Capítulo 9

El beso acabó de derribar las defensas y de perturbar la calma de Laurel, pero ella se dio cuenta de eso tan lentamente que ya era demasiado tarde para recuperar la sangre fría.

Cuando Simon le dio el beso que ella había deseado la noche anterior, Laurel todavía estaba demasiado involucrada en la tarea de desempeñar su papel en ese ritual público para notar el efecto. Cuando sus labios se separaron, ambos se arrodillaron por última vez, inclinaron la cabeza, y un manto fue extendido sobre ellos, concluyendo la ceremonia.

Se levantaron juntos y salieron de la capilla, seguidos por la comitiva nupcial. Afuera, en el patio, pasaron un largo tiempo recibiendo los saludos y felicitaciones y Laurel no tuvo tiempo de sentir el efecto que Simon ejercía sobre ella. Tampoco notó ninguna alteración en su estado de ánimo o en sus sentimientos cuando volvieron al gran salón, decorado con guirnaldas de flores.

La atmósfera en el salón era de festividad. Los pajes tropezaban unos con otros, los acróbatas se preparaban para actuar en un rincón, los juglares ya circulaban entre las mesas y los platos ya estaban servidos, impregnando el aire con el olor de las hierbas aromáticas. Simon y Laurel ocuparon sus lugares en la mesa principal, sobre la tarima.

Laurel hizo un comentario casual sobre la decoración y recibió una mirada vacía. En seguida, Simon sacudió los hombros y murmuró algo referente a tener que estar encerrado en el salón en un día soleado como ese; dio a entender que, independientemente del clima, prefería mil veces estar al aire libre. Como él no hizo ni el mas mínimo esfuerzo para disfrazar su contrariedad por estar en el salón en el día de su propio casamiento, Laurel consideró el comentario como el primer insulto de Simon en su vida de casados. Como solamente hacía una hora que estaban casados, ella pensó irónicamente en lo que le deparaba el futuro con ese hombre.

Tampoco después que se inició el banquete, Laurel notó algún cambio en Simon. Ya había notado que a él gustaba la comida simple y, banquete matrimonial o no, ese día no era la excepción. Reparó que él sólo se sirvió carne de cordero y sopa. Rechazó los platos mas refinados, como cisne, pavo y faisán, e ignoró totalmente las perdices. El gusto de Simon por los dulces era igualmente austero; pasó de largo por los budines, mazapanes, compotas, pasteles de miel, flanes y gelatinas, pero atacó vorazmente las grosella, sin crema, y consumió una cantidad moderada de vino.

Durante el banquete, Simon y Laurel no habían tenido oportunidad de conversar entre sí, y ella esperaba eso. Eran constantemente abordados por los nobles cortesanos, que parecían no cansarse de expresar sus deseos de felicidades.

Finalmente, el bullicio alrededor de la mesa principal se calmó, la cantidad de comida disminuyó considerablemente y una quietud momentánea detuvo la actividad en el salón. Los juglares entonaron los acordes iniciales de una pieza musical. Laurel esperó pacientemente, pero comenzó a irritarse al darse cuenta de que Simon estaba ajeno a su deber como novio. Fue preciso que Adela se levantase y, delante de todos los presentes, le susurrase algo al oído.

En respuesta a la instrucción de Adela, Simon se puso de pie y extendió la mano hacia Laurel, quien la aceptó. La expresión de él al mirarla expresaba claramente lo que él pensaba sobre aquella tradición.

Mientras desfilaban por el centro del salón, Laurel comentó:

—Tal vez prefirieses no bailar, mi lord, pero a aquellos que les gusta hacerlo no pueden comenzar el baile antes que nosotros. Consuélate con la idea de que estás prestando un servicio público.

Simon se limitó a murmurar una respuesta inteligible a la reprimenda de su esposa.

Su ritmo, o su falta de ritmo, al compás de la melodía sólo vino a confirmar que su gracia solamente se ponía en evidencia en el campo de batalla. Cuando la pieza musical terminó nadie fue capaz de convencer a Simon a repetir la danza, y él no se opuso a que otros caballeros sujetasen la mano de su esposa en los bailes siguientes. Además, la fila de los que aspiraban a tener ese honor era bastante grande, y estaba encabezada por Lancaster.

Más tarde, Laurel tomaría consciencia de que la aparente normalidad del comportamiento de Simon, a partir del momento del beso en la capilla, la había dejado insensible para notar las señales mas sutiles de cambio. Al principio del baile, cuando Simon le había sujetado la mano, ella se había sentido segura y confiada y, por un segundo, se le pasó por la cabeza la idea de que no sería tan difícil lidiar con él. Había sido un momento de arrogancia e ingenuidad, pues algo dentro de ella ya notaba que su tranquilidad comenzaba a desintegrarse. Inconscientemente, Laurel buscaba motivos para irritarse con Simon, para defenderse de la atracción que sentía por él. En la capilla, se había resistido al impacto del beso, atribuyendo el efecto perturbador a los rayos del sol que golpeaban sobre su cara.

Durante su segundo baile con Lancaster, Laurel recorrió el salón con los ojos y avistó a su marido en un rincón, conversando con las tres mujeres inseparables. En seguida se dio cuenta de que él no conversaba con ellas, exactamente, sino que… ¿Sería posible que Simon estuviese bailando con ellas? No, tampoco estaba bailando, ella notó, girando la cabeza para no perderlo de vista cuando los pasos de la danza la forzaron a darle la espalda. ¿Qué estaba haciendo Simon con esas mujeres?

Laurel reparó que las tres mujeres estaban vestidas en colores engamados una en rosado madreperla, otra en color malva, y la tercera en un tono mas fuerte de rosa, y que se habían tomado las manos, formando un círculo. En el centro del círculo se encontraba Simon. En vez de verse incómodo, o avergonzado, él parecía estar encantado con la situación. Casi diría que se lo veía compenetrado…

Por lo que Laurel pudo percibir, pues no quería que su interés por su marido se hiciese demasiado obvio, las tres mujeres cerraban el círculo alrededor de él y después lo abrían, como pétalos de una flor que se abrían y se cerraban… ¡Una vez, dos… tres veces!

En ese momento, el grupo de bailarines, a su vez, también formaron un círculo, y Laurel fue obligada a quedar de espaldas a Simon. Cuando ella miró de nuevo, él ya no estaba allí con las tres mujeres. Miró a un lado y al otro, disimuladamente, censurándose a sí misma por hacerlo. Se sintió todavía peor cuando lo vio en el instante en que Rosalyn le hacía una seña a él y lo detenía para decirle algo. Laurel vio a Simon responderle a la bella morena con su brusquedad característica, vio a Rosalyn replicar con una expresión claramente provocativa y una sonrisa meloso, luego lo vio asentir con una sonrisa y proseguir su camino, lanzando un comentario final que dejó a Rosalyn con el rostro intensamente ruborizado.

Laurel comenzaba a descubrir una nueva faceta de Simon.

Tal vez fuese la expresión del rostro de él al hablar con lady Chester, o el modo en que había inclinado la cabeza hacia ella, pero súbitamente Laurel se daba cuenta de que, aunque Simon fuese brusco también era muy experto. Lo que fuera que Rosalyn le hubiese dicho, él la había desarmado sin el mas mínimo esfuerzo, dándole la espalda con la actitud de un ganador.

—Me alegra que concuerde conmigo, mi lady —murmuró una voz al lado de Laurel.

Ella se dio vuelta, buscando mantener la calma, y le sonrió plácidamente a Geoffrey de Senlis. No tenía idea de cuanto tiempo hacia que él estaba parado allí. Tampoco tenía idea de con que cosa ella acordaba y esperaba que no fuese nada estúpido, o impropio.

—¿Y Por qué no concordaría? —ella retrucó, cautelosamente. Senlis continuó hablando y Laurel le respondía mecánicamente, pues, a pesar del esfuerzo que hacía para prestarle atención, su pensamiento estaba fijo en la cena que acababa de presenciar. Engañada en el día de su propia boda…

Senlis dijo algo mas y Laurel sacudió la cabeza, preguntándose si sería posible que un corte de cabello, un rostro bien afeitado y una túnica limpia causasen semejante cambio en un hombre.

—¿No lo crees? —preguntó Senlis, en un tono de sorpresa. Laurel se dio cuenta de su distracción. Intentó acordarse del comentario al cual había respondido sin pensar, pero no lo logró.

—¡Bien, quiero decir, claro que si! —ella dijo, dándose vuelta hacia Senlis e intentado aparentar estar relajada.

—Comprendo tu posición —Senlis sonrió, señalando con la cabeza en dirección a la mesa principal—. Pero, personalmente, no creo que tu marido nos recrimine. Él no parece estar enojado en este exacto momento. Yo diría que parece pensativo.

Las palabras tu marido atrajeron la atención de Laurel y ella miró a Senlis. Ella era su compañera en una baile de parejas, entonces dedujo que el diálogo que acababa de ocurrir se refería a la cuestión de si Simon objetaría que Senlis bailase con ella. No tenía idea si su marido objetaría el baile, pero ella estaba determinada a no mirar en dirección a la mesa, donde, aparentemente, él había vuelto a sentarse.

Laurel no estaba segura si era la segunda o tercera vez que bailaba con Geoffrey de Senlis en esa tarde. Pensaba que era la tercera vez… tal vez Simon tuviese motivo para desaprobar eso.

La puntada de ansiedad que sintió al pensar en eso, no fue de culpa, sino de desafío. Si Simon no bailaba con ella en su propia fiesta de casamiento, tendría que contentarse con verla bailar con otros hombres. Desafortunadamente, e inexplicablemente, también, Laurel no estaba disfrutando del baile como le gustaría, aunque Geoffrey de Senlis era un compañero encantador y habilidoso, con una conversación muy interesante.

Cuando el último acorde del laúd se extinguió en el aire, Senlis condujo Laurel fuera de la pista de baile y ella se sorprendió al encontrarse con Simon, pues pensaba que él seguía sentado a la mesa. Él extendió su brazo hacia Laurel y le agradeció secamente a Senlis, apartándose en seguida, sin una palabra mas.

Laurel estaba completamente confundida; no sabía si sentirse enojada o halagada con aquella actitud autoritaria de Simon.

—¿Cómo sabes que no quiero bailar mas? —ella preguntó. Él la miró por un momento, antes de responder.

—No lo sé.

—¿Quieres decir que no te importa mis deseos?

—Exactamente. Ven a sentarte conmigo —agregó él, extrañamente diluyendo la rabia de Laurel. Era una orden, pero para ella sonaba como una invitación. Admitía para sí misma que no quería bailar mas, y que por eso cedería a la orden de Simon. Porque estaba cansada y no porque él se lo hubiera pedido, si a esa orden se la podía llamar pedido…

—Está bien —ella aceptó—. Tengo ganas de sentarme, mi lord.

Él se limitó a asentir con la cabeza. Laurel notó un cambio en Simon. El aparentaba estar distraído, como si hubiese acabado de practicar su deporte favorito pero no parecía estar totalmente satisfecho. Por un segundo, sus miradas se encontraron y el estomago de Laurel se contrajo.

—Vamos volver a la mesa —ordenó él, conduciéndola alrededor de la pista de baile.

—Será bueno conversar un poco —arriesgó ella, aunque no creía que Simon tuviese intención de entretenerla con algún tipo de conversación. No temió al agregar en un tono de provocación—. Me imagino, estás entusiasmado con el tema mas excitante del día.

Simon pareció estar sorprendido.

—¿Tema mas excitante?

—El torneo del día de San Bernabé, claro —dijo Laurel—. ¿No es de lo que hablan todos?

—Sí —admitió Simon—. Pero no me imaginé que el torneo fuese tema de conversación, especialmente hoy.

—¿Nunca notaste que el tema principal durante un festejo generalmente es el festejo siguiente?

—Tienes razón —concordó Simon— pero me imaginaba que pocas personas entre las que se encuentran presentes aquí, hoy, estarían interesadas en los detalles del torneo, como por ejemplo, las armas que se usarán, o el papel que tendrán los escuderos.

—¡Oh, no, yo no me refería a los detalles! La mayoría de las personas simplemente está interesadas en saber cuantos combates habrá, si habrá buen clima, ese tipo de cosas.

Simon se encogió de hombros.

—El número de combates será el mismo de siempre. Especular sobre el clima es inútil. Lo que importa es la naturaleza de los procedimientos del torneo, que muchos de mis melindrosos compañeros desean establecer en los estatutos.

—¿Te Refieres a los procedimientos relativos al papel de los escuderos? Por ejemplo.

—Es innecesario decir, por ejemplo, que ningún animal debe ser muerto o herido, y que el causante de una herida en un caballo, aunque sea accidental, debe ser penalizado. ¿Es ese el tipo de cosa en las que estás interesada, mi lady?

Ellos ya estaban cerca de la mesa. Laurel tenía la vaga sensación de que Simon había insinuado que ella estaba alardeando; mas no tenía duda de que había sido desafiada. No era la primera vez que perdía una discusión con Simon. Lo que la llevó a reconsiderar una vez mas su opinión sobre él. Llegó a la conclusión de que, aunque él fuese siempre directo, no siempre era grosero.

Laurel no estaba interesada en el reglamento del torneo, pero respondió jovialmente:

—Es justamente en eso en lo que estoy interesada —Ella sonrió, triunfante, con la certeza de que había desviado la punta de la espada que Simon acababa de levantar contra ella. Se acordó, entonces, que hacía varias horas que no atendía sus necesidades personales. Reconociendo que todavía se encontraba en desventaja ante su marido, ella decidió usar ese pretexto para ganar tiempo y reunir fuerzas. Ella se detuvo repentinamente y Simon hizo lo mismo.

—Antes de discutir el asunto en detalle, pido tu permiso para retirarme por un instante.

—¿Por qué? —quiso saber Simon, con una arruga en la frente. Laurel pestañeó. ¡No era posible que le hiciera esa pregunta! Si ella estuviese con Geoffrey de Senlis habría sonreído modestamente y habría respondido: “Un caballero no hace una pregunta como esa a una dama.” En vez de eso, ella se limitó a mirar fijamente a Simon y responderle, con una franqueza que competía con la de él:

—Porque consumí mucho líquido en las últimas horas y… ahora… bien… —Ella no consiguió concluir a frase.

La expresión de Simon se iluminó.

—Vamos, ¿Por qué no lo dices? —Simon preguntó, con naturalidad, apelando a su sentido común.

Y Por qué no…, se preguntó Laurel, mientras dejaba el salón en dirección a la letrina, pensando en cómo conseguiría mantener el interés en el tema del reglamento del torneo, cuando volviese con Simon.

Fue entonces cuando ella descubrió un motivo perturbador para querer discutir ese tema con él, principalmente la parte referente al papel de los escuderos. Sucedió que cuando ella volvía al salón, pocos minutos después, captó el tramo de una conversación en un tono de voz muy bajo, viniendo de un rincón oscuro debajo de la escalera principal. Tuvo la impresión de oír a alguien susurrar las palabras adorable noviecita en un tono irónico, pero no estaba segura. Con el corazón ligeramente acelerado, se detuvo y apoyó contra la pared, del otro lado de la escalera. Ni por un segundo se sintió culpable por estar escuchando la conversación de terceros, pues sería capaz de jurar que aquella voz de mujer pertenecía a la bella y poco confiable, Rosalyn Chester.

La sospecha de Laurel se confirmó cuando la mujer habló nuevamente.

—¿Crees que será necesario, entonces? —preguntó Rosalyn a la persona que se encontraba con ella en el recoveco.

La respuesta fue en voz baja y suave, sin embargo, la voz era inconfundible.

—Creo —afirmó Cedric de Valmey— que puedes considerarte responsable por esa necesidad.

—¿Crees que es mi culpa, amor? —protestó Rosalyn, contrariada—. ¿Quién fue que despreció la oportunidad inicialmente?

—Yo no acepté por fidelidad a vos.

—¡Ah! —exclamó Rosalyn escépticamente.

—¿Dudas de la evidencia que está debajo de tus propias narices? —la amonestó él.

—Cuando rechazaste la oportunidad no sabías lo que sabes ahora.

—En vista de lo que sé ahora, vos no habrías quedado muy satisfecha con la situación, ¿verdad?

—Hasta podría ser interesante.

—Tal vez, pero la cuestión no es esa. La verdad es que tu plan no funcionó, o mejor dicho funcionó al revés.

—Pero…

—Nada de peros —la interrumpió Valmey, con brusquedad—. A menos que hayas cambiado de idea.

—Claro que no.

—Muy bien, entonces. Mi plan, además de ser simple, tiene la ventaja de que ninguno de nosotros tendrán que ensuciarse las manos.

Las palabras que Rosalyn profirió a continuación hizo que el corazón de Laurel saltase a su garganta.

—Es verdad, pero los escuderos, por regla general, son leales a sus amos, principalmente en el caso de un caballero con la reputación de él.

—La reputación de un caballero no siempre significa que él trate a sus escuderos con… justicia. Sabes que tengo una buen relación con Breteuil, por ejemplo, para no hablar de los otros. También conozco bien a…

Laurel no consiguió oír el segundo nombre. El sonido de la voz de Valmey fue ahogado por el movimiento de ellos, como si se estuviesen preparando para volver al salón. El corazón de Laurel dio otro salto; ¿y si la encontrasen allí? Pero era demasiado tarde para huir. La única cosa que le quedaba por hacer era contener la respiración, encogerse en el rincón y rezar. Afortunadamente, Rosalyn y Valmey habían abandonado su escondite sin mirar atrás, ignorantes del hecho que su conversación había sido oída.

Laurel permaneció por algún tiempo mas en su escondrijo, intentado calmarse.

No sabía exactamente sobre qué Valmey y Rosalyn habían hablado, pero era evidente que estaban tramando algo. Ahora ella tendría tema de conversación de sobra para hablar con Simon.

Con un interés auténtico esta vez, ella le pidió a su marido que le explicase la función de los escuderos en el torneo.

—De acuerdo con las normas ningún conde, barón, o caballero puede tener mas de tres escuderos a su servicio durante la competencia —respondió Simon, con una expresión indefinible, o, por lo menos, ambigua para Laurel, quien dedujo que él se estaba divirtiendo con su interés en un tema tan netamente masculino.

—También está establecido que un caballero que ha sido tirado de su caballo sólo puede ser atendido por sus propios escuderos, bajo pena de tres años de prisión. Pero mas allá de tomar todas las precauciones para no herir a un oponente, no veo razón para quitarle la libertad a los participantes de un torneo que funcionaría mucho mejor si tuviese menos reglas.

Simon hizo un relato de las reglas con las cuáles no concordaba. Laurel asintió y lo animó a entrar en mas detalles.

—Quieres decir que cada participante tiene derecho a tener tres escuderos —ella resumió—. ¿Y qué es exactamente lo que los escuderos hacen?

Simon le explicó que los jóvenes escuderos preparaban las armas y los caballos y proveían la comida y la bebida entre un combate y otro. Laurel esperó que él mencionase los nombres de sus escuderos, pero él no los mencionó. Ella decidió, entonces, preguntarle directamente, antes de perder la oportunidad de hacerlo.

—¿Cuál de tus escuderos te gusta mas?

—Langley —Simon respondió él, sin vacilar—. Aunque todavía necesita practicar mas con la espada y que sea un poco quejoso para mi gusto.

—¿Y los otros? —insistió ella.

Simon mencionó algunos nombres y Laurel captó aquel que le interesaba.

—¿Breteuil? —repitió lentamente, intentado memorizar el nombre— ¡Qué nombre tan difícil!

Simon sonrió.

—Debes acostumbrarte a oírlo, pues es un nombre bastante común en la corte.

—¿Si?

—Los Breteuil son una familia numerosa.

—¿Pero existen muchos escuderos con ese nombre?

—Por lo menos media docena.

Laurel se dijo a sí misma que tendría que descubrirlos, poseían un escudero llamado Breteuil. Mientras una parte de su mente se empeñaba en prestar atención a Simon y mantener un diálogo interesante y relajado, otra parte de su mente exploraba las posibilidades de las palabras amenazadoras que Valmey le había dicho a Rosalyn. Por eso, no estaba preparada para el momento inevitable en el que Simon se dio vuelta hacia ella y declaró:

—Ya es hora.

Laurel se forzó a mirarlo. Vio a un hombre franco y honesto, que la insultaba, la ignoraba o la besaba con la misma naturalidad, provocándole siempre un efecto inesperado; vio a un hombre que le inspiraba emociones contradictorias, pero intensas; vio a un hombre atractivo y austero, que no escondía su determinación o sus deseos.

Laurel se dio cuenta, entonces, demasiado tarde, que había descuidado su coraje, pues este la había abandonado por completo.

—¿Es la hora? —ella consiguió balbucear.