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Extracto de un debate televisado que tuvo lugar en Avente, Alphanor, el 10 de julio de 1521, entre Gowman Hachieri, Consejero de la Liga para el Progreso Planificado, y Slizor Jesno, Miembro del Instituto de Grado 98:

«HACHIERI: ¿No es cierto que el embrión del Instituto fue una cábala de asesinos?

»JESNO: Del mismo modo que el embrión de la Liga para el Progreso Planificado fue una cábala de sediciosos irresponsables, traidores e hipocondríacos suicidas.

»HACHIERI: Esa no es una respuesta pertinente.

»JESNO: Las ambigüedades, la extrema vaguedad que comportan los términos de su pregunta encierran la verdad exacta de la situación.

»HACHIERI: ¿Cuál es, entonces, en términos no ambiguos, la verdad?

»JESNO: Hace aproximadamente mil quinientos años, se hizo evidente que la existencia de las leyes y los sistemas de seguridad pública no podían proteger a la raza humana de cuatro atrayentes e insidiosos peligros: Primero; el uso universal y compulsivo de drogas, tónicos, tonificantes, condicionadores, estimulantes y profilácticos administrados en el agua de uso corriente. Segundo; el desarrollo de las ciencias genéticas, que permitió y estimuló a diversas agencias a alterar los caracteres básicos del hombre, en consonancia con teorías biológicas y políticas contemporáneas. Tercero; el control psicológico ejercido por los medios de comunicación. Cuarto; la proliferación de maquinarias y sistemas que, en nombre del progreso y el bienestar sociales, tendían a marginar, por no decir exterminar, la iniciativa individual, la imaginación, la creatividad y las satisfacciones derivadas de ellas.

»No hablaré de miopía mental, irresponsabilidad, masoquismo, o de los esfuerzos de algunas personas por regresar a la seguridad del seno materno: todo esto es irrelevante. El efecto, sin embargo, dio lugar a una situación análoga al crecimiento de cuatro cánceres en el organismo humano; el Instituto se convirtió, para seguir el paralelismo anterior, en una especie de suero profiláctico producido por el cuerpo

Navarth embarcó en el Pharaon de Gersen con una mezcla de agitación y fatalismo. De pie en la sala, mirando a derecha e izquierda, habló con voz trágica:

—¡Por fin sucedió! ¡Pobre viejo Navarth, arrebatado de su fuente de energía! Miradle ahora…, un saco de cansados huesos. Navarth. No elegiste bien tus compañías. Te hiciste amigo de huérfanos, criminales y periodistas; por culpa de tu tolerancia estás a punto de ser arrojado al espacio.

—Tranquilícese —dijo Gersen—. No todo es tan malo.

Cuando el Pharaon abandonó la atmósfera terrestre, Navarth emitió un sonido hueco, como si le hubieran clavado una astilla en el pie.

—Eche una ojeada al espaciopuerto —sugirió Gersen—. Vea a la vieja Tierra como nunca antes la vio.

Navarth inspeccionó la gran bola azul y blanca y reconoció a regañadientes que la vista era magnífica.

—Ahora la Tierra retrocede —dijo Gersen—. Nos dirigimos hacia Acuario; conectamos el acelerador y en un instante nos encontraremos aislados del universo.

—Es extraño —admitió Navarth acariciándose la barbilla—. Es extraño que, esta concha nos permita viajar hasta tan lejos. He ahí un misterio, capaz de empujar a alguien a la teosofía: al culto de un dios del espacio, o de un dios de la luz.

»La teoría disuelve el misterio, pero desentierra un nuevo y críptico estrato. Casi seguro que existe un sinfín de estas capas, misterio tras misterio. El espacio es espuma, las partículas de materia, nodos y condensaciones. La espuma cambia de forma incesantemente en proporciones variables; la actividad regular de estos minúsculos flujos es el Tiempo.

»Todo esto es muy interesante. —Navarth se movió con cautela a lo largo de la nave—. Si hubiera seguido una temprana vocación habría llegado a ser un gran científico.

El viaje prosiguió. Navarth era un compañero más bien molesto, exaltado en un momento y abúlico al siguiente. En una ocasión se vio afligido simultáneamente por claustrofobia y agorafobia, y se tumbó en un sofá con los pies descalzos y un pañuelo sobre la cara. En otra se sentó frente a la portilla y contempló el paso fugaz de las estrellas, gorjeando de asombro y júbilo. Luego se interesó por el funcionamiento del acelerador, y Gersen se lo explicó tan bien como pudo.

—El espacio/espuma es embutido en espiral dentro de un huso; los extremos acabados en punta perforan y disgregan la espuma, que carece de inercia; la nave en el interior de la espiral queda aislada de los efectos del universo; la fuerza más ligera la proporciona una incalculable aceleración. La luz se filtra a través de la espiral, con lo cual creemos ver pasar el universo.

—Hum —musitó Navarth—. ¿Cuán pequeñas pueden ser las unidades?

—Muy condensadas, supongo.

Gersen desconocía la respuesta correcta.

—¡Imagine! ¡Si se pusiera una en la espalda se haría invisible!

—Y recorrería un millón y medio de kilómetros en cada aliento.

—A menos que la persona se sujetara firmemente. ¿Por qué no se ha hecho aún?

—El acelerador rompería la conexión; no valdría ningún tipo de sujeción.

Navarth discutió el punto en profundidad y lamentó su ignorancia previa.

—¡Si hubiera conocido antes este maravilloso ingenio habría podido idear una nueva y provechosa máquina!

—Hace mucho tiempo que se utiliza el acelerador.

—¡Pero yo no!

Navarth se retiró a meditar.

El Pharaon se deslizó entre las primeras estrellas de Acuario; la Estaca, esa barrera invisible que separaba teóricamente el orden del caos, quedó atrás. El Grupo de Sirneste brillaba enfrente; doscientas estrellas como un enjambre de abejas luminosas que gobernaban planetas de todos los tamaños y características. Gersen localizó Miel con algunas dificultades, y luego Sogdian, el quinto planeta, de medidas y atmósfera similares a las de la Tierra, como la mayoría de los planetas colonizados. El clima era templado; el casquete polar tenía poca extesión; la zona ecuatorial mostraba amplias extensiones de jungla y desierto. El continente en forma de reloj de arena se distinguía enseguida, y el macroscopio no tardó en localizar la ciudad de Atar.

Gersen radió una petición de aterrizaje, pero no hubo respuesta, de lo que dedujo la inexistencia de tales formalidades.

Puso rumbo al planeta y Atar se hizo visible a los pocos minutos: una pequeña ciudad rosa y blanca que ocupaba un entrante del océano. El espaciopuerto funcionaba como en la mayoría de los mundos exteriores; en cuanto Gersen hubo aterrizado, dos oficiales se acercaron, le cobraron una tarifa y se marcharon. No había rastro de «Anticomadrejas», una señal de que el planeta no era refugio de piratas, asaltantes o mercaderes de esclavos.

No había servicios de transporte público. Gersen y Navarth caminaron un kilómetro hasta llegar a la ciudad. Los habitantes de Atar, gente de piel oscura y el pelo teñido de naranja, vestidos con pantalones blancos y grandes turbantes también blancos muy complicados, les miraban con gran curiosidad. Hablaban un idioma incomprensible, pero a fuerza de repetir el nombre de Rubdan Ulshaziz consiguieron saber la dirección del hombre que buscaban.

Rubdan Ulshaziz regentaba una importante agencia de importación y exportación cerca del océano. Era un hombrecillo de piel oscura vestido con los habituales pantalones y turbante blancos.

—Caballeros, les doy la bienvenida. ¿Les apetece un ponche?

Les ofreció unas diminutas tazas de un zumo de frutas frío y espeso.

—Gracias —dijo Gersen—. Somos huéspedes del Margrave, quien nos recomendó venir a verle.

—¡Por supuesto, por supuesto! —Rubdan Ulshaziz hizo una reverencia—. Ahora les acompañarán al planeta donde el Margrave tiene su pequeña finca. —Rubdan Ulshaziz les obsequió con un guiño obsceno—. Discúlpenme un momento; daré instrucciones a la persona que les acompañará.

Desapareció detrás de una cortina y volvió al poco rato con un hombre de semblante adusto y los ojos muy juntos que arrojaba nubes de humo áspero de un cigarro.

—Este es Zog, que les escoltará hasta Rosja —dijo Rubdan Ulshaziz.

Zog parpadeó, tosió y escupió una brizna de tabaco al suelo.

—Sólo habla el idioma de Atar —continuó Rubdan Ulshaziz—. No podrá, por tanto, hacerles una descripción del lugar al que se dirigen. ¿Están preparados?

—Necesito equipo para mi nave —dijo Gersen—. Y en cuanto a la propia nave… ¿estará a salvo?

—Tan a salvo como si fuera un árbol; me ocuparé de ello. Si encuentra alguna irregularidad a su vuelta, pregunte por Rubdan Ulshaziz y pida una indemnización. ¿Qué le interesa de su nave? El Margrave pondrá a su disposición cuanto desee, incluidas nuevas vestimentas.

—Necesito mi cámara de vídeo. Quiero filmar algunas cosas.

—El Margrave le proporcionará un equipo, los modelos más sofisticados —indicó Rubdan Ulshaziz con un gesto afable—. Le gusta que sus invitados lleguen aliviados de equipaje, aunque le es indiferente su bagaje psíquico.

—En otras palabras, no estamos autorizados a llevar nuestras pertenencias personales.

—Exacto. El Margrave se preocupa de todo. Su hospitalidad es absoluta. ¿Ha cerrado, sellado y codificado su nave? Bien, de ahora en adelante son ustedes huéspedes del Margrave. Si son tan amables de acompañar a Fendi Zog…

Señaló al hombre con un brusco gesto de la mano. Zog inclinó la cabeza, y Gersen y Navarth le siguieron hasta una zona abierta al aire libre detrás del almacén. Allí había un coche aéreo de un diseño que Gersen desconocía. Lo mismo parecía sucederle a Zog. Se sentó ante los controles, probó un mando, después otro, mirando fijamente la disposición más bien extravagante de botones, asideros y sensores sónicos. Por fin, como hastiado de su incertidumbre, empujó un grupo de controles manuales. El coche aéreo despegó y pasó rozando las copas de tos árboles. Zog se encogió sobre los controles y Navarth lanzó gritos de ira.

Zog consiguió hacerse con el control del vehículo; viajaron hacia el sur durante unos treinta y cinco kilómetros, atravesando los terrenos de cultivo y los cercados que rodeaban Atar, hasta un campo en el que aguardaba un último modelo Baumur Andrómeda. Zog se mostró de nuevo desorientado. El coche aéreo descendió en picado, cabeceó, se enderezó y frenó. Navarth y Gersen descendieron con la mayor prontitud. Zog les hizo señas de que se encaminaran al Andrómeda; subieron a bordo y la puerta se cerró a sus espaldas. Mediante el panel transparente que separaba el salón del compartimento delantero vieron que Zog tomaba asiento ante los controles. Navarth elevó su protesta en voz alta. Zog les miró, descubrió unos dientes amarillentos en lo que podía tomarse por una sonrisa tranquilizadora y corrió una cortina. Un cierre magnético selló la puerta que comunicaba ambos sectores. Navarth se hundió en la consternación.

—Nunca es tan dulce la vida como cuando se pone en peligro. ¡Qué jugarreta la de Vogel, burlarse de su viejo preceptor!

Gersen señaló las pantallas de harpillera que cubrían las portillas.

—También quiere conservar su misterio.

—¿De qué sirve el conocimiento a las mentes abismadas en el terror? —Navarth sacudió la cabeza como desconcertado—. ¿Por qué esperamos? ¿Va a consultar Zog el Manual del Operador?

El Andrómeda despegó y ascendió con alarmante velocidad. Gersen y Navarth casi salieron despedidos. Gersen rió por lo bajo al oír el rugido de protesta de Navarth. El sol Miel, entrevisto a través de la harpillera, colgaba enfrente y a la izquierda. Pronto quedó oculto bajo el casco. El Andrómeda atravesaba el grupo de estrellas, y daba la impresión de que Zog cambiaba varias veces de ruta, tal vez por haberse equivocado o por deseo de confundir a los pasajeros.

Pasaron dos horas. Un gran sol blanco y amarillo aumentaba de tamaño al otro lado de las portillas veladas; bajo él giraba un planeta que las cortinas impedían examinar. Navarth se precipitó a descorrer la cortina con una exclamación de impaciencia. Chispas azules golpearon las puntas de sus dedos, y cayó al suelo con un grito sobrecogedor.

—¡Esto es una imposición! ¡Un tratamiento deplorable!

Una voz habló desde un altavoz invisible:

—Como invitados cuidadosamente seleccionados, desearán complacer a su anfitrión observando ciertas pautas de cortesía y moderación. No es necesario definir estas pautas; son evidentes para cualquier persona sensible. Los estímulos proporcionan una jocosa advertencia al desconsiderado o al insensible.

—¿Qué hay de malo en mirar por la portilla? —dijo Navarth tras aclararse la garganta.

—Está claro que al Margrave le interesa ocultar el emplazamiento de su sede.

—¡Tonterías! ¿Cómo va a impedir que alguien registre el grupo hasta encontrar el Palacio del Amor?

—Hay cientos de planetas. No cabe duda de que habrá dispuesto otras formas de disuasión.

—No debería temer la menor intrusión por mi parte.

Navarth sorbió por las narices.

El Andrómeda aterrizo en un campo rodeado de árboles de goma verdeazulados de procedencia terrestre. Zog abrió inmediatamente la portilla, una acción que Gersen contempló primero con asombro, y después con burlona diversión. Por temor a que hubiera micrófonos ocultos se abstuvo de comunicar sus ideas a Navarth.

Descendieron bajo el resplandor matutino de un sol blanco y amarillo, muy parecido a Miel en color y brillantez. El aire iba cargado con el olor de los árboles de goma y la vegetación nativa: arbustos de lustrosos tallos verdes, y hojas en forma de disco negras y escarlata; espigas azules con airosas barbas azul oscuro; borlas de membrana algodonosa que contenían nudos parecidos a tomates rojos. También había matas de bambú y de hierba terrestres y un matorral de zarzamoras.

—Extraño, muy extraño —murmuraba Navarth mirando a todas partes—. ¡Cuánta fascinación encierran estos mundos lejanos!

—Es muy parecido a la Tierra —dijo Gersen—, pero en otras zonas es posible que predominen las plantas locales; entonces verá lo que es extraño de verdad.

—Es impensable hasta para un poeta en su sano juicio —gruñó Navarth—. Debo dejar a un lado mi individualismo, mi pequeña y Patética célula de sensibilidad. He sido arrebatado de la Tierra y no hay duda de que mis huesos se pudrirán en este suelo extraño. —Cogió un terrón lo estrujó entre los dedos y dejó que los fragmentos cayeran a tierra—. Parece tierra, posee la textura de la tierra… pero es materia estelar. Estamos muy lejos de la Tierra… ¿Y qué? Nosotros también quedaremos abandonados a nuestra suerte, sin ni siquiera un mendrugo o una botella de vino.

Zog había entrado de nuevo en el Andrómeda y estaba cerrando la portilla. Gersen cogió a Navarth por un brazo y le arrastró a través del prado.

—Zog tiene un temperamento temerario; es capaz de conectar el acelerador y llevarse por delante la nave, el prado, los arbustos, la hierba y a nosotros dos si permanecemos cerca. Entonces sí que podría componer una loa a las circunstancias extrañas.

Pero Zog elevó la nave correctamente. Gersen y Navarth vieron como se desvanecía en el brillante cielo azul.

—De modo que aquí estamos, en algún lugar del Grupo de Sirneste —dijo Navarth—. O el Palacio del Amor se halla muy cerca, o Viole Falushe nos ha gastado otra de sus grotescas bromas.

Gersen fue hasta el extremo del prado y examinó las filas de árboles.

—Broma grotesca o no, aquí hay un sendero que debe conducir a alguna parte.

Recorrieron el sendero flanqueado por setos de altas varas negras con hojas escarlata en forma de disco, que vibraban y resonaban al soplar el viento. La ruta bordeaba una prominencia de esquisto negro y trepaba a una elevación empinada. Desde la cumbre divisaron un valle y una pequeña ciudad a sólo dos o tres kilómetros de distancia.

—¿Será eso el Palacio del Amor? —se preguntó Navarth en voz alta—. No es lo que yo esperaba… demasiado pulcro, demasiado preciso… ¿Y aquellas torres circulares?

Las torres a las que se refería Navarth se elevaban a intervalos regulares en toda la ciudad. Gersen se limitó a insinuar que tal vez contenían oficinas o apartamentos, o que albergaban oficinas de la administración pública.

Mientras bajaban de la colina, un vehículo se acercó a gran velocidad… una plataforma bamboleante y ruidosa apoyada en colchones de aire. Una persona de semblante severo y adusto, que llevaba un uniforme de color pardo y negro, se ocupaba de los controles. Pronto descubrieron que se trataba de una mujer. Frenó el coche y les inspeccionó con mirada sardónica.

—¿Son ustedes los invitados del Margrave? Si es así, suban.

—¿No estaba previsto que vendría a buscarnos a la nave? —dijo Gersen sin hacer caso del tono de la mujer—. A esto se le llama ineficacia. ¡Nos hemos visto obligados a caminar!

—Suban, a menos que deseen seguir caminando —respondió la mujer con una sonrisa desdeñosa.

Gersen y Navarth obedecieron. Navarth hervía de indignación.

—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó Gersen a la mujer.

—Es la Ciudad Diez.

—¿Y cómo llama a este planeta?

—Lo llamo el Mundo del Idiota. Los demás pueden llamarlo como les dé la gana.

Su boca se cerró como una trampa. Hizo girar el coche en redondo y siguió por el sendero. La carrocería se estremecía, y Gersen y Navarth debían sujetarse con todas sus fuerzas para no ser arrojados a la cuneta. Navarth rugió órdenes e instrucciones, pero la mujer aceleró todavía mas y no disminuyó la velocidad hasta que entraron en la ciudad por una avenida a la sombra de los árboles; desde aquel momento condujo con extrema prudencia. Los habitantes de la ciudad dedicaban miradas de curiosidad a Gersen y Navarth. La única particularidad de la gente consistía en que los hombres llevaban la cabeza rapada como un huevo: cejas, cráneo y barba; las mujeres, por su parte, exhibían peinados muy complicados, con largas púas barnizadas y adornados, en ocasiones, con flores y otros objetos. Hombres y mujeres vestían prendas de corte y color extravagantes, y se movían con una peculiar mezcla de contoneo y timidez; hablaban con énfasis en voz baja, reían con fuertes carcajadas, se detenían repentinamente, miraban en todas direcciones y proseguían en el mismo tono. El vehículo pasó frente a una de las torres que habían despertado la curiosidad de Navarth: un edificio de veinte pisos, consistente cada uno en seis apartamentos en forma de cuña.

—¿Cuál es el propósito de estas torres tan altas? —preguntó el poeta a la mujer.

—Ahí se recaudan los impuestos.

—Ajá, Henry Lucas, tenía razón: las torres albergan oficinas públicas.

—Exacto, sí, muy exacto.

La mujer dirigió a Navarth una mirada cáustica.

Navarth no le hizo caso. Señaló con el dedo uno de los numerosos cafés del bulevar; los clientes eran hombres en su mayoría.

—Estos vagos tienen mucho tiempo libre —indicó Navarth—. ¡Fíjese cómo se repantingan y empinan el codo! ¡Viole Falushe es muy indulgente con sus súbditos, en el caso de que lo sean!

El vehículo dio la vuelta a una plazoleta y se detuvo ante un gran edificio de dos plantas. En la terraza se sentaban algunos hombres y mujeres vestidos de diversa manera, obviamente forasteros.

—¡Largo de aquí, cabezas peludas! —dijo la mujer con brusquedad—. Aquí tenéis el hotel; ya he cumplido mi trabajo.

—Incompetente hasta extremos indecibles —comentó Navarth antes de bajar—. A su cabeza, por cierto, no le irían mal unos arreglos. Quizá una barba poblada para empezar.

La mujer apretó un botón; el suelo del vehículo empezó a ladearse. Gersen y Navarth tuvieron que saltar fuera. El vehículo se alejó mientras Navarth dedicaba un gesto obsceno a la espalda de la mujer.

Un lacayo se adelantó a recibirlos.

—¿Son invitados del Margrave?

—Exacto —contestó Navarth—. Hemos sido invitados a su Palacio.

—Mientras esperan se alojarán en el hotel.

—¿Esperar? ¿Durante cuánto tiempo? Creí que seríamos conducidos directamente al Palacio.

—Los huéspedes del Margrave se reúnen aquí —observó el lacayo con una inclinación—. Se irán todos juntos. Creo que aún faltan por llegar cinco o seis, según mis cálculos. ¿Me permiten que les enseñe sus habitaciones?

Las habitaciones eran unos cubículos de dos metros y medio de lado, provistos de una litera baja y estrecha, un armario y un lavabo, sólo ventilado por el enrejado de la puerta. Las quejas de Navarth, que ocupaba la habitación contigua a la de Gersen, fueron claramente audibles. Gersen se sonrió. Por razones que desconocía, así quería Viole Falushe que sus invitados aguardaran.

En el guardarropa encontró vestimentas a la moda terrestre de una tela ligera pero resistente. Gersen se lavó, afeitó, cambió de ropas y salió a la terraza. Navarth le había precedido y se había unido a las ocho personas, cuatro hombres y cuatro mujeres, que estaban sentadas. Gersen tomó asiento algo apartado y examinó al grupo. A su lado tenía un caballero grueso que llevaba la tirilla negra y el tono de piel beige de moda en Deslizamientos Mecánicos de Lyonesse, uno de los planetas del Grupo. Gersen no tardó en averiguar que era fabricante de accesorios para cuartos de baño y que se llamaba Hygen Grote. Su compañera Doranie era una rubia de grandes ojos, temperamento frío y excitante bronceado a la última moda.

Un par de muchachas muy serias se sentaban a un lado; estudiantes de sociología en la Universidad de la Provincia del Mar, cerca de Avente. Sus nombres eran Tralla Callob y Mornice Hill; parecían impresionadas, bastante alarmadas y se mantenían muy juntas, los pies apoyados firmemente en el suelo y las rodillas apretadas. Tralla Callob no carecía de atractivo, si bien daba la impresión de que le era indiferente y no se aprovechaba de sus encantos. Mornice Whill tenía unas facciones demasiado destacadas y estaba obsesionada con la idea de que todos los hombres del grupo intentaban destruir su castidad.

Margary Liever, una mujer terrestre de mediana edad que había ganado el primer premio del concurso televisivo «El deseo más ardiente», se veía más relajada: había elegido visitar el Palacio del Amor de Viole Falushe. Éste se había sentido complacido y accedió.

Torrace da Nossa era músico; un hombre sofisticado y elegante, quizá demasiado blando y bastante presumido, con una naturalidad que hacía difícil profundizar en la conversación. Visitaba el Palacio del Amor como paso previo a la composición de una ópera titulada El Palacio del Amor.

Lerand Wible era un ingeniero naval de la Tierra que acababa de construir un barco de vela de atrevido diseño. Las aletas eran de osmio, las velas eran alas altas de espuma revestida de metal, independientes y sin apoyos. Velas y aletas descansaban sobre círculos opuestos de anillos deslizantes de metal. El casco siempre flotaba en la posición hidrodinámica más eficiente. Tanto el casco como las aletas estaban protegidos por un aislante que reducía la fricción al mínimo, y unos conductos expulsaban aire para reducir el efecto de las turbulencias. Wible había conocido a Viole Falushe en relación con su fantástica teoría de construir un palacio flotante en forma circular que incluiría una laguna central.

Skebou Diffiani era un hombre taciturno de áspero cabello negro, barba negra rizada y una expresión de desdén y sospecha hacia todos los demás. Provenía de Quantique, lo que explicaba sus modales reservados. Su profesión era jornalero, y su inclusión en el grupo sólo podía explicarse como un capricho de Viole Falushe.

Margary Liever había sido la primera en llegar, cinco días antes. A continuación lo hicieron Tralla y Mornice, y después Skebou Diffiani. Los siguientes fueron Lerand Wible y Torrace da Nossa, y más tarde Hygen Grote y Doranie.

Navarth les abrumó a preguntas, sin dejar de recorrer a largos pasos la terraza, mirando de soslayo a derecha e izquierda. Nadie sabía más que él, nadie sabía dónde se hallaba el Palacio del Amor o cuándo se marcharían. La incertidumbre no les preocupaba; a pesar de las habitaciones exiguas, el hotel ofrecía una cierta comodidad y tenían tiempo para explorar la ciudad: una ciudad laberíntica y misteriosa, con enigmas e incógnitas que fascinaban a unos y trastornaban a otros. Sonó un gong que indicaba la hora de comer. El almuerzo fue servido en un patio sombreado por árboles negros, verdes y escarlata. La cocina era sencilla: tortas, pescado hervido, fruta, una bebida fría de color verde pálido y pasteles de grosella. En el transcurso de la comida llegaron seis nuevos invitados, que fueron conducidos de inmediato al patio. Eran druidas de Vale, o Virgo 912 VII, y formaban dos familias, aunque tales relaciones se solían mantener en secreto. Había cuatro adultos y dos adolescentes. Todos con indumentaria similar: vestidos negros, capuchas negras y grandes zapatillas negras. Los hombres, Dakaw y Pruitt, eran altos y silenciosos; una de las mujeres, Wust, era delgada, vigorosa y de pómulos salientes. La otra, Laidig, gruesa e imponente. Hule, un chico de unos dieciséis o diecisiete años, despertó admiración por sus bellísimas facciones, la piel clara y los brillantes ojos negros. Hablaba poco y no sonreía nunca, mirándolo todo con aire de preocupación. Billika, una joven de la misma edad, era de semblante pálido y exhibía la misma mirada preocupada, como si fuera incapaz de evitar enemistades irreconciliables.

Los druidas se sentaron juntos, comieron a gran velocidad sin levantarse la capucha y apenas intercambiaron unas pocas palabras en voz baja. Cuando, al terminar la comida, los invitados volvieron a la terraza, los druidas se encaminaron resueltamente hacia ellos, se presentaron con extrema cordialidad y tomaron asiento.

Navarth les acosó a preguntas, pero sus evasivas dieron al traste con su curiosidad y no averiguó nada. La conversación se generalizó, centrada como siempre en la ciudad, que recibía el nombre de Ciudad Diez o Kouliha. Surgió el tema de las torres. ¿,Cuál era su función? ¿Albergaban oficinas comerciales o viviendas? Navarth relató la explicación ofrecida por la mujer uniformada, en el sentido de que eran oficinas de recaudación de impuestos, pero los demás encontraron la idea absurda. Diffiani afirmó sin ambages que se trataba de burdeles:

—Observen que por la mañana entran jovencitas y mujeres; luego llegan los hombres.

—La hipótesis es plausible —dijo Torrace da Nossa—, pero las mujeres se van cuando quieren, además, pertenecen a todas las clases sociales, algo muy poco frecuente en tales casos.

—Sólo hay una manera de resolver el enigma. —Hygen Grote guiñó el ojo a Navarth—: Sugiero que elijamos a uno de nosotros para que vaya a preguntarlo.

Las druidas Laidig y Wust resoplaron de enojo y se ciñeron con más fuerza las capuchas. Dakaw y Pruitt desviaron la vista. Gersen se preguntó por qué los druidas, famosos por su rígida moral, se habían atrevido a emprender viaje hacia el Palacio del Amor sabiendo que podía herir su sensibilidad. Misterios por todas partes…

Al poco rato, Gersen y Navarth fueron a pasear por la ciudad. Examinaron puestos de venta, comercios, tiendas de artesanía y viviendas con la curiosidad imperturbable de los turistas. La gente les miraba con indiferencia y una pizca de envidia. Tenían aspecto próspero, culto, cosmopolita; sin embargo, Gersen presentía algo que no podía definir… algo que no tenía que ver con el miedo, la discordia o la inquietud… Un café a la sombra de los árboles tentó a Navarth. Gersen le recordó que carecían de dinero.

Navarth no le hizo caso e insistió en tomar un vaso de vino. Gersen se encogió de hombros y acompañó a Navarth hacia una mesa. Navarth llamó al propietario.

—Somos huéspedes de Viole Falushe; no tenemos moneda local. Nos agradaría ser clientes de su café, por lo que puede enviar la factura al hotel.

—Como gusten.

El propietario hizo una exagerada reverencia.

—Entonces beberemos una botella del vino que usted nos aconseje.

Navarth afirmó que el vino era demasiado suave. Miraron a la gente pasar. Frente a ellos se alzaba una de las misteriosas torres, que a esta hora del mediodía no mostraba una gran actividad.

Navarth pidió una segunda botella y señaló la torre.

—¿Qué sucede en esa torre?

—Lo mismo que en las otras… —explicó aturdido el propietario—. Ahí se pagan los impuestos.

—Pero ¿por qué tantas torres? ¿No sería suficiente con una?

—¿Cómo dice, señor? ¿Con tanta gente como vive aquí? ¡Imposible!

Navarth se dio momentáneamente por satisfecho.

Al volver al hotel descubrieron que habían llegado dos nuevos invitados, ambos de la Tierra: Harry Tanzel, de Londres, y Gian Mario, sin domicilio fijo. Los dos eran bien parecidos (altos, facciones afiladas, pelo negro) y de edad incierta. Tanzel era quizá el más atractivo; Mario parecía más enérgico y vital.

El día local tenía veintinueve horas; cuando por fin llegó la noche los huéspedes se retiraron sin protestar a sus cubículos, pero un gong les despertó a medianoche para la última comida, siguiendo las costumbres del planeta.

La mañana les deparó la llegada de Zuly, una bailarina alta y lánguida de Valhalla, Tau Gemini VI. Era exquisitamente amanerada, lo que provocaba la sospecha y la turbación de los druidas, en especial del joven Hule, que no podía apartar los ojos de la mujer.

Una vez finalizado el desayuno, Gersen, Navarth y Lerand Wible fueron a pasear junto al canal, que transcurría por la parte de atrás del hotel. Daba la impresión de que el día era festivo; los habitantes de la ciudad exhibían sus mejores galas; algunos estaban borrachos, otro cantaban canciones dedicadas a Arodin, un héroe o gobernante popular.

—Pagan sus impuestos incluso en un día de fiesta —dijo Navarthr.

—Tonterías —señaló Wible—. ¿Cuándo van los hombres a paga impuestos con ese paso tan airoso? —Los tres se detuvieron para contemplar a los hombres que entraban y salían de la torre—. Definitivamente, es un burdel. No puede ser otra cosa.

—¿Tan a la vista? ¿Tan concurrido? Las apariencias engañan.

—Es posible. ¿Le gustaría entrar?

—De ninguna manera. Si se trata de un burdel, desconozco sus costumbres y podría cometer algún acto indigno que nos desacreditara a todos.

—Es usted un hombre muy precavido —señaló Gersen.

—Estoy en un planeta extraño —suspiró Navarth—. Me falta la fuerza que extraigo del suelo de la vieja Tierra. Pero soy curioso; resolveremos la cuestión de una vez por todas. Síganme.

Se abrió camino hasta el bar del día anterior y escudriñó las mesas. Un caballero obeso de mediana edad, tocado con un sombrero verde de ala ancha, estaba sentado contemplando el bulevar, una jarra de vino junto al codo.

—Perdone, señor —dijo Navarth—. Como puede ver, somos extranjeros. Hay una o dos costumbres de la ciudad que nos sorprenden y quisiéramos que nos las aclarase.

El hombre se irguió en su silla y, tras un momento de vacilación, les invitó a acompañarle.

—Se lo explicaré lo mejor posible, aunque aquí no hay muchos misterios. Trabajamos con ganas y vivimos en la medida de nuestras posibilidades.

—Ante todo —empezó Navarth—, ¿cuál es la función de aquella torre de la que entra y sale tanta gente?

—Ah, sí. Es la oficina local de recaudación de impuestos.

—¿Recaudación de impuestos? —exclamó Navarth dirigiendo una mirada de triunfo a Wible—. ¿Y la gente entra y sale de pagar impuestos?

—Exacto. La ciudad se halla bajo el sabio patrocinio de Arodin. Somos prósperos porque los impuestos no merman nuestras riquezas.

—¿Cómo es posible? —terció Lerand Wible con una sonrisa escéptica.

—¿No sucede lo mismo en otras partes? El dinero que se recoge es el que se gastaría en frivolidades. El sistema beneficia a todos. Todas las muchachas de la región deben servir durante cinco años, ofreciendo un número estipulado de servicios por día. Por supuesto que las más atractivas completan el cupo antes que las feas, y existe por consiguiente un considerable incentivo para mantenerse bellas.

—¡Ajá! —saltó Wible—. En efecto…, un burdel cívico.

—Llámelo como quiera. —Su informante se encogió de hombros—. Los recursos no disminuyen; la cantidad recogida se destina a los gastos públicos. Nadie se opone a los impuestos, y los recaudadores realizan con gusto su trabajo; en caso contrario, pueden hacer los pagos in situ…, y suele suceder que la chica se case antes de completar su servicio. También tenemos nuestras obligaciones para Arodin, de las que nos desembarazamos pagando con un niño de dos años. A partir de ese momento ya no pagamos más impuestos, excepto en casos especiales.

—¿Nadie se queja a la hora de entregar el niño?

—Por regla general, no. El niño es internado en una guardería nada más nacer, con el fin de no crear lazos sentimentales. La gente tiene hijos lo más pronto posible para liberarse de sus obligaciones.

—¿Y qué ocurre con los niños?

Wible intercambió miradas con Navarth y Gersen.

—Entran al servicio de Arodin. Los no aptos son vendidos al Mahrab; los útiles van al gran Palacio. Entregué un niño hace diez años; ya no debo nada a nadie.

Navarth no se pudo contener más. Se inclinó hacia adelante y apuntó con el dedo al hombre.

—¿Por eso se queda parpadeando con aire satisfecho bajo el sol? ¿No se siente culpable?

—¿Culpable? —El hombre se ajustó el sombrero con cara de asombro—. ¿De qué? He cumplido mi deber. Entregué a mi hijo; frecuento el burdel dos veces a la semana. Soy un hombre libre.

—¿Mientras su hijo que entregó hace diez años es un esclavo? ¡En algún lugar él o ella le maldice por estar aquí sentado contemplándose el ombligo!

El hombre se puso en pie, la cara encendida de furia.

—¡Esto es una incitación, un insulto muy serio! ¿Qué hacen aquí, pues, cabezas rapadas, imbéciles? ¿Por qué vienen a esta ciudad si desprecian nuestras normas?

—No elegí su ciudad como punto de destino —dijo Navarth con dignidad—. Soy huésped de Viole Falushe y sólo espero que nos avise para partir.

—Ese es el nombre que recibe Arodin en los otros mundos —rió estentóreamente el hombre—. ¡Vienen a disfrutar del Palacio, y ni siquiera han pagado!

Golpeó la mesa con el puño y se marchó del café. Otros clientes que habían escuchado la conversación les volvieron la espalda de forma ostensible. Los tres regresaron al hotel cuanto antes.

Justo en el momento de llegar oyeron el traqueteo de un vehículo que avanzaba desde el extremo del bulevar. Frenó frente al hotel. Un hombre bajó y tendió la mano a una muchacha que, ignorándole, saltó a tierra. La joven, ataviada al estilo de Alphanor, era la antigua pupila de Navarth, conocida como Zan Zu, Drusilla y otros nombres.

Navarth la llevó aparte y la asedió a preguntas. ¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde había estado? Drusilla no le pudo contar mucho. Había sido conducida a la fuerza a un coche aéreo por un hombre de ojos saltones, transferida a una nave espacial y puesta bajo la custodia de tres mujeres de semblante severo. Cada una portaba un pesado anillo de oro; una vez que el veneno contenido en los anillos fue experimentado en un perro, no hubo necesidad de amenazas o advertencias.

Drusilla fue llevada a Avente y alojada en el espléndido hotel Tarquin. Las mujeres vigilaban como halcones al acecho, hablaban poco, no se alejaban más de dos o tres pasos y los anillos de oro centelleaban siniestramente. La acompañaron a conciertos, restaurantes, desfiles de moda, cines, museos y galerías de arte. Insistían en que comprara vestidos, se tiñera la piel y se embelleciera. Drusilla se resistía con tozudez; a pesar de ello, las mujeres compraron trajes, le tiñeron la piel y le arreglaron el pelo. Drusilla se desquitó encorvándose, dejándose caer y tratando de comportarse con la mayor grosería. Por fin, las mujeres la condujeron al espaciopuerto; subieron a una nave que puso rumbo al Grupo de Sirneste y al planeta Sogdian. Llegaron a la agencia de Rubdan Ulshaziz al mismo tiempo que otro invitado al Palacio del Amor, Milo Ethuen, que permaneció en la compañía de Drusilla durante el resto del viaje. Las tres mujeres, una vez la nave hubo aterrizado en Kouhila, volvieron a Atar con Zog. Navarth y Gersen examinaron a Ethuen, que se había sentado en la terraza con los demás; un hombre no muy diferente de Tanzel y Mario, de cara meditabunda, cabello oscuro, brazos largos y manos finas.

El director del hotel salió a la terraza.

—Damas y caballeros, es un placer anunciarles que la espera se ha terminado. Todos los invitados del Margrave se hallan reunidos aquí; ahora continuarán su viaje hacia el Palacio del Amor. Síganme, por favor; les acompañaré a su vehículo.