Capítulo 7
Durante los cuatro días que siguieron, Simon pasó más tiempo en la Torre del rey de lo que acostumbraba pasar, o de lo que gustaría pasar. No comprendía como un hombre saludable y vigoroso, en la flor de su edad, podía pasar día tras día encerrado dentro de cuatro paredes conversando, comiendo, caminando, discutiendo sobre política. Era verdad que también había entrenamiento para el próximo torneo, en frente de los alojamientos de los tenientes, pero faltaba espíritu de combate y, para Simon, eso se parecía mas a la práctica de un deporte.
Pero, cruzar espadas con los soldados del castillo era mas interesante lo que ser acorralado en el gran salón por las damas de la corte, cuyos nombres le provocaban una gran confusión mental. Le hacía acordarse del período posterior a la muerte de Rowenna, cuando todas las mujeres, conocidas y desconocidas, parecían tener algo que decirle o para hacer por él. La diferencia era que ahora recibía felicitaciones, en vez de frases de pésame, pero no dejaba de ser situación forzada, impuesta y por encima de todo, aburrida, excepto en las ocasiones en que era provocado por sus amigos, los cuales habían pasado a demostrar un interés sin precedente en su vida personal.
Simon sospechaba que ese interés se originaba principalmente en los innegables atractivos de su futura esposa. No sospechaba que su contrariedad obvia por ese casamiento forzado había contribuido a despertar el interés de ellos en Laurel, así como no sospechaba que probar los límites de sus celos tornaba mas aguda la persecución. Simon sólo estaba seguro de una cosa: no perdería de vista a Geoffrey de Senlis cuando Laurel estuviese cerca.
Durante esos cuatro días, él había visto a Laurel ocasionalmente, en el curso normal de las actividades del castillo, incluyendo las comidas; desde la proclamación del futuro casamiento, estaban obligados a continuar sentándose en la mesa principal, lo que no sólo entorpecía la conversación, sino que también los convertía en blancos de una interminable corriente de felicidades y otros tipos de frases inoportunas.
En la víspera del casamiento, al final de la cena, Simon se encontró con un trovador idiota a su lado, entonando con un laúd una canción que hablaba de un hombre todavía mas idiota, que suspiraba por su amada. Simon tuvo el impulso de arrancarle el instrumento musical y estrangular al idiota con sus propias manos, pero se acordó que un acto tan elocuente no podría ser considerado “sutil”. Pensó, entonces, en explicarle gentilmente al idiota que aquella pieza musical estaba le revolviendo el estomago cuando estaba intentando digerir la comida, pero decidió que el trovador era tan imbécil que no merecía una explicación.
Simon se decidió por una orden directa y le hizo un gesto al idiota para que se retirara.
El gesto hizo que Laurel se diese vuelta hacia Simon, quien le mantuvo la mirada, esperando de un agradecimiento. Pero ella se limitó a arquear una ceja, con un aire levemente divertido. Simon concluyó que, en el fondo, ella estaba contenta por haber hecho alejar al trovador.
—Listo —él murmuró, satisfecho—. Ya no puede seguir molestando.
—Si, fuiste muy considerado al mandarlo al otro extremo de la mesa— respondió Laurel—. Creo que él estaba tocando la canción favorita del rey.
Laurel reprimió el impulso de estallar en una carcajada al contemplar la expresión de Simon.
—¿Querías oír la canción, mi lady? —preguntó él, después de un momento.
Laurel sacudió la cabeza, sonriente, pues se encontraba en un infrecuente estado de buen humor.
—La oí anoche, y anteanoche, y estoy segura que tendré oportunidad de oírla otra vez durante las festividades de mañana.
Con la mención de las festividades del día siguiente, Simon súbitamente se puso serio. Se levantó del banco y miró a Laurel.
—Ven.
A pesar de que una orden explícita, Laurel vaciló y lo miró, indecisa sobre lo que él quería que ella hiciese. Simon nunca había buscado su compañía o le había pedido estar a solas, desde que se habían conocido.
—¿Vamos a Salir del salón? —ella preguntó cautelosamente.
—Hay demasiada gente aquí —todos nos miran.
—Podríamos ir afuera.
Él extendió la mano para ayudarla a levantarse. Laurel colocó la mano sobre la de él.
—¿Deseas dar un paseo por las murallas?
Los labios de Simon se apretaron, pero sus ojos no reprimieron una sonrisa.
—No, mi lady, las murallas, no —él murmuró, tomándola por la mano—. Prefiero ir al patio.
—¡Ah, los jardines! —exclamó Laurel.
La expresión de Simon, sin embargo, no indicaba que estuviese pensando en los jardines. Laurel sintió curiosidad. ¿A dónde planeaba él llevarla? ¿Al campo de práctica de arquería? ¿A los establos?
Él la miró, divertida, y después su mirada se intensificó.
—Sí, a los jardines —él concordó, finalmente, ofreciéndole el brazo.
Se pararon junto a la silla del rey Stephen para pedir permiso para retirarse, como mandaba la etiqueta de la corte. El rey asintió distraídamente y ellos se encaminaron afuera, deteniéndose para responder a algunas felicitaciones más. Se encontraron, entre otros cortesanos, a Johanna, la prima de Simon, de quien Laurel se había convertido en amiga en los últimos días.
Johanna era, en parte, responsable del buen humor de Laurel, en esa noche. Después de despedirse de Simon, en el portón de su casa cuatro días atrás, la opinión que ella tenía sobre su futuro marido era tan mala que ella había creído que así permanecería para siempre. Aquella tarde, sin embargo, se había sorprendido al ver a Simon en el salón, agachado sobre una rodilla, escuchando lo que le decía una niña que no debía tener mas de cinco años. Por primera vez, Laurel vio la imagen de un hombre amable y atento.
—Ella es Cristina, mi prima en segundo grado —le había informado Johanna—. Y prima de Simon.
Laurel lo había observado por un momento, tan interesado en el problema de la niña.
—Parece que son una familia muy grande —Laurel había comentado con Johanna, incapaz de despegar los ojos de Simon arrodillado delante de la niña.
—Sí —le había confirmado Johanna—. Aunque pocos de ellos viven aquí en la corte. Cristina adora a Simon. Está siempre corriendo detrás de él, con algún secreto para contarle. Ella cree que Simon resuelve todos los problemas.
—¿Y los resuelve? —había preguntado Laurel, mirando a Johanna, entre sorprendida y escéptica.
—¡Claro que si! De otra manera, Cristina no tendría esa opinión sobre él.
Johanna no le explicó nada más, dejando a Laurel intrigada con aquella faceta desconocida de su futuro marido.
Finalmente, Laurel y Simon consiguieron salir del salón. Simon dejó escapar un suspiro y Laurel reprimió una sonrisa, imaginando que él estaba harto de todas aquellas tonterías de la corte. Simon le hizo un gesto para descender las escaleras.
—No volviste mas a mi casa —Simon comentó repentinamente, detrás de ella.
Laurel sujetó la baranda de la escalera caracol y con la otra mano levantó el bordea de su falda, descubriendo el tobillo.
—No —ella admitió, sin desviar su atención de los escalones—. Conseguí manejar las cosas desde aquí.
—Lo sé.
Esta vez, Laurel sonrió, porque Simon no podía verle la cara. Se había prometido a sí misma no volver a aquella ruina de casa antes de convertirse oficialmente en el ama de esa casa, y por eso había convencido a Adela de que le cediera algunos de sus mensajeros para ir tomando algunas medidas respecto a la casa a la distancia. No había hecho mucho mas allá de mandar a conseguir los elementos más urgentes. Su prioridad era, obviamente, conseguir un nuevo trabajo para Ermina, lo que ya había conseguido. Ella comenzaría en un nuevo empleo al día siguiente. Ahora, Laurel se preguntaba si la transferencia de la sensual criada, cuya presencia en la casa de Simon era tan conveniente para él, sería la causa de ese tono levemente resentido en la frase “Lo sé”.
—Espero que mis mensajeros no hayan causado ningún trastorno en tu rutina.
—De ninguna manera —respondió Simon—. Quizás porque he pasado la mayor parte del tiempo aquí en la Torre, como debes haber notado…
Laurel hizo una pausa, antes de responder.
—Lo noté.
—Y voy a dormir aquí esta noche.
Laurel cometió el error de detenerse y darse vuelta hacia Simon. Fue un error, porque ella se encontraba dos escalones debajo de él y fue obligada a levantar la mirada. Nunca se había sentido en desventaja con Canuto, con relación a la estatura, ya que lo enfrentaba de igual a igual, pero con Simon… él era por lo menos quince centímetros mas alto que ella, y se sentía en gran desventaja en la posición en que se encontraba, en la escalera. Él estaba a punto de descender el escalón. La túnica de él tocó el pecho de Laurel, cuando ella se dio vuelta.
Ella sintió una inesperada corriente eléctrica con el contacto. ¿Qué estaba queriendo decirle Simon? ¿Que no dispensaría a Ermina en su última noche de soltero? Laurel enfrentó la mirada penetrante, pero no descubrió nada en las profundidades grises y frías. En vez de eso, sintió toda la fuerza de Simon sobre ella, y vio un hombre que sabía manejar una espada con arte y belleza, que podía agacharse ante el pedido de una niña, y que era capaz, sin duda alguna, de satisfacer una mujer apasionada. Sintió que se ruborizaba y se dio vuelta para continuar descendiendo la escalera.
—Eso va a ahorrar el trabajo de mañana —él respondió, apresurando el paso.
—Me va a ahorrar trabajo esta noche, también.
—¿Si? ¿Por qué?
—Estando aquí, puedo ocuparme de algunas cuestiones que requieren mi atención —explicó él.
—Claro —concordó Laurel, apresurándose a preguntar—: ¿Hay algún problema en la corte, que requiera tu atención ahora?
—En cierto modo, si.
Antes que Laurel pudiese pensar en la mejor forma de responder, Simon continuó:
—El saló está demasiado lleno, para el tipo de conversación que quiero tener con vos.
Inexplicablemente, el estomago de Laurel se contrajo.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Y qué tipo de conversación quieres tener? —arriesgó ella, cuando llegaron al final de la escalera y Simon comenzó a caminar a su lado.
Atravesaron un pasaje oscuro y salieron a la zona abierta del patio. Simon saludó a los guardias y condujo a Laurel alrededor de la Torre Blanca, en dirección a los jardines de los fondos.
—Una conversación particular, antes que nada —Simon respondió, finalmente.
Él no extendió el brazo hacia Laurel y ella dedujo que no había motivo para formalidades, en el jardín; disculpando el error en sus modales, ella lo miró de soslayo.
—¿Una conversación particular adecuada para el jardín? —Simon se encogió de hombros.
—No es inadecuada, espero.
—¿Quiere decir si el asunto que requiere tu atención esta noche tiene que ver con una conversación en particular conmigo y que no es inadecuada para tenerla en el jardín?
Simon pareció estar sorprendido.
—¿No fue lo que acabo de decir, mi lady?
Laurel bajó los ojos y flexionó las rodillas en una reverencia al mismo tiempo irónica y juguetona.
—Discúlpame, es sólo para que no pienses que soy retardada mental… —ella se justificó haciendo una referencia humorística del primero encuentro de ellos dos—. Yo había entendido que vos era un defensor de los discursos directos, sin rodeos, y quise corresponderte en los mismos términos.
—En ese caso, no necesito temer no ser sutil en nuestra conversación —Él se curvó cortésmente.
—¿Se trata de algún asunto en especial, que deseas discutir en privado y sin sutilezas?
—Sí, quiero discutir el asunto que sucedió durante la cena, dos noches atrás, cuando conversábamos con Fortescue.
En ese momento crucial, fueron interrumpidos por tres perros de caza del castillo que se aproximaron a ellos a todo galope. Los animales saltaban alrededor de Laurel y Simon, ladrando y gruñendo, y Laurel habría estado aterrorizada si Simon no hubiese estado a su lado controlando la situación. Después de imponer su autoridad, el perro líder del grupo le mostró una rama que sostenía entre los dientes, como si el perro quisiese que Simon lo tirase. Simon agarró una punta de la rama e intentó quitarla de las mandíbulas de la fiera. Laurel sintió un pavor momentáneo cuando, en vez de soltar la rama, el animal forcejeó con Simon, gruñendo amenazadoramente y sacudiendo el rabo, enloquecido. Pronto, sin embargo, ella notó que Simon se estaba divirtiendo tanto como el perro, profundamente empeñado en el juego.
Mientras él forcejeaba con el perro, Laurel intentó recordar los temas que había hablado dos noches atrás, durante la cena, con Walter Fortescue. No conseguía acordarse de nada especialmente interesante, que valiese la pena discutir y no comprendía por qué Simon estaba tan ansioso por conversar con ella. Se le ocurrió la hipótesis de que él no tenía intención alguna de conversar. Se acordó que Fortescue tenía el hábito de elogiar el excelente arreglo que Adela había hecho. Dos noches atrás el viejo había proclamado que Laurel y Simon formaban una pareja perfecta, que habían sido hechos uno para el otro, y había insistido en reiterar su deseo de que disfrutasen una relación maravillosa…
La estabilidad emocional de Laurel fue súbitamente golpeada por ese pensamiento. ¿Sería posible que Simon sugiriese ese momento a solas para intentar seducirla en el jardín? ¿Pretendería darle una muestra de la relación maravillosa que Fortescue había profetizado?
Dando vuelo a su imaginación, ella visualizó una escena de amor en los jardines, bajo un árbol frondoso rodeado por flores, ella y Simon de la mano… Después se acordó que Simon había dejado en claro su intención de no ser sutil e imaginó una posibilidad mas intrigante: se vio en los brazos de Simon, el rostro de él inclinado sobre el suyo…
El corazón de Laurel se aceleró mientras alimentaba esa fantasía. Después de todo, tenía que reconocer que necesitaban acortar distancias respecto a la intimidad que compartirían en la noche siguiente; admitía, que no sería mala idea acortar esa distancia en ese momento, en esa misma noche en que ella se sentía extrañamente atraída por él. No atraída exactamente, sino… mas tolerante, y tal vez, un tanto curiosa…
Simon arrancó la rama de la boca del perro y la agitó en el aire, el animal, salió corriendo seguido por sus compañeros. Volvió cerca de Laurel y le sujetó el brazo, robándole el poco aliento que le quedaba.
—A los jardines —Simon murmuró, con voz grave.
—S… si —balbuceó ella, confundida con sus propias reacciones.
Laurel tenía consciencia de que algo había cambiado en sus sentimientos para con Simon, pero él todavía lograba intimidarla. A medida que atravesaban el patio en dirección al jardín, ella intentó respirar, sin mucho éxito. Sabía que el único curso de acción, ahora, era enfrentar la posible causa de sus temores.
—El asunto… —ella consiguió balbucear, con voz estrangulada —… ¿que querías discutir? ¿Es algo que se habló durante la cena dos noches atrás, con Sir Walter?
Simon asintió, con un movimiento de la cabeza.
—Tiene relación con la posición de las tropas de Henry, después de la derrota en Malmesbury.
Estupefacta, Laurel consiguió llenar los pulmones con aire, aunque la sensación de bloqueo en la garganta persistía. Se esforzó por recordar trechos de la conversación.
—Vos y sir Walter hablaban sobre como las tropas del duque Henry habían tomado la ciudad, pero que habían fracasado en la tentativa de invadir el castillo.
—Exactamente —concordó Simon—. Y comentamos que la causa de Henry quedó todavía más comprometida cuando el ejército de Stephen se alió con Malmesbury.
—Vos y tus hombres participaron de esas acciones si no me equivoco —agregó Laurel—. Después, vos y sir Walter hablaron de los condes que antes eran leales a Stephen y después establecieron una alianza con el duque Henry.
—Si, los traidores Cornwall y Hereford, para ser mas exactos —Simon lanzó una mirada acusadora a Laurel.
Ella se encogió de hombros, perpleja.
—Que yo recuerde casi no participé de esa conversación.
Ella había pasado por las almenas y estaban parados delante de los canteros del jardín. Laurel se paró junto a un portal de hierro. Repentinamente Laurel se vio dentro de círculo sus brazos mientras Simon corría la traba del portón.
—Es justamente de tu no participación en la conversación es el tema que quiero discutir.
Laurel frunció la frente y pestañeó.
—¿Sí? —ella murmuró, sin comprender la intención de Simon—. ¿Crees que yo debería tener una opinión sobre la estrategia militar involucrada en la operación?
—No. Quiero saber de que lado estáis vos. ¿Estás con el rey Stephen, o con el usurpador, Henry de Anjou?
Laurel desvió la mirada, contrariada. La irritación le desbloqueó instantáneamente la garganta y ella entró en el jardín, inspirando el aire impregnado de las fragancias de las hierbas que sazonaban los platos servidos en el castillo: mostaza, comino, hierba dulce e hinojo.
—¿De qué lado estoy? —ella retrucó, caminando por una senda de piedra, entre los canteros—. Vos sabes que mi difunto marido era aliado de Henry.
—Pero él está muerto, y vos no… —comenzó a decir Simon.
—¡Ah, si! ¡Es cierto que me advertiste que no serías sutil!
—Estoy más interesado en tu lealtad que en la de Canuto.
—Pero precisas conocer mis antecedentes —le recordó ella—. Mi padre era vasallo de la emperatriz, que, como sabes; era nieta de William el Conquistador, la hija mayor de Henry y madre del duque Henry. Si en verdad existió un usurpador al trono inglés, ese fue Stephen, veinte años atrás.
—Quieres decir que te consideras una simpatizante del joven Henry —concluyó Simon.
Laurel consideraba que era extraño ser forzada a hacer una declaración sobre sus lealtades. Ella siempre había considerado que la lealtad política era sólo un recurso de supervivencia. Pero, si Simon quería discutir principios políticos, cumpliría con su voluntad.
—¡Cómo el duque Henry es el heredero legítimo al trono, encuentro difícil no considerarme simpatizante de él! ¡Y encuentro difícil imaginarme un temas mas inapropiado que este para discutir en la víspera de nuestro casamiento!
En ese momento, Simon colocó la mano sobre el hombro de Laurel y la hizo girar para tenerla frente a si. Con la otra mano le sujetó las puntas de los dedos. El tono de su voz, cuando habló, estaba totalmente desprovisto de emoción.
—Ya que en poco tiempo estaremos durmiendo en la misma cama, me gustaría saber con quien me voy a acostar.
El shock le causó un escalofrío, seguido por el deseo sádico de retorcerle el cuello a Simon.
—Tal vez sería aconsejable que me revisaras todas las noches, para ver si encuentras que llevo algún puñal escondido —ella atacó.
—Y es eso lo que haré —aceptó él, con naturalidad—. Así podré dormir tranquilo.
Laurel necesitó contenerse para no lanzarse sobre el cuello de Simon, tan inmensa era la furia que la había invadido. Era consciente de la combinación de fragancias que la rodeaba, del rostro increíblemente masculinas del hombre que la sujetaba; era consciente del contacto de las manos de él. Laurel procuraba repetirse interiormente que esa manos no la estimularían para nada, justamente porque esas manos no tenían intención de seducirla.
Una respuesta mordaz le vino a la mente y Laurel abrió la boca para hablar; pero ella jamás llegaría a proferir su opinión sobre la grosería de Simon, porque fueron interrumpidos por Geoffrey de Senlis.
—¡Ah, estás aquí, Simon! —exclamó Senlis, aproximándose al lugar donde ellos habían detenido abruptamente, en medio de la senda de piedra. Él hizo una reverencia—. Y Laurel. Oh… Tal vez he llegado en un momento inconveniente…
—No —Simon soltó la mano de Laurel y dio un paso atrás.
—Sir Geoffrey —murmuró ella, a modo de saludo. Senlis arqueó una ceja y los miró notando la tensión en el aire, pero no hizo ningún comentario.
—Yo… te estaba buscando, Simon. El rey mandó llamarte, debes presentarte ante él inmediatamente.
—¿Es verdad, Geoffrey? —replicó Simon sarcásticamente—. ¿El rey desea hablar conmigo? ¿Justo ahora?
Él miró a Senlis, pero no tenía intención de moverse. En vez de eso, cruzó los brazos sobre su pecho, en un grosero rechazo del mensaje que le había traído su amigo.
La actitud de Simon hizo crecer la rabia de Laurel. Él no quería ninguna relación con ella, pero tampoco quería que ningún otro hombre se aproximase a ella y armaba toda esa escena tan vergonzosa.
¡Oh, como preferiría pasear por los jardines con el encantador Geoffrey de Senlis!
Senlis, sin embargo, comprendió las implicaciones de la reacción de Simon, pues se dio vuelta hacia su amigo, con aire indulgente.
—Debo acompañarte al salón, Simon —Senlis le informó con calma—. Laurel puede permanecer aquí si quiere, hasta que vos estés libre, nuevamente.
La expresión de Simon se suavizó y asintió con la cabeza.
Giró y sin una palabra mas, abandonó los jardines acompañado de Senlis.
Laurel los observó hasta que desaparecieron de vista, maldiciéndolo por sus modales groseros y por la manera en que la trataba. Se dijo a sí misma que necesitaba calmarse, pero pronto se dio cuenta que no quería estar calmada, quería descargar la rabia que la dominaba. ¡Simon no planeaba una escena de amor en los jardines, quería discutir su lealtad política! Debía haberlo anticipado… él planeaba insultarla no cortejarla! ¡Debía haber sabido que Simon estaría mas interesado en su propia seguridad en la cama matrimonial, que en el placer que podría obtener en ella!
Sin tomar consciencia del hecho, Laurel había recorrido la senda que la había llevado al punto mas distante del jardín, donde las hileras de hierbas habían sido remplazadas por arbustos floridos. Contemplando un capullo de rosa listo para abrirse, pensó que no debería haber esperado que Simon actuase de manera distinta a su naturaleza. Para él, un jardín, el salón del rey, o el patio de su casa, eran la misma cosa: un campo de batalla. Habiendo equilibrado sus emociones Laurel se preparó para enfrentar a Simon, cuando él volviese, si es que él se dignaba a volver. Al oír el sonido de pasos detrás de si, reprimió una sonrisa.
Laurel agradeció mentalmente por haber recuperado el sentido común, y se dio vuelta para ver quien estaba allí, curvándose delante de ella.
—Cedric de Valmey —ella declaró, en una ceremonioso saludo.