Capítulo 22

El dolor en el brazo no era nada, comparado con el dolor en su corazón. Por un momento, Simon se sintió atontado. Valmey dio un paso adelante, aprovechándose de la debilidad de su oponente. Simon levantó la espada para protegerse del golpe, pero no tenía fuerza para contraatacar. Se vio retrocediendo. Todavía era capaz de defenderse, pero no era capaz de montar una ofensiva, y mucho menos de obtener alguna ventaja estratégica.

—Si, vos tal vez nunca mas veas a tu amada Laurel… ¡pobre Simon! —lo provocó Valmey cruelmente.

Simon, sin embargo, no se dejaría llevar por una trampa verbal. Con un esfuerzo supremo, apartó de su mente la terrible posibilidad de que Laurel estuviese herida, o muerta. Pero el dolor insistente en su corazón enamorado era más feroz que cualquier herida física y él sabía que, a menos que lograse recuperar su concentración, estaba perdido.

—¿Qué dices, Valmey?

—La última vez que vi tu casa, el dormitorio de tu esposa era un montículo de cenizas.

—¿ cuándo fue eso?

—Un día después de vos partieras de Londres para venir a esta misión.

Simon sonrió, pero el esfuerzo de manipular la espada para defenderse de los golpes de Valmey le transformaba la expresión en una mueca. Laurel debía estar bien Antes de partir, él se había negado a su pedido para volver a la casa y había arreglado con Adela para que Laurel permaneciese rigurosamente vigilada en la Torre. Comenzaba a darse cuenta de la artimaña de Valmey. Su brazo había comenzado a latir, pero era mejor ignorar ese hecho. Procuró concentrarse en la artimaña de Valmey y en los motivos de él.

—¿Quién fue responsable del incendio?

—No lo sé. Tal vez Robert de Breteuil haya mandado a alguien para vengarse de vos.

La sugerencia de Valmey tuvo en Simon el efecto de una poción mágica. Se dio cuenta que si Valmey estaba acusando Breteuil de mandar incendiar su casa, no tenía sentido que Laurel hubiera conspirado con su antiguo escudero. Simon apenas tuvo tiempo de comprender por qué la sugerencia de Valmey le había sacado un peso del corazón; sólo sabía que el amor que tenía allí confinado había sido liberado para fluir a través de su cuerpo. No sólo sentía que Laurel estaba dentro de sí, dándole aliento e impulso, pero que también estaba detrás de sí, dándole fuerza. Procuró emitir la energía de su amor hacia su brazo herido y, aunque el dolor allí no disminuyese, Simon de repente sabía cómo sincronizarlo mejor con el ritmo de la espada de Valmey.

El dolor agudo lo mantenía alerta, le daba coraje, lo ayudaba a calcular las posibilidades de brechas para atacar a su enemigo.

Valmey y Laurel no formaban una pareja perfecta, mientras él había juzgado anteriormente, cuando antes había pensado ver semejanzas entre los modales de Valmey y los de Laurel, ahora sólo veía diferencias: Valmey era hipócrita, Laurel era una mujer íntegra; Valmey era cobarde y Laurel era valiente; Valmey un era traidor, Laurel era honesta y auténtica.

Estaba enamorado de una mujer bella, sabia e íntegra.

A continuación, una nueva sensación dominó a Simon; comenzó sentir placer por enfrentarse a Valmey. No veía motivo para apurarse en matarlo, pues Valmey tenía mucho por que pagar.

—Si no… tienes… cuidado —balbuceó Valmey, jadeante—. Vas a resbalarte… con tu propia… sangre.

Simon no tomó el trabajo de responder con palabras. Agitó la espada con maestría y encontró una brecha a la izquierda de Valmey, haciendo contacto con el cuerpo de él con una fuerza y un ángulo que no sólo le abrió la piel sino que también le quebró varias costillas. La respiración ruidosa de Simon acobardaba a Valmey cada vez mas, en vez de estimularlo a atacar.

—¿Por qué hiciste todo esto? —exigió Simon, avanzando y haciendo que Valmey retrocediese.

—¿Qué?

—¿Por qué jugaste a apoyar a Stephen y a Henry al mismo tiempo?

—Ya… ya te lo dije.

—¿Porque no podías prever quien sería el vencedor? —Simon sacudió la cabeza—. No es motivo suficiente…

—Es… suficiente… para… vos.

—¿Por qué, para mí, especialmente?

—Porque tienes demasiado.

El desprecio que Simon sentía por Valmey no daba lugar a comprensión o a la piedad. No conseguía considerar que los motivos de la traición de ese hombre se debía a una posible debilidad humana, como celos, o codicia, ni siquiera al instinto de supervivencia. Simon veía a Valmey como la personificación del mal, un hombre que se atrevía a juzgar y determinar cuanto y qué otro hombre podía tener en su vida y que era capaz de matar y destruir por egoísmo; un conspirador sin causa.

—Lo que tengo es mío —afirmó Simon—. Y así será.

—A menos que yo te…derrote…

Simon quería ver a Valmey destruido. No tenía nada más que decir y dejó que su espada hablase por él. Y ella habló, tan directa, firme e implacablemente como él mismo siempre había hecho. El fin estaba cerca y el resultado era claro. Los minutos de Cedric de Valmey en la Tierra estaban contados.

La maldad de Valmey, sin embargo, era inagotable.

—¿Y cómo le vas a… explicar a Stephen… mi muerte… por tu espada? ¿Cedric de Valmey… el más… leal… caballero… del… rey matado por un… compañero?

—Estoy preparado para asumir las consecuencias de mis actos.

—Conmigo… muerto… y… vos… difamado por asesinar a un colega —continuó Valmey destilando su veneno—. La causa de Henry… va a… triunfar…

Espesas gotas de sudor caían de la frente y el rostro de Valmey, empapándole la parte superior de la túnica y la camisa, fundiéndose con la sangre que le brotaba de su costado. Sus hombros se sacudían con el esfuerzo por respirar, por vivir. Sus movimientos perdían firmeza, sus piernas tambaleaban; el brazo que empuñaba la espada perdía fuerza.

—¿Cómo le vas a… explicar a… Henry… que… mataste…a uno de… sus… hombres… mas… valiosos?

Aún sin los comentarios de Valmey, Simon ya había notado que él estaba en un dilema. Estaba seguro que si pudiese, volvería atrás y borraría esa confrontación.

Pero no se podía volver el tiempo atrás. Tampoco Simon podía bajar la espalda e ignorar todo lo allí había sucedido.

—Si yo fuera condenado a la horca, por Henry o Stephen, en consecuencia de tu traición, entonces mi muerte sería tu único consuelo, ¡cuando te estés asando en el infierno! —Simon desequilibró a Valmey y lo desarmó. En el instante siguiente estaba arrodillado sobre él. La hoja de su espada brillaba pegada al cuello de Valmey —: Pero no nos encontraremos allá, Cedric. Tus pecados no causaran mi deshonra.

Los ojos de Valmey se abrieron.

—… Asesinar… a un… compañero… es… el fin… de tu alma inmortal.

Simon estaba consciente de eso, pero, aún así, se inclinó sobre Valmey para ejecutar la tarea sangrienta. Pero antes del golpe final que sellaría el destino de Valmey y el suyo propio, un grito autoritario de “¡Alto!” sonó detrás de él.

El brazo de Simon se detuvo en el aire. Él se dio vuelta y miró por encima del hombro.

* * *

Mientras observaba a la bella joven, la expresión del duque Henry pasó de la diversión a la intriga, sin dejar de ser, antes que nada, indulgente.

Laurel estaba demasiado ansiosa para analizar correctamente las expresiones del rostro joven del duque. Muchas cosas estaban en juego para que ella sintiese confianza en sus propios actos, para que creyese que su discurso había sido convincente, o para esperar que el duque Henry la comprendiese y atendiese a su pedido. Ahora que había dicho todo, sentía que su coraje se desmoronaba. Ya no estaba segura de si había hecho bien en venir a la presencia del duque, como una estúpida, para rogar en favor de su marido, pero se forzó a permanecer firme delante de él, a la espera de una decisión.

—Pensaré sobre lo que acaba de revelarme, mi lady —le prometió el duque, finalmente.

Laurel pensó haber vislumbrado un brillo en los ojos azules.

¿O sería la sombra de una sonrisa en los labios firmes? Pero él inclinó la cabeza y se apartó, antes que ella pudiese llegar a una conclusión. Laurel comprendió que había sido dispensada. Se dio vuelta y se dejó conducir fuera de la tienda por el guardia que vigilaba la entrada. El hombre apartó la cortina para darle paso.

Ella salió a la noche estrellada y buscó a Swanilda, que la aguardaba al lado de la tienda. Varios guardias se habían interesado por la presencia de la sierva en el campamento y estaban agrupados a su alrededor, habiendo alcanzado un nivel de comunicación notable, dada su ignorancia del idioma inglés y el débil dominio de Swanilda del francés. La llegada de Laurel hizo que los guardias retornaran inmediatamente a sus puestos, en la entrada de la tienda.

Laurel tocó el brazo de Swanilda y dejó escapar un largo suspiro. Ya iba a apartarse con ella de la tienda cuando vio la figura de un hombre que conocía muy bien, caminando con calma, pareciendo muy familiarizado con ese campamento. El hombre desapareció detrás de la tienda.

Laurel contuvo la respiración. Su corazón se disparó, por una sensación de triunfo y de miedo, y por poco ella no cedió al impulso de volver corriendo dentro de la tienda del duque. Pero lo pensó una segunda vez y decidió que la discreción era el mayor triunfo del coraje, y que debía, primero, asegurarse de la identidad del hombre, antes de actuar. Por eso, lo siguió alrededor de la tienda, tratando de no oír dos las palabras atrevidas de algunos de los soldados. Persiguió al hombre hasta conseguir verle el rostro, a la luz de la luna.

Era inconfundible. El hombre era Cedric de Valmey. Laurel experimentó la euforia de ver a su enemigo exactamente en el lugar donde quería verlo. Pero, ¿sería demasiado tarde? Valmey ya habría encontrado a Simon y ¿le habría causado algún mal? Para poder continuar razonando con claridad, Laurel se convenció que no era así.

Siguió a Valmey por un tiempo, mas imaginando que él iba a entrar en alguna tienda. Pero cuando notó que él se distanciaba cada vez más del campamento y que descendía hacia el río, comprendió que no tenía tiempo que perder. Volvió corriendo a la tienda del duque Henry y recibió inmediatamente permiso para entrar, ya que era cara conocida para el guardia. Contempló la expresión atónita del joven duque cuando este se dio vuelta para encontrarse, una vez mas, con la adorable Laurel de Beresford.

—¡Venga! —exclamó ella—. ¡Se lo imploro! Le explicaré en el camino.

Laurel extendió la mano hacia el duque, en una actitud de súplica. Casi cayó de rodillas, en agradecimiento, cuando él no ordenó su que la echaran de la tienda. En vez de eso, él dio un paso adelante, con una expresión de interés en el rostro.

—¿Sí, mi lady? ¿Se acordó de mas algo que me quiera decir?

—Sí… —se apresuró ella a decir, gesticulando nerviosamente—. Le explicaré de que se trata en el camino. Por favor, ¡acompáñeme!

Mientras salían de la tienda juntos, Laurel prosiguió:

—Cuando vine le hablé apenas en favor de mi marido, pero no me atreví a denunciar a ciertos personajes que actúan como espías en la corte de Stephen. Pero ahora usted precisa saber que hay un hombre que lo está traicionando a usted y a Stephen, en este exacto momento, esa basura está saliendo de su campamento y yendo al campamento de Stephen. Se trata de Cedric de Valmey. Supongo que lo conoce.

—Sí, claro.

¿Sabía que Valmey está cruzando el río en este mismo instante, en dirección al campamento de Stephen?.

El duque Henry admitió que Cedric de Valmey, con quien había tenido una audiencia poco antes que Laurel de Beresford fuese anunciada, no había mencionado su intención de atravesar el río aquella noche.

Agradecida por la buena voluntad del duque Henry de prestarle atención, Laurel relató la historia de la traición de Cedric de Valmey. No notó que el interés de Henry al oírla era acompañado de señales en código hacia varios de los guardias que los habían seguido.

Henry se dio cuenta rápidamente que esa bella joven no lo estaba conduciendo a una trampa, sino al margen del río, para mostrarle una prueba de la traición de Cedric de Valmey. Llegando al río, sin embargo, Laurel vio algo que casi hizo que su corazón se parara. Ella dio un paso adelante y pestañeó, intentado focalizar la escena bajo la luz de la luna. Miró atentamente al otro lado del río, esperando, contra todas sus esperanzas, que no fuese Simon quien acababa de salir de atrás de un grupo de juncos, en el momento en que Valmey llegaba, con el bote al margen opuesto. Ella agarró del brazo al duque…

—¡Por Dios! —ella exclamó—. ¡Es él! Por lo menos, creo que él. Estamos tan lejos que no puedo tener certeza. Pero ningún otro hombre tiene ese cuerpo… ese modo de… Él no sabe… no tiene idea que… ¡Debemos hacer algo! ¡Valmey es un traidor! ¡Un asesino! ¡Oh, necesito un bote… debo ir allá! Debo ayudar a Simon. ¿Puedo usar uno de sus botes? ¡Por favor!

El duque Henry, a esa altura, ya estaba profundamente interesado en el drama que envolvía a los dos hombres en la margen opuesta del río y a la mujer suplicante a su lado. Tenía, también, curiosidad por saber qué pensaba hacer ese ángel rubio una vez que hubiera atravesado el río. ¿Planeaba interponerse entre esos dos hombres de fuerza descomunal que no parecían ser exactamente amigos…?.

Henry puso a disposición de Laurel no sólo un bote, sino también su propia persona y dos guardias. Laurel aceptó la escolta con un murmullo de agradecimiento.

Estaban en medio del río cuando Simon y Valmey empuñaron sus espadas y las hojas de metal brillaron amenazadoramente a la luz de la luna. Habían alcanzado el grupo de juncos cuando los golpes de las espadas llenaron el aire. Laurel y el duque Henry ya estaban fuera del bote, cuando oyeron la voz de Valmey.

—Ah, pero creo que todavía no sabes del ataque a tu casa y del incendio en el dormitorio de tu esposa.

Laurel habría corrido hasta donde se encontraban los dos hombres, cuando la espada de Valmey alcanzó el brazo de Simon, si Henry no se lo hubiese impedido. Ella se dio vuelta hacia el joven duque, horrorizada, implorándole con sus ojos que él interrumpiese esa pelea. Pero Henry sacudió la cabeza y llevó una mano a los labios de ella, obligándola a esperar agónicamente a su lado.

Laurel no tenía elección. Oyó, con los puños cerrados, las provocaciones crueles y las mentiras de Valmey. Aún sabiendo que ese hombre no valía nada, se quedó perpleja por sus palabras y rezó para que Simon no creyese en él. Con todo su amor, ella le envió a Simon su alma, su corazón y su sangre. Entonces, como por milagro, vio que el curso de la pelea comenzaba a cambiar y sintió que el duque Henry le soltaba el brazo, como ya no viese la necesidad de detenerla.

Simon parecía haber resucitado, esta vez enfrentaba a un oponente cuyo talento casi se equiparaba con el suyo. Los movimientos de su espada parecían un poema brutal; su ritmo era perfecto; sus golpes eran graciosos, armoniosos; su defensa era brillante, como si adivinase cada movimiento de Valmey; su ataque era implacable. Laurel se estremeció al oír el gruñido de dolor de Valmey cuando la espada de Simon lo alcanzó de lleno, en un costado.

Ella sofocó una exclamación de terror, cerró los ojos y rezó. Abrió los ojos y, esta vez, no sofocó una exclamación de júbilo. Oyó a Valmey confesar su traición, aunque todavía continuase destilando su veneno cruel. Él estaba jadeante y su voz sonaba entrecortada. Laurel casi sonrió cuando el duque Henry la miró y arqueó las cejas, en una expresión de sorpresa e interés. En seguida, él le lanzó una mirada silenciosa que transmitía gratitud por haberlo alertado de la traición de Cedric de Valmey.

Cuando Simon derrumbó a Valmey y éste dejó caer la espada, el duque Henry desenvainó su propia espada. Salió de las sombras de los juncos y gritó en un tono de comando:

—¡Alto!

El brazo de Simon se detuvo en el aire y miró por encima de su hombro, sorprendido. El duque Henry marchó hasta él, que estaba arrodillado sobre Valmey.

—No permitiré que manches tu honor, buen caballero, no vale la pena mancharse las manos con la sangre de un traidor —El joven duque clavó su espada en el suelo, sujetando una punta de la túnica de Valmey. En seguida agregó, hablándole a Simon—: Puedes levantarte y guardar tu espada.

Simon se puso de pie, atónito. Miró el cielo, después al vigoroso joven a su lado, que había colocado un pie sobre el pecho de Valmey. Estaba intrigado con esa especie de rescate sobrenatural, pues aún sin haber sido presentados, sabía que el hombre que estaba delante de él era el duque Henry de Anjou. Guardó su espada, pero no se arrodilló en reverencia delante del joven duque. Era, antes que nada, y para siempre, un hombre de Stephen.

—Nunca vi un manejo de la espada tan perfecto —lo elogió el duque Henry, mirando a Simon a los ojos—. Es de buen grado que te exceptúo de la responsabilidad de eliminar a este traidor.

Él enfatizó la declaración con una patada de su bota sobre el pecho de Valmey.

—Lo agradezco —murmuró Simon.

El duque sonrió.

—No es a mí a quien debes agradecer, sino a tu esposa.

El espanto de Simon aumentó. Pensó que estaba soñando y no creyó en sus propios ojos cuando Laurel salió de detrás de los juncos hacia una zona iluminada por la luna. En su interior reinaba un tumulto de emociones. Estaba hipnotizado por la belleza de ella, estaba preocupado por los peligros por los cuales ella seguramente había pasado para estar con el duque Henry, en ese momento; por un instante tuvo miedo de interpretar lo aquella presencia lo significaba. No tenía la menor idea de cómo el duque Henry se había involucrado en esa historia; estaba completamente desorientado.

Laurel llenó los pulmones con aire y dio un paso adelante, pestañeando para reprimir las lágrimas de tensión y de alivio.

—Lo sé, debes estar enojado conmigo —comenzó ella con voz temblorosa—. Una vez mas me entrometí en tus asuntos.

—Si —murmuró Simon lacónico.

La frialdad de él pareció sacudir a Laurel, quien estalló en llanto como una reacción nerviosa a la escena que había acabado de presenciar:

—No logro dejar de entrometerme —Ella tragó en seco, antes de continuar—. Desde el principio, me metí en un problema y en otro, y en otro… como una niña imprudente. Reconozco que me salió bien en la mayoría de los casos, pero debo admitir que cuando me meto en estos apuros no tengo ni idea de qué hacer, o ¡cómo hacerlo!

Simon no respondió inmediatamente. Laurel contemplaba su rostro, ese rostro tan querido, mojado de sudor, la expresión de continuo enojo combinado con un brillo divertido en su mirada.

—¿Niña imprudente? —Él frunció el ceño—. ¿Eso es un pedido de disculpas, mi lady?

—Sí. ¡No! No tengo por qué pedir disculpas, pues es evidente que una vez mas salvé tu vida.

—¿Salvaste mi vida?

—¡Valmey vino por vos! ¡Yo sabía que él vendría mucho antes que vos! —Ella señaló al traidor, todavía apresado bajo la bota de Henry—. Yo necesitaba encontrarte cuando descubrí al traidor, pero en el camino entre Londres y Bedford me enteré que el duque Henry había obtenido un gran éxito en su campaña de paz, y comprendí claramente lo que debía hacer.

Laurel miró al duque, que se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Salvaste mi vida una vez mas?

Laurel apoyó las manos en sus caderas.

—No crees que eso es obvio, aquella noche, en las murallas, que Rosalyn y Valmey estaban intentado colocarte en una situación comprometida delante de Adela. Y aunque en ese momento no me gustabas como me gustas ahora, ‘no permití que cometieran semejante injusticia!

—¿Ye gusto?

—¡Para no hablar del absurdo incidente en los jardines de la Torre, el día anterior a e nuestro casamiento! Estabas tan seguro de que estabas siendo engañado por tu buen amigo Geoffrey de Senlis, ¿verdad? Y, sin embargo, no era él, ¡era Valmey! ¡Era tan obvio, Simon, que sentí ganas de estrangularte!

Simon sonrió inesperadamente ante la idea de Laurel queriendo estrangularlo.

—Si, aquella noche… en los jardines… Yo Pensé que yo te había salvado a vos. ¡Ah, pero eso me da una idea!

Laurel no se detuvo para oír cual era la idea de Simon, pues el amor, la rabia y el miedo hervían en su sangre, había perdido completamente su compostura natural, su rostro ardía intensamente.

—¡Y para no mencionar a Gunnar Erickson! Yo no lo mandé… jamás mandaría a… matarte. Fui yo quien alertó a Johanna sobre la identidad del caballero desconocido y, una vez mas, fue Valmey, y no tu escudero, quien había planeado todo para… —Laurel se ahogaba—. ¡Para matarte, ese día! Sé que no quieres oír hablar sobre esto así como no quieres oír…

—No necesito oír —la interrumpió Simon, con calma.

— …como no quieres oír mi declaración, pero debo decirte…

—Ya junté todas las partes del rompecabezas —insistió Simon—. Y reconozco que es una historia tan extraña como verdadera.

—Debo decirte que… —Laurel se calló, horrorizada.

—¿Debes decirme, qué? —estalló su marido.

Laurel se sentía mortificada. Por poco no había declarado su amor a Simon, pero él no estaba interesado en un regalo que él no podría retribuir. Se maldijo internamente y se ruborizó.

—Puedes decírmelo después. En verdad, prefiero que me lo digas después.

Simon desató el cinto y lo dejó caer al suelo. En seguida, comenzó a sacarse la túnica.

—¿Qué estás haciendo?

—Sacándome la ropa.

—¿Delante del duque Henry y sus guardias?

Simon se encogió de hombros. Comenzó a apartar cuidadosamente el tejido rasgado de la manga, que se le había pegado a la herida del brazo.

El duque Henry concluyó que había llegado el momento de retirarse, ya que las intenciones de ese Simon de Beresford eran claras. Se había divertido inmensamente con la escena de esa pareja. Lamentando que su participación hubiese terminado, hizo una señal para que los dos guardias sujetasen a Valmey y lo llevasen al bote, que los llevaría a destino: al campamento del otro lado del río.

Henry se dio vuelta hacia Simon.

—Espero verte de nuevo.

Simon ya se quitaba las botas. Sólo faltaba su ropa interior.

—Mañana, tal vez… en un campo de batalla —él respondió.

El duque Henry sacudió la cabeza.

—Las negociaciones comienzan mañana.

Simon hizo una mueca.

—Negociaciones… —repitió, en un tono de menosprecio. El duque sonrió.

—Durarán varias semanas. Mas tiempo, si Stephen se hace el temerario. Tal vez menos, ahora, sin la interferencia de Valmey. En cuanto a tu papel, Simon de Beresford, ¿estás de acuerdo en dejar las negociaciones en las eficientes manos de tu esposa?

Completamente desnudo delante del joven duque, quien estaba destinado a gobernar Inglaterra, Simon declaró:

—Ella tendrá que convencerme primero.

—Ella te convencerá —el duque Henry hizo una reverencia y se retiró.

Simon volvió al diálogo con Laurel, retomando el punto donde había sido interrumpido.

—Ahora, antes que me digas lo que tienes para decir, me gustaría recordarte que yo también salvé su vida algunas veces. ¡Admítelo!

Laurel lo miró, boquiabierta, no a causa de lo que él decía, sino a causa de lo que él hacía.

—¡¡¿Qué?!!

—Si, yo podría mencionar el ataque de Valmey a nuestra casa, pues no creo que ignores la importancia de mi orden para que permanecieses en la Torre durante mi ausencia.

—No, no lo ignoro.

—Y por demostrar tanta consideración con mi esposa, presumo que merezco recibir la eterna protección de las tres norns.

Laurel sonrió, recordando la conversación que habían tenido durante su primera comida juntos en la corte.

—Ah, las norns… —Ella se calló, pensativamente.

—¿No crees que merezco la protección de ellas?

—Claro que la mereces —respondió Laurel jovialmente—. Aunque creo que ya no la precisa. Estaba pensando si ellas todavía existen.

Simon quedó sorprendido.

—No oí decir que ellas hayan muerto…

—No —Laurel sacudió la cabeza—. Me refiero a los mis dioses y las diosas nórdicas. Tengo la impresión que la magia de Loki no es lo que está actuando en este caso, me parece otro pequeño arquero está interfiriendo…, ¡Eros! Y observándote a vos peleando con Valmey, me di cuenta que otro tipo de fuerza estaba actuando. No una fuerza nueva, sino una fuerza antigua, muy diferente y más poderosa.

Laurel contempló la desnudez de Simon.

—Si, me haces acordar al dios griego Hefaestus, el herrero.

Simon quedó satisfecho al pensar que las Valquirias tal vez no existiesen, después de todo él había simpatizado con Tyr y las norns, quienes lo protegían. No sabía nada respecto a ese tal de Eros, o Hef… no sé que… Ni quería saber. De cualquier modo, no estaba allí para discutir sobre dioses nórdicos y griegos.

—¿No te vas a sacar la ropa? —atacó Simon, con la dosis de sutileza que le era tan característica.

—¡¿Qué?!

—Quiero que entres al río conmigo.

—¡¡¿Qué?!! —repitió Laurel, estupefacta.

—Necesito limpiar la herida mi brazo —explicó él—. Y quiero que vengas conmigo.

Simon dio un paso adelante, para ayudar Laurel a desvestirse.

—Pero no es sólo eso. Te quiero desnuda porque vi un grupo de madreselvas cerca de aquí.

—¿Madreselvas?

Simon la miró, divertido.

—¿Perdió su sentido del humor, mi lady?

—Bien, creo que si —respondió ella, completamente desorientada—. No sé de qué estás hablando.

—Estoy hablando de esa noche, en los jardines del castillo, cuando te salvé vos de las garras de Valmey.

La sobrefalda de Laurel cayó al suelo.

—¿Ah, si?

—Lo que yo quería aquella noche era llevarte a un lugar que conozco, del otro lado del muro de la Torre, cerca de la margen del río, es un lugar lleno de madreselvas salvajes. Y hoy descubrí que existen algunas por aquí, río abajo.

Él indicó con la cabeza la dirección.

Mientras se liberaba la túnica, Laurel comenzaba a entender lo que Simon decía.

—¿Vos querías llevarme a las madreselvas aquella noche?

—Vos me amenazaste usar un puñal contra mí —le recordó él, como si ese comentario aclarase todo.

Inesperada y extrañamente, la fantasía de Simon quedó en claro en la mente de Laurel. Ella comenzó a reírse y en el mismo instante su camisa se deslizó hacia sus pies. Estaba tan desnuda como Simon.

—¡No lo creo! —exclamó, sacudiendo la cabeza.

—Me amenazaste, ¡es verdad! —insistió Simon, con un placer intenso—. Me dijiste que…

—No, quiero decir ¡qué no creo que te hayas desnudado frente al duque Henry! —Laurel no era capaz de contener su risa.

—No me cambies el tema —exigió Simon, sujetándole la mano, llevándola al borde del agua.

—Y no se trata del mismo tema, ¿querías sacarte la ropa y querías llevarme a las madreselvas aquella noche en el castillo? Cuando te amenacé fue cuando hablábamos de mi lealtad al duque Henry. Y mi lealtad a ese hombre te acaba de salvar de morir en la horca —Laurel no resistió agregar.

—Date por satisfecha —dijo Simon, sumergiéndose lentamente en el agua oscura—. Pues mi cuello sigue pegado otras partes de mi cuerpo que son de tu interés.

—Hablando de eso… —retrucó Laurel, siguiéndolo dentro del río—. Admito que era justamente en esa otra parte de tu cuerpo en la que estaba interesada aquella noche en los jardines.

Fue el turno Simon de lanzar una carcajada.

—Nuestro pensamiento era el mismo, y probablemente eso acontece con mucha mas frecuencia de lo que sospechamos. Pero respecto a los jardines, nunca consideré que ese fuese un lugar adecuado para hacer el amor.

—¿No? Pero en general se considera el lugar ideal para el amor.

Simon sumergió su cabeza y emergió en seguida, escupiendo agua.

—¿Es eso lo que deseas, mi lady? ¿Reverencias finas y besos caballerescos y castos en los jardines de la corte?

—¿Consideras que las madreselvas mas agradables que los jardines?

Simon empujó Laurel contra sí, anidándola en sus brazas, pegando su cuerpo mojado al de ella. Le susurró una sugerencia al oído, en términos que estaban muy lejos de ser finos o castos.

A pesar de sentirse estimulada por la atrevida sugerencia y por las circunstancias, Laurel vaciló.

Simon apartó su rostro para mirarla, con un brillo en los ojos que hizo que el estómago de Laurel se apretase.

—Yo te desafío, mi lady, a hacerlo conmigo sobre la arena mojada, debajo de las madreselvas salvajes. Pero te desafío a involucrar el corazón además de la lujuria. Te desafío a hacer el amor con amor.

Incapaz de declinar semejante desafío, Laurel aceptó.

 

 

Fin