Salud e inmunidad! ¿Aguardan a los envenenamientos? Están anunciados en la rotonda del hotel para ejemplo de los congregados.
—¿Esta noche? Creí que se llevarían a cabo mañana por la noche.
—La fecha ha sido adelantada porque la ruda de Godogma ha dado un giro. Esta noche los acusados van a cooperar.
—Allí estaremos —dijo Gersen.
Alusz Iphigenia se puso rápidamente en pie y abandonó el vestíbulo.
Gersen la encontró en su habitación.
—¿Te has enfadado conmigo?
—No estoy enfadada. Estoy perpleja. No puedo comprender tu morbosa fascinación por esta gente horrible… La muerte…
—No es fácil comprenderlo. La gente se rige por un sistema diferente al nuestro. Me interesa. Estoy vivo gracias a mi habilidad para evitar la muerte. Siempre se puede aprender algo más para ayudarte a sobrevivir.
—¿Y para qué necesitas ese conocimiento? Posees una inmensa fortuna, diez mil millones de UCL en metálico…
—Ya no.
—¿Ya no? ¿Los has perdido?
—No, en metálico. He fundado una sociedad anónima de la que controlo la totalidad de las acciones. Eso supone una renta diaria de un millón de UCL, más o menos. Una gran fortuna, desde luego.
—Con ese dinero no necesitas complicarte la vida. Alquila asesinos para llevar a cabo tu trabajo. Alquila a ese desagradable Edelrod. ¡Mataría a su madre por dinero!
—Cualquier asesino que alquilara podría ser alquilado a su vez para asesinarme. Pero hay otro aspecto. No me interesan ni la fama ni la publicidad. Para ser eficaz debo pasar desapercibido, como si no existiera. Temo que el Instituto ya ha reparado en mí, y eso puede acarrearme problemas.
—Estás obsesionado. ¡Eres un monomaníaco! ¡Esta dependencia de la muerte y de la eficacia te tiene dominado por completo!
Gersen omitió señalar que esta dependencia le había salvado la vida en varias ocasiones.
—Tienes otras capacidades —prosiguió Alusz Iphigenia—, eres sensible, incluso frívolo, pero nunca te sientes satisfecho con nada. Estás muerto espiritualmente. ¡Sólo piensas en el poder, en la muerte, en venenos, planes atroces y venganza!
A Gersen le sorprendió su vehemencia. Las acusaciones eran tan exageradas que no podían ocasionarle malestar alguno. De todas formas, si creía realmente en ellas… debía de considerarle un monstruo.
—No es verdad lo que dices —replicó tratando de apaciguar sus ánimos—. Quizá algún día te des cuenta, quizá algún día…
La voz de Gersen se apagó ante el violento movimiento de cabeza que sacudió los cabellos dorados de Alusz Iphigenia. Además, lo que iba a decir, si se paraba a pensarlo, parecía más bien improbable, incluso absurdo: se refería a un hogar, una familia, la paz…
—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó con frialdad Alusz Iphigenia.
—No tengo derecho a dirigir tu vida ni a molestarte. Sólo hay una vida; disfrútala cuanto puedas.
Alusz Iphigenia se puso en pie, tranquila e imperturbable. Gersen tomó tristemente el camino de su alcoba. La pelea, en cierto sentido, era positiva. Quizá la había traído a Sarkovy para mostrarle la dirección que su vida debía seguir, dándole así la oportunidad de abandonarle.
La princesa, para sorpresa de Gersen, apareció a la hora de cenar, algo pálida y seria.
El comedor estaba abarrotado. Por todas partes se veían los cuellos y sombreros de piel negra que usaban los notables de Sarkovy. Había un número poco frecuente de mujeres, ataviadas con sus peculiares trajes púrpura, pardos y negros, y cargadas de collares, brazaletes y diademas de turquesa y jade. Un grupo de turistas llegados en la nave que había aterrizado a primera hora de la tarde ocupaba un ángulo de la sala; «una buena excusa —penso Gersen— para adelantar las ejecuciones». A juzgar por su indumentaria procedían de algún planeta del Grupo, probablemente Alphanor (así lo indicaban sus tintes grises y beige). Edelrod se materializó junto al codo de Gersen.
—¡Ajá, Lord Gersen! Es un placer verle por aquí. ¿Puedo unirme a usted y a su adorable dama? Es posible que se me requiera para preparar las pociones. —Se sentó a la mesa dando por sentado el asentimiento de Gersen—. Hoy tenemos un banquete de seis platos, al estilo de Sarkovy. Les recomiendo que lo prueben todo. Ya que han venido a nuestro maravilloso planeta, disfrútenlo hasta la saciedad. Me alegra estar con ustedes. Todo va bien esta noche, ¿no es cierto?
—Por completo, gracias.
Edelrod había dicho la verdad… era la gran noche de la cocina sarkoy. Sirvieron el primer plato: caldo de hierbas de pantano, de color verde pálido, bastante amargo, acompañado con tallos de junco fritos, ensalada de raíces de apio, arándanos y trozos de corteza negra picante. Mientras comían, unos porteadores sacaron cuatro postes a la terraza, y los clavaron en unos huecos a propósito.
Vino el segundo plato: cocido de carne blancuzca con salsa de coral, muy sazonada, junto con unos platitos de jalea de llantén y jaoico cristalizado, una fruta local.
Alusz Iphigenia comía sin apetito; Gersen tampoco sentía mucha hambre.
El tercer plato consistía en bocaditos de pasta perfumada dispuestos sobre tajadas de melón frío, con un acompañamiento que parecían ser pequeños moluscos en aceite picante. Poco antes del cuarto plato, los criminales fueron conducidos a la terraza, donde permanecieron de pie parpadeando ante las luces. Iban desnudos, salvo por unos pesados cuellos abombados, unos voluminosos guantes y un exiguo taparrabos. Los ataron q los postes con unas cadenas de dos metros de largo.
—¿Estos son los criminales? —preguntó Alusz Iphigenia con fingida indiferencia—. ¿Cuáles son sus crímenes?
Edelrod levantó los ojos por encima de la fila de cuencos que habían depositado frente a él, llenos de insectos triturados y cereales, conservas en escabeche, una materia incierta del color de las ciruelas y albóndigas de carne frita.
—Asm es el que traicionó a la cofradía. A su lado hay un nómada que cometió un delito sexual.
—¿Es posible que sucedan en Sarkovy cosas semejantes? —preguntó con incredulidad Alusz Iphigenia.
—El tercero arrojó leche agria sobre su abuela —prosiguió Edelrod tras dirigir una mirada de reproche a la princesa—. El cuarto deshonró un fetiche.
Alusz Iphigenia compuso una expresión de estupor. Esperó que Gersen hiciera algún comentario para saber si Edelrod hablaba o no en serio.
—Las ofensas parecen arbitrarias —elijo Gersen—, pero algunos de nuestros tabúes despiertan extrañeza en la gente de Sarkovy.
—Ha dado en el clavo —manifestó Edelro—. Cada planeta tiene sus propias leyes. Me asombra la falta de sensibilidad que exhiben algunas personas procedentes de otros mundos. La avaricia es un defecto común. En Sarkovy lo que pertenece a una persona pertenece a todos.
—¿El dinero? Se reparte sin pensarlo dos veces. ¡Hacer gala de generosidad es una virtud muy estimada!
Miró a Gersen y se limitó a sonreír.
Alusz Iphigenia rehusó probar el cuarto plato. El quinto era una especie de pastel cocido al horno adornado con tres ciempiés hervidos, y acompañado de una guarnición que incluía verdura azul cortada a rodajas y una pasta de color negro brillante que desprendía un olor acre y aromático. Alusz Iphigenia se levantó como impulsada por un resorte y abandonó el comedor.
—¿No se encuentra bien? —preguntó Edelrod solícitamente.
—Me temo que no.
—Qué pena. —Edelrod atacó su ración con gran apetit—. La cena aún no ha terminado.
Cuatro submaestros y un Maestro Envenenador llegaron a la terraza para dirigir los preparativos e intercambiar comentarios.
Todo parecía a punto para los envenenamientos. Los submaestros colocaron un taburete frente a cada criminal, con los venenos vertidos en unos platillos blancos.
—El primer reo —gritó el Maestro Envenenador— es el llamado Kakarsis Asm. En compensación por haber llevado a cabo actos perjudiciales para la cofradía, ha accedido a probar una variación del agente activo conocido como «alfa». Cuando se ingiere oralmente, alfa provoca una parálisis casi instantánea del principal ganglio espinal. Esta noche experimentaremos alfa en un nuevo solvente, quizá el más velozmente letal descubierto hasta ahora por el hombre. Criminal Asm, coopera, por favor.
Kakarsis Asna volvió los ojos a izquierda y derecha. El submaestro dio un paso al frente; Kakarsis Asm abrió la boca y tragó la dosis. Uno o dos segundos más tarde estaba muerto.
—¡Sorprendente! —exclamó Edelrod—. Algo nuevo cada semana.
A medida que se desarrollaban las ejecuciones, el Maestro Envenenador suministraba los detalles. El acusado de haber cometido una ofensa sexual intentó arrojar el veneno a la cara del submaestro y recibió una reprimenda; sin más incidentes, los envenenamientos se sucedieron con gran rapidez. El sexto plato, una ensalada muy elaborada, precedió a los tés, infusiones y dulces. El banquete concluyó.
Gersen se dirigió con parsimonia a su habitación. Alusz Iphigenia había hecho las maletas. Gersen permaneció de pie en el umbral de la Puerta, sobrecogido por el centelleo de pánico que cruzó los ojos de la Princesa, temerosa de estar frente a una presencia mucho más siniestra.
—La nave de los turistas regresa a Alphanor —dijo Alusz Iphigenia—. He comprado un pasaje. Debemos separarnos.
—Tienes dinero en tu cuenta bancaria —dijo Gersen después de unos momentos de silencio—. Me encargaré de que se te ingrese cuanto necesites… Si se produce una emergencia, o si consideras los fondos insuficientes, avisa al director del banco y lo solucionará.
Alusz Iphigenia no dijo nada. Gersen comenzó a alejarse.
—Cualquier cosa que necesites…
—Lo recordaré —interrumpió la princesa con un gesto perentorio.
—Entonces… adiós.
—Adiós.
Gersen fue a su habitación y se estiró en la cama, las manos detrás de la cabeza. Así terminaba una maravillosa fase de su vida. Nunca más, penso, involucraría a una mujer en las sombrías perspectivas de su vida. Especialmente a una tan generosa y honesta…
El paquebote despegó a primera hora de la mañana con Alusz Iphigenia a bordo. Gersen se encaminó al espaciopuerto, firmó el registro de salida, pagó el impuesto correspondiente, entregó una gratificación a Edelrod y abandonó Sarkovy.