Capítulo 10

Simon recorrió con los ojos por el salón, donde los invitados hablaban, reían y bailaban, y notó que ya había esperado demasiado.

—Lo es —respondió—. Ya te he contado todo sobre el reglamento del torneo. El resto son detalles técnicos.

Laurel tomó un trago de vino y carraspeó.

Simon notó que la mano de ella temblaba.

—Lo que me contaste fue muy interesante… y útil —dijo ella, con voz estrangulada.

Simon detectó una emoción diferente en los ojos de Laurel, antes que ella los bajase nuevamente, pero no consiguió identificarla. Como había notado que ella estaba temblando, dedujo que estaba nerviosa. Sabía que era normal que una joven se sintiera nerviosa, o intimidada en su noche de bodas, y agradeció al cielo que ella fuese viuda. No sabría cómo actuar si ella fuese una virgen inexperta. No estaba acostumbrado a lidiar con vírgenes.

—Bien… yo no voy a bailar mas —continuó él—. ¿Y vos, mi lady?

Laurel todavía estaba con la cabeza baja y Simon no consiguió leer su expresión. Ella sacudió la cabeza, concordando con él.

—No. Yo tampoco —Su voz sonó extrañamente aguda, a pesar de ser casi inaudible.

Simon se levantó y le extendió una mano.

—Si no vamos a bailar mas y si ya agotamos el tema de conversación, propongo continuar con nuestra noche.

Laurel se levantó sin ofrecer resistencia y Simon inclinó la cabeza, satisfecho. Cuando él apoyó la mano de Laurel sobre su muñeca y comenzó a conducirla, ella susurró:

—¿No le vamos a avisar Adela?

Simon no tenía paciencia para las formalidades de la corte, y mucho menos en esa noche.

—Ella va a saber a donde fuimos.

—¡No! —exclamó Laurel, su voz todavía entrecortada. —Quiero decir, ella debe proveer la última ceremonia del día.

Convenientemente, Simon había olvidado el ritual del lecho nupcial. En ese momento recordó fragmentos de su casamiento con Rowenna. En realidad, no objetaba ese ritual en particular; comprendía los motivos por los cuales la pareja recién casada debía yacer desnuda en la cama en presencia de las damas y los caballeros mejor conceptuados de la corte. La exhibición de la desnudez era una garantía para que ninguno de los dos pudiese, mas tarde, alegar algún defecto o deformidad en su cónyuge. La presenciar de testigos oculares alrededor del lecho nupcial reducía la posibilidad de pedidos de anulación. Para su alivio, la pareja era dejada a solas para la consumación propiamente dicha del acto nupcial. La exhibición pública de las sábanas del lecho matrimonial a la mañana siguiente tenía por objeto mostrar las manchas de sangre que comprobaran la virginidad de la esposa. Era una práctica que tenía sentido en la mayoría de los casos.

Pero NO en este caso.

—No necesitamos ese ritual —comentó Simon. Decidió que esa ocasión no exigía ninguna sutileza, entonces él recorrió con sus ojos por el cuerpo de Laurel—. Pareces ser una mujer saludable en todos los aspectos. Tengo toda la intención de consumar este matrimonio y, siendo viuda, queda de lado la cuestión de la virginidad. Como vos, mi lady, no tienes familia que pueda oponerse al matrimonio, no le veo sentido al ritual del lecho nupcial El nuestro es un casamiento que fue realizado por decreto real.

Simon la vio palidecer, la piel del rostro de Laurel había quedado casi transparente, pero el color volvió abruptamente segundos después, tiñéndole el rostro de un suave tono escarlata. Ella no dijo nada, sólo asintió con un movimiento de su cabeza. Simon quedó satisfecho al saber que Laurel concordaba con sus argumentos y no intentaba refutarlos. Llamó a uno de los pajes, quien se aproximó solícitamente, y después de recibir las instrucciones salió apresurado a obedecerlas. Simon se dio vuelta hacia Laurel.

—¿Precisas alguna criada para ayudarte?

Ella sacudió la cabeza.

Mientras salían del salón, Simon se sintió todavía mas satisfecho porque su esposa no se aferraba a rituales inútiles, y porque no dejaría entrar a un grupo de mujeres con risitas bobas en su aposento nupcial. Por otro lado, estaba ligeramente aprensivo por el silencio de Laurel. Con la cabeza erguida ella mirada fijamente al camino delante de sí, la expresión de ella era indefinible, y él no sabría decir si ella estaba reticente a subir, o aliviada como él por verse libre de la aglomeración de gente en el salón. De cualquier manera, estaba seguro que ella no estaba enojada. Ya conocía como era la ira de Laurel. Simon la había presenciado, con enorme placer la noche anterior en los jardines, cuando ella lo había amenazado con un puñal.

Al aproximarse a la salida, él preguntó abruptamente:

—¿Preferías quedarte un poco mas, mi lady?

Ella sacudió la cabeza rápidamente, sin mirar a Simon.

—¿No te molesta salir de aquí? —insistió él, mirando en seguida por sobre su hombro al barullo del salón y después a Laurel, de nuevo.

Ella sacudió la cabeza una vez mas.

—Ya es la hora, como vos dijiste —La voz de ella parecía un soplo.

Simon lanzó una mirada en dirección al salón, pues de reojo había visto a Geoffrey de Senlis. Senlis los observaba salir del salón y cuando Simon lo miró, el barón se curvó hacia adelante, en una reverencia. Entendiendo el mensaje que su amigo le enviaba, Simon estrechó los ojos y sonrió.

Todavía sonreía cuando condujo Laurel a través del corredor entre el salón y las escaleras; sonreía cuando retiró la mano de ella de su muñeca para que ella se sujetase a la baranda con una mano y tomase sus faldas con la otra; sonreía cuando su pensamiento viajó hasta el margen del río y la gruta entre las madreselvas.

Simon ya había olvidado su indignación inicial por ese casamiento nacido de la conveniencia política; o la irritación que sentía con sólo de oír hablar de ese casamiento; de las correas invisibles que le oprimían el pecho dentro de la capilla. Sólo se acordaba de cómo se había aflojado su tensión cuando había besado Laurel por primera vez, Laurel sumergida en los luces frías e coloridas del vitral.

Durante todo el tiempo del banquete, Simon había sentido ganas de besar a Laurel, pero no había tenido oportunidad de hacerlo. Sin duda, le habría gustado de tocar mas partes de su cuerpo cuando bailaron, pero había temido hacer dos veces el papel de idiota en la pista de baile. Realmente no le veía sentido a perder tiempo en una actividad aburrida como bailar, cuando lo que quería era abrazarla, besarla, hundirse dentro de ella.

Laurel subió los escalones delante de Simon y sus caderas quedaron al mismo nivel de los ojos de él. Simon se admiró con los movimientos cadenciosos. Curvas perfectas, balanceo perfecto. Oportunidad perfecta. Extendiendo sus brazos, la enlazó por la cintura, haciéndola detenerse. Simon subió hasta quedar un escalón debajo y la hizo girar para que quedase frente a sí. Actuó con tanta rapidez que Laurel fue tomada por sorpresa. Al darse vuelta, casi perdió el equilibrio, pero Simon la sostuvo firmemente contra su cuerpo.

Simon detectó la expresión de sorpresa en el rostro de Laurel antes de sujetarla y aprobó el subsecuente brillo fulminante en sus ojos. Denotaba irritación, o tal vez contrariedad por haber sido tomada por sorpresa. Le hizo acordar a la mirada de un adversario sorprendido en un campo de batalla.

Estaban frente a frente, los rostros separados por pocos centímetros. Las manos de Simon bajaron hacia las caderas de Laurel, mientras que ella tenía una mano apoyada sobre hombro de él. La otra todavía sujetaba la baranda. Ella dejó escapar una exclamación de susto.

—Fue peligroso hacer eso —ella lo reprendió, cuando sintió que no se caería y que estaba segura en los brazos de él.

—Espero que si.

Simon capturó los labios de Laurel y sintió un placer indescriptible al abrazarla y apretarla contra sí. Se deleitó con el contacto de los senos de ella contra su pecho, los caderas de ella pegados a su ingle. La cabeza de Laurel estaba al mismo nivel de la suya; lo cual intensificaba la sensación de estar frente a un adversario que no temía desafiarlo.

Simon tomó la otra mano de Laurel y la llevó hacia su hombro. Ahora, ella lo sujetaba con la misma intimidad que él la sujetaba. Recorrió con una mano el cuerpo de Laurel y se apoderó de un pecho, que se acomodó a la palma de su mano con la misma naturalidad que la empuñadura de su espada. Dejó que su mano se deslizara hasta la cintura de Laurel y le acarició las caderas. La sensación le era familiar, un movimiento semejante al que él hacía para pulir el escudo; pero mejor todavía, Laurel era la mujer más linda del mundo, y sus caderas estaban perfectamente proporcionadas al tamaño de sus senos…

Pero un beso no era suficiente. Simon quería mas. Quería el cuerpo de Laurel, quería ver la respuesta ardiente de ella en sus brazos.

Él llevó sus labios al oído de Laurel y habló en el mismo tono que usaría para probar el temple de un adversario.

—Podemos volver al salón y terminar nuestra conversación sobre el reglamento del torneo, si quieres.

Laurel inclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo, con ojos brillantes.

—¿Para informarme sobre los detalles técnicos?

—Para aburrirte con ellos.

Simon soltó las caderas de Laurel y colocó las manos sobre las de ella, en sus hombros, entrelazando los dedos con los de ella. Esos ojos color violeta eran increíbles; le inspiraban escenas eróticas…

Laurel suspiró…

—¿Por qué te pediría que me aburras con los detalles técnicos del torneo? —ella preguntó, con voz clara.

—Si todavía no estuvieras preparada… —Simon le tocó los labios con la punta de la lengua— …para esto.

Él la besó.

Cuando Simon se apartó, el rostro de Laurel estaba enrojecido y no era por pudor, sino de satisfacción.

—Muy bien… —continuó, sujetándole el mentón—. Está decidido que llegó el momento.

Laurel sonrió y dio un leve empujón a Simon, haciéndolo balancearse y retirando las manos de las de él. Sin esperar para ver si él se caía o no, se dio vuelta y, levantando el borde de sus faldas, continuó subiendo las escaleras, casi corriendo.

Fue con una amplia sonrisa en el rostro que Simon la siguió por la escalera. La sonrisa no había desaparecido cuando llegaron a la puerta de los aposentos de él, donde el paje estaba esperándolos para conducirlos adentro. Simon dispensó al muchacho y después que Laurel entró, cerró la puerta detrás de si, dominado por una fuerte sensación de expectativa. Miró a su alrededor con aire de aprobación.

Simon le había ordenado el paje que encendiera el fuego, para calentar el cuarto. Al lado de la chimenea estaba la bandeja que él había solicitado, con dos copas de vino, una jarra de plata y una pequeña fuente con frutas. Los postigos estaban parcialmente cerradas, filtrando el brillo mortecino del atardecer. Bajo la ventana, ocupando la mitad del aposento, había una enorme cama, donde la sábana superior estaba acogedoramente abierta sobre las mantas. La cama cumpliría el objetivo buscado, pero Simon no conseguía dejar de pensar que las limpias no se comparaban con el paisaje de la costa del río.

Simon atizó el fuego y se dio vuelta para ver a Laurel de pie, en el medio del cuarto. Extendió las manos, en una invitación silencioso, y ella se aproximó, obediente. Las facciones serenas, la mirada fijo en él. El pequeño velo sujeto en la cincha con flores su cabeza, flotaba suavemente a medida que ella caminaba, produciendo el efecto de un halo muy fino, o de una mariposa con alas transparentes.

—El fuego te va a calentar, cuando te quites la ropa —prometió Simon.

—No tengo frío —retrucó ella, bajito.

—Tanto mejor.

Cuando Laurel se paró delante de Simon, él bajó las manos para desatar su cinto. Dejándolo caer al piso, juntamente con la espada. El deseo que sentía por ella le recorría el cuerpo, fuerte, intenso, y aunque estuviese bajo control, él no veía razón para esperar mas. Pretendía aprovechar al máximo la gran noche que tenían por delante. Se quitó la túnica por la cabeza y la arrojó sobre el cinto y la espada; se agachó para sacarse las botas y en seguida se quitó la camisa, que se unió a la pila en el piso. Desató su ropa interior y acabó de librarse de las prendas restantes. Estaba desnudo delante de Laurel, mas que listo para desempeñar su función marital.

Simon notó que Laurel no había hecho mucho mas allá de mover la mano derecha sobre su muñeca izquierda y viceversa, para desatar los puños de las mangas, una tarea en la que no parecía haber alcanzando éxito. Dio un paso adelante y levantó las manos para ayudarla a deshacer las absurdas complejidades de la vestimenta femenina.

Pero cuando él la tocó Laurel se retrajo. Simon sabía que había sido una reacción involuntaria, e casi imperceptible; sólo él lo notó porque poseía amplia experiencia en el campo de batalla y conocía bien ese momento preciso de contacto con el adversario, cuando el mundo parecía cerrarse en sólo dos posibilidades: matar o morir. También tenía experiencia en adaptar estrategias a diferentes objetivos, comprendía la vulnerabilidad como solamente un hombre fuerte podría comprender y sabía distinguir el bien del mal. Levantó el mentón de Laurel, quien levantó los ojos hacia él. Simon no se sorprendió pero quedó impresionado con la expresión de desafío en los ojos violeta.

Se dio cuenta, entonces, que Laurel estaba aterrorizada, pero que lo había disimulado tan bien que hasta él, quien sabía distinguir el mas mínimo vestigio de miedo, no lo había detectado antes.

La situación era obvia. Era obvio, también, lo que él haría al respecto. Sabía cómo preservar el pudor de una mujer y cómo estimular su deseo sexual. Pero Simon no dijo, “No tengas miedo “, o con piedad, “Fuiste maltratada en el pasado pero ahora, no“; ni tampoco dijo con caballerismo, “Si Canuto de Northumbria no estuviese muerto, yo mismo lo mataría”.

Simon dijo:

—Vos me previniste, mi lady, y, como puedes ver, yo no estoy armado —Simon miró su propio cuerpo desnudo, sin ninguna inhibición por su erección—. Vas a comprender, por lo tanto, que debo revisarte para asegurarme que no traes un puñal escondido.

Él se divirtió con la amplia gama de emociones que los ojos de Laurel revelaron, a medida que ella asimilaba las palabras de él. El rostro pálido se tiñó de rojo y Simon la vio suspirar. El llevó las manos a la cabeza de Laurel y retiró la guirnalda de flores y el velo con movimientos lentos, se dio vuelta y la colocó sobre la pila de ropas. En seguida soltó la trenza que desenlazó delicadamente con sus dedos. Se inclinó hacia adelante y tocó el cuello de Laurel con los labios.

—Ningún puñal por aquí, por lo que puedo ver —él murmuró. Él le levantó los brazos para desatar los cordones de la sobrefalda. Segundos después la prenda caía, amontonada, a los pies de Laurel. Recorrió las manos por el cuerpo de ella, por sobre la túnica.

—Solamente curvas… ninguna punta afilada —Simon le sujetó la muñeca para desatar la manga. Hizo lo mismo con la otra y quitó la túnica por la cabeza de Laurel, dejándola caer sobre la guirnalda y el velo.

Ella estaba delante de él, vistiendo apenas una camisa ajustada, los contornos de su cuerpo eran visibles bajo la tela casi transparente.

Simon sujetó las puntas de las cintas deshizo el moño. Lentamente, bajó la camisa, dejando que se deslice hacia el suelo, sobre la sobrefalda. La estudió por un largo tiempo, devorándola con los ojos. Después sus manos recorrieron el mismo camino; le apretó primero las caderas, preguntándose por un segundo cual sería el motivo de su predilección por aquella parte del cuerpo femenino; en seguida acarició los pechos gentilmente, mientras un pensamiento perverso se le ocurría, de que tal vez se hubiese precipitado al negar la necesidad del ritual del lecho nupcial. Habría adorado ver la expresión de Senlis, en ese momento. Por otro lado, sabía que no necesitaba de la aprobación de una audiencia masculina para reconocer el valor de lo que estaba tocando, acariciando, besando y lamiendo.

Colocó las manos de Laurel sobre sus hombros y le acarició los brazos, descendiendo nuevamente por las caderas; la atrajo contra su cuerpo y dejó escapar un gemido cuando sus cuerpos se tocaron; la abrazó con fuerza y recorrió las manos por la espalda de Laurel. Pronto enterró su rostro en el hueco de su cuello, antes de aproximar sus labios a los de ella.

—Hasta ahora, no encontré ningún arma peligrosa escondida en tu cuerpo. Pero todavía falta un lugar donde buscar.

Él la besó, sorprendiéndose con la manera en que ella le respondía.

—¿Eres capaz de adivinar a donde?

Laurel sacudió la cabeza, en silencio. Simon la forzó a separar sus piernas con su rodilla y la sujetó por la cintura.

—¿No quieres intentar adivinar, mi lady? —él la provocó. Ella tragó en seco.

—¿Por qué no me muestras?

Fue lo que Simon hizo. Se arrodilló en el piso, delante de ella, y apoyó un lado de su cara sobre su vientre, después el otro lado, intoxicándose con el perfume femenino y contacto de su piel suave; levantó la cabeza, enterró su rostro entre los pechos de Laurel y se puso de pie nuevamente, una de sus manos se deslizó delicadamente hacia la parte inferior del vientre de Laurel y presionó sus dedos en el pubis, luego descendió mas osadamente hasta encontrar la humedad de su sexo.

En ese momento Laurel se tensó y se, retrajo y Simon notó que ella todavía estaba aprensiva. Si no hubiese notado el miedo que la dominaba, tal vez hubiese sospechado que ella lo estaba rechazando. Pero en esa noche, él se sentía protegido por las norns. Había sido bendecido, orientado e inspirado por las tres mujeres, y nada podría salir mal.

Por una vez, se sintió seguro respecto a lo que debía hacer. Besó los labios de Laurel con ternura, la alzó en sus brazos y la cargó hacia la cama.

—Ya me aseguré de que no corro riesgo de ser apuñalado, mas puede haber otros peligros esperándome —Él la colocó sobre la cama y se acostó a su lado; le dobló las piernas de tal forma que los pies de ella quedaron separados sobre el colchón, al igual que las caderas y las rodillas—. Necesito que vos me aclares una historia.

—¿Una historia?

Simon sonrió y apoyó la cabeza en la mano derecha, el codo doblado sobre la cama. Con la mano izquierda, comenzó a recorrer lentamente el cuerpo de Laurel, moviendo los dedos, desde el cuello a los pezones erectos, y de allí hacia su vientre plano.

—Una noche me contaste la historia del dios Tyr.

Laurel lo miró, se puso alerta.

—¿El que tenía que tratar bien a su esposa?

Simon retribuyó la mirada.

—Ese mismo —Los dedos de él descendieron del vientre de Laurel y se movieron hacia la parte interna de los muslos hasta las rodillas, y luego volvieron a subir, para posarse sobre el triángulo de vello dorado—. Me contaste la historia de como Tyr perdió la mano.

—Si —murmuró ella, cautelosa—. Los dedos de Simon comenzaron a moverse en círculos—. Me contaste que el lobo gigante, Fenrir, hijo del dios Loki y de una giganta malvada, si mal no recuerdo, era considerado inofensivo, al principio, y los dioses lo dejaban deambular libremente. ¿Es correcto?

—Si —confirmó Laurel, intrigada.

Los dedos de Simon se deslizaron entre los muslos de Laurel. Simon la acarició íntimamente, evaluando la humedad de su sexo. A continuación, para el espanto de Laurel, él se llevó los dedos a los labios y los humedeció con su lengua. La tocó nuevamente, provocándole esta vez un efecto diferente.

—Pero después, Fenrir se volvió tan feroz que las norns previnieron a Odin de que el lobo podría causarle la muerte si no tomaba medidas. Pero los dioses no podían profanar el suelo sagrado de Asgard matando a Fenrir, por eso se vieron obligados a elaborar un plan para dominarlo. ¿Verdad?

—Si —concordó Laurel, sintiendo que perdía el aliento.

—Por lo tanto ellos armaron una celada. Le Habían pedido a Fenrir que probase la fuerza de una cadena de hierro que habían fabricado. La amarraron alrededor de él, con la esperanza de que no consiguiese romperla, pero Fenrir no tuvo dificultad en escapar. Entonces, los dioses habían hecho otra tentativa con cadenas mas fuertes. Una, dos, tres veces, y Fenrir rompía todas las cadenas. Los dioses le pidieron entonces, a los anoes que fabricasen una cadena mágica. ¿Verdad?

Laurel asintió con la cabeza. Estaba reaccionado con estremecimientos al movimiento suave de los dedos de Simon en su sexo.

—Los anoes les entregaron a los dioses una cinta mágica de seda que era irrompible, pero Fenrir ya estaba sospechando. Cuando vio la cinta, se rehusó a dejarse amarrar. Los dioses habían prometido soltarlo si la cinta era demasiado fuerte, mas él no les creyó. Finalmente, Fenrir aceptó probar la cinta si uno de los dioses colocaba la mano en su boca como prueba de buena fe, mientras él hacía la experiencia. Los dioses vacilaron y Tyr acabó colocando la mano entre dientes de Fenrir.

Simon estaba excitándose con ese masaje íntimo y le costaba seguir el hilo del relato.

—Entonces, Fenrir fue atado con la cinta mágica y descubrió que los nudos se hacían cada vez mas apretados. El lobo pidió ser liberado, pero los dioses se rehusaron a desatarlo. Entonces él mordió la mano de Tyr, arrancándole el brazo. ¿Verdad?

Laurel asintió y respiró jadeando.

—¿Qué querías aclarar?

Simon cesó la estimulación y retiró la mano.

—Ella todavía está aquí —declaró Simon levantando una mano con alivio como si hubiese retirado su mano de entre las mandíbulas de un peligroso lobo. Separó las piernas de Laurel, como si abriese un libro prohibido, un manual de hechicería, repleto de secretos de magia negra, un libro que él sabía que no debía abrir, pero al que no conseguía resistirse. Rodó sobre Laurel y acomodó su caderas entre las piernas de ella.

—Qué quiero saber… —Simon habló, casi en un susurro, el rostro enterrado en los cabellos rubios—… si esa historia no fue invención tuya. Pues yo creo que Tyr bien podría haber perdido la mano entre las piernas ávidas de su esposa, mientras intentaba proporcionarle placer.

—¿La Esposa? ¿De Tyr?

—Si…la bella esposa extranjera… la que parecía frágil y pacífica pero que, en verdad, creo que era muy astuta. —Simon presionó su cuerpo contra el de Laurel—. Si fue así, me gustaría saber que sucedió cuando él se unió a ella… ¡de esta manera!

Simon penetró a Laurel.

—Oh Dios… —Ella susurró, antes de clavar sus uñas en la espalda de Simon—. Él… no salió… vivo.

Era lo que Simon quería oír. La penetró ferozmente, sin importarle los riesgos, consciente de que se sumergía en una experiencia que sería diferente a todo lo que había experimentado hasta entonces. Sentía que una parte de su ser corría un gran peligro, pero no sabía de dónde venía este peligro, o cómo protegerse de él. Tampoco le interesaba protegerse, sino abandonarse al calor del cuerpo femenino. Se rindió a Laurel, que ahora estaba lista para recibirlo; sintió la sangre correr por sus venas, se sintió joven e invencible. Invulnerable, glorioso.

Simon sabía lo que lo esperaba en el momento del clímax y sintió un flechazo directo al corazón. La sensación fue tan real e intensa, tan dolorosa y al mismo tiempo tan espléndida que tuvo certeza que una valquiria vendría al galope por el aire para buscarlo y llevarlo a Valhalla.

Pero mientras derramaba su semilla dentro de Laurel, ninguna guerrera magnífica apareció. En vez de eso, cuando Simon se dejó caer, exhausto y saciado, sobre ella, tuvo la extraña y absoluta certeza de haber visto un niño gordito, desnudo, con alas. La imagen no tenía ningún sentido para él, pero le recordó al bebé con alas que había visto en dos ocasiones anteriores. Pero le sobrevino la idea de que el niño era inofensivo, y que el arco y la flecha de oro que cargaba eran de juguete.