Capítulo 3

La rabia desbloqueó la garganta de Laurel, casi llevándola a chillar cuando habló.

—Si yo no dije nada hasta ahora, sir, es porque sé que a los hombres, principalmente a los maridos, les irrita la charla de las mujeres. Mi intención fue ser agradable, con el silencio en vez de la charla.

Senlis dio una palmada en el hombro de Simon.

—¿Estás viendo, Simon? —observó, jovialmente—. Ella puede hablar. ¡Qué bien!

—Si, puedo hablar —afirmó Laurel, mirando primero a Senlis y en seguida a Simon. Vaciló por un segundo al enfrentar la mirada gris y penetrante, sin embargo, no demostró como se sentía de intimidada—. Tal vez yo deba darles una explicación, puede ser que no comprenda alguna que otra palabra en normando o me cueste encontrar los términos correctos.

—¡Sí, claro!

—¡Por favor!

Rosalyn y Senlis confortaron a Laurel, pero Simon se limitó a murmurar algo ininteligible.

—Mi abuelo paterno era dinamarqués —comenzó ella, haciendo un esfuerzo supremo para combatir el pánico—. Por eso aprendí a hablar dinamarqués cuando todavía era una niña, a pesar de haber sido criada hablando inglés. Mi fallecido marido, Canuto de Northumbria, y sus hombres hablaban inglés, también, aunque un poco mezclado con dinamarqués. Los normandos no conquistaron las lenguas nórdicas de la misma forma en que conquistaron las tierras, por eso, aunque yo haya aprendido su idioma con tutores, no lo utilizo diariamente. Les pido que me disculpen por los errores que puedo cometer.

Laurel se calló, sintiéndose exhausta y falta de aire nuevamente. Sólo que esa vez no bajó los ojos.

Rosalyn sonrió.

—Eso, sin duda, lo explica todo, ¿verdad? Normando, dinamarqués e inglés. ¡Mi lady es muy versátil.

—Sólo lo necesario —observó Laurel.

Senlis miró a Simon y sintió que precisaba intervenir de nuevo para no dejar que la conversación decayese.

—No tendrás necesidad del idioma dinamarqués en la corte de Stephen, pero el inglés te será muy útil, ¡principalmente en la casa de Simon! Ahora, en cuanto a disculpar sus errores del idioma normando, mi lady… —Él se curvó, en una reverencia galante—. Le puedo asegurar que no cometió ninguno, hasta ahora.

Senlis se dio vuelta hacia su amigo.

—¿Verdad Simon?

Simon no respondió, hasta que Senlis lo tocó con el codo.

—No —murmuró Simon, con expresión de pocos amigos.

Senlis sonrió, con buen humor.

—Nuestro Simon es dado al silencio, así como mi lady —Senlis justificó—. Pero cuando rompe el silencio es un hombre franco y directo.

—Ya lo noté —respondió Laurel.

—Una cualidad que todos apreciamos en él —interpuso Rosalyn.

—Realmente —concordó Laurel, mirando a Rosalyn y después a Senlis, antes de volver a detenerse en Simon— la franqueza es una virtud, pues nadie podrá quejarse de que lo interpretó mal.

Senlis no estaba seguro si aquella observación era muy ingenua o extremamente inteligente. De cualquier forma, decidió decir lo que juzgó más sensato.

—Muy bien, Simon… sois un hombre de buena suerte. Como ves, las palabras de tu prometida son tan encantadores como su silencio.

Esta vez, un silencio auténtico se instaló entre los cuatro, pues Laurel y Simon intercambiaron miradas. Laurel tragó en seco, con dificultad; parecía hipnotizada por el color gris acero de los ojos de él, hasta que sintió que su rostro ardía, involuntariamente, pestañeó…

—Oh… acabo de ver a una amiga, con quien necesito hablar —murmuró Rosalyn.

—Con permiso… —Senlis hizo una reverencia—. Le Prometí a Warenne que lo encontraría para tener una conversación privada.

Simon observó con ojos semicerrados a los dos que se apartaban, como si estuviese siendo abandonado en medio de un combate por tropas desleales. Después de una pausa, declaró, secamente:

—¡Vamos a caminar!

Laurel se preguntó si él hablaría de esa forma para dar una orden a un perro, o si usaría un tono más gentil.

Por costumbre, y en verdad, porque le causaba un placer secreto y perverso, nunca obedecía prontamente las órdenes de Canuto. Siempre había gozado esos segundos en los que dejaba a su marido pensando que ella estaba considerando su orden, como si ella tuviese el derecho de desobedecerlo, como si la decisión de hacer lo que él mandaba fuese un acto generoso de su parte. Ese falso momento de vacilación siempre enfurecía a Canuto, lo que le causaba una inmensa satisfacción a Laurel. Sin embargo, ella no creía que demostrar vacilación ahora fuese una actitud recomendable.

Inclinó levemente la cabeza, en asentimiento, y colocó la mano sobre el brazo que Simon le ofrecía. Comenzaron a caminar por el hall y solamente después de algunos momentos Laurel se atrevió a mirarlo.

—Háblame sobre la batalla —ordenó Simon, inesperadamente.

—¿Sobre la batalla, sir?

—La que le quitó la vida a su marido.

Laurel carraspeó. Ese hombre era un insensible.

—El Castillo Norham quedó cercado durante mas de quince días —comenzó, en un tono de voz desprovisto de emoción—. En mi opinión, Canuto y sus hombres cometieron algunos errores tácticos. Subestimaron al ejército enemigo y se relajaron en la defensa de una parte del muro, que fue destruido por una explosión. Tampoco estaban preparados para el ataque que le siguió. Cuando el castillo fue invadido, la captura fue inevitable.

—Dada tu falta de experiencia con el idioma normando, tienes un vocabulario militar extraordinario —observó Simon.

Laurel sonrió.

—Tuve la oportunidad, durante mi viaje a Londres, de oír repetidas descripciones de la victoria normanda; relatadas, claro, en normando.

—Háblame sobre ese viaje.

El viaje a Londres era algo que Laurel quería olvidar.

—Lady Chester ya te lo describió —ella le recordó, prefiriendo evitar el tema.

—Lady Chester no estuvo en el viaje. Cuéntamelo con tus palabras.

—Bien… fui tratada con el máximo respeto y… noté una preocupación constante por mi bienestar.

Simon dejó pasar esa mentira diplomática.

—Debes haber perdido amigos durante el ataque al castillo.

Laurel procuró ignorar la inhibición que Simon le provocaba, con su estatura, su constitución física impresionante, sus hombros anchos y sus brazos musculosos, mientras caminaba a su lado.

—Claro que perdí amigos. Viví en el Castillo Norham durante cinco años.

—¿Perdiste miembros de la familia?

—No.

—Perdiste a tu marido.

Laurel desvió la mirada ante la mención de Canuto, sintiendo que el coraje la abandonaba otra vez.

—Si, claro —ella murmuró.

—¿No tienes hijos?

—No.

—¿No llevas en tu vientre un hijo de Canuto?

Laurel levantó su rostro abruptamente. Ese hombre era peor de lo que ella había imaginado.

—No —respondió secamente.

—¿Estás segura?

—Absolutamente.

Simon asintió en silencio.

La mención de ese asunto provocó en Laurel una mezcla de asco e indignación. Siempre había deseado tener hijos y varias veces se había lamentado por creer que nunca los tendría. Por otro lado, se sentía agradecida por no haber engendrado un hijo de Canuto, pues él veía el acto sexual con desinterés, o como en una ocasión, para manifestar toda su brutalidad. Nada de eso le incumbía a ese hombre, ese hombre abominable, ese… Simon de Beresford, ¡ese… normando bruto! Había sufrido demasiadas humillaciones en los últimos días, semanas y años. ¡Basta!

El despertar de la rabia vino acompañado de coraje y de la habilidad de convertir las desventajas en cosas a su favor. Ella Se forzó a sonreír, sacando provecho de su gran experiencia en enmascarar su frustración con afabilidad.

—Bien, caballero, ya conoces los hechos más importantes sobre mí. Ahora, me gustaría conocer las cosas más importante de su vida.

Simon frunció el ceño, contrariado.

—¿Qué quieres saber? —preguntó.

—Qué consideras que es importante que yo sepa.

Laurel se imaginó que él mencionaría a los hijos, o su fallecida esposa, pero en vez de eso Simon la miró a los ojos y declaró, con voz áspera y resonante:

—Debes saber que acabo de llegar de un importante ejercicio de entrenamiento y que llegué aquí completamente desprevenido, te lo aseguro, sin sospechar lo que sería exigido de mí.

Laurel entreabrió los labios, atónita. Ella no tenía mucha ilusión de que aquella declaración fuese una disculpa de Simon por el estado lamentable de sus ropas. Pero… ese era el comentario más grosero que él había hecho hasta entonces. Primero, la había insultado dudando de su capacidad intelectual; después le había preguntado, sin rodeos, si estaba embarazada; ahora, tenía el atrevimiento de dejar claro que no deseaba el casamiento. Eso ya dejaba de ser franqueza, ¡era directamente una venganza!

Tampoco ella quería casarse, pero no era tan estúpida como para confesarlo, o para demostrarlo, mucho menos en su primer encuentro con su futuro marido, y en público. Siempre alerta, ella tenía consciencia de que los habitantes del palacio allí presentes hacían lo posible por no revelar su ávida curiosidad acerca de lo que sucedía en esa pareja en ese momento.

Curvando los labios en una sonrisa artificial, fingió estar interesada en lo que Simon había dicho.

—¿Qué clase de entrenamiento estabas haciendo?

—Con la espada.

—Ah, sí. ¿Es verdad que estás especializado en diversas formas de combate?

—Sí.

—¿Le dedicas mucho tiempo al entrenamiento?

—Sí.

Laurel podía leer en la expresión impaciente de Simon la pregunta “¿Algo mas quieres saber?” Decidió, entonces, cambiar de tema.

—Bien, ya que estoy aquí, entonces tal vez puedas ayudarme a identificar algunas de las personas con quienes voy a convivir. Debemos interesarnos por ellas de la misma forma en que parecen estar interesadas en nosotros.

Simon quedó sorprendido.

—¿Crees que lo están?

—¡Sí, y se esfuerzan al máximo en disimularlo!

Simon miró a su alrededor e inmediatamente varias miradas se desviaron. La arruga en su frente se acentuó y él le preguntó a Laurel.

—¿Por qué esas personas no se ocupan de sus propias vidas?

—Bueno, somos una curiosidad comprensible, ¿no lo crees? —ponderó ella—. Nosotros también podemos mirarlos a ellos. Por ejemplo, ¿quién es ese caballero? Aquel del otro lado del hall.

—Ese es Walter Fortescue.

—¿Qué debo saber sobre él?

—Que es demasiado viejo para participar de el torneo.

—Ah, si… ya puedo ver eso —Cuando Laurel notó que no recibiría ninguna otra información sobre Fortescue, siguió adelante—. ¿Y el hombre a la derecha de sir Walter? ¿Lo conoces?

—Roger Warenne.

—Roger Warenne —repitió ella, intentando memorizar el nombre—. ¿Y qué debo saber sobre él?

—Que es un espadachín mediocre —respondió Simon, agregando después de una pausa—: Está casado con una mujer llamada Felicia.

—¡Ah! Me va a gustar conocerla —Laurel se mordió el labio inferior y avistó a un hombre con aires de galán, que la había mirado con interés antes de la llegada de Simon.

—¿Quién es ese? —ella preguntó—. El hombre elegante, de pie cerca de la puerta. Él ya estaba aquí, antes que vos llegaras.

Simon frunció el ceño.

—Es Cedric de Valmey.

Laurel tragó en seco, otra vez. Había oído mencionar el nombre de Valmey durante el asedio al Castillo Norham, pero nunca había conocido al responsable de la destrucción de su vida.

—¿Qué debo saber respecto a Cedric de Valmey? —ella preguntó, con calma.

Simon se encogió de hombros.

—Él es bueno en el campo de batalla.

Laurel interpretó el comentario como un elogio.

Dándose cuenta que cualquier otra pregunta sobre los nobles de sexo masculino no arrancarían informaciones más allá de las relacionadas con sus habilidades marciales, concentró su interés en las damas.

—Bien, a lady Chester ya la conozco. Si, ella está allí. Me contó que su marido está muy enfermo. ¿Sabes algo sobre su estado de salud?

Simon parecía tener dificultad en recordar a quien era el marido de Rosalyn.

—Debe ser Godfrey —él murmuró, finalmente—. Hace mucho tiempo no lo veo.

—¿Él no estaba con ella en la fiesta de la Ascensión?

La respuesta de Simon fue tan vaga que Laurel no se sintió animada a persistir en el tema.

—Bien, lo lamento por lady Chester. Ah, ella está hablando con sir Cedric… ¡Parecen tan animados los dos! Estás viendo, ya me estoy familiarizando con la gente de la corte. Ahora, cerca de ellos, a la izquierda… ¿Sabes decirme quien es la mujer de cabellos negros y falda verde?

Simon miró a la persona en cuestión.

—Nunca la vi antes.

—¿Y a la que está conversando con ella? ¿La Conoces?

—La cara de ella no me es extraña pero… —admitió Simon.

Laurel hizo tres tentativas más, antes de obtener una identificación positiva.

—Oh, esa es Johanna —declaró Simon—. Ella vive en el palacio hace siglos.

Laurel se rió, pues Johanna era una mujer joven y bonita.

—No creo que ella tenga tanta edad para haber vivir aquí hace siglos.

Laurel levantó su rostro hacia Simon y capturó un ángulo interesante de su rostro masculino. Observó por un instante el cuello fuerte, la mandíbula levemente oscurecida por la sombra de una barba, la nariz recta y aristocrático y los labios firmes, atreviéndose a imaginar como sería la apariencia de ese hombre cuando estuviese afeitado y con el cabello correctamente cortado. Y con una sonrisa en los labios, si eso no fuese pedir demasiado… Sentía curiosidad por verlo de esa manera.

—La conozco desde que era una niña —respondió Simon—. Johanna es pariente mía por parte de mi padre.

—Lo que no significa que ella halla vivido en el palacio hace siglos —lo corrigió Laurel—. Sería mejor decir “Tengo el placer de conocerla hace mucho tiempo.”

—Tengo el placer de conocerla desde hace mucho tiempo —repitió Simon, pero más por espanto que por obediencia, Laurel notó.

—Perfecto —ella aprobó, imaginando si estaría siendo demasiado atrevida.

Simon la estudió por un momento, con una mirada que ella imaginó sería la misma que él le lanzaría a un adversario, en la arena de combate, durante un torneo.

—Recordaré tu consejo, madame —Él inclinó la cabeza.

—¿Y esas damas? —prosiguió Laurel, mirando al extremo opuesto del hall, donde un grupo de tres mujeres conversaban.

Aisladas en un rincón oscurecido por sombras, eran tres figuras extrañas, con rostros pálidos y ropas oscuras.

—¿Los tres vejestorios? —preguntó Simon, mirando a Laurel en seguida y agregando—: Si se me permite el término.

—Ciertamente —asintió ella, con buen humor—. En este caso te permitiré que digas que ellas viven aquí desde hace siglos. Aunque si yo fuera vos, las respetaría, de otro modo ellas podrían retirarte su protección y lanzarte una maldición.

Simon arqueó las cejas, atónito.

—¿Por qué estás diciendo eso?

Laurel sacudió la cabeza y sonrió.

—Por nada. Fue algo que se me ocurrió, sólo eso.

En ese momento, uno de los cortesanos se aproximó y se presentó a Laurel, antes de felicitar a Simon. Los otros, que habían se habían refrenado hasta entonces, lo imitaron, ansiosos por ver de cerca de esa interesante pareja, la bella y la fiera. En pocos segundos Laurel y Simon se vieron rodeados, agradeciendo los deseos de felicidad. De esa forma, Laurel se vio liberada del esfuerzo de mantener un diálogo con él, aunque ahora enfrentaba la tarea, no menos difícil, de grabar todos los nuevos nombres y rostros.

Laurel no tuvo más oportunidad de hablar con Simon, principalmente porque él se apartó abruptamente de su lado, con no mas que una simple reverencia, sin una sola palabra de despedida. Mientras lo observaba retirarse, ella pensó que ese acto de abandonarla en nada contribuiría para cambiar su opinión sobre ese hombre rudo, estúpido e insensible con quien iba a casarse.

Senlis estaba esperando a Simon.

—Adela me pidió que te llevase a escoger una túnica adecuada para la cena de esta noche —Senlis le informó, mientras caminaban a lo largo del interminable corredor—. Ella cree que no habrá tiempo para que vuelvas a tu casa.

Simon miró a su amigo con aire escéptico.

—¿Fuiste a hablar con ella sobre el estado de mi ropa, Geoffrey?

Senlis levantó la mano como en un juramento.

—No, Simon. Además, debo decir que no sería necesario. De cualquier manera, Adela insiste en que estés presentable, para la cena de conmemoración.

Simon murmuró algo, contrariado.

—¿Cuál es el problema, amigo? —lo animó Senlis.

—Demasiada gente —se quejó Simon— un minuto mas allá adentro, y me sofocaría.

—No, Simon, me refiero a antes de las felicitaciones. Ustedes parecían estar yendo muy bien. Por lo menos, ella no me pareció horrorizada.

Simon hizo una mueca.

—Creo que yo sólo hablé lo que no debía, después de que te fueras.

—¡No, no, no, Simon! —exclamó Senlis—. Dijiste lo que no debía antes de que yo me fuera, no podría haber sido. Peor, después. ¡Oh…! ¿Qué dijiste?

Como Simon no respondía, Senlis lo presionó insistentemente.

—Oh, Simon, por todos los santos, ¿qué le dijiste a ella?

Simon lo sacudió por los hombros.

—A ella no le gustó lo que yo dije sobre Johanna.

—¿Y qué dijiste sobre tu prima?

—Que ella vivía en el palacio hace siglos.

—¿Y Laurel criticó tu comentario?

—Me dijo que Johanna no tenía edad suficiente para haber vivido en el palacio hace siglos.

Senlis reprimió una sonrisa.

—¡Es verdad! —él concordó, jovialmente—. Pero no fue una ofensa grave, a mi modo de ver. ¿Qué mas dijiste que a ella no le gustó?

Simon tuvo una imagen mental de un par de ojos color violeta y una sensación desconocida lo invadió, por un instante fugaz, una especie de debilidad, que lo llevó a contener un suspiro.

—No conseguí descubrir si ella está triste, o no, con la muerte de su marido.

Senlis asintió comprensivamente.

—Creo que no lo está, aunque no es una cosa fácil de descubrir.

—Pero conseguí asegurarme que ella no está cargando un hijo de él en el vientre.

La expresión de Senlis se transformó visiblemente:

—¡¡¿Vos… Qué…?!! ¡Oh! ¡¿Se lo preguntaste?! —él exigió, incrédulo.

—Descubrí que ella no está embarazada —repitió Simon.

—Y cómo descubriste eso, Dime, ¿preguntándoselo?

—¡Por supuesto! ¿De qué otra manera lo descubría?

Senlis maldijo en voz alta.

—¡Existen mil y una maneras de descubrir la respuesta para una cuestión tan delicada como esa sin tener que preguntárselo directamente a la propia dama! —Él sacudió la cabeza y preguntó, exasperado—: ¿Y ese tipo de interrogatorio vino después del comentario respecto a Johanna?

—No, antes.

—¿Y Laurel todavía te dirigió la palabra, después de eso? —preguntó Senlis, incrédulo—. Bien… me parece que tu novia es una joven de gran firmeza, pues durante todo el tiempo en que ustedes conversaron no dejó translucir otra cosa que serenidad. Y vos, Simon… metiste el pie hasta el fondo.

—¿Cuál es el problema, Geoffrey? —lo desafió Simon—. ¿Qué querías que hiciese? ¿Crees que yo permitiría que Stephen, o Adela, me convenciesen de aceptar a una mujer que estuviese por dar a luz el hijo de un seguidor de Henry? ¿Es eso lo que crees?

Senlis creía y pensaba muchas cosas, pero decidió que ese era el momento de cambiar de tema.

—Creo que ella es la mujer mas linda que he conocido.

Simon se detuvo abruptamente y agarró la túnica de Senlis, como había hecho poco antes, en la sala del consejo.

Pero Senlis no se dejó intimidar y continuó provocando a su amigo, con su estilo burlón.

—¡Ah, no, Simon, te digo, ya que estás necesitando urgentemente clases de buenos modales, no es nada educado amenazar la vida de un amigo dos veces en el mismo día! Y me estás tentando a domesticarte para que al menos tengas un comportamiento de un cavernícola, escucha la palabra que te voy a decir. Sutileza. Su-ti-le-za —Senlis pronunció pausadamente—. ¿Sabes lo que significa?

—Pretendes poner palabras en mi boca y enseñarme a hablar, ¿cómo acabas de hacer con mi futura esposa? —atacó Simon, sin soltar a Senlis—. Yo conozco el significado de esa palabra, amigo, y voy a ser lo más directo posible, como vos mismo afirmaste que es mi modo de ser. Una amenaza es un acto violento que no es, necesariamente, ejecutado. Permíteme decirte que yo nunca… ¡hago amenazas!

 

Capítulo 4

Sentada con su postura erecta en una silla, en el solar, Adela no reveló la satisfacción que sentía por las noticias que le daban los miembros del Consejo, con quienes se reunía todos los días, antes de cenar.

Durante el año en que había sucedido extra oficialmente a la reina Mathilda, había cometido pocos errores políticos, por la simple razón de que no podía arriesgarse a cometerlos. La permanencia de Stephen en el trono estaba siendo debilitada desde adentro por los condes del rey y exteriormente por la amenaza directa del bisnieto de William el Conquistador, Henry, que deseaba subir al trono inglés. Adela se veía obligada a tomar decisiones sabias. Habría quedado muy satisfecha si Cedric de Valmey hubiese acordado en casarse con Laurel de Northumbria, pero él había rehusado terminantemente: Adela no había insistido, consciente de que Rosalyn, su fuente de informaciones más confiable, se opondría a la idea.

Juzgaba haber encontrado una solución brillante al escoger a Simon de Beresford para ser el marido de Laurel. Era verdad que Simon tampoco había aceptado la propuesta de buen grado, pero Adela ya había anticipado esta reacción y se había preparado para rebatirla, si hubiera sido necesario, con la concesión del condado de Northumbria.

Aunque supusiese que la promoción de Beresford sería vista con envidia por la mayoría de los barones, sabía también que las quejas pronto cesarían, pues Simon de Beresford era conocido por su inquebrantable lealtad, y todos lo juzgaban merecedor de una recompensa. Por el relato que ahora recibía, estaba segura de que el reciente honor concedido a Simon estaba encontrando la aprobación general, en la corte. Adela sabía que había cumplido la misión del día y tenía buenos motivos para sentirse gratificada.

Quedó igualmente satisfecha cuando Laurel de Northumbria fue anunciada en el solar de la reina y conducida a su presencia por dos damas de compañía. La reina dispensó a los miembros del consejo; se levantó y dio un paso al frente.

—Gracias por haber atendido a mi pedido, querida, y haber venido —la reina murmuró, extendiendo las manos para apretar las de Laurel—. Déjame verte.

Adela retrocedió y examinó el traje.

—Bella. Muy bella. Perfecta para la noche de hoy.

Adela estaba siendo sincera al aprobar la apariencia de Laurel.

La joven viuda había traído pocas ropas consigo al partir de Northumbria. Adela le había provisto una túnica azul oscura, sobre la cual ella usaba una sobrefalda de lino azul claro, con laterales de encaje, que se ajustaba a la perfección a sus caderas. El cinto de cuero trenzado que daba dos vueltas a la cintura y estaba sujeto por un nudo al frente, pertenecía a Laurel, aunque ella no ostentaba ninguna joya, ni Adela pretendía que lo hiciese, antes del casamiento. Lo que más le agradaba a Adela era el cambio en el cabello de Laurel. Había mandado a sustituir la red por una tiara lisa, con un pequeño velo, y ese tipo de peinado la hacía parecer menos escandinava y más normanda.

Laurel agradeció modestamente el elogio, mientras Adela la conducía a un amplio sofá, localizado en un rincón, repleto de almohadones.

—Lady Chester ya me contó que tu primer encuentro con Simon de Beresford fue un éxito. Ahora, me gustaría oírte relatar el evento con tus propias palabras.

—Cierto —concordó Laurel, con su acento melodioso—. Pero para darle un relato preciso, yo no sabría por donde comenzar.

—Puedes comenzar diciéndome si estás, de alguna forma, descontenta con tu futuro esposo —sugirió Adela, gentilmente. Antes de que Laurel respondiese, ella pidió a una de las damas que trajese dos copas de vino y una fuente con nueces, después empujó a Laurel al sofá, consigo. Bajó la voz, antes de agregar—: Nada está asegurado antes da celebración del matrimonio, lo sabes.

Laurel hizo una pausa, antes de hablar.

—¿Descontenta con sir Simon? No, su Majestad.

—¿Te gusta él, entonces? —Adela sonrió, animándola. Laurel bajó las largas y espesas pestañas.

—Acepto el marido que usted escogió para mí —ella respondió, seria.

No era la respuesta que Adela esperaba oír y mantuvo la mirada fija en el rostro de Laurel, en una tentativa de descifrar su expresión.

—Muy bien —ella aprobó, finalmente, antes de agregar—: Simon de Beresford es un hombre de muchas cualidades.

—Oh, Si, estoy segura de eso, su majestad.

—Él es fuerte y rico, aunque no sea del tipo que le gusta de exhibir su fortuna —continuó Adela, haciendo una pausa para sostener la copa de vino que la dama le ofrecía, en una bandeja, e hizo una seña para que Laurel hiciese lo mismo—. Él es generoso, también.

Laurel aceptó el vino y miró a Adela. La luz débil del fin del día, Adela se vio contemplando un par de ojos color violeta que nada revelaban de los pensamientos que pasaban por detrás de ellos.

—Ya vi que él es fuerte —concordó Laurel—. Y creo, según dicen, que es rico. Pero no lo conozco bien todavía, para saber si es generoso.

Adela rió melodiosamente.

—Puedes encontrar los modales de él un tanto… ásperos, digamos, y… sus galanteos escasos. —la reina arriesgó, cambiando de táctica—. ¡Es así nuestro Simon! Pero te puedo asegurar, mi querida, que él es un hombre honrado y que detrás de ese modo medio brutal late un corazón de oro.

Laurel asintió en silencio, y Adela sintió la primera puntada de aprensión.

—Pero no estás bebiendo, querida —ella observó, reparando en el vino sin tocar en la copa de Laurel—. Te va a ayudar a relajarte, después de toda la excitación del día.

Forzada a beber, Laurel obedeció.

—Ya que estamos hablando sobre el carácter un tanto explosivo de Simon —prosiguió Adela, procurando mantener un tono de voz natural— debo decirte que él quedó en plena evidencia hoy, durante la reunión en la sala del consejo. Algunos barones estaban presentes cuando le anuncié a sir Simon que tendría el privilegio de desposarte y… en su sorpresa, ¡él reaccionó sin pensar!

Adela bajó la voz a un tono confidencial.

—Sabes, Laurel, como los rumores corren dentro de un castillo, distorsionándose a medida que se esparcen. Pronto llegarán a tus oídos comentarios respecto a sir Simon en relación vos, y no quiero que te decepciones si te dicen que él no quedó satisfecho con el acuerdo.

—No necesita preocuparse porque rumores desfavorables de esa naturaleza lleguen mis oídos, porque el propio sir Simon me dijo que estaba en contra de este casamiento.

Adela quedó profundamente enojada con esa información, pero tenía experiencia suficiente para no demostrarlo. No había juzgado necesario hablar con Simon a solas antes que él conociese a su futura esposa, imaginando que Laurel lo conquistaría con su belleza.

No sabía qué le había sucedido a ese hombre, pero dijo a sí misma que precisaba ver a Simon con urgencia, antes de cenar.

Adela tomó un trago de vino y una vez mas animó a Laurel a hacer lo mismo. En seguida colocó la copa de lado e hizo una tentativa de anular la mala impresión con un arte que era sólo suyo.

—¡Ese Simon! —ella exclamó, sacudiendo la cabeza de modo afectuoso, dando una risita divertida—. Quiero que hagas una visita a la casa de él, en la ciudad, mañana. Tendrás una impresión diferente de él cuando lo veas en su elemento. Sus sentimientos con certeza cambiarán para mejor.

Adela hizo una pausa, casi esperando que la mujer más joven respondiese que no eran los sentimientos de ella los que necesitaban cambiar, sino los de Simon.

Pero Laurel no dijo nada. Se limitó a asentir con un movimiento de cabeza y la contrariedad de Adela se transformó en frustración. A pesar de toda su habilidad para obtener informaciones valiosas de los desprevenidos, estaba siendo desconcertada por Laurel. No sabría decir si esa joven era extraordinariamente dócil o excepcionalmente experta.

Adela sintió que sus planes podrían fracasar si no los ejecutaba cuanto antes.

—Todos se sentirán mejor, estoy segura, cuando sea establecida la fecha del casamiento —ella afirmó, con una sonrisa—. Y la anunciaré esta noche, durante la cena, cuando brindemos por la felicidad de ustedes dos.

Con esa declaración, Adela se levantó, colocando un punto final a la reunión. Llevó una mano a su frente y exclamó consternada:

—¡Ah, acabo de acordarme de una cosa que debo hacer! —Ella se dio vuelta hacia una de las damas—. Marta, por favor, acompaña nuestra invitada hasta el hall, para la cena, ¿sí?

Se dio vuelta, entonces, hacia Laurel.

—Iré en seguida. Perdóname por no poder acompañarte personalmente. Comprendes, ¿verdad, querida?

Laurel comprendía perfectamente. No había tenido ilusiones antes de ser llamada ante la presencia de la reina consorte, y no las tenía ahora. Cuando Adela había hecho el comentario “Nada está asegurado antes de la celebración del matrimonio”, Laurel no había cometido el error de creer que le era dado el derecho a rehusarse. Y cuando Adela había hablado sobre los rumores que circularían, sugiriendo que Simon de Beresford no estaba satisfecho con el acuerdo, Laurel había comprendido el verdadero motivo por el cual había sido llamada:

Adela quería evitar un escándalo y una novia abiertamente reticente. Laurel había aprovechado la oportunidad para reafirmar la oposición de Simon en el esquema, y aunque no hubiese conseguido deshacer el acuerdo, con su artimaña, no se arrepentía de haberlo intentado. Por nada en el mundo revelaría sus temores en relación al futuro, pues había vivido con Canuto el tiempo suficiente para aprender a no demostrar debilidad. Y su lengua nunca se desataba con el alcohol.

Acompañada por Marta; Laurel volvió al gran hall, donde los preparativos para la más liviana de las comidas diarias ya estaban en marcha. A pesar de la temperatura amena, dos pequeñas hogueras crepitaban en las chimeneas que quedaban en los extremos del hall, para librar al ambiente de cualquier corriente fresca o húmeda. Algunos pajes instalaban los caballetes para las mesas y los bancos y traían bandejas con utensilios de plata y copas; otros circulaban por el hall con jarras de bronce, para que los nobles pudiesen lavarse las manos.

Al verse en medio de toda aquella actividad, Laurel sintió una calma inesperada, proveniente del hecho de tener conocimiento de lo que la esperaba. Una rápida mirada alrededor del salón fue suficiente para confirmar que Simon no estaba allí. No tuvo tiempo para sentirse incómoda en medio de esa gente extraña, pues varias damas pronto la abordaron, llenas de curiosidad y simpatía. Laurel estaba presentándose y recibiendo las felicitaciones, cuando un hombre se unió al grupo, afable y sonriente, y, sin saber cómo, ella se vio apartada de las mujeres y a solas con él.

—Soy Cedric de Valmey —él declaró.

El hombre guapo, vestido con una rica túnica anaranjada que le realzaba la piel morena, estaba demasiado cerca de Laurel y ella dio un discreto paso hacia atrás.

—Me lisonjeas, Laurel de Northumbria —dijo él, con una reverencia.

Como Laurel había notado anteriormente, él era el tipo de hombre que se consideraba irresistible para todas las mujeres, no se tomó el trabajo de decepcionarlo diciéndole que difícilmente se olvidaría del responsable de su cautiverio. Se rehusó, también, a demostrar pudor.

—No fue mi intención, sir —ella retrucó, mirándolo fijamente, una estrategia que, según su experiencia, muchas veces colocaba en desventaja a hombres demasiado audaces.

Pero no funcionó con Cedric de Valmey.

—Entonces, tal vez, madame, ¿usted me esté acusando?

Laurel prefirió mantenerse en silencio. Valmey suspiró y sonrió.

—Tal vez sepas que comandé el ataque al Castillo Norham, es natural que me condene, pero en verdad, la hazaña podría haber sido realizada por cualquiera de los caballeros aquí presentes. Es porque quiero que tenga una impresión diferente de mí que vengo a ofrecerte mis felicitaciones.

—Gracias.

—Y para quejarme porque Simon de Beresford recibió dos honores notables, hoy —agregó él, con una sonrisa sensual y provocativa—. Siendo la primera, claro, el hecho de convertirse en tu prometido.

—¿Y la segunda?

—Él recibió el condado de Northumbria, además de tu mano, mi lady —le informó Valmey.

Laurel desvió la mirada. Simon no había mencionado ese hecho, tampoco Adela. ¿Estaría Valmey revelándole aquí que había sido necesario compensar a Simon de alguna forma para que aceptase casarse? ¿O Valmey estaba despechado, ya que las tierras debían pertenecerle, por derecho de conquista?

—Me parece un gesto apropiado por parte del rey, dadas las circunstancias.

—Dadas las circunstancias —repitió Valmey.

—¿Qué circunstancias? —preguntó una voz al lado de Laurel. Ella se dio vuelta para encontrarse a Geoffrey de Senlis—. Espera, ¡déjame adivinar!.

Laurel lo saludó y no esperó que él intentase adivinar.

—Estábamos hablando sobre la nominación de Simon de Beresford como conde de Northumbria.

—Una nominación merecida —apoyó Geoffrey, inclinando la cabeza hacia Laurel—. Y fue inesperado para Simon, te puedo asegurar. Simon no es del tipo que aspira a honores.

Laurel notó la tensión en Cedric de Valmey y se imaginó si el comentario de Senlis había sido hecho con la intención de alcanzarlo.

—Quieres decir que él no es pretencioso.

—También —admitió Senlis, con ojos brillantes.

—Rehuso a creer que, como amigo de Simon de Beresford, estés sugiriendo que él es un hombre sin ambiciones.

Senlis se rió.

—¡No fue lo que quise decir, mi lady! —él se apresuró a corregir, dando un paso atrás y llevando una mano al pecho.

Cedric de Valmey sonrió, pero no fue una sonrisa que le llegó a los ojos. Cuando él pidió permiso para retirarse, Senlis preguntó, con amabilidad pero también con un evidente tono de desafío.

—Valmey, ¿vas a dejarnos ahora?

Con igual amabilidad y desafío, Valmey respondió:

—Volveré cuando pueda conversar a solas con Laurel de Northumbria.

Laurel suponía que debería sentirse lisonjeada, pero no se sentía así. No tenía duda de que Cedric de Valmey era una víbora. Una víbora bella, pero víbora al fin. Y no era sólo debido al ataque al Castillo Norham, que ella lo juzgaba así. Se dio vuelta hacia Senlis. Él era guapo, también, pero no era una víbora. Laurel podía sentir eso, al mirar los ojos claros y bondadosos; sentía una especie de alivio en la presenciar de él, lo que no había sentido desde su llegada a la Torre. Tal vez fuesen los ojos azules y los cabellos rubios que lo hacían parecerle tan familiar. Por segunda vez, en ese día, pensó que sería mucho más fácil aceptar la situación se hubiese sido Geoffrey de Senlis el novio elegido.

 

 

Él extendió el brazo y Laurel colocó delicadamente la mano sobre la curva de su codo. Él la invitó a dar una vuelta y ella aceptó. Senlis comenzó, entonces, a conversar sobre una cosa y sobre otra, contándole anécdotas, haciendo comentarios sobre las cualidades y los defectos de los nobles allí presentes y relacionando sus parentescos con aquellos que en breve se presentarían para las festividades de la noche.

—¿Y Cedric de Valmey? —preguntó Laurel, aprovechando la oportunidad—. ¿No está casado?

Senlis sacudió la cabeza.

—No, mi lady. Pero creo que está comprometido.

—Y con quien está casado ese caballero… ah, el conde de Exeter, ¿si no me equivoco?

—¡Muy bien! Tienes buena memoria. Exeter está casado con Catherine de Kent y puedo notar… —Senlis miró a Laurel —… que tu pensamiento está centrado en los casamientos.

Laurel retribuyó la mirada con una media sonrisa.

—Creo que tienes razón —admitió.

—Es comprensible. Pero si deseas seguir hablando del tema, Tal vez encuentres interesante preguntarme sobre mis planes de casamiento.

—Pues no… —concedió Laurel, alimentando la interesante idea de que Senlis estaba flirteando con ella—. ¿Cuáles son tus planes de casamiento?

—No tengo planes —respondió él, con una gran sonrisa.

—Soy soltero, como Valmey, pero, a diferencia de él, no estoy comprometido.

—¿Oh?…¿ Tal vez seas muy individualista?

—No —Senlis sacudió la cabeza, con aire desolado—. ¡Soy muy pobre!

Laurel se rió.

—Seguramente encontrarás a una mujer que prefiera a un hombre apuesto a un hombre rico.

—No es muy alentador pensar que sois amado a causa de tu apariencia.

—¿Preferirías ser amado a causa de tus tierras?

Senlis inclinó la cabeza hacia un lado y estudió Laurel atentamente.

—No —murmuró, bajito—. No eres nada tonta.

Laurel desvió la mirada en seguida, Alarmada con ese recuerdo de su primer y desastroso encuentro con Simon de Beresford. Levantó el rostro y quedó aún mas alarmada al encontrarse con el rostro de su futuro marido delante de sí.

Sintió una especie de opresión en el pecho, pero todavía le restaba algo de discernimiento para notar que él se había lavado y cambiado de ropa.

La túnica estaba limpia y en buen estado. Pero ninguna de esas mejorías, contribuía a tornarlo menos intimidante.

Él miró fijamente a Senlis, y cuando habló fue con una entonación en la voz que sonó nítidamente desagradable para Laurel.

—Geoffrey… gracias por hacerle compañía a mi prometida mientras yo conversaba con Adela.

—Fue un placer, Simon retrucó Senlis, con un gesto excesivamente cortés—. Estábamos justamente hablando sobre el casamiento.

Simon no respondió al comentario, limitándose a anunciar que había venido unirse a Laurel para la cena. Le tomó la mano y comenzó a conducirla hacia la mesa principal sin una palabra más. Había sido una maniobra ingeniosa y Laurel se imaginó cuantas veces él habría desarmado a sus enemigos con una actitud semejante. Se dio cuenta también que ese modo de ser de Simon acababa colocándolo en ventaja, pues nada en los modales de él sugería que estuviese enojado, o celoso, o de alguna forma irritado por el hecho de haberla sorprendido en compañía de Senlis. Estaba siendo, simplemente, él mismo, Simon de Beresford.

Entonces, ¿por qué Laurel sentía culpa? No había motivo para sentirse así, pues no le debía nada a Simon. Decidió que sólo estaba enojada por haber sido obligada a interrumpir su conversación con un caballero atractivo y simpático.

Ese pensamiento le dio coraje.

Simon y Laurel se sentaron a la mesa. Después de intercambiar las amabilidades usuales con las personas que estaban allí Walter Fortescue estaba sentado a la izquierda de Laurel. Simon retiró su faca de la vaina de cuero sujeta al cinto y la colocó sobre la mesa, al lado de la fuente que él y Laurel compartirían. Tendrían el honor, esa noche, de sentarse a la mesa que quedaba sobre la tarima.

Ella se dio vuelta hacia Simon en el mismo instante en que él se dio vuelta hacia ella. Laurel había tenido la impresión de que Simon estaba evitando mirar en su dirección, pero ahora ella miraba fijamente.

Sorprendida por la intensidad de su mirada, ella sintió necesidad de decir algo.

—Debo visitarte mañana, en tu casa —ella anunció—. Adela me proveerá escolta.

Simon no respondió, simplemente continuó mirándola por un momento más. En seguida, murmuró algo para expresar su acuerdo y desvió la mirada. Laurel dedujo que él no estaba muy entusiasmado con su visita pero, por lo menos, ya lo había advertido.

La señal fue dada y los sirvientes dieron inicio a la procesión de platos, comenzando con cordero y seguido por pescados provenientes del río Támesis. Los demás invitados ocuparon sus lugares en las mesas, que formaban un enorme U alrededor del salón. Simon y Laurel se vieron forzados a intercambiar algunas palabras al ser servidos, pues era función del caballero escoger los pedazos más tiernos para la dama. Él fue atento, pero no en demasía, y el diálogo entre ellos fue simple y directo.

Durante la comida, Laurel avistó a las tres mujeres que había visto mas temprano. Algo la impulsó a darse hacia para Simon y preguntar:

—Por favor, háblame sobre tus hijos.

Él asintió con un movimiento de cabeza y se apresuró a preguntar:

—¿Qué te gustaría saber sobre ellos? —Él extendió su faca con un trozo de carne, que Laurel tomó con la mano.

—Puedes comenzar diciéndome sus nombres y edades.

—Elias tiene quince años, Laurence trece, Daniel diez, Benedict ocho y Gilbert seis.

Laurel lo miró, sorprendida.

—Lady Chester me dijo que tenías tres hijos.

—No, no… tengo cinco.

—Entonces, lady Chester se equivocó —Laurel aceptó un trozo mas del delicioso cordero.

—Tengo tres hijos de mi fallecida esposa Rowenna —explicó Simon—. Tal vez lady Chester sólo te haya hablado de ellos. Elías, Laurence y Daniel se entrenan hace mucho tiempo. Laurence y Daniel están viviendo con Valentino, el hermano de Rowenna, y Elías se entrena como caballero en el castillo de Fortescue. Benedict y Gilbert son los únicos que todavía viven conmigo, aunque Benedict deberá partir en breve, también.

Laurel casi se atragantó. No la dejaba perpleja el hecho que un hombre poseyera hijos ilegítimos, sino que lo confesase con tanta naturalidad, Especialmente en ese momento y en aquella situación. Para Laurel, fue como una cachetada en el rostro al principio. Después, ella volvió a considerar las palabras de Simon. Le causaba extrañeza la franqueza brutal de ese hombre, pero… sería una cuestión de adaptarse. Después de todos las trampas, las mentiras y la hipocresía de Canuto, no sabía como actuar con Simon de Beresford para protegerse del poder que él tendría sobre ella.

No era que necesitase defenderse de él en ese momento, sólo intentar mantener una conversación con un mínimo de dignidad. Laurel decidió que usaría la estrategia de agradarlo. Si a él le gustaba hablar sobre sus hijos, ella lo incentivaría. Calculaba que Elías, el mayor, era fruto de la vida de soltero de Simon; Laurence y Daniel debían ser hijos de Rowenna, ya que vivían con su tío; sólo restaba determinar cual era el tercer hijo legítimo.

—¿Y Gilbert? —ella arriesgó—. ¿También va a ir a vivir con Valentino?

Simon confirmó, llevando a Laurel a deducir que el pequeño Benedict era el otro hijo ilegítimo.

—¿No tienes hijas?

—Tuve dos, pero una nació muerta y la otra murió con un día de vida.

—¡Oh, lo lamento! —murmuró Laurel, consternada.

Simon se encogió de hombros.

—La vida es así —él declaró sin ninguna emoción, mirándola intensamente.

El corazón de Laurel comenzó a latir más rápidamente, pero en ese momento el rey se puso de pie. Los platos principales ya habían sido servidos y había llegado el momento de hacer las proclamaciones.

El rey levantó su copa y se dirigió a todos los presentes.

—¡Tengo el inmenso placer de anunciar, esta noche, la inminente unión de Laurel de Northumbria y Simon de Beresford!

Las copas fueron levantadas y todos murmuraron sus felicitaciones. Después de varias ruedas de brindis. El rey retomó la palabra. Exaltó las cualidades de Simon de Beresford y recibió la total aprobación de la audiencia.

Stephen habló también sobre el torneo del día de San Bernabé y sobre las dificultades de planear un casamiento que podría interferir con el torneo, sin dejar de mencionar la fiesta del a Trinidad, programada para dentro de pocos días.

—El casamiento de Laurel de Northumbria y Simon de Beresford será celebrado en cinco días —él declaró, finalmente, arrancando aplausos de los invitados.

¡Cinco días! El primer pensamiento de Laurel fue que su plan de revelarle a Adela la disconformidad de Simon había funcionado al revés. En vez de llevar a la reina consorte a reconsiderar toda la idea del casamiento, una decisión que, honestamente, Laurel no esperaba que ella tomase, la había forzado a anticipar la ceremonia. Laurel precisó hacer un esfuerzo para no mirar en dirección a Adela, pues temía traicionarse con una mirada acusadora. En vez de eso, intentó mantener la calma y se dio vuelta hacia su futuro marido.

Simon había hecho lo mismo, obviamente estaba tan sorprendido como ella.

Ante esa reacción tan poco lisonjera a la luz de casamiento inminente, Laurel se vio invadida por un fuerte sentimiento de amor propio, que la hizo superar el temor que Simon le inspiraba. Ella visualizó las posibilidades de su futuro en la corte normanda, reflexionando que perdería el respeto de todos los cortesanos si se hiciese evidente que Simon la rechazaba. Preferiría un final rápido y sangriento a una muerte lenta provocada por la afrenta pública y la vergüenza.

Laurel no demostró debilidad al enfrentar la mirada de Simon; al contrario, le sonrió con toda la inocencia de la que fue capaz, y cuando habló sus palabras contrastaron fuertemente con la expresión serena de su rostro.

—Si me insultas ahora, demostrando que estás contrariado con este matrimonio… —ella susurró entre dientes— …Yo te mato, Simon de Beresford.