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De Introducción a la Vieja Tierra. De Ferencz Szantho:

«Erdenfreude. Misteriosa e íntima emoción que dilata los vasos sanguíneos, electriza los nervios subcutáneos y provoca vahídos de temor y excitación como los que asaltan a una adolescente en su primer baile. La Erdenfreude es unos de los síntomas típicos que atacan a los hombres del espacio exterior cuando se aproximan a la Tierra. Sólo son inmunes los indiferentes y los insensibles. Se han producido casos de palpitaciones casi fatales.

»Su origen ha despertado enconadas polémicas. Los neurólogos describen el cuadro como un ajuste anticipado del organismo a la absoluta realidad del conjunto sensitivo: reconocimiento de los colores, percepción sónica, fuerza de coriolis y equilibrio gravitacional. Para los psicólogos, por el contrario, la Erdenfreude es el flujo de un millar de memorias raciales que pugnan por hacerse conscientes. Los geneticistas hablan del RNA; los metafísicos se refieren al alma; los parapsicólogos plantean la poco plausible observación de que las casas encantadas sólo existen en la Tierra

«La historia es un absurdo».

HENRY FORD

Gersen, que vivió nueve años en la Tierra, no dejó de sentir una indefinible excitación mientras colgaba sobre el gigantesco globo, a la espera de que Seguridad Espacial le concediera permiso para aterrizar. Cuando al fin le comunicaron las instrucciones precisas, Gersen descendió hacia el espaciopuerto de Tarn, en la Europa Occidental. Pasó los controles sanitarios (los más rigurosos del Oikumene), apretó los botones adecuados en la consola del Control de Inmigración y por último recibió la autorización para moverse con libertad.

Se trasladó a Londres en tren y se hospedó en el hotel Royal Oak, a una manzana del Strand. Era primavera; los rayos del sol se filtraban a través del cielo encapotado. El Viejo Londres, impregnado de los efluvios del pasado, resplandecía como una perla gris.

Gersen vestía al estilo de Alphanor, más ajustado en el corte y rico en colorido que el de Londres. Gersen se dirigió a una sastrería de caballeros del Strand, eligió una tela, se quedó en ropa interior y permitió que un cerebro electrónico le tomara las medidas. Al cabo de cinco minutos recibió su nueva vestimenta: pantalones negros, chaqueta marrón oscuro y beige, camisa blanca y corbata negra. Confundido en la multitud, Gersen salió al Strand.

El ocaso apuntaba en el cielo. «Cada planeta tiene su propio ocaso», pensó Gersen. El ocaso de Alphanor, por ejemplo, era azul eléctrico y poco a poco se difuminaba en el más profundo de los ultramarinos. El ocaso de Sarkovy exhibía un gris sombrío con reflejos leonados. El ocaso de Sabra era del color del oro sucio y rodeaba a los otros planetas del racimo con un halo de colores. El ocaso de la Tierra era como debía ser, suave, grisáceo, relajante, con un principio y un fin… Gersen cenó en un restaurante que tenía una antigüedad de unos setecientos años. Las viejas vigas de roble, oscurecidas por el humo y la cera, se veían tan sólidas como siempre; hacía poco que habían lavado y repintado las paredes de yeso, un proceso que se repetía cada cien años aproximadamente. Había visitado Londres un par de veces en compañía de su abuelo, aunque pasaban la mayor parte del tiempo en Amsterdam. Nunca había cenado con este lujo, nunca se le había permitido un instante de ocio o diversión. Gersen sacudió la cabeza con tristeza al recordar los ejercicios que su abuelo le había impuesto. Un milagro que hubiera sobrevivido a la disciplina.

Gersen compró un ejemplar de Cosmópolis y volvió al hotel. Fue al bar, se instaló en una mesa y pidió una jarra de cerveza Worthington, elaborada en Burton-on-Trent como venía sucediendo desde dos mil años atrás. Abrió Cosmópolis. No era difícil imaginar por qué la revista languidecía. Había tres artículos largos: «¿Están perdiendo virilidad los terráqueos?», «Patricia Poitrine: el nuevo encanto de la jet-set» y «La Guía de un sacerdote para la renovación espiritual». Gersen ojeó las páginas y apartó la revista. Terminó su bebida y subió a la habitación.

Por la mañana visitó las oficinas de Cosmópolis y solicitó una entrevista con el director de personal. Se trataba de la señora Neutra, una mujer de aspecto quebradizo y cabello negro que exhibía una gran cantidad de joyas grotescas. No mostró la menor inclinación a hablar con Gersen.

—Lo siento, lo siento, lo siento. No puedo perder el tiempo con nada o con nadie en este momento. Estoy en un apuro. Todo el mundo está en un apuro. Se ha producido una reorganización. Todos los puestos de trabajo peligran.

—Tal vez debería hablar con, el redactor jefe —sugirió Gersen— Zane Publishing envió una carta que ya tendría que haber llegado.

—¿Quién o qué es Zane Publishing? —preguntó con irritación la directora de personal.

—El nuevo propietario.

—Oh. —La mujer desparramó los papel es sobre el escritorio—. Tal vez sea esto Leyó un a hoja—. Oh, usted es Henry Lucas.

—Sí.

—Hum… Ya, ya… Contratado como escritor especializado. Justo lo que no necesitamos ahora. Demonios, llene la solicitud y pida hora para pasar los tests psiquiátricos. Si sobrevive, cosa que dudo, preséntese dentro de una semana para su cursillo de orientación.

—No tengo tiempo que perder en estas formalidades. Creo que los nuevos propietarios tampoco las observan con demasiada simpatía.

—Lo siento, señor Lucas. Nuestro programa es inflexible.

—¿Qué dice la carta?

—Dice que incluyamos al señor Henry Lucas en la nómina como escritor especializado.

—Pues hágalo.

—Oh, demonios. Si así es cómo van a ir las cosas, ¿para qué quieren un director de personal? ¿Para qué tests psiquiátricos y cursillos de orientación? ¿Por qué no dejar que los conserjes tomen las decisiones?

La mujer cogió una hoja y escribió en rápidos trazos con una vistosa pluma de ave.

—Aquí está. Llévesela al director gerente, que le señalará sus funciones.

El director gerente era un hombre obeso que mantenía apretados los labios en una mueca de preocupación.

—Sí, señor Lucas, la señora Neutra acaba de llamarme. Según tengo entendido, viene recomendado por el nuevo propietario.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero lo que necesito en este momento es algún tipo de credencial que, en caso necesario, demuestre que soy un empleado de Cosmópolis.

El director gerente habló por el interfono.

—Cuando salga, pase por el departamento Dos A y le entregarán su tarjeta. —Se reclinó perezosamente en su silla—. Será usted una especie de reportero ambulante, sin que nadie le pida cuentas. Un empleo estupendo, si me permite expresarle mi opinión. ¿Sobre qué piensa escribir?

—Un poco de todo; lo que salga.

El rostro del director gerente mostró una gran consternación.

—¡No se puede escribir un artículo para Cosmópolis así como así! Programamos con meses de antelación los temas. Utilizamos las encuestas sobre la opinión pública para averiguar los intereses básicos de la gente.

—¿Cómo pueden saber lo que les interesa si no lo han leído? Los nuevos propietarios piensan prescindir de las encuestas.

—¿Y cómo sabremos lo que conviene escribir? —preguntó con tristeza el director gerente.

—Tengo algunas ideas. Por ejemplo, el Instituto nos podría proporcionar material. ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Quiénes son los hombres que han alcanzado los grados ciento uno, ciento dos y ciento tres? ¿Qué información ocultan? ¿Qué hay acerca de Tyron Russ y su máquina antigravitatoria? El Instituto ofrece un conocimiento global. Podríamos dedicar una serie completa al Instituto.

—¿No cree usted que es un poco… digamos, denso? ¿Realmente le interesa a la gente este tipo de noticias?

—Al menos debería interesarle.

—Es muy fácil decirlo, pero no es la forma de dirigir una revista. La gente, en realidad, no desea comprender nada; quieren pensar que han aprendido cosas sin necesidad de profundizar. En nuestros artículos «duros» intentamos introducir claves e indicios, con el fin de que puedan hablar de algo en las fiestas. Pero sigamos… ¿qué más ideas tiene?

—He estado pensando en Viole Falushe y el Palacio del Amor. ¿Qué sucede exactamente en ese lugar? ¿Cuál es el auténtico rostro de Viole Falushe? ¿Qué nombre utiliza cuando sale de Más Allá? ¿Quiénes son sus invitados en el Palacio del Amor? ¿Cómo se divierten? ¿Desean regresar?

—Un tópico interesante —admitió el director—. Algo llamativo, quizá. Preferimos apartarnos del sensacionalismo y de, digamos, las facetas desagradables de la realidad. Yo también me he preguntado a menudo sobre el Palacio del Amor. ¿Por qué existe? Por los motivos habituales, supongo. Pero nadie lo sabe con certeza. ¿Qué más?

—Con esto es suficiente por ahora —Gersen se puso en pie—. Voy a trabajar en esta historia.

—Parece que goza de libertad de acción —dijo el director gerente encogiéndose de hombros.

Gersen tomó sin más dilación el ferrocarril subterráneo bajo el Canal en dirección a Rolingshaven, y llegó a la gran Estación de Zona Pocos minutos antes de mediodía. Cruzó el vestíbulo de baldosas blancas, pasó junto a las cintas deslizantes y los ascensores bautizados con los nombres de Viena, París, Zargrado, Berlín, Budapest, Kiev, Neapolis y otras ciudades antiguas. Se detuvo en un quiosco a comprar un mapa, fue a un café y se sentó a tomar una jarra de cerveza y un plato de salchichas.

Gersen había vivido mucho tiempo en Amsterdam y paseado a veces por la Estación de Zona, pero apenas conocía Rolingshaven. Estudió el plano mientras comía.

Rolingshaven era tina ciudad muy extensa dividida en cuatro municipios por dos ríos, el Gaas y el Sluicht, y el gran Canal del Evres. Al norte se encontraba Zummer, un distrito algo apagado de torres de apartamentos y cuidadas alamedas levantado por algún consistorio bienpensante del lejano pasado. En la cumbre del Heybau, un promontorio inclinado sobre el mar, estaba el famoso Conservatorio de Handelhal, el maravilloso Zoo Galáctico y el Kindergarten; Zummer no ofrecía más aspectos de interés.

Al sur de Sluicht empezaba la Ciudad Vieja —una gran confusión de pequeños comercios, pensiones, hoteles, restaurantes, cervecerías, quioscos de libros, oficinas apiñadas y casitas torcidas de piedra y madera—, cuyo origen se remontaba a la Edad Media. Un distrito tan caótico y pintoresco como Zummer era severo y apagado. También aquí tenía su sede la Universidad, dominando con su impotente presencia el mercado de pescado que se extendía a lo largo de las orillas del canal de Eyres.

Al otro lado del canal se hallaba Ambeules: un distrito de nueve colinas cubiertas de casas y una periferia ocupada por muelles, almacenes, astilleros y marismas de las que se extraían las famosas ostras Flamande. El gran estuario del Gaas separaba Ambeules de Dourrai, un distrito de colinas bajas, también cubiertas de casas, en el que se levantaban grandes industrias y plantas de fabricación que invadían la orilla hasta muy al sur.

Ésta era la ciudad en la que había vivido Viole Falushe (o, más exactamente, Vogel Filschner) y cometido su primer gran crimen. El lugar concreto era Ambeules, y en él decidió Gersen establecer su cuartel general.

—Al terminar la cerveza y las salchichas subió en ascensor hasta el tercer nivel y empalmó con un tren que le condujo, bajo el canal de Evres, a la estación de Ambeules. Ya en la superficie examinó los alrededores brumosos y se acercó a una anciana que se encargaba de un puesto de periódicos.

—¿Hay algún hotel bueno por aquí cerca?

—Suba la Hoeblingasse hasta el hotel Rembrandt; no tiene nada que envidiar a los de Ambeules. Si prefiere un sitio más elegante, vaya al hotel Príncipe Franz Ludwig, en la Ciudad Vieja, el mejor de Europa. Los precios están a la altura de sus servicios.

Gersen eligió el hotel Rembrandt, una agradable construcción pasada de moda con paneles de madera negra en las habitaciones. Alquiló una habitación de techos altos que daba sobre el río Gaas.

El sol aún estaba alto sobre el horizonte. Gersen tomó un taxi y fue a la alcaldía, pagó una pequeña suma y tuvo acceso a la Guía de la Ciudad. Retrocedió la cinta hasta 1495. Buscó la F, luego pasó a Fi y, por fin, apareció el apellido Filschner. Había tres Filschner en la lista. Gersen anotó las direcciones. También encontró dos Tinzy, y tomó nota de sus señas. Volvió al presente y encontró dos Filschner y cuatro Tinzy. Uno de cada grupo conservaba la misma dirección anterior.

Gersen visitó a continuación las oficinas del Helion de Ambeules, exhibió su carnet del Cosmópolis y accedió a los archivos. Buscó en el índice el nombre Vogel Filschner, encontró un código cifrado y lo tecleó.

El relato, aunque más condensado, no difería en mucho del de Dundine. Describía a Vogel Filschner como «un chico proclive a la meditación y a deambular solo por las noches». Su madre, Hedwig Filschner, que trabajaba en un salón de belleza, había declarado su asombro ante la conducta incalificable de su hijo, al que se refería como «un buen chico, aunque algo idealista y melancólico».

Vogel Filschner no tenía amigos íntimos. En el laboratorio de biología había formado equipo con Roman Haenigsen, el campeón de ajedrez del colegio. Un día, a la hora de comer, jugaron una partida. Roman no demostró la menor sorpresa al conocer el crimen de Vogel: «Era un tipo que odiaba perder. Cuando le vencí, se puso furioso y tiró las piezas de un manotazo. He de reconocer que me divirtió jugar con él. No me gusta la gente que se toma el juego con frivolidad».

Vogel Filschner no era un chico frívolo, pensó Gersen.

Apareció una fotografía: las chicas secuestradas en un retrato de grupo que las identificaba como «Sociedad Coral Philidor Bohus». Gersen identificó a Dundine en la primera fila, una chica rolliza que sonreía a la cámara. Entre las chicas estaría Jheral Tinzy, que Gersen localizó en la cuarta fila, pero una chica de la tercera le tapaba la cara, que tenía girada a un lado en el momento de la instantánea, de modo que sus rasgos eran inidentificables.

No había ninguna fotografía de Vogel Filschner.

La cinta finalizó. Algo es algo, se dijo Gersen. Ambeules ignoraba que el auténtico nombre de Viole Falushe era Vogel Filschner. Gersen tecleó el nombre de Viole Falushe para verificarlo, pero una sola referencia despertó su interés: «Viole Falushe ha declarado en varias ocasiones que su lugar de origen era la Tierra. Algunos rumores afirman que Viole Falushe ha sido visto varias veces en Ambeules. Por qué querría alborotar nuestro tranquilo distrito es una pregunta que carece de respuesta, y todos los indicios apuntan a que tales rumores son un burdo engaño.

Gersen abandonó las dependencias del periódico y bajó a la calle, ¿La gendarmería? Gersen desechó este pensamiento. No era probable que le dijeran más de lo que ya sabía. No era probable que lo hicieran aunque pudieran. Y, por otra parte, Gersen tampoco deseaba provocar la curiosidad de las autoridades.

Gersen comprobó en el plano las direcciones que había apuntado y la del Liceo Philidor Bohus. El Liceo estaba bastante cerca, al final de Lothar Parish. Gersen hizo una seña a un taxi de tres ruedas que le condujo a una de las nueve colinas atravesando un distrito de casitas individuales. El diseño de algunas era anticuado: ladrillo vidriado rojo oscuro y techo alto y picudo cubierto de vidrio de criolita. Otras exhibían el nuevo estilo «tronco hueco»: estrechos cilindros de hormigón enterrados en el suelo a dos tercios de su altura. Había casas de piedra arenisca artificial comprimidas como un conjunto de tierra moldeada; casas de paneles rosa y blanco rematadas por caprichosas cúpulas de metal; casas de papel laminado con techos transparentes electrificados para repeler el polvo. Los bulbos uniformes de cristal o de cristal metalizado tan populares entre los mundos del Grupo no habían ganado adeptos en la población de la Europa occidental, que los comparaba con calabazas y faroles de papel, y calificaba a sus inquilinos como «futuros no-humanos». El taxi frenó ante el Liceo Philidor Bohus, un espantoso cubo de piedra negra sintética fianqueado por un par de cubos más pequeños.

El director del Liceo era el doctor Willem Ledinger, un hombre de modales suaves y cuerpo voluminoso, con la piel teñida de color caramelo y un bucle de pelo liso amarillento que rodeaba su cabeza de una forma muy original. Gersen se maravilló de la audacia que representaba presentarse de tal guisa ante un millar de adolescentes. Ledinger era afable y confiado. Aceptó sin pestañear la explicación de que Gersen trabajaba para Cosmópolis en un reportaje sobre el comportamiento de la juventud.

—Creo que el tema no da para mucho. Nuestros jóvenes son, si me permite la expresión, muy vulgares. Tenemos muchos estudiantes brillantes y un buen montón de zoquetes…

Gersen desvió la conversación hacia los estudiantes del pasado y sus carreras; no les costó mucho mencionar como de pasada el nombre de Vogel Filschner.

—Ah, sí —musitó el doctor Ledinger acariciándose el pelo—. Vogel Filschner. Hace años que no oigo mencionar su nombre. Es anterior a mi época, por supuesto; entonces yo era profesor auxiliar en la Academia Técnica Hulba, al otro lado de la ciudad. Aun así, nos enteramos del escándalo. ¡Qué tragedia! ¡Pensar que un chico tan joven pueda cometer semejantes atrocidades!

—¿Nunca volvió a Ambeules?

—Hubiera sido estúpido de su parte. Tanto como dar señales de ida.

—¿Guardan algún retrato de Vogel Filschner en sus archivos? Me gustaría escribir un artículo especial sobre este crimen tan peculiar.

El doctor Ledinger admitió a regañadientes que existían fotografías de Vogel Filschner.

—Pero ¿por qué hurgar en asuntos tan desagradables? Es como ir a profanar tumbas.

—Bien, un artículo de estas características podría identificar al culpable y hacerle caer en manos de la justicia.

—¿Justicia? —El doctor Ledinger frunció los labios en una mueca de incredulidad—. ¿Después de treinta años? Era un histérico. Su crimen carece de importancia a estas alturas; ya estará arrepentido y habrá alcanzado la paz. ¿Qué se ganaría con entregarlo a lo que usted llama justicia?

—Disuadir a otros. —A Gersen le sorprendía la vehemencia del doctor Ledinger—. Tal vez exista un Vogel Filschner en potencia entre sus estudiantes actuales.

El doctor Ledinger sonrió casi con tristeza.

—No lo dudo. Algunos de estos jóvenes pícaros… bien, no me gusta propagar infundios. Y tampoco pienso darle las fotografías. Encuentro su idea muy poco atinada.

—¿Conservan algún anuario del año del crimen? ¿O mejor del año anterior?

El doctor Ledinger miró a Gersen por un momento, con mucha menos simpatía que antes. Luego sacó un volumen de una estantería. Contempló a Gersen en silencio mientras éste pasaba las páginas hasta llegar a la fotografía de la Sociedad Coral Femenina que ya había visto.

—Esta es Jheral Tinzy —señaló con el dedo Gersen—, la chica que rechazó a Vogel y le empujó al crimen.

—Piense en ello. Veintiocho chicas arrastradas a Más Allá. Veintiocho vidas destrozadas. Me pregunto qué fue de ellas. Algunas aún vivirán, pobres desgraciadas.

—¿Qué fue de Jheral Tinzy? Ella no formaba parte del grupo, como recordará.

La sospecha se pintó en el semblante del doctor Ledinger.

—Parece saber mucho sobre el caso. ¿Ha sido totalmente sincero conmigo?

—No del todo —sonrió Gersen—. Estoy muy interesado en Vogel Filschner, pero no quiero que nadie se entere. Sería mucho mejor conseguir la información con absoluta discreción.

—¿,Es un oficial de la policía? ¿O de la PCI?

—Estas son mis únicas credenciales —Gersen exhibió su tarjeta.

—Hum. ¿Piensa publicar Cosmópolis un artículo sobre Vogel Filschner? Me parece un desperdicio de tinta y de papel. No cabe duda de que Cosmópolis ha perdido prestigio.

—¿Qué me dice de Jheral Tinzy? ¿Conservan la fotografía en sus archivos?

—Por supuesto. —El doctor Ledinger posó las manos sobre su escritorio, dando por terminada la entrevista—. Pero no podemos abrir nuestros archivos confidenciales al primero que llega. Lo siento.

Gersen se levantó.

—Gracias, de todos modos.

—No he hecho nada por ayudarle —respondió secamente el doctor Ledinger.

Vogel Filschner había vivido con su madre en una casa pequeña y estrecha situada en el límite este de Ambeules, junto a un sombrío distrito de almacenes y terminales de transporte. Gersen subió los pomposos peldaños de hierro, tocó el timbre y se colocó frente a la mirilla.

—¿Sí? —dijo una voz de mujer.

—Intento localizar a la señora Hedwig Filschner, que vivió aquí hace muchos años —explicó Gersen con su tono mas seguro.

—No conozco a nadie de este nombre. Pregunte a Esvane Clodig, el propietario. Yo sólo soy una inquilina.

Ewane Clodig, que Gersen encontró en las oficinas de Propiedades Clodig, consultó sus archivos.

—El nombre me es familiar… No lo encuentro en mi lista… Aquí está. Se mudó, déjeme ver, hace treinta años.

—¿Tiene su dirección actual?

—No, señor. Sería mucho pedir. Ni siquiera la posterior a su traslado… ¡Ahora me acuerdo! ¿No es la madre de Vogel Filschner, el chico que vendía esclavas?

—Correcto.

—Bien, déjeme que le diga algo. Cuando se supo la noticia, hizo las maletas y desapareció sin dejar rastro.

El antiguo hogar de Jheral Tinzy era un alto edificio octogonal del estilo llamado Paladiano Cuarto, a mitad de la subida a Baileul Hill. La dirección correspondía a la que Gersen había encontrado en el listín; la familia no había cambiado de domicilio.

Una atractiva mujer todavía joven abrió la puerta. Vestía una bonita blusa campesina y un pañuelo anudado alrededor de la cabeza. Gersen se hizo una idea de la mujer antes de que empezara a hablar. Ella le devolvió la mirada con el mismo aire de desafío.

—¿Es usted Jheral Tinzy? —probó Gersen.

—¿Jheral? —La mujer enarco las cejas—. No… por supuesto que no. Qué pregunta tan extraña. ¿Quién es usted?

Gersen mostró su tarjeta, que la mujer le devolvió después de leerla.

—¿Qué le hace pensar que soy Jheral Tinzy?

—Vivió aquí hace tiempo. Debe de tener su misma edad.

—Soy su prima. —La mujer inspeccionó a Gersen con mayor detenimiento que antes—. ¿Por qué le interesa Jheral?

—¿Puedo pasar? Se lo explicaré.

La mujer titubeó. Estuvo a punto de impedirle la entrada, pero luego, tras echar una furtiva mirada sobre el hombro, se apartó. Gersen accedió a un vestíbulo de baldosas inmaculadamente blancas. Una de las paredes laterales estaba cubierta de objetos, siguiendo la tradición de los hogares de clase media europeos. Destacaban en especial un panel fabricado con madera, hueso y conchas (artesanía Lenka de Nowhere, uno de los planetas del Grupo), un conjunto de pastillas perfumadas de Pamfile, un rectángulo de obsidiana pulida y perforada, y una de las llamadas «tablas suplicatorias[2]» de Lupus 2311.

Gersen se detuvo para examinar un pequeño tapiz de exquisito diseño.

—Una pieza hermosísima. ¿Sabe de dónde viene?

—Es espléndido —asintió la mujer—. Creo que llegó de los mundos exteriores.

—Yo diría que fue tejido en Sabra.

Una voz áspera sonó desde el piso superior.

—¿Emma? ¿Quién está ahí?

—Ya se ha despertado —murmuró la mujer, y añadió en voz alta—: Un caballero de Cosmópolis, tía.

—¡No queremos periodistas! ¡Te lo he dicho muchas veces!

—Muy bien, tía. Se lo diré. —Emma le indicó a Gersen por señas que entrara en un saloncito. Luego movió la cabeza hacia la fuente de la voz—. La madre de Jheral. No se encuentra bien.

—Qué pena. Por cierto, ¿dónde se encuentra Jheral?

—¿Por qué lo quiere saber?

—Para ser sincero, intento localizar a un tal Vogel Filschner.

Emma rió en silencio y sin alegría.

—Se ha equivocado de lugar. ¡Vaya broma!

—¿Le conoció?

—Iba a una clase inferior a la mía.

—¿No le volvió a ver después del secuestro?

—Oh, no. Nunca. Aunque… sus preguntas me producen una sensación de extrañeza. —Emma dudó y sonrió con cierto aire de turbación—. Como una nube cuando oculta el sol. A veces me sorprendo mirando a mi alrededor con la convicción de haber visto a Vogel Filschner… lo que no sucede nunca.

—¿Qué le ocurrió a Jheral?

Emma tomó asiento y buceó en sus recuerdos.

—Se produjo un gran escándalo. Fue la peor ofensa que recibió jamás esta comunidad. Se acusó a Jheral de haberla provocado; hubo escenas muy desagradables. Algunas madres insultaron y abofetearon a Jheral; había desairado a Vogel empujándole hacia el crimen, por lo tanto, compartía su culpa… Debo admitir que Jheral era una coqueta sin corazón. Adorable, desde luego. Podía conquistar a los chicos con una sola mirada de reojo… como ésta. —Hizo la demostración—. Como un golfo. Coqueteaba con Vogel por puro sadismo, porque no soportaba verle. ¡Ay, el detestable Vogel! Jheral volvía cada día del colegio con nuevos datos sobre las excentricidades de Vogel. Contaba cómo se ponía a comer con la mayor tranquilidad del mundo después de diseccionar una rana y secarse las manos con una toalla de papel. Describía su mal olor, como si nunca se cambiara de ropa, y lo mucho que alardeaba de poseer grandes dotes para la poesía con el propósito de impresionarla. ¡Es verdad! Jheral enloquecía a Vogel con sus burlas… y veintiocho chicas pagaron la culpa.

—¿Y después?

—Hubo una gran indignación. Todo el mundo se puso en contra de Jheral; quizá deseaban hacerlo desde un principio. Por fin, Jheral huyó con un hombre mayor que ella. Nunca volvió a Ambeules. Ni siquiera su madre sabe dónde está.

Una anciana de ojos llameantes y lacio pelo blanco irrumpió en la salita. Gersen saltó tras una silla para evitar el encontronazo.

—¿A qué vienen tantas preguntas? ¡Fuera de aquí! Ya hemos tenido bastantes problemas en esta casa. No me gusta su cara; no se diferencia en nada de los demás. ¡Fuera, y no vuelva nunca! ¡Canalla! ¡Qué audacia, entrar en mi casa con sus preguntas sucias…!

Gersen se marchó con tanta rapidez como pudo. Emma intentó acompañarle hasta la puerta, pero su tía la apartó a un lado de un empujón.

La puerta se cerró. La sólida hoja de madera amortiguó los chillidos histéricos que provenían del interior. Gersen tomó aliento. ¡Qué arpía! Había sido afortunado de escapar sin un roce.

Gersen bebió una jarra de vino en un bar cercano y contempló la puesta de sol… Existía la posibilidad, desde luego, de que todas las pistas, incluida la noticia aparecida en el periódico de Avente, fueran infructuosas. Hasta la fecha, el único nexo de unión entre Viole Falushe y Vogel Filschner era la opinión de Kakarsis Asm. Emma Tinzy parecía creer que había visto a Vogel Filschner en Ambeules; a Viole Falushe le gustaría vivir el peligroso placer de pasear por las calles de su infancia. De ser así, ¿por qué no se había presentado ante sus viejos conocidos? Claro que debían de ser escasos los amigos y conocidos de Vogel Filschner. Jheral Tinzy había tomado la decisión más prudente cuando se alejó de Ambeules: Viole Falushe gozaba de muy buena memoria. Su único amigo había sido Roman Haenigsen, el campeón de ajedrez, aunque también se mencionaba a un poeta que había incitado a Vogel Filschner a Cometer sus excesos… Gersen pidió un listín y buscó el apellido Haenigsen. Allí estaba; el volumen se abrió casi en la página correcta. Gersen copió las direcciones y solicitó ayuda de un camarero. Roman Haenigsen vivía a escasamente cinco minutos. Gersen terminó el vino y salió a la luz mortecina del crepúsculo.

La casa de Roman Haenigsen era la más elegante de las que había visitado ese día; tres plantas de metal y paneles de piedra fundida, con ventanas eléctricas que se hacían opacas o transparentes al pronunciar una palabra.

Haenigsen acababa de llegar a casa cuando Gersen se detuvo ante la Puerta. Era un hombre pequeño y enérgico, de cabeza grande y delicadas facciones. Examino con suspicacia a Gersen y preguntó qué deseaba. Gersen se decantó por la sinceridad.

—Realizo una investigación relativa a su antiguo compañero de clase Vogel Filschner. Según tengo entendido, usted fue su único amigo.

—Hum. —Roman Haenigsen reflexionó unos instantes—. Venga adentro, por favor, y hablaremos.

Guió a Gersen hasta un estudio decorado con toda clase de objetos relacionados con el ajedrez: retratos, bustos, colecciones de piezas y lotografías.

—¿Juega al ajedrez? —preguntó a Gersen.

—A veces, pero no muy a menudo.

—Como en todas las cosas, uno debe practicar para mantenerse en forma. El ajedrez es un juego muy antiguo. —Se dirigió a un tablero y mezcló las piezas con una afectada indiferencia—. Cada variante ha de ser analizada; se graban las partidas para estudiar los resultados de cualquier movimiento razonable. Una buena memoria bastaría para eliminar la necesidad de pensar en ganar las partidas; sólo sería suficiente repetir las jugadas que llevaron al triunfo en una partida. Por suerte nadie posee una memoria similar, excepto los robots. Pero creo que usted no vino aquí para hablar de ajedrez. ¿Le apetece una copa?

Gersen aceptó una copa de cristal que contenía dos dedos de licor.

—Gracias.

—¡Vogel Filschner! Es extraño oír su nombre otra vez. ¿Alguien sabe su paradero?

—Es lo que estoy intentando averiguar.

—No sacará nada de mí —repuso Roman Haenigsen con un brusco movimiento de la cabeza—. No he sabido nada de él desde mil cuatrocientos noventa y cuatro.

—Tenía pocas esperanzas de que hubiera regresado bajo su auténtica identidad. Pero todo es posible…

Gersen se interrumpió mientras Roman Haenigsen enlazaba los dedos.

—¡Muy peculiar! Cada jueves por la noche juego en el Club de ajedrez. Hará un año tal vez me fijé en un hombre que estaba de pie bajo el reloj. Pensé, ¿no será ése Vogel Filschner? Se volvió y vi su cara. Se parecía a Vogel, pero era muy diferente. Un hombre de rasgos y maneras elegantes, un hombre que no tenía nada de la hosquedad y la tirantez de Vogel. Y sin embargo, ahora que lo menciona, había algo en ese hombre, la forma de mover los brazos y las manos, que me recordaba a Vogel.

—¿No ha vuelto a ver a ese hombre desde entonces?

—Ni una vez.

—¿Habló con él?

—No. A causa de la sorpresa debí mirarlo fijamente, pero luego me olvidé de él.

—¿Cree que Vogel querría hablar con alguien en concreto? ¿Tenía otros amigos, aparte de usted?

—Apenas era su amigo. —Roman se lamió los labios—. Compartíamos una mesa de laboratorio. Jugué con él algunas partidas de ajedrez que ganó. Si se hubiera dedicado en cuerpo y alma habría ganado el campeonato, pero lo único que le preocupaba era perseguir a las chicas y escribir poesía barata imitando a un tal Navarth.

—Ali, Navarth. Ése es el poeta al que Vogel Filschner quería emular.

—Por desgracia. En mi opinión Navarth era un charlatán, un engreído, un hombre de actitudes muy dudosas.

—¿Qué ha sido de Navarth?

—Creo que aún sigue en la brecha, pero ya no es lo que era hace treinta años. La gente madura; la decadencia estudiada ya no impresiona tanto como cuando era un adolescente. Vogel, por supuesto, quedó muy impresionado, y cayó en el más espantoso de los ridículos con tal de identificarse con su ídolo. Tal como le digo. ¡Si hay que culpar a alguien por los crímenes de Vogel Filschner, ése es el poeta loco Navarth!