Capítulo 6

A la tarde siguiente Laurel fue llevada por dos soldados y escoltada por varias damas de compañía, a través de las calles de Londres para hacer una visita a la casa de Simon de Beresford. El sol todavía brillaba en el cielo y una buena noche de sueño había contribuido a apaciguar los temores con relación a su futuro. El paseo, el primero por las calles cercanas a su nuevo hogar, también la ayudó a levanta la moral. Ella vio artesanos sentados en bancos, en la calle, entretenidos en su trabajo, comerciantes ofreciendo sus mercaderías, sacerdotes rezando sus oraciones, aprendices empeñados en la práctica del uso del arco y la flecha, mujeres sentadas delante de sus telares, mercaderes exponiendo sus productos. Laurel casi se sentía contenta con la perspectiva de vivir en un ambiente tan laborioso.

Pero el agradable paseo, no la preparó para lo que encontró al cruzar los portones de la casa de Simon. En el patio interno se encontró con una legión de hombres, la mayoría recostados contra los muros, o acostados en el suelo, asistiendo, con ávido interés, a la escena que se desarrollaba en el centro del patio. El acto consistía de varios ejercicios de entrenamiento que demostraba su futuro marido, un hecho que le llamó la atención, al principio.

En seguida Laurel recorrió con los ojos el ambiente que la rodeaba, luego pestañeó incrédula y volvió su mirada a los caballeros que asistían al entrenamiento. Pero pronto se vio impulsada a girar la cabeza hacia atrás, para examinar el piso superior de la construcción, siguiendo con el techo y finalmente con la galería que rodeaba el patio. Luego no supo a donde mas mirar, pues le resultaba difícil conciliar las impresiones totalmente diferentes que había registrado.

Nunca había visto a un hombre que reuniese tanta habilidad y gracia en los movimientos de combate que Simon de Beresford. Era cierto. Tan cierto como el hecho que nunca había visto la casa de un noble en un estado tan deplorable.

En el centro del patio, bajo el sol ardiente, espada y escudo en mano, Simon estaba claramente a cargo de las actividades. Laurel notó que él dedicaba especial atención a uno de los jóvenes, quien parecía estar en muy buena condición física, pero que era totalmente incapaz de acompañar el ritmo de los movimientos. Simon se detenía, ocasionalmente, para enseñarle un movimiento y repetía la serie varias veces antes de sorprender al joven combatiente con un ataque inesperado. Su método de enseñanza exhibía conocimiento y gran experiencia.

Laurel contempló, por tercera vez, el estado de la construcción que la circundaba. La pintura del techo de la galería estaba descascada en varias zonas, la baranda parecía cualquier cosa, menos segura. Considerando las manchas en los pilares, Laurel calculó que la madera se estaba pudriendo. Los postigos del piso superior también se estaban pudriendo y algunas ya estaban desprendidas de sus goznes, colgando peligrosamente. Varias tejas faltaban en el techo, y el amplio patio, que podría ser bonito, estaba sucio y polvoriento. Era obvio que esa casa no veía una limpieza a fondo hacia mucho tiempo.

Simon parecía impaciente con el joven aprendiz, pues le arrancó la espada de la mano y llamó a otro, un caballero mayor, para demostrar los ejercicios.

Laurel tuvo, entonces la oportunidad de presenciar toda la extensión de las habilidades de Simon. Al mismo tiempo que odiaba la violencia de los ejercicios de combate, reconocía que el desempeño de Simon con la espada era un espectáculo digno de ser observado.

Su atención fue atraída por el sonido de voces infantiles. Su mirada fue hacia un costado y una mueca involuntaria le deformó las facciones, al contemplar el estado de decrepitud de los barriles de agua de lluvia y, mas todavía, al observar las vestimentas inmundas de los dos muchachos que jugaban cerca de ellos. De reojo vio una sustancia lodosa emanando de un rincón oscuro, pero no tuvo tiempo de investigar qué tipo de horror doméstico había producido su aparición, pues Simon había sido avisado de su presencia por uno de sus hombres y justo en ese instante solicitaba hacer una pausa momentánea en el entrenamiento.

El sonido de sus órdenes hizo que Laurel girase la cabeza para verlo estrechar los ojos contra la luz del sol para poder localizarla en la sombra de la galería. La expresión de Simon registró, al principio, un gesto de reconocimiento, y después un leve interés por la visita. Entregó la espada y los guantes al caballero con quien había luchado, le dio algunas instrucciones y en seguida hizo una señal para que todos continuasen.

Marchó hasta una fuente de piedra, cercana a los barriles de lluvia, y se arrojó varias veces agua sobre la cabeza. Luego Pidió una toalla a uno de los pajes para secarse el rostro y caminó hacia Laurel, con los cabellos todavía húmedos.

—No sabía que vendrías —dijo él, en un saludo amable…

Laurel enfrentó los ojos grises. No vio sentido en recordarle que ella le había informado de esa visita la noche anterior. Ignoró el insulto, consciente de que no había sido hecho a propósito, y flexionó las rodillas en una breve y graciosa reverencia.

—Buenas tardes, sir. Adela me recomendó que viniese a conocer mi nuevo hogar.

A juzgar por la transformación en la expresión de Simon, Laurel sería capaz de jurar que él ya se había olvidado que iban a casarse. Pero se recuperó lo suficiente para murmurar:

—Si… claro —Los ojos de él recorrieron al grupo alrededor de Laurel—. ¿Y para venir a visitarme necesitabas todo este séquito?

—No puedo andar sola en Londres —justificó ella, con calma, haciendo un esfuerzo continuo por no demostrar indignación ante esa recepción tan desprovista de calor humano—. Acepté de buen grado a escolta que Adela me envió.

Simon murmuró algo ininteligible, antes de finalmente acordarse de sus buenos modales.

—¿Ya comiste? ¿Te puedo ofrecer una copa de vino?

Laurel agradeció, con un movimiento negativo de su cabeza, reticente a aceptar cualquier cosa que viniese de la cocina de esa casa. Pero pensó que sus acompañantes tal vez no tuviesen los mismos escrúpulos que ella y los consultó.

Mientras el agua solicitada era sacada del pozo, Laurel se dio vuelta hacia Simon y se apresuró a evitar, de antemano, cualquier gesto forzado de hospitalidad.

—Veo que estás ocupado, y te puedo asegurar que no hay necesidad de interrumpir tus ejercicios para mostrarme la casa. Bastará con que mandes a llamar al ama de llaves y ella me acompañará.

A Simon le gustó la primera parte de lo que Laurel había dicho, sobre no interrumpir los ejercicios. Había pasado un día excelente de entrenamiento y no tenía el menor deseo de detenerse. El esfuerzo físico había resultado bastante eficaz para descargar la tensión del día anterior. Fue la segunda parte de lo que ella había dicho, respecto a una ama de llaves, lo que lo dejó aturdido.

Después de mirar a su alrededor y murmurar varias veces “ama de llaves… ama de llaves“ como si esperase que apareciese una por arte de magia, Laurel decidió poner fin a la incomodidad de la situación.

—Sólo debes pedirle a una o dos de tus criadas que me hagan compañía —El silencio momentáneo de Simon la llevó a agregar—: ¿Tiene criadas trabajando en tu casa?

—Si, si… claro que tengo —Simon admitió, aunque no parecía muy convencido. Se dio vuelta hacia el paje mas próximo.

—Ve hasta la cocina y fíjate si encuentras alguna mujer. Si la encuentras, hazla venir aquí inmediatamente.

Simon le dio al paje otra rápida instrucción susurrada, que Laurel no consiguió captar. El muchacho se apartó apresuradamente, y Simon miró a Laurel, impaciente por retomar el entrenamiento. Ella retribuyó la mirada, y pensó que allí, en ese ambiente tan masculino, Simon llegaba a exhibir cierta elegancia. Se vio, entonces, tironeada entre, dos emociones diferentes. Llenó los pulmones con aire, en un esfuerzo por mantener el control de la situación. Había decidido no permitir que las damas de compañía de la reina la acompañasen en su excursión por la casa; sospechaba que las condiciones del la vivienda de Simon eran conocidas por todos, pero haría lo posible para evitar que se conocieran los detalles más escabrosos y mugrientos de su futuro hogar y para evitar que una nueva oleada de chismes en la corte. Lo que ella podía ver desde la galería ya era suficiente para imaginarse el interior de la casa.

—¡Bien, mi lord! —ella exclamó—. Si pudieras mandar traer un banco para las damas, ellas podrán esperar aquí con los soldados, Estoy segura que todos están ansiosos por verte entrenar.

Simon acató inmediatamente la sugerencia y mandó a buscar un banco, Después que su pequeño séquito estuvo instalado, Laurel le aseguró que él no necesitaba esperar la presencia de las criadas. Simon asintió y volvió al entrenamiento.

Poco después, Laurel vio a una mujer aparecer con el paje, desde el otro lado de la galería. A medida que ella se aproximaba, Laurel notó que ella tenía una apariencia desprolija, a pesar de su rostro bonito y de un cuerpo escultural. La expresión en su rostro dejaba muy claro que ella estaba completamente desconcertada.

Laurel se imaginó que no le agradaba la idea de que otra mujer fuese testigo del estado deplorable de la casa que estaba a su cargo y dedujo, también, que ella estaba consciente de la inminencia del casamiento de su amo, y contrariada con la perspectiva de tener una nueva patrona…

Las sospechas de Laurel fueron plenamente confirmadas por la conducta insolente de la joven.

—Buenas tardes —saludó ella, secamente, en idioma normando—. Mi nombre es Ermina.

—Buenas tardes, Ermina —respondió Laurel, en inglés, lo que hizo que la otra abriera sus ojos sorprendida. Sin dejarse desafiar por la actitud de Ermina, Laurel agregó, en un tono autoritario—: Sabes quien soy y de donde vengo. Debes saber, también, que prefiero el inglés al normando. Por eso, creo que es mejor usar el inglés, para evitar malos entendidos entre nosotras.

—Pero su inglés es diferente… —observó Ermina.

—Es porque soy del norte. Confieso que tu inglés también suena diferente para mí, pero puedo comprenderlo perfectamente, y es eso lo que importa, ¿verdad?

Ermina lanzó una mirada cauta.

—Si, mi lady —murmuró, con cara de pocos amigos.

—¿Estás a cargo de esta casa? —preguntó Laurel.

—De cierto modo —respondió la otra, encogiéndose de hombros displicentemente.

Laurel no vaciló en poner a la mujer en su lugar.

—Entonces, podemos comenzar visitando los dormitorios, y después descender.

—Le Voy a mostrar el patio y los fondos —la contradijo Ermina, irrespetuosamente—. Son Órdenes del amo.

Entonces, había sido esa la orden que Simon le había susurrado al paje.

Laurel sonrió. ¿Simon no quería la casa?

—Lo Siento mucho, pero no tengo mucho tiempo, ni estomago para visitar la cocina y los establos. Quiero comenzar por los aposentos principales. Por favor, vamos a subir.

Laurel no miró hacia atrás al encaminarse, con paso decidido, hacia la escalera que llevaba al piso superior. Sabía que Ermina la seguía y usó toda su intuición para analizar el torbellino de emociones que parecía emanar de la joven criada. Sería una tarea difícil, pensó, conquistar la simpatía de esa mujer.

Después de recorrer la galería llegaron a la escalera. Laurel levantó el borde de la falda y probó la solidez del primer escalón. Casi se sorprendió al descubrir que aguantaba su peso. Apoyó una mano en la baranda. Estaba un poco resbaladiza, pero se podía usar.

 

 

Con Laurel presente en su casa, Simon no conseguía concentrarse; era como si estuviese arena en los ojos. Pestañeó varias veces para librarse de la molestia y luego miró hacia el lugar donde Laurel había estado parada unos minutos antes. Pero ella no estaba mas allí. Él estrechó los ojos y recorrió toda la extensión de la galería, abriéndolos desmesuradamente al verla al pie de la escalera, con Ermina.

¿El paje tenía que haber llamado justo a esa mujer? Simon maldijo en voz baja, imaginándose una centena de maneras con las que Ermina podría querer vengarse y… peor todavía, Laurel se caería al pisar el tercer escalón, que estaba roto. ¡Simon y todos los demás habitantes de la casa hacia tiempo que sabían que debían saltearse el tercer escalón!

¡Demasiado tarde! Simon la vio tambalearse y casi caerse, milagrosamente se salvó al aferrarse a la baranda, que no era muy segura…

Resignado, soltó la espada y dejó el entrenamiento por segunda vez. Subió los escalones de dos en dos, que crujieron bajo su peso. Al pasar al lado de Ermina, inclinó la cabeza y le hizo un gesto para que ella se alejase. Agarró Laurel por la cintura y levantó en sus brazos, salvándola de esta manera del igualmente traicionero penúltimo escalón.

Al pisar el tercer escalón Laurel había comentado con Ermina que la casa parecía abandonada hacia muchos años. Acababa de recibir la confirmación de esa verdad, cuando oyó el sonido de la madera crujiendo y cediendo y tuvo la espantosa impresión de que la escalera estaba derrumbándose. Afortunadamente, consiguió agarrarse a la baranda. Antes de llegar a lo alto de la escalera sintió dos manos poderosas tomarla por la cintura y en seguida vio que sus pies se despegaban del suelo. Con el corazón a los saltos, contempló, atónita, los ojos grises de Simon.

—Voy a acompañarte en esta parte de la casa —declaró él secamente—. Si hubiese sabido que querías venir aquí primero, habría hecho esto desde el principio. Puedes retirarte —él agregó, dándose vuelta y hablando con Ermina.

—No hay necesidad de que me acompañes —protestó Laurel, ligeramente sin aliento, confundida por la reacción que le había provocado el contacto físico de Simon—. Y creo que es importante que vaya, con por lo menos, una de tus criadas. Puedes quedarte, Ermina —ella dijo, en normando.

Ermina consultó a su amo en silencio, con sus ojos grandes y lánguidos. Simon señaló en dirección a la última puerta del corredor.

—Supongo que quieres conocer tus aposentos, antes que nada, mi lady —Él se dio vuelta hacia Ermina—. Adelántate y fíjate si todo está en orden.

Ermina obedeció.

Laurel seguía teniendo la impresión de que Simon estaba intentado librarse de ella. Pero ella estaba determinada a no ceder; dio un paso en la dirección opuesta a la que él había indicado.

—Sí, quiero conocer los aposentos. Pero antes, quiero ver el solar que, si no estoy equivocada, queda del otro lado, encima de la entrada principal.

Simon confirmó su suposición.

—De esa manera, Ermina tendrá mas tiempo para ver si todo está en orden.

Simon no respondió. En verdad, no estaba preocupado con la orden del cuarto, pero quería a Ermina lo mas lejos posible de Laurel. Condujo a Laurel al solar y, después de defenderse mentalmente contra el efecto que ella le provocaba, comenzó a sospechar que ella deliberadamente estaba intentado irritarlo, cuando la vio abriendo todas las puertas y espiando dentro de las habitaciones.

Laurel no estaba intentado irritar a Simon, con su inspección de la casa. El motivo para examinar cada aposento, era descubrir la verdadera extensión de la negligencia, y también prepararse para lo que la estaba esperando al final del corredor.

Finalmente llegaron al solar y ella abrió la puerta, casi temiendo ser atrapada y ahogada por algún tipo de mal olor. Pero no fue tan malo como había imaginado; parecía ser un cuarto que estaba fuera de uso, y en mejores condiciones que el resto de la casa.

Laurel se paró en la puerta, pero no entró. Debía haber sido un bello aposento, en otros tiempos. Espacioso, en armonía con las dimensiones de la casa, poseía paredes revestidas con madera y tres encantadoras ventanas con vidrios color ámbar. La mayor parte de los vidrios estaban rotos, algunos cubiertos con pedazos de tela, otros simplemente rotos. La Mitad de las madera de los postigos también faltaban y la otra mitad servirían para hacer una buena hoguera. La chimenea estaba repleta de cenizas viejas y, en el centro del aposento, un único mueble, una mesa. El piso cubierto de paja se encontraba en estado de descomposición. Laurel dedujo que el solar había sido transformado en un cuarto para acumular cosas en desuso.

Cerró la puerta y miró a Simon. A pesar de todo, principalmente del horror que le causaba el caos que reinaba en esa casa, reconocía la habilidad de ese hombre, quien sabía manipular una espada como nadie. Reconocía también, que, aunque Simon no tuviese hábitos domésticos ejemplares, por lo menos tenía buenos hábitos de higiene personal, pues el olor que ella sentía no era el de un hombre que no tomaba un baño hacia días, sino el de un hombre saludable y limpio, después de un día de trabajo.

Él retribuyó la mirada, todavía confundido por la presencia de Laurel en su casa y por el extraño deseo de ella de abrir todas las puertas.

No comprendía como una criatura de apariencia tan frágil y etérea le provocaba un efecto físico tan fuerte e innegable.

Laurel fue la primera en desviar la mirada.

—¿No han usado el solar últimamente?

—Claro que lo hemos usado, mis hijos duermen aquí.

Laurel se dio vuelta bruscamente para él.

—¿Duermen? —Ella frunció el ceño—. ¿Benedict y Gilbert?

—Exactamente. Ellos están jugando allá abajo, cerca de los barriles de lluvia.

Laurel miró hacia bajo y localizó a los dos niños, habría jurado que ellos eran hijos de los criados. Ella respiró profundamente y se dio vuelta otra vez hacia Simon.

—¿Vamos a continuar?

Recorrieron el siguiente ala, en dirección al cuarto de la dama, donde Ermina hacía un esfuerzo moderado por disfrazar la mugre y el polvo. Laurel no vaciló en entrar y Simon, imaginando que ella inspeccionaría a continuación sus propios aposentos, se apresuró a entrar a su cuarto para recoger las ropas que había dejado desparramada en los últimos dos o tres días. Mientras formaba varias pilas e intentaba decidir donde ponerlas, se le ocurrió que hacia más de dos o tres días que no arreglaba su cuarto. Intentó estirar las sábanas sin grandes resultados.

Laurel todavía se encontraba en el aposento de al lado, contemplando el desorden a su alrededor y procurando no desesperarse. La ventana que, según sus cálculos, daba al patio estaba tapada con tablas de madera. Los postigos ya no existían. Ermina sacudía una telaraña en un rincón, y en otro rincón Laurel avistó una puerta interna, cubierta por una cortina andrajosa, que, evidentemente, unía el aposento al del Lord. A través de la puerta, podía escuchar los movimientos de Simon, del otro lado.

La cama ocupaba toda la pared. Laurel no tuvo el coraje de examinar de cerca el colchón. El cortinado estaba en un estado irrecuperable; podía ser agregado a la hoguera de los postigos del solar. En el otro extremo del cuarto, había una silla con tres piernas apoyada contra la pared en un ángulo extraño. Todo el aposento implora una limpieza a fondo.

Un arcón de madera al lado de la puerta externa llamó la atención de Laurel. Ella se agachó con cuidado, para evitar que sus rodillas tocasen el suelo, y examinó el contenido. Encontró los restos devorados por ratas, de lo que podría haber sido alguna vez un cobertor, pero cuando los quiso tomar con las manos, los resto se rompieron. Profundizando la exploración, descubrió un pequeño espejo redondo, en un marco de plata oscurecida. Lo sujetó a la altura de los ojos, pero su atención no fue atraída para su propio reflejo, que pocas veces había visto, sino por la escena que se desarrollaba detrás de sí.

Al ver Laurel de espaldas, Ermina había abandonado su simulación de limpieza y se había aproximado a la puerta de comunicación interna. A través del espejo, Laurel la vio apartar la cortina que separaba los dos aposentos y levantarse la falda. Cualquier gesto que Simon hubiese hecho en respuesta a la exhibición obscena quedó a cargo de su imaginación, pero no la mirada pícara y la sonrisita desafiante en el rostro de Ermina, al cerrar rápidamente la cortina y darse vuelta otra vez.

“¡Todo está claro!“, pensó Laurel, devolviendo el espejo al arcón y cerró la tapa, antes de ponerse nuevamente de pie. Salió del cuarto y esperó a Simon en el corredor.

—¿Deseas conocer mi cuarto ahora, mi lady? —preguntó él.

Laurel bajó los ojos.

—No sería apropiado, sir.

Simon se maldijo mentalmente por todo el trabajo que de recoger las ropas y esconderlas. Cuando Ermina apareció en el corredor, Laurel, ahora consciente de la situación, sintió la fuerza total del odio de la mujer. Pero permaneció imperturbable, y le pidió que trajese una escoba y comenzase a limpiar su futuro cuarto en ese instante. Cuando Ermina respondió, descaradamente, que no sabía donde estaba la escoba, Laurel le informó que la había visto en uno de los aposentos, en la tercer puerta a la derecha. Laurel repitió la orden y Ermina se dio vuelta hacia su amo. Simon asintió, con un movimiento de la cabeza, para que ella fuese a buscar la escoba.

—Te agradezco por estar perdiendo tu tiempo conmigo, mi lord —dijo Laurel, cuando Ermina se alejaba—. Ermina pasará el resto del día limpiando mi cuarto. Y yo encontraré trabajo para ella en otra residencia, antes de mudarme acá.

—¿En otra residencia? —repitió Simon, perplejo—. ¿Por qué?

—¿Qué harías vos con un caballero que no estuviese a la altura de tus exigencias?

Simon miró a su alrededor, con una arruga en la frente, reconociendo que la casa había estado un tanto abandonada en los últimos tiempos.

—Lo dispensaría —admitió.

—Exactamente. Ermina es extremamente ineficiente, en todos los aspectos, y no quiero verla aquí cuando yo sea el ama de esta casa. Claro que, hasta ese momento, no tengo motivo o poder para interferir en tu modo de vida. En los próximos cuatro días, ella puede quedarse aquí y hacer para vos lo que siempre hizo.

Laurel le pidió a Simon que la acompañase a portón. Pocos minutos después, partía con los soldados y las damas, dejando a Simon pensando intrigado, como ella había adivinado los servicios que Ermina le prestaba a él. Estaba seguro que Laurel lo había adivinado por la entonación de su voz y por la expresión de su rostro. Estaba asombrado, pues en el momento en que Ermina se había levantado la falda, él se había fijado y Laurel estaba de espaldas, inclinada sobre el arcón de Rowenna. ¿Sería posible que las mujeres intuyesen ese tipo de cosa? Después se acordó que Rowenna nunca le había dado ninguna señal de saber con que mujeres él se acostaba, y nunca había demostrado ningún interés o curiosidad sobre ese tema. O quizás, Simon se dio cuenta, súbitamente, era a él a quien nunca le había importado si Rowenna se enteraba o no…

Pero Laurel… Podía ser que sus altas exigencia la hubiesen inducido a echar a Ermina. Pero también podría, haber sido coincidencia que la noche anterior, lo hubiese encontrado en las murallas, justamente en el instante en que él sostenía a lady Chester, a la vista de Adela. El modo en que Rosalyn lo había mirado lo había dejado desconcertado y él habría quedado en una situación muy difícil delante de la reina si hubiese cedido a la tentación de ese momento. Cuando había ponderado los hechos, más tarde, había llegado a la conclusión que Rosalyn había hecho toda esa escena a propósito; había querido complicarle la vida, no sólo delante de Adela, sino también delante de Laurel.

Simon sacudió la cabeza y decidió que no valía la pena perder tiempo reflexionando sobre esos enredos en ese momento. Ninguna de ellas valía la pena, ni Rosalyn, ni Ermina, ni Laurel. ¡Mujeres! A veces era más sensato permanecer lejos de los problemas que causaban las mujeres. Estaba en su casa, a cargo de sus hombres, y sabía lo que tenía que hacer para liberar la energía que amenazaba con hacerlo estallar.

Volvió al patio donde los hombres, en ausencia del líder, se habían relajado en los ejercicios. De cualquier forma, habían estado, también, bastante interesados en los movimientos que habían ocurrido poco antes, en la galería. Simon tomó su espada y la hizo girar en el aire varias veces; flexionó los hombros y le sonrió a los hombres inmundos y sudados que lo rodeaban.

—¿Algún voluntario?

Los mas jóvenes había cometido la tontería de intentar probar su habilidad con Simon y habían tenido la suerte de llegar al final del combate de pie, aunque su autoestima había ido a parar al suelo del patio de entrenamiento.