Capítulo 21

Al día siguiente de la partida de Simon, Laurel caminó hasta el centro del patio de su casa y dio rienda suelta a la histeria que la dominaba. Después de la crisis de furia, se sintió asolada por una profunda sensación de violencia e injusticia, seguido gradualmente por fuertes temblores de miedo. Durante algún tiempo esta última emoción encubrió el despertar de la idea de que toda aquella violencia que la rodeaba no era accidental.

Ella miró furiosa y horrorizada, a la escalera destruida y al corredor parcialmente desmoronado, después a lo que restaba de los dormitorios principales. Afortunadamente, las llamas no se habían propagado al resto de la casa. Había tejas desparramadas por todas partes, entre pedazos de andamios, caballetes y postigos rotos… Laurel no necesitaba mirar dentro del solar para saber que las tres lindas ventanas restauradas yacían hechas pedazos en el suelo.

Los daños habían sido mayores a los que Laurel había imaginado. Dos criados de la casa habían muerto, uno por las quemaduras y otro había sido golpeado en la cabeza por una viga o tres habían resultado heridos, uno de ellos, seriamente. Laurel elevó sus plegarias mas fervorosas en agradecimiento porque Benedict y Gilbert habían escapado ilesos. Al verlos sanos y salvos, los había abrazado con fuerza y los había besado, antes de entregarlos a los cuidados de una de las siervas.

Se había concentrado, entonces, en inspeccionar minuciosamente la cruel devastación. Lo más curioso era, que su dormitorio y el de Simon habían sido quemados en primer lugar, y esa evidencia llevaba Laurel a sospechar que ella era el blanco de ese incendio criminal.

En circunstancias normales, toda la casa, o por lo menos grande parte de ella, se habría quemado, dificultando, de esta forma descubrir el origen del fuego. Pero, con el material de las paredes adyacentes todavía húmedos, se había impedido la extensión de las llamas, dándole tiempo suficiente a los criados para extinguir el fuego, con incontables baldes de agua en el silencio de la noche.

Laurel intentó razonar con objetividad, preguntándose si las ventanas del solar no podrían ser temporalmente reemplazadas por pergamino, cuyo precio era mas accesible. Se arrepentía de haber sido tan extravagante e insistir en colocar vidrios, se defendía diciéndose que su intención había sido devolverle a la casa su elegancia original. Dejando el arrepentimiento de lado, se decidió por colocar pergamino y se sintió inmediatamente mejor por haber tomado una decisión tan práctica. Ahora, debía concentrarse para organizar la remoción de escombros y la limpieza de la casa.

Los siervos y los obreros se unieron a ella, en el patio, para lamentar las pérdidas y los daños. La primera medida de Laurel fue ocuparse del funeral de los muertos. El sacerdote ya estaba allá cuando ella llegó, murmurando y sacudiendo la cabeza, consternado por esa acción, que según él, era satánica. Laurel, sin embargo, no creía que había sido una entidad invisible del mal la que hubiese causado semejante destrucción; ni siquiera Loki. Sabía reconocer la maldad humana, cuando se encontraba con ella, aunque temía detenerse a conjeturar sobre el por qué ella había sido el blanco principal de esa maldad. Pero, finalmente, no pudo seguir eludiendo ese hecho. Si quería recuperar el control de la situación, admitió Laurel, tendría que enfrentar la cruel verdad.

Alguien deseaba su muerte. Su enemigo, obviamente, no sabía que ella había pasado la noche en la Torre. Quien quiera que fuese el criminal, había creído, como todos en la corte, que ella había vuelto a la casa. Adela había contribuido a su salvación, pero, interiormente, Laurel sabía que le debía a Simon el estar viva. Él debía haber sospechado que algún mal estaba siendo planeado contra ella. Había insistido en que permaneciese en la corte. Hasta le había confesado que estaba preocupado por su seguridad. Con certeza él había sido quien le había pedido a Adela que mantuviera en secreto su presencia en el castillo.

Reflexionado, ahora, sobre este hecho, Laurel hallaba increíble que hubiese intentado desafiar a su marido. Pero él se había mantenido implacable, y de esta forma le había salvado la vida. Era increíble, también, pensar que había temido la existencia de un enemigo dentro de los muros del castillo. Cuando Adela le había informado del incendio en su casa esa mañana, ella no había tenido la oportunidad de observar la reacción de algunos cortesanos. Hubiese deseado poder presenciar, principalmente, la reacción de Rosalyn.

En verdad, no necesitaba ver la reacción de lady Chester para saber de quien era la mano que había causado las muertes en su casa y toda aquella destrucción.

Como si lo hubiese materializado con sus pensamientos, Laurel se dio vuelta para ver a Cedric de Valmey atravesar el portón y caminar, apresurado, en su dirección.

¡Culpable! Fue la primera palabra que surgió en la mente de Laurel, a pesar de la expresión de Valmey de profunda consternación y del tono serio y respetuoso de su voz al saludarla. ¡Cínico! Fue la segunda.

—¡Mi lady Laurel! Vine tan pronto como me enteré. Estaba con las tropas de refuerzo, solicitadas desde Wincester, y ya nos encontrábamos fuera de los muros del castillo, cuando llegó la noticia de la presencia de vándalos en la ciudad. ¿Cómo estás, mi lady?

 

Laurel se vio obligada a aceptar el asimiento de la mano de Valmey, la respetuosa reverencia que él hizo y la presión de los labios de él en sus dedos, además de tener que fingir que creía en su ansiedad.

—Estoy bien —murmuró ella secamente—. Pero no necesitaba preocuparse.

—¡Ah, pero estoy muy preocupado, mi lady! Estaré encontrándome con tu marido en Tutbury, dentro de algunos días. Si la noticia de esta tragedia llegara a los oídos de él y él descubriera que no vine personalmente a cerciorarme de tu seguridad antes de salir de Londres, probablemente sería hombre muerto.

La sonrisa melancólica de Valmey indicaba que su broma insignificante no era capaz de calmar la magnitud de la desgracia que la rodeaba.

—¿Crees que la noticia de lo que sucedió aquí puede llegar a los oídos de mi marido? —preguntó Laurel.

—Bien, no puedo decirlo con certeza, mi lady —respondió él—. Sólo presumí que un hecho tan relevante como este podría llegar al conocimiento de él.

—¿Y crees que los comentarios saldrían de Londres vinculados a los nombres de los posibles responsables?

Valmey miró a su alrededor, contemplando los escombros. La actitud de él era de delicada contención, como si estuviese esforzándose para reprimir su indignada furia.

—¿Y la obra de estos vándalos salvajes ha sido vinculada a nombres? —él preguntó, con una vehemencia mal contenida.

La presencia de Valmey había transformado la rabia de Laurel en frialdad. Ella no pensó si estaba o no, pisando terreno peligroso, cuando dijo:

—La destrucción me parece tan… deliberada… yo diría, que este fue un acto intencional. Sin duda es obra de una persona, o de personas, que tienen nombres —Ella recorrió los ojos por las ruinas y los detuvo en Valmey, al agregar—: Y rostros…

El barón pareció quedar auténticamente estupefacto.

—¿Crees que?… No, no puede ser… ¿será posible que Robert de Breteuil haya planeado una venganza contra su Lord? ¡Sé que el muchacho está encerrado en un calabozo, pero es posible que existan otros en complicidad con él, que podrían haber llevado a cabo esta terrible venganza!

Cedric de Valmey era un gusano, pero Laurel se vio forzada a admirarlo. Las respuestas que daba, sonaban tan espontáneas, ¡tan convincentes! Ella adoptó la misma expresión perpleja de él.

—Oh, si… Esta traición sólo puede ser obra de… ¡pero es demasiado terrible como para detenerse a pensar en eso! —Laurel llevó su mano a la frente, en un gesto de aflicción—. Adela necesita enterarse de los detalles. Voy a hablar con ella.

—¿Y cuando harás eso?

—Cuando vuelva a la Torre esta noche.

Valmey asintió, con una expresión sombría.

—Si, mi lady, haces bien en volver a la Torre esta noche, pero creo que Adela debería enterarse sobre esto antes.

—Pero no puedo ir ahora… tengo mucho que hacer aquí —Laurel miró a su alrededor.

—Si, claro. En ese caso, permíteme hablar con Adela, en tu nombre —se apresuró a decir Valmey.

Laurel pensó que, a pesar la astucia de Valmey, sus reacciones eran bastante previsibles.

—¿Tienes tiempo para tener una audiencia con Adela? ¿No debes conducir las tropas al campo de batalla?

—Este es un evento muy grave, mi lady. Es imperioso, mas allá de mi deber, alertar a Adela sobre la posible existencia de traidores contra Simon en el castillo. Estoy seguro que conseguiré hablar con ella y partir con mis tropas esta tarde.

Laurel flexionó las rodillas en una reverencia.

—En ese caso, te estaría muy agradecida si hablase con Adela cuanto antes. Y dile que reuniré a mi séquito mas tarde, e iré a la Torre, digamos, al atardecer. ¿Llevarías ese mensaje por mí?

Valmey hizo una reverencia.

—Será un honor poder transmitir tu mensaje a Adela, mi lady:

—¿Y vos… —Laurel no pudo dejar de preguntar —…habrás dejado Londres, al atardecer?

Otra reverencia.

—Seguramente.

Cedric de Valmey se despidió y partió.

Laurel no tenía ilusiones respecto a los motivos de Valmey. Él le había hecho esa visita con el objetivo de descubrir cual sería el destino de ella ese día. Y eso significaba que ella tendría que partir hacia la Torre lo más pronto posible. La mañana había pasado volando y ella no tenía mucho tiempo para pensar o planear; sólo tenía tiempo para actuar. No tenía ropa, pues todas sus prendas habían sido devoradas por el fuego. Pero tenía un poco de dinero, el cual iba a precisar, algunas monedas que sabía que estaban en un compartimento del aparador del solar. Por lo tanto, se dirigió, antes que nada al solar. Allá, encontró el mueble hecho pedazos, pero consiguió recuperar la mayor parte de sus valiosos ahorros, entre los escombros desparramados en el suelo.

Después de hacer un acuerdo con los obreros y concertar la forma de pago, Laurel supo que tendría que dejar la casa para no volver. Decidió no contarle sus planes a los criados, pues la seguridad de ellos también podría estar amenazada, si supiesen sobre el destino de su ama. Mandó a llamar a su sierva preferida, Swanilda, para acompañarla en algunos recados que tenía que hacer en ese vecindario, con la recomendación de que la mujer trajese dos chales, “Sólo por si el sol se esconde detrás de las nubes.”

El único factor que la dejaba ligeramente inquieta era el hecho de no poder avisarle a Adela sobre su plan. No estaba preocupada porque Robert de Breteuil fuese injustamente castigado, pues estaba segura que Valmey no perdería tiempo hablando inútilmente con Adela. En ese mismo momento él estaría más ocupado armando una estrategia para raptar a Laurel, y cuanto antes. Después, se tranquilizó, al pensar que Adela era, tal vez, la persona más astuta del castillo. Cuando fuese informada que Laurel había salido de su casa acompañada por una sierva, y que no había vuelto, no se preocuparía; seguramente deduciría que Laurel sabía lo que estaba haciendo. Para bien o para mal.

Laurel llegó a la conclusión de que tendría que confiar en John, el guardián del portón. Cuando salió de la casa con Swanilda, lo condujo a las sombras de la galería y le explicó rápidamente lo que estaba sucediendo y las medidas que ella estaba tomando. Él se quedó sorprendido, pero concordó en llevar dos caballos ensillados a Aldgate, al mediodía, y encontrarse con ella y Swanilda en el bosque. Laurel le aconsejó no volver a la casa por algunos días, para evitar ser interrogado por Valmey o sus cómplices.

Swanilda quedó igualmente sorprendida, mientras caminaba con su ama por las calles de Londres y esta le exponía su plan y sus motivos. La sierva no escondió el temor que sentía de traspasar los muros de la ciudad, pero poseía espíritu de aventura y de cooperación suficiente para cubrirse la cabeza con el chal y hacerse pasar por una mujer anciana, frente a los guardias que vigilaban la salida.

El primer día y la primera noche fueron los más difíciles y peligrosas para las dos mujeres, pues todavía se encontraban en las proximidades de Londres. Laurel se imaginaba constantemente cual sería la reacción de Valmey al no encontrarla en la Torre ni en las calles de Londres. Lo Imaginó llegando a la casa e interrogando a los criados; lo imaginó volviendo a Torre apresuradamente, y consultando a Adela, haciéndole las mismas preguntas que le había hecho a los criados, pero de manera menos arrogante. Y cuando todos sus esfuerzos resultarán en ninguna pista cuanto sobre el paradero de Laurel; ella se imaginó la furia impotente de Valmey, su miedo primal y su calculada determinación de ponerle las manos encima y estrangularla. Y él tenía un ejército entero a su disposición.

Sin embargo, Laurel sospechaba que el ejército de Valmey lo complicaría más de lo que lo ayudaría a encontrarla. Aunque ella y Swanilda se dirigiesen hacia la misma región que él y sus hombres, ellas no estaban siguiendo la misma ruta, y les sería más fácil a ellas esconderse y evitar cruzar su camino con el de una centena de hombres, caballos y equipamiento de guerra que conducía Valmey. Laurel sólo esperaba lograr llegar a Simon antes que Valmey.

Ella no creía que fuese tan difícil. Tampoco imaginaba que podía ser una misión físicamente fácil, debido a los obstáculos de transitar un camino en campo abierto y la fatiga de dos mujeres viajando solas, con poco dinero, y Swanilda que no estaba acostumbrada a montar. Pero su fuerza de voluntad, el amor que sentía por su marido, la lealtad hacia él y la profunda gratitud la mantenía firme en su objetivo.

Los ojos expertos de Laurel conseguían reconocer a las parejas de ancianos en quienes se podía confiar para pedirles pan, y las familias campesinas, que podían estar dispuestas a ofrecer asilo a dos mujeres que viajaban solas. Su meta era llegar a Tutbury, donde esperaba encontrar a Simon, pero había decidido ir hacia el norte en línea diagonal primero, y después de llegar a Huntingdon seguir por el oeste. Sabía que Valmey avanzaba hacia el oeste a lo largo del Támesis, con destino a Evesham, desde donde seguiría rumbo al norte. Aunque el trayecto de Laurel fuese un poco mas largo, su velocidad era mayor, pues viajaba con mucho menos peso. Por esto, cuando se vio obligada a perder un día debido a la cadera dolorida de Swanilda, no se preocupó. Sin embargo cuando tuvo que perder un día mas debido a una diarrea que la afectó, sin duda causada por un pedazo de queso en mal estado, ella comenzó a ponerse ansiosa. Y cuando al día siguiente amaneció lloviendo torrencialmente, comenzó a imaginarse que todos sus esfuerzos habían sido inútiles.

Laurel y Swanilda viajaban hacia casi una semana y todavía estaban en las afueras de Bedford cuando oyeron una noticia espantosa.

Laurel ya sabía, a través de Simon, que el duque Henry había ido de Bristol hacia el norte, sin luchar. EN la cabaña de un pastor, en Bedfordshire, donde habían parado para pasar la noche, se enteró que el duque Henry continuaba con la misma conducta pacífica en las últimas semanas y que, en vez de ir hacia Tutbury, al norte, se había desviado casi ciento ochenta grados hacia el sudeste, presumiblemente, en dirección a Londres. Normalmente, los pastores no estaban enterado de las últimas noticias políticas, pero, en ese caso, todo ser vivo que habitaba la región sabía que el duque Henry estaba acampado con un ejército que había crecido considerablemente en los últimos quince días, al margen norte del río Ouse, a menos de cinco millas de distancia.

Laurel se durmió pensando en lo que había acabado de enterarse y se despertó con un nuevo plan en mente. Después de lavarse y de que Swanilda hiciera lo mismo, partieron temprano a la mañana en dirección al río, confirmando, a lo largo del camino, que el duque Henry ahora contaba también con el apoyo de Robert, el conde de Leicester. Esa nueva alianza política le concedía gran respetabilidad a la causa del duque Henry.

Ya era noche avanzada cuando Laurel, con una mezcla de coraje, persistencia y sonrisas seductoras, llegó a donde quería llegar: a la entrada de la tienda del duque Henry, en el centro del campamento. Mientras Swanilda esperaba del lado de afuera, Laurel fue conducida adentro de la tienda redonda, cuyo interior estaba decorado con motivos de leones de Anjou. En el centro, de pie al lado de la columna central ricamente tallada, se encontraba un joven que no podía tener mas de veinte años de edad. Su postura y su actitud, aún en reposo, transmitían energía. La expresión del rostro imberbe denotaba una mezcla de ansiedad, curiosidad y confianza, ante la entrada de una joven bella a su tienda.

Dominando su miedo, Laurel se adelantó y flexionó las rodillas, en una reverencia.

—Soy Laurel de Beresford, hija de Andrés, viuda de Canuto de Northumbria, esposa de Simon de Beresford. Vine hasta aquí para pedirle ayuda.

* * *

A Simon le gustaría poder librarse de la melancolía. Tenía la impresión que, cuanto más tiempo pasaba lejos de Laurel, mas la deseaba. Cuanto mas lejos estaba de ella, mas cerca parecía estar. Tan cerca… tan dolorosamente cerca.

Él descendió el valle a pie, describiendo un largo círculo lejos del campamento, y se paró junto al margen del río. La noche estaba clara por la luna llena. Se Paró atrás de un conjunto de juncos, aunque no estaba muy preocupado con la posibilidad de alguien lo avistara desde el otro lado del río. Miró el cielo, millares de estrellas minúsculas brillaban en el firmamento, se sintió enfermo de amor. Miró el margen opuesta del río y detectó, aquí y allá, varias hogueras en el campamento, sin comprender por qué su sangre no corría mas rápidamente ante la perspectiva de una batalla, y por qué su estomago no se apretaba con la tensión natural provocada por la expectativa de asumir el comando, enfrentar al enemigo y usar una espada y una lanza. Todas esas emociones familiares estaban sofocadas por sensaciones no familiares, una especie de pesadez en su sangre que marcaba el deseo de volver a ver a Laurel.

Simon pensó que tal vez no fuese amor lo que sentía, sino un mal presagio. Valmey todavía no había llegado con las tropas de refuerzo y podía estar vagando en algún lugar entre Tutbury y los portones del paraíso. Además, un mal augurio siempre parecía atraer a otro, y él acababa de ser informado que el conde Warwick había muerto de un shock, al recibir la noticia de que su esposa había rendido su castillo ante la presión y había abierto las puertas del castillo al duque Henry, cuando él todavía estaba al servicio del rey Stephen. Parecía que el joven Henry sólo necesitaba golpear los portones para que todos se rindiesen a él. Simon tenía poca esperanza que la operación militar que él conducía interfiriese con el éxito del avance pacífico de Henry. En verdad, reconocía que una batalla sangrienta podría debilitar todavía mas la posición de Stephen.

¿Qué restaba, entonces? ¿Negociar? Simon no tenía mucho talento para negociar. Prefería morir honrosamente bajo la punta de la espada enemiga. Acabó llegando a la conclusión de que los refuerzos que traía Valmey se hacían cada vez mas innecesarios.

Simon estaba tan perturbado que su imaginación ya estaba haciendo alucinar. Pensó haber visto a Valmey atravesando el río en una pequeña embarcación, en dirección a un punto próximo al conjunto de juncos, donde él se encontraba. Pero no podía ser Valmey, porque ese hombre venía desde la margen opuesta, venía del campamento enemigo hacia el campamento de Stephen. Simon pestañeó, después frunció la frente. La impresión persistía. La semejanza del hombre con Valmey era extraordinaria.

El barco se detuvo en la estrecha franja de arena, en el margen del río.

El hombre descendió y amarró el bote a la raíz expuesta de un árbol.

En seguida, se movió rápidamente y furtivamente, como si estuviese haciendo algo oculto. Aún observándolo de espaldas, Simon ya no tenía mas dudas de que se trataba de Cedric de Valmey. ¡Y él había venido desde el campamento enemigo!

La melancolía abandonó a Simon instantáneamente, como un manto que se le resbalaba de los hombros. Llevó su mano al cabo de su espada, envainada en su cinto. Salió de atrás de los juncos.

—¿Trajiste los refuerzos, Cedric? La voz de Simon rompió el silencio de la noche en el margen del río.

Valmey se enderezó abruptamente, después se dio vuelta, lentamente. Sus ojos se estrecharon al encontrarse con Simon.

—Yo… Si…vine —él respondió.

—Llegas con algunos días de atraso —lo reprendió Simon.

—Tuve un imprevisto en Londres… y con todos los cambios que ustedes habían hecho para perseguir a Henry…

—¿Fue por eso que vos fuiste primero al otro lado del río?

Valmey dio algunos pasos adelante.

—Quería determinar el número de hombres del ejército enemigo —se justificó Valmey, parándose a una distancia razonable de Simon.

—Yo podría habértelo informado.

—Preferí verificarlo personalmente.

—¿Y los refuerzos? ¿De qué lado del río están tus hombres?

Valmey soltó una risita divertida. Hizo un gesto jovial, indicando el campamento de Stephen.

—¡Detrás de ti, por supuesto! ¿Dónde mas?

—¿Y cuál es tu opinión, Valmey? ¿Cuáles son las posibilidades de Henry en base a lo que acabas de ver?

—Son buenas. Le ha ido muy bien últimamente.

—Si. Leicester está en su campamento ahora —Simon hizo una pausa—. ¿Lo viste?

—A Quién?

—¿A Robert, el conde de Leicester.

Valmey sacudió la cabeza.

—¿O Gloucester?

Otro movimiento negativo con la cabeza.

—¿Devon? ¿Tampoco? ¿Y a Lincoln, a Chester o a Worcester?

Valmey continuaba negando.

—¿Y el duque Henry? —presionó Simon. Quería que Valmey hablase—. ¡Debes haber visto al duque Henry!

—No crucé el río con la intención de ser visto —dijo Valmey.

Los labios de Simon sonrieron, pero sus ojos permanecieron serios.

—Es evidente que no. No me imaginó, por ejemplo, para que vendrías aquí.

Valmey perdió su estudiada compostura. Llevó su mano al cabo de su espada y preguntó:

—¿Y cómo debo reaccionar ante este inesperado evento?

—Exactamente como creas que debas reaccionar —respondió Simon.

Valmey todavía no estaba preparado para esa confrontación.

Intentó eludirlo con un suspiro impaciente que terminó en una risa nerviosa.

—¡No vas a ganar nada creando una división entre los soldados! ¡Piensa en eso, Simon!

—Ya lo pensé, Cedric —Simon dio un paso crucial hacia adelante, donde sería posible un encuentro de armas. Unos centímetros mas y el encuentro sería inevitable—. Sólo ahora me doy cuenta que ya hubo una división entre los soldados, de la cual yo no estaba enterado. Pero, ¿la causa de Stephen está perdida por eso? No estoy seguro. ¿Qué crees, Cedric?

—Ciertamente no, Simon —respondió Valmey cautelosamente.

—No, seguramente no. He considerado las oportunidades de Stephen de modo un tanto negativo últimamente, lo admito, pero me siento más optimista ahora que sé quien está del lado de quien.

Valmey permaneció en un silencio alerta.

—Stephen todavía puede contar con de Vere, sabes eso —prosiguió Simon—. Y con Lucy, con Ypres, Warenne, Senlis y Fortescue, para no mencionar a Lancaster y a Northampton.

Él dio el paso fatal en dirección a Valmey.

—¡Pero ya no puede contar más con vos! —declaró, en un acceso de rabia.

—Las posibilidades de Stephen serán bastante perjudicadas con la pérdida de su más leal y reciente conde —lo amenazó Valmey, extrayendo su espada. El metal reluciente pareció cobrar vida, bajo la luz de la luna.

La espada de Simon, sin embargo, estaba apuntada hacia Valmey antes que éste terminase de expresar su intención homicida.

El estallido de las espadas chocándose cortó el aire. Simon se sentía bien, revigorizado; se sentía estimulado; sentía ganas de matar a Valmey. Pero antes, quería algunas respuestas.

—¿Por qué, Valmey? ¿Por qué no rompiste honestamente tu alianza con Stephen?

—Por el motivo que vos mismo percibiste —respondió Valmey, sin vacilar—. Las fuerzas de Stephen y las de Henry están equilibradas. Es imposible prever quien va a vencer finalmente.

Las espadas intercambiaron golpes repetidamente. Valmey todavía no había encontrado una brecha para acabar con su enemigo.

Simon, por su lado todavía no buscaba una. Todavía no tenía todas las respuestas que quería.

—¿Y necesitas quedar del lado vencedor?

—A cualquier costo.

—¿Incluso tu honor?

—A cualquier costo.

—¿Incluso si te cuesta la vida?

Valmey se rió; y su risa era un sonido desagradable, casi asqueroso.

—¿Mi vida? Quizás. ¿Mi vida está en peligro?

—No tienes motivo para vivir, Cedric.

—¿Al contrario de vos? —replicó Valmey, provocándolo. Pero pronto, atacó con otra táctica—. Ah, pero creo que todavía no sabes nada del ataque a tu casa y del incendio en el dormitorio de tu esposa.

La concentración de Simon se desmoronó. A continuación sintió la espada de Valmey alcanzando su brazo derecho. Sintió que su propia espada vacilaba en su mano, e involuntariamente la dejó caer.