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Del Manual de los Planetas, 348 edición, 1525:

«Aloysius: Sexto planeta de Vega. Constantes planetarias: diámetro, 11.200 kilómetros; día sideral, 19,8 horas; masa, 0,86. Aloysius, junto con sus planetas gemelos Bonifacius y Cuthbert, fue el primer mundo colonizado exhaustivamente por la Tierra. Por esta causa, Aloysius mantiene características de notable antigüedad; la principal consiste en que los primeros pobladores, pertenecientes a la secta de los Conservacionistas, se negaron a construir edificios que no estuvieran en armonía con el paisaje.

»Los Conservacionistas han desaparecido, pero su influencia permanece. En ningún sitio pueden observarse las pretenciosas torres de cristal de Alphanor, el hormigón de Oliphane, la incontrolada confusión que reina en el sistema de Markab.

»El eje de Aloysius está inclinado en un ángulo de 31.7 grados respecto al plano de la órbita; por ese motivo los cambios de estación experimentan fluctuaciones muy severas, algo atemperadas por la densa atmósfera. Hay nueve continentes. Dorgan es el más grande, y New Wexford la principal ciudad. Gracias a una moderada política de impuestos y al pragmatismo de sus leyes, New Wexford se ha convertido en un importante centro financiero, con una influencia que sobrepasa en mucho el ámbito de su población.

»La flora y la fauna autóctonas no presentan peculiaridades notables. Debido a los intensos esfuerzos de sus primitivos colonizadores, árboles y arbustos terrestres crecen por doquier, siendo las coníferas las mejor adaptadas al entorno ecológico

Las formalidades de entrada en Aloysius eran tan rigurosas como laxas las de Sarkovy. A una distancia de millón y medio de kilómetros, la «primera capa protectora», Gersen anunció su intención de tomar tierra, se identificó, dio referencias, explicó las razones de su visita y recibió el permiso de acercarse a la «segunda capa protectora», situada a unos setecientos cincuenta mil kilómetros. Aquí aguardó mientras se estudiaba su solicitud y se comprobaban sus referencias. Luego se le ordenó descender hacia la «tercera capa protectora», a ciento cincuenta mil kilómetros sobre el planeta, donde, tras una breve espera, se le notifico el lugar de aterrizaje. Las formalidades eran fastidiosas, pero valía la pena observarlas. Si Gersen se hubiera negado a detenerse en la primera capa protectora, las armas antiaéreas habrían apuntado a su nave. De no detenerse en la segunda capa protectora, un cañón Thribolt[1] habría disparado una salva de discos autoadhesivos contra el vehículo. En caso de desdeñar esta advertencia, él y su nave habrían sido destruidos.

Gersen cumplimentó todos los trámites, recibió la autorización aterrizó en el espaciopuerto central de Dorgan.

New Wexford, una ciudad de callejuelas tortuosas, colinas empinadas y viejos edificios de aspecto casi medieval, distaba unos 35 kilómetros. Los bancos y demás centros financieros ocupaban el centro de la ciudad. Hoteles, tiendas y agencias se desparramaban sobre las colinas circundantes, y algunas de las más hermosas mansiones privadas de todo el Oikumene se hallaban dispersas por la campiña.

Gersen tomó alojamiento en el enorme Hotel Congreve, compró algunos periódicos y comió plácidamente. La vida de la ciudad fluía ante sus ojos: hombres de negocios vestidos a la usanza antigua; aristócratas de Bonifacius que sólo pensaban en volver a su hogar; de vez en cuando un ciudadano de Cuthbert, identificable gracias a sus excéntricos atavíos y a su cabeza depilada. Los terráqueos exhibían con aplomo sus trajes oscuros y un aire indefinible de altivez… cualidad que los habitantes de los mundos exteriores consideraban tan intolerable como el propio término geocéntrico «mundos exteriores».

Gersen se relajó; la atmósfera de New Wexford era tranquilizadora. En todas partes se podían encontrar muestras de solidez, bienestar, ley y orden. Le gustaban las calles empinadas, así como los edificios de hierro y piedra que, después de mil años, ya no merecían el epíteto de «tímida extravagancia», un calificativo de los habitantes de Cuthbert.

Gersen había visitado previamente New Wexford. Dos semanas de discretas investigaciones habían señalado a un tal Jehan Addels, de la Corporación de Inversiones Transespaciales, como un economista de extraordinario talento. Gersen había llamado a Addels desde un videófono público, ocultando su rostro. Adelels era un hombre de aspecto juvenil, delgado, expresión burlona y una calva prematura que no se había preocupado de cubrir con pelo regenerado.

—Soy Addels.

—Usted no me conoce, mi nombre carece de interés. Tengo entendido que trabaja para la Transespacial, ¿no?

—Correcto.

—¿Cuánto le pagan?

—Sesenta mil más un porcentaje de los beneficios —replicó Addels con toda tranquilidad, a pesar de que estaba hablando con un extraño que no mostraba su rostr—. ¿Porqué?

—Une gustaría contratarle para un trabajo similar por cien mil, más un aumento mensual de mil y una gratificación cada cinco años de, digamos, un millón de UCL.

—Una oferta aterradora —respondió Addels con sequedad ¿Quién es usted?

—Prefiero conservar el anonimato. Si insiste, concertaremos una cita y le explicaré todo cuanto quiera. Lo único que necesita saber, en pocas palabras, es que no soy un criminal y que el dinero con el que va a operar no ha sido adquirido vulnerando las leyes de New Wexford.

—Hum. ¿A cuánto asciende la suma en cuestión? ¿Quién la avala?

—Diez mil millones de UCL en metálico.

—¡Dios…! —jadeó Jehan Addels—. ¿Dónde…? —Una sombra de irritación cruzó su cara y dejó sin terminar la frase. A Jehan Addels no le gustaba perder la compostura—. Es una cantidad exorbitante de dinero. No puedo creer que haya sido amasada por los métodos convencionales.

—No he dicho esto. El dinero proviene de Más Allá, donde las convenciones no existen.

—Ni tampoco las leyes —sonrió fríamente Addels—. Ni los jueces. Ni los criminales. En cualquier caso, el origen de su riqueza no me concierne. ¿Qué es lo que desea con exactitud?

—Quiero que el dinero se invierta en empresas seguras, pero no deseo llamar la atención. No quiero rumores ni publicidad. Quiero que el dinero se invierta sin que nadie se entere.

—Difícil —Addels reflexionó un momento—, pero no imposible…, si la operación se planifica de la forma adecuada.

—Lo dejo a su discreción. Controlará toda la operación de acuerdo con mis instrucciones. Por supuesto, puede contratar un equipo, con la condición de que no se le suministro la menor información.

—Un pequeño problema. No conozco a nadie.

—¿Está de acuerdo con mis condiciones?

—Sí, siempre que no se trate de un engaño. Mi salario y las inversiones que realice aprovechando la suya me convertirán en un hombre muy rico, pero no me lo creeré hasta que vea el dinero. Supongo que no será falso…

—Compruébelo con su detector de fraudes.

—Diez mil millones de UCL —musitó Addels—. Una suma enorme capaz de tentar al hombre más honrado. ¿Cómo sabe que no le estafaré?

—Tengo entendido que usted no sólo es cauteloso sino de una moral intachable. Nada le inducirá a engañarme. Es mi única garantía.

—¿Dónde está el dinero?

—Le será entregado cuando quiera. O venga al hotel Congreve y lléveselo.

—La situación no es tan sencilla. ¿Qué pasaría si yo muriera esta noche? ¿Cómo recobraría su dinero? Si usted muriera, ¿cómo me informaría del hecho? ¿Cómo dispondría de una suma tan considerable, en el caso de que exista?

—Venga a la suite habitación sesenta y cinco del hotel Congreve. Le entregaré el dinero y nos ocuparemos de todas las contingencias posibles.

Jehan Addels se presentó en la suite de Gersen media hora más tarde. Examinó el dinero, que ocupaba dos maletas grandes, comprobó algunos de los billetes con el detector de fraudes y meneó su cabeza con asombro.

—Una responsabilidad terrible. Le extendería un recibo, pero considero que sería una formalidad absurda.

—Coja el dinero —dijo Gersen—. Mañana incluya en SU testamento una disposición por la cual, en caso de muerte, el dinero pasa a mis manos. Si yo muero, o no me comunico con usted en el plazo de un año, utilice las rentas para obras de caridad. En cualquier caso, tengo la intención de volver a New Wexforel dentro de uno o dos meses. Me comunicaré con usted sólo por videófono y usaré el nombre de Henry Lucas.

—Muy bien. Me parece que así prevenimos cualquier contingencia.

—Recuerde: ¡absoluta discreción! Ni siquiera su familia debe conocer los detalles de su nuevo empleo.

—Como desee.

Al día siguiente, Gersen abandonó Aloysius con destino a Alphanor.

Ahora, tres meses después, estaba de regreso en New Wexford y se hospedaba de nuevo en el hotel Congreve.

Fue a un videófono público, cubrió la pantalla y, tecleo el número de Jehan Addels. La Pantalla enfocó un conjunto de hojas verdes y rosales.

—Compañía de Inversiones Braemar —dijo una voz femenina.

—El señor Henry Lucas desea hablar con el señor Addels.

—Gracias.

La cara de Addels inundó la pantalla.

—Addels.

—Soy Henry Lucas.

—Me siento feliz —Adelels se retrepó en su asiento—, e incluso aliviado… de oírle.

—¿Está la línea intervenida?

—En absoluto —aseguró Addels después de conectar su aparato antiescuchas.

—¿Cómo van los negocios?

—Bastante bien.

Addels describió sus gestiones. Había distribuido el dinero en diez cuentas numeradas de otros tantos bancos —cinco en New Wexford, cinco en la Tierra— y procedido a invertirlo con enorme delicadeza para no hacer temblar los nervios a flor de piel del mundo financiero.

—No alcancé a comprender la magnitud del trabajo cuando lo acepté —dijo Addels—. ¡Es asombroso! No crea que me estoy quejando. No podría pedir un trabajo más interesante y estimulante. Invertir diez mil millones de UCL sin despertar la atención es como tirarse al agua sin mojarse. He reunido un equipo sólo para que se ocupe de investigación y administración. Sospecho que, para una mayor eficacia, me veré obligado a fundar uno o varios bancos.

—Haga lo que le parezca mejor. Entretanto, tengo un trabajo especial para usted.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Addels alarmado.

—He leído hace poco que la Radian Publishing Company, que publica Cosmópolis, padece dificultades financieras. Quiero que se haga con el control.

—No me costará demasiado esfuerzo; pero deseo informarle de que no es una inversión interesante. Radian está al borde de la bancarrota. Ha estado perdiendo dinero durante años; por eso es una presa fácil.

—En este caso la adquiriremos como una especulación y trataremos de enderezarla. Tengo motivos particulares para desear el control de Cosmópolis.

Addels reprimió cualquier intento de actuar contra la voluntad de Gersen.

—Sólo quería que no se llamara a engaño. Mañana adquiriré el paquete de acciones de la Radian.

La Estrella de Murchison, Sagitta 2103 en la Agenda Estelar, aparece bajo vega en el plano galáctico a treinta años luz más allá de la Estaca. Pertenecía a un grupo de cinco soles de varios colores: dos enanos rojos, un enano blancoazulado, una peculiar e inclasificable estrella verdeazulada de mediano tamaño y un G6 amarillo naranja que era la Estrella de Murchison. Murchison, el único planeta, era algo más pequeño que la Tierra, con un único pero enorme continente que rodeaba el mundo. Un viento abrasador levantaba dunas a todo lo largo de la zona ecuatorial; terrenos montañosos trepaban gradualmente hacia los mares polares. En las montañas vivían los aborígenes, criaturas negras de carácter impredecible: criminales salvajes, apáticos, histéricos o cooperativos, según la ocasión. En la última modalidad servían para un propósito útil, pues suministraban tintes y fibras para tapices, la principal exportación de Murchison. Las fábricas de tapices se concentraban en los arrabales de Sabra, y daban empleo a miles de mujeres, facilitadas por doce empresas de tráfico de esclavos; al frente de todas se hallaba Gascoyne el Mayorista. Éste proporcionaba a sus clientes un servicio eficiente por un precio razonable, gracias a un riguroso control del material. No intentaba competir con firmas especializadas, sino que negociaba casi siempre con los ramos industrial y agrícola. Su principal negocio en Sabra era Selecciones Industriales F-2: mujeres poco atractivas o algo maduras pero en posesión de buena salud y agilidad, cooperativas, diligentes y amables; tales eran los términos de la Garantía de los Diez Puntos de Gascoyne.

Sabra, a orillas del mar polar del norte, era una ciudad gris y caótica, que albergaba una población heterogénea cuyo principal objetivo era ganar el dinero suficiente para largarse a otra parte. La llanura costera del sur estaba sembrada de cientos de extraños volcanes coronados por un círculo de vegetación enfermiza. Lo único sobresaliente de Sabra era Orban Circus, un área abierta en el corazón de la ciudad y concentrada en torno a uno de estos volcanes. El Gran Hotel Murchison ocupaba la cresta del cráter. Los establecimientos más importantes del planeta se ubicaban alrededor de Orban Circus: el Hotel del Negocio de Wilhelm, el Mercado de Tapices, el almacén de Gascoyne el Mayorista, la Academia Técnica de Odenotir, la Taberna de Cady, el Hotel del Mono Azul, la Compañía de Importaciones Hércules, el almacén y la sala de exposición de la Cooperativa de Fabricantes de Tejidos, la Casa de Artículos y Trofeos Deportivos, la Compañía de Abastecimientos del Distrito, Astronaves de Segunda Mano Gambel.

Sabra era una ciudad lo bastante grande y rica como para necesitar protección contra asaltantes y filibusteros aunque, como Brinktown en otro cuadrante de la galaxia, rendía un importante servicio a la gente que vivía más allá de la Estaca. Los miembros de la Milicia Ciudadana se mantenían constantemente junto a las baterías Thribolt, y las naves procedentes del espacio despertaban grandes sospechas.

Gersen maniobró con lentitud, habló por radio con el espaciopuerto y entró en la órbita de aterrizaje. Agentes de la brigada local «Anticomadrejas», engañados por el Pharaon, interrogaron a Gersen nada más descender. Los «comadrejas» sólo se desplazaban en modelos 9-B, los únicos modelos que la PCI enviaba a Más Allá. Gersen, por una vez, fue sincero. Declaró que había venido a Sabra para localizar a una mujer trasladada a la ciudad veinte o treinta años antes por Gascoyne el Mayorista. Los «Anticomadrejas», al contemplar los puntos y las curvas del detector de mentiras, rieron ante su exceso de quijotismo y le dejaron en libertad.

Era media mañana. Gersen se registró en el Gran Hotel Murchison, en lo alto del cráter Orban, lleno a rebosar de compradores de tapices, agentes comerciales del Oikurriene y deportistas que iban a la caza de los aborígenes de las montañas Bower. Gersen se bañó y adoptó un vestido local: pantalones de felpa escarlata y chaqueta negra. Bajó al comedor y pidió una muestra de productos marítimos típicos: ensalada de algas marinas y un plato de moluscos locales. Directamente bajo el hotel se hallaban el almacén y las oficinas de Gascoyne el Mayorista: un edificio alto de tres plantas con un patio central. Un enorme letrero rosa y azul sobre la fachada rezaba:

EL MERCADO DE GASCOYNE

Selectos esclavos para todo

Un par de bellas mujeres y un hombre fornido estaban pintados debajo. Sobre el letrero se podía leer: «La Garantía de los Diez Puntos de Gascoyne es justamente célebre».

Gersen terminó de comer, bajó a la plaza y se dirigió al Mercado de Gascoyne. Tuvo la suerte de toparse con Gascoyne en persona, que le acompañó a su despacho. Gascoyne era un hombre apuesto y bien proporcionado de edad indeterminada, con el pelo oscuro y rizado, un gallardo bigote negro y cejas expresivas. El despacho era sencillo e informal. El suelo desnudo, un viejo escritorio de madera y una pantalla de datos mostraban evidencias de un uso continuado. En un muro colgaba una placa con la famosa garantía de los Diez Puntos de Gascoyne grabada en pan de oro y festoneada de escarlata. Gersen explicó el propósito de su visita.

—Hará unos veinticinco años aproximadamente, usted visitó Sarkovy. Y compró dos mujeres a un tal Kakarsis Asm. Sus nombres eran Inga y Dundine; me interesa localizar a esas mujeres. Tal vez sería tan amable de buscar la información en sus archivos.

—Será un placer. Recuerdo las circunstancias vagamente, pero… —Manipuló los controles del banco de datos, que se iluminó con relámpagos de luz azul y una fugaz cara sonriente que se desvaneció al instante. Gascoyne sacudió la cabeza—. Para el caso, igual me serviría una piedra. Debí repararlo… Bueno, vamos a ver. Sígame, por favor. —Condujo a Gersen hasta una habitación trasera abarrotada de libros mayores—. Sarkovy. Voy muy pocas veces. ¡Un mundo pestilente, la cuna de una raza perversa! —Buscó en sus libros antiguos.—Éste debe de ser el viaje. ¡Hace tanto tiempo! Treinta años. Vamos a ver. Hay que ver como estos viejos legajos despiertan los recuerdos. Los buenos días perdidos… una frase nada banal… Dígame los nombres otra vez.

—Inga y Dundine. No sé sus apellidos.

—No importa. Aquí están. —Copió unos números en una hoja de papel, buscó en otro libro y consultó los números—. Ambas fueron vendidas aquí, en Murchison. Inga fue a la Fábrica de Qualag. ¿Sabe dónde está? Es la tercera en la orilla derecha del río. Dundine fue a la Fábrica Júniper, enfrente de Qualag. Espero que estas mujeres no fueran hermanas o amigas… Como cualquier otro, mi negocio tiene aspectos desagradables. Tanto en Qualag como en Júniper las mujeres llevan una vida muy productiva, pero no se las mima, por supuesto. ¿Y quién lo pasa bien en esta vida?

Enarcó las cejas y dedicó un gesto despreciativo a su austero despacho.

Gersen asintió, como dando por entendido que compartía sus sentimientos. Le dio las gracias y se marchó.

La Fábrica de Qualag se componía de media docena de edificios, cada uno con cuatro plantas, alrededor de un recinto. Gersen entró en el vestíbulo de la oficina principal, adornada con tapices sencillos. Un pálido empleado de pelo rubio le preguntó qué deseaba.

—Gascoyne me ha dicho que hace treinta años Qualag compró una mujer llamada Inga, factura número diez, uve, seiscientos veintitrés. ¿Puede decirme si aún está empleada aquí?

El oficinista arrastró los pies hasta los archivos, y, después habló unas palabras por el intercomunicador. Gersen esperó. Una mujer alta, de plácida expresión y fuertes brazos y piernas penetró en la oficina.

—El caballero aquí presente —dijo el empleado con petulancia— desea informarse sobre Inga, B, dos, A, G, noventa y cinco. Hay una tarjeta amarilla con dos elips blancos, pero no puedo encontrar la referencia.

—Está mirando bajo el Dormitorio F. Las B, dos se hallan en el A. —La mujer localizó la referencia correcta—. Inga, B, dos, A, G, noventa y cinco. Muerta. La recuerdo muy bien. Una terrestre muy altiva. Se quejaba constantemente de todo. Vino a la sección de teñidos mientras yo era consejera de diversiones. La recuerdo bien. Trabajaba con azules y verdes, y eso la enloqueció; acabó arrojándose a una tina de naranja polvorienta. Hace mucho tiempo. Caramba, cómo pasa el tiempo…

Al salir de Qualag. Gersen cruzó el río por un puente y se encaminó a la Fábrica Júniper, que era algo más grande que la de Qualag. La oficina era similar, aunque con un ambiente de mayor actividad.

Gersen preguntó acerca de Dundine. El empleado se mostró receloso y no quiso consultar los archivos.

—No se nos permite proporcionar tal información —dijo mirando a Gersen desdeñosamente desde la altura de su mostrador.

—Quiero discutir el asunto con el administrador —solicitó Gersen.

—El señor Plusse es el dueño de la fábrica. Tome asiento mientras le anuncio.

Gersen fue a examinar un tapiz de tres metros de ancho por dos de alto, que representaba un campo lleno de flores sobre el que revoloteaban centenares de pájaros.

—El señor Plusse le recibirá, señor.

El señor Plusse era un hombre de corta estatura y maleducado, con un moño blanco y ojos legañosos. Estaba claro que no tenía la menor intención de hacerle favores a nadie.

—Lo siento, señor. Debemos cuidar de nuestra producción. Bastantes problemas nos causan las mujeres. Hacemos por ellas cuanto podemos; les damos buena comida y diversiones, las bañamos una vez a la semana. Y, sin embargo, es imposible tenerlas satisfechas.

—¿Puedo preguntar si aún trabaja con ustedes?

—Eso carece de relevancia; no le permitiríamos molestarla.

—Si se encuentra aquí, si es la mujer que ando buscando, le gratificaré por las molestias.

—Hum. Un momentito. —El señor Plusse habló por el intercomunicador: ¿No hay una Dundine en la sección de mimbres? ¿Cuál es su coeficiente? Hum… Ya veo. —Miró a Gersen con un destello de astucia—. Una empleada muy valiosa. No se la puede entretener. Si insiste en hablar con ella, tendrá que comprarla. El precio son tres mil UCL.

Gersen entregó el dinero sin una palabra. El señor Plusse se humedeció su pequeña boca rosada.

—Traiga a Dundine a la oficina con la mayor discreción.

Pasaron diez minutos, que el señor Plusse aprovechó para hacer anotaciones en una tabla. La puerta se abrió; el empleado de antes entró con una mujer gruesa que llevaba una blusa blanca. Sus facciones eran grandes, el cabello corto, de color pardo, rizado y atado con un lazo. Se retorció las manos, mirando alternativamente a Plusse y a Gersen.

—Abandona nuestra empresa —dijo el señor Plusse en tono seco—. Este caballero la ha comprado.

Dundine miró a Gersen con expresión aterrorizada.

—¿Qué piensa hacer conmigo, señor? Me siento a gusto aquí, cumplo mi trabajo; no quiero ir a las granjas de las afueras. Ya soy muy vieja para las tareas pesadas.

—No se preocupe, Dundine. Le he pagado al señor Plusse; ahora es una mujer libre. Puede regresar a casa, si quiere.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—No me lo creo.

—Es verdad.

El rostro de Dundine se debatía entre el asombro, el miedo y la duda.

—Pero… ¿por qué ha hecho esto?

—Quiero hacerle algunas preguntas.

Dundine le dio la espalda y ocultó la cabeza entre las manos.

—¿Quiere llevarse algo consigo? —preguntó Gersen al cabo de un momento.

—No. Nada. Si tuviera dinero me llevaría ese pequeño tapiz que hay en la pared, el de las danzarinas. Me encargué de poner el mimbre en ese tapiz y me gusta mucho.

—¿Cuál es el precio? —preguntó Gersen al señor Plusse.

—La llamamos «Estilo Diecinueve» y cuesta setecientos cincuenta UCL.

Gersen compró el tapiz y lo descolgó.

—Vamos, Dundine. Será mejor que nos vayamos.

—¡Pero debo despedirme de mis amigas…!

—Imposible —dijo el señor Plusse—. ¿Quiere molestar a las otras mujeres?

—No he recogido mis primas. Me quedan tres medios períodos de diversión. Me gustaría dárselos a Almerina.

—Como ya sabe, es imposible. No consentimos el intercambio o venta de primas. Puede utilizarlos ahora, antes de marcharse.

—¿Tenemos tiempo? —consultó Dundine con Gersen—. Me parece una vergüenza desperdiciarlos… aunque supongo que ya no importa…

Caminaron por la carretera que bordeaba el río hasta el centro de la ciudad. Dundine miraba con timidez a Gersen.

—No puedo imaginar lo que espera obtener de mí. Estoy segura de que no le he visto en mi vida.

—Me interesa todo cuanto pueda decirme acerca de Viole Falushe.

—¿Viole Falushe? No le conozco. No sé nada sobre él. —Dundine se detuvo bruscamente y sus rodillas temblaron—. ¿Me devolverá a la fábrica?

—No —dijo Gersen en tono hueco—. No lo haré. —La escudriño con semblante disgustado—. ¿Es usted la Dundine que fue raptada junto con Inga?

—Oh, sí. Pobre Inga. Nunca más supe de ella desde que llegamos a Qualag. Dicen que Qualag es muy aburrida.

La mente de Gersen trabajaba febrilmente.

—¿Fue raptada y conducida a Sarkovy?

—Sí. ¡Qué horrible viaje! ¡Recorrimos las estepas en viejas carretas traqueteantes!

—Pero el hombre que las raptó y las llevó a Sarkovy… era Viole Falushe, según mis noticias.

—¡Él! —La boca de Dundine se estremeció como si hubiera probado algo desagradable—. Su nombre no era Viole Falushe.

Entonces Gersen recordó que Kakarsis Asm le había dicho lo mismo. El hombre que le había vendido a Inga y a Dundine no utilizaba el nombre de Viole Falushe.

—No, no —dijo Dundine con voz apagada, perdida en lejanos recuerdos—. No era Viole Falushe. Era aquel desagradable Vogel Filschner.

Dundine fue relatando su historia de regreso al Oikumene, entre vacilaciones e imprecaciones, anécdotas y retazos fidedignos. Gersen consiguió extraer de todo lo dicho un relato aproximado.

Excitada por su recién adquirida libertad, Dundine habló con entusiasmo. ¡Por supuesto que conocía a Vogel Filschner! Le conocía muy bien. ¿Así que había cambiado su nombre por el de Viole Falushe? ¡Para no avergonzar más a su madre! Aunque, de todos modos, la señora Filschner nunca había gozado de buena reputación, y nadie conocía al padre de Vogel Filschner. Había ido a la misma escuela de Dundine, dos clases por delante.

—¿Dónde fue? —preguntó Gersen.

—¡En Ambeules! —exclamó Dundine, sorprendida de que Gersen no conociera los hechos tan bien como ella.

A pesar de que Gersen conocía Rotterdam, Hamburgo y París, nunca había visitado Ambeules, un suburbio de Rolingstiaven, en la costa oeste de Europa.

De acuerdo con los datos aportados por Dundine, Vogel Filschner siempre había sido un muchacho extraño e introvertido.

—Muy sensible —aseguró Dundin—. Siempre a punto de montar en cólera o de derramar lágrimas. ¡Nunca sabías lo que Vogel sería capaz de hacer! —Permaneció en silencio durante unos momentos, sacudiendo la cabeza ante los recuerdos que la asaltaban—. Cuando cumplió dieciséis años (yo apenas tenía catorce), una chica nueva entró en la escuela. Era muy hermosa… se llamaba Jheral Tinzy… ¡y Vogel Filschner se enamoró de ella!

Pero Vogel Filschner era sucio y desagradable. Jheral Tinzy, una chica sensible, le encontró repulsivo.

—¿Y quién podía culparla? —musitó Dundine— Vogel era un chico extraño. Aún le puedo ver ahora, más alto que los de su misma edad, muy delgado, pero con el estómago y el culo redondeados. Caminaba con la cabeza ladeada, y lo observaba todo con sus ojos oscuros y ardientes. Miraban, vigilaban, jamás olvidaban ni un detalle… así eran los ojos de Vogel Filschner. En honor a la verdad, debo decir que Jheral Tinzy le trató con crueldad; siempre se reía y se burlaba de él. Creo que arrastró al pobre Vogel a la desesperación. Entonces se lió con… ¡no recuerdo su nombre! Escribió poesías, extrañas y atrevidas. Decían que era ateo, a pesar de que tenía protectores en las clases superiores. ¡Qué días tan lejanos, tan trágicos y tan dulces a la vez! Ah, si pudiera vivirlos otra vez cambiaría muchas cosas.

»Incluso ahora recuerdo el olor del mar. Ambeules, el distrito antiguo, da al Gaas, y es la parte más encantadora y hermosa de la ciudad. Las flores eran increíbles. Pensar que no he visto llores durante treinta años, excepto las que he tejido… —y Dundine se puso a examinar el tapiz que había colgado en una mampara de la habitación.

»Era el más morboso y sensible de los chicos jóvenes, —enseguida volvió al tema de Vogel Filschner—. Cada vez le entusiasmaba más 1,1 poesía. La verdad es que Jheral Tinzy le humilló hasta lo indecible. Sea como sea, Vogel llevó a cabo su venganza. Formaban el coro veintinueve chicas. Cantábamos cada viernes. Vogel había aprendido a manejar una astronave… un desafío que todos los chicos aceptaban, Así que Vogel robó uno de los pequeños localizadores, y cuando salimos del ensayo para tomar el autobús era él quien conducía el vehículo. Nos llevó a la astronave y nos convenció para que subiéramos a bordo. Pero ésa fue la única noche en que Jheral Tinzy no vino al ensayo. Vogel no lo advirtió hasta que la última chica hubo salido del autobús; se quedó de piedra. Pero ya era demasiado tarde, no tenía otro remedio que huir. —Dundine suspiró—. Veintiocho chicas, puras y frescas como florecillas. ¡Cómo nos trató! Sabíamos que era extraño, pero no feroz como un animal salvaje. No, nunca. ¿Cómo podíamos imaginar cosas semejantes? Por razones sólo conocidas por él nunca nos llevó a la cama. Inga decía que estaba malhumorado porque no había conseguido capturar a Jheral. Godelia Parwitz y Rosamond… no me acuerdo de su apellido… trataron de golpearle con un instrumento de metal, a pesar de que matarle habría significado nuestra sentencia de muerte, pues ninguna sabía manejar una astronave. Las castigó de tal forma que lloraron y suplicaron. Inga y yo le dijimos que era un monstruo de perversión para obrar así. Lo único que hizo Vogel Filschner fue reír. "¿Así que soy un monstruo de perversión? ¡Yo os enseñaré lo que es un monstruo de perversión!" Entonces nos llevó a Sarkovy y nos vendió al señor Asm.

»Pero antes se detuvo en otro mundo y vendió a las diez chicas menos atractivas. Inga, yo y otras seis, las que más le odiábamos, fuimos vendidas en Sarkovy. De las otras, las más bellas, no sé nada. Gracias a Kalzibah, alguien ha venido para ayudarme.

Dundine quería volver a la Tierra. Gersen la obsequió en New Wexford con ropas nuevas, un billete para la Tierra y una renta suficiente para vivir con comodidad hasta el fin de sus días. En el espaciopuerto se produjo una escena embarazosa cuando la mujer se abrazó a sus rodillas y le besó las manos.

—¡Pensé que moriría y que mis cenizas serían dispersadas en un lejano planeta! ¿,Cómo he podido ser tan afortunada? Entre tantos millones de criaturas, ¿por qué Kalzibah me ha elegido a mí?

La misma pregunta, planteada en diferentes términos, preocupaba a Gersen. Habría podido comprar Qualag, Júniper y las demás fábricas de Sabra, y devolver a sus hogares a todas las mujeres cautivas… ¿Y qué? Había una gran demanda de tapices manufacturados en Sabra. Se instalarían nuevas fábricas y se importarían nuevos esclavos. Un año después todo seguiría igual.

Aunque… Gersen exhaló un suspiro. La maldad infestaba el universo. Gersen no podía terminar con ella. Entretanto, Dundine se secaba los ojos con la intención de volver a arrodillarse ante Gersen.

—Quiero pedirle una cosa —dijo Gersen con impaciencia.

—¡Lo que quiera, lo que quiera!

—¿Volverá a Rolingshaven?

—Allí está mi hogar.

—No debe revelar cómo escapó de Sabra. ¡No se lo diga a nadie! Invente cualquier cosa. No mencione que la interrogué acerca de Vogel Filschner.

—¡Confíe en mí! ¡No hablaré aunque todos los monstruos del infierno me estiren de la lengua!

—Entonces, adiós.

Gersen se marchó a toda prisa, antes de que Dundine volviera a demostrarle su gratitud.

Desde un videófono público llamó a la Compañía de Inversiones Bramar.

—Henry Lucas desea hablar con el señor Addels.

—Un momento, señor Lucas.

Addels apareció en la pantalla.

—¿Señor Lucas?

Gersen permitió que su imagen fuera visible.

—¿Todo va bien?

—Tanto como cabía esperar. Mis únicos problemas provienen del inmenso caudal de dinero. Su dinero. —Addels esbozó una sonrisa. Pero poco a poco me voy organizando. Por cierto, la Radian Publishing Company ya es nuestra. A causa de las circunstancias que le mencioné anteriormente, la compra no ha supuesto un gran desembolso.

—¿Alguien ha hecho indagaciones? ¿Alguna pregunta, algún rumor?

—Ninguna, que yo sepa. Zane Publishing Company compró Radian; Irwin & Jeddah son los dueños de Zane, y a su vez pertenecen a una cuenta corriente del banco de Pontefract. La cuenta corriente está a nombre de Inversiones Bramar. ¿Quién es Inversiones Bramar? Por lo visto, soy yo.

—¡Bien hecho! Un trabajo magnífico.

—No me cansaré de repetirle que invertir en Radian me parece un error, al menos si partimos de la base de su rendimiento anterior.

—¿Por qué han perdido dinero? Todo el mundo lee Cosmópolis. Lo veo en todas partes.

—Quizá sea así. De todos modos, la tirada ha disminuido. En realidad, han dejado de lado al lector habitual. La dirección ha intentado complacer a todo el mundo, incluidos los patrocinadores: la revista ha perdido su encanto.

—Se me ocurre un remedio para esta situación. Contrate a un nuevo director, un hombre que posea imaginación e inteligencia. Hágale revitalizar la revista sin hacer concesiones a los patrocinadores ni a la tirada, sin reparar en gastos. Cuando la revista haya conseguido recuperar su prestigio, patrocinadores y ventas volverán a toda prisa.

—Trataré de hacer lo que me dice —dijo Addels con sequedad—. No estoy acostumbrado a manejar millones como si fueran miles.

—Yo tampoco. El dinero no significa nada para mí… aparte de su enorme utilidad. Otra cosa: advierta al redactor jefe de Cosmópolis (me parece que se halla en Londres) que un hombre llamado Henry Lucas irá a trabajar al equipo de redactores. Dígale que es un empleado de la Zane Publishing, por ejemplo. Entrará en nómina como escritor especializado, que trabajará cuándo y dónde elija sin que nadie le coarte.

—Muy bien, señor. Haré lo que me pide.