Capítulo 8
A Laurel no le gustaba Cedric de Valmey, pero hizo un esfuerzo para no dejar traslucir su aversión en un tono de voz. El hecho de estar a solas con él en los jardines le causaba aprensión; sabía que tendría que ser muy cautelosa.
Valmey se enderezó, sujetó una de las manos de Laurel y le tocó los dedos con los labios. Ella resistió el impulso de quitar su mano, y permitió que él la sujetase gentilmente, aunque por uno o dos segundos mas allá de lo necesario. Cedric la miró con ojos lánguidos, pero ella vio un brillo que prometía mas.
—Laurel de Northumbria —él respondió, con una media sonrisa.
—Futura esposa de Beresford —le recordó Laurel.
—Oh, sí —concordó él—. Mañana, para ser mas exactos.
Valmey no se incomodó con el recuerdo de Laurel. En vez de eso extendió su brazo, en una invitación silenciosa. Laurel decidió que sería mas arriesgado rechazarlo que aceptar el paseo. Colocó los dedos sobre su muñeca, teniendo cuidado de apenas tocar la tela de la manga. Estaban rodeados por una fragancia de rosas, petunias, dalias y azucenas. Laurel pensó en la ironía de la situación; allí estaba la oportunidad perfecta para una escena de amor, si era eso lo que deseaba. Pero ahora… su objetivo inmediato era evitar cualquier posibilidad de una escena amorosa, sin ofender a sir Cedric.
—Después del ajetreo de los últimos días, con todos los preparativos para el casamiento, este momento de sosiego es muy bienvenido —Ella levantó el rostro hacia Valmey—. Un momento en que nada me es exigido.
Él asintió con la cabeza.
—Me alegra poder hacerte compañía en este momento, mi lady.
—Es muy gentil. Hasta hace unos minutos era Simon quien me acompañaba— Laurel miró una vez mas a Valmey y pestañeó exageradamente—. ¿Sabías que él acaba de irse de aquí?
Al ver a Valmey vacilar, Laurel se preguntó si habría sido él quien había inventado el llamado del rey para que Simon y Geoffrey de Senlis retornasen al salón.
—Pero él no está aquí, ahora —fue la respuesta. Pasaron al lado de unos arbustos de grosella y frambuesas, salpicados con frutitos verdes. Laurel estiró la mano para probar uno de ellos con las puntas de las uñas.
—Es verdad, él no está aquí —ella dijo con simplicidad—. Pero podría volver en cualquier momento.
—¿Es eso lo que deseas, mi lady? —preguntó Valmey, con osadía.
Laurel permaneció recatada.
—Naturalmente. Una buena esposa desea la compañía de su marido.
—¿Y vos serás una buena esposa?
—Pretendo serlo.
—Debes estar feliz de casarte con un hombre con tantas riquezas y tan bien considerado —arriesgó Valmey, cambiando su estrategia.
—Lo estoy.
—Tan exitoso en las batallas.
—Eso me da tranquilidad.
—Tan constante.
—Sí.
—Y tan bondadoso.
—Un verdadero lord. No podría desear mas.
Valmey hizo una pausa. Cuando habló, fue en un tono de voz provocativo, casi cortejándola.
—Confieso, mi lady, que siento envidia por Beresford.
—Ya me dijiste eso, una vez.
Él hizo otra pausa y arqueó las cejas, sorprendido.
En seguida, ella sonrió y sacudió la cabeza.
—No, mi lady —él replicó—. En esa ocasión yo simplemente me quejé porque Simon de Beresford había recibido dos honores el mismo día.
—Y ahora, me confiesas tu envidia. ¿Es por qué Simon recibe el título de conde?
El barón soltó una sonrisita reticente.
—Poseo bienes y títulos suficientes, por lo tanto no envidio a Beresford por haber recibido el condado.
—Es bueno que sepas reconocer el pecado de la envidia, para poder exorcizarlo de tu alma.
Laurel vio que Valmey estrechaba ligeramente los ojos, pero él recuperó en seguida su expresión imperturbable.
—Te lo agradezco, mi lady, por tu preocupación por el destino de mi alma.
—No hay de que —Ella sonrió graciosamente y Valmey retribuyó la sonrisa.
Ellos habían llegado al huerto. Pequeños pájaros canturreaban entre los nísperos.
—No puedo dejar de preguntarme… —atacó nuevamente Valmey, parándose debajo del follaje— …si dentro de la lista de cualidades de Simon de Beresford que acabamos de enumerar, se podría incluir el conocimiento de las artes mas refinadas.
Laurel no respondió inmediatamente. No sabía qué decir, que no pareciese una mentira o una idiotez, y Valmey tomó el control de la situación.
—Pensaba… si Simon sabe como tratar a una mujer… —Él hizo una pausa y sujetó la mano de Laurel, en un gesto que podría indicar ternura—… con el mismo arte con el que sabe usar la espada.
Laurel no tenía ninguna duda en cuanto a las intenciones de Valmey, en ese momento, aunque no tenía certeza de su objetivo final. No sabía si él quería seducirla, o avergonzarla; si estaba motivado por una especie de amor propio enfermo que no aceptaba que una mujer fuese indiferente a sus encantos masculinos, o si pretendía, con aquella actitud, perjudicar a Simon. Tampoco estaba segura del tipo de relación de él con lady Rosalyn Chester; si estarían enamorados, ¿o si simplemente serían cómplices?
Laurel retrocedió y casi perdió el equilibrio al chocarse contra un banco de piedra, detrás de si. Valmey extendió el brazo para sujetarla y Laurel sintió que se ruborizaba. Pero ya tenía formulada en su mente, una respuesta perfecta, que mantendría Valmey a distancia.
—Sir Cedric… —ella comenzó a decir, en un tono de voz que combinaba timidez y una leve reprimenda.
Simon había escuchado el pedido del rey con perplejidad. Estaba siendo enviado, ahora, a la casa de la guardia externa, para discutir con el jefe del arsenal que tipo de armas que serían necesarias para el torneo del día de San Bernabé. Como tenía el hábito de no cuestionar las órdenes del rey, salvo aquellas que eran extraordinarias, como la orden del casamiento, por ejemplo, él no le respondió que ya había estado discutiendo exactamente ese tema con el jefe de armas. La perplejidad de Simon aumentó cuando el rey le pidió a Senlis que se dirigiese a otra ala de la Torre con una misión igualmente superflua.
Fue solamente después de abandonar la Torre Blanca por segunda vez en menos de una hora, atravesar el patio y saludar a sus amigos, que la sospecha de un plan tramado se le hizo evidente.
“¡El bastardo de Geoffrey!”, fue el primer pensamiento de Simon “¿Piensa que soy un idiota?”
Él dio media vuelta y tomó el camino de los jardines, preparándose para encontrar Laurel con Geoffrey. De alguna manera había permitido que Geoffrey lo engañase, ¡justamente ahora que había llegado a un punto tan interesante con Laurel!
Porque había sido muy interesante el momento en que había detectado la irritación en el tono de voz de ella y el rubor intenso en su rostro. ¡Si, Laurel se había enojado con él y hasta lo había amenazado! ¡Le había amenazado con llevar un puñal… a la cama matrimonial! Simon realmente había gozado la adrenalina de esa situación. Ahora quería sacarla de ese jardín para llevarla a algún lugar mas aislado, para explorar las posibilidades de esa mujer irritada, enrojecida… Él conocía un lugar, dentro de una especie de bosquecillo entre las madreselvas, donde la tierra formaba un barranco y había piedras… Era una idea inspiradora: piedras arriba, piedras abajo, una gruta entre los follajes, una mujer como ella, entregándose a él…! Una mujer enojada, excitada, que lo había amenazado con un puñal. Era realmente tentador.
Por otro lado, no podía jurarlo, pero casi estaba seguro que a Laurel no le interesaba la política. Obviamente, era simpatizante del duque Henry, como ella misma había confesado. Pero, ¿cómo podría no serlo? Pero ese tema no le interesaba en el fondo. Lo importante era que Laurel había tenido una reacción típicamente femenina: se había llenado de rabia, casi le había saltado como una fiera…. Simon encontraba ese comportamiento sumamente divertido y excitante. Una fiera en su cama…
Y por encima de todo, tranquilizador. En verdad el no tenía el tema de la política en mente, cuando había invitado a Laurel a salir del salón, después de la cena. En verdad, no tenía ningún tema específico en mente, hasta el instante en que había tenido que detenerse una docena de veces para recibir las felicitaciones, ya lo tenían harto. En un momento cuando él miraba a Laurel, quien le sonreía a Johanna; en el momento siguiente, al desviar la mirada, le pareció vislumbrar la imagen de un bebé gordito con alas; la misma imagen ridícula que había visto unas noches antes, después de escuchar la historia de las valquirias.
Simon no comprendía el significado de esa fantasía. Era una imagen inofensiva, pero él se sentía amenazado, porque extrañamente el bebé cargaba un arco y una flecha. Se sentía débil, una sensación extraña para él, y por primera vez en la vida, temió estar frente a un mal augurio. Se le había ocurrido que era posible que ese bebé fuese una valquiria disfrazada, que estuviese allí para avisarle algo, pues, dada su excelente reputación en los campos de batalla, sería sensato que esas mujeres guerreras quisieran ofrecerle su protección. No tenía la menor idea de lo que ella quería advertirle, pero se le ocurrió que un hombre con algo sentido común se aseguraría, antes que nada, que no se estaba casando con un agente de la muerte.
Pero por ahora, no se preocuparía por la mención del puñal. No con laurel, por lo menos. Era un hombre que sabía a qué temer y a qué no temer.
Por otro lado, un hecho interesante había ocurrido durante el paseo por los jardines: Laurel le había parecido menos frágil, menos etérea, una mujer de carne y hueso…
Simon llegó al jardín y recorrió la senda de piedra, pasando por las hileras hierbas y los arbustos floridos, hasta llegar al huerto. Por entre los follajes, avistó la falda de Laurel. En seguida la vio retroceder y girar su rostro a un lado; vio a Geoffrey de espaldas, inclinado sobre ella, de tal forma que no podía verle la cara.
Varias impresiones lo invadieron al mismo tiempo, tan repentinamente, que él no consiguió separarlas por completo. Vio la expresión tierna de Laurel, pero también notó que ella estaba contrariada; la oyó murmurar “Sir Cedric”, en un tono de advertencia, pero esa percepción de la entonación de Laurel quedó oscurecida cuando el significado del nombre le penetró el cerebro, llevándolo a fruncir la frente, perplejo. En el mismo instante, Laurel levantó el rostro y lo vio. Simon tuvo la impresión de que ella se había sentido aliviada al verlo, pero él estaba intrigado. Había esperado encontrar a Geoffrey; pero había encontrado a Valmey. ¿Sería posible que ese hombre fuese Valmey?
—¿Valmey? —murmuró, sin esconder su sorpresa. El barón se enderezó y se dio vuelta hacia él.
—Simon —Cedric respondió, soltando la mano de Laurel, pero sin mucha prisa—. Volviste, como tu novia predijo.
Simon no perdió tiempo en confirmar lo obvio. Se limitó a hacer un gesto con la cabeza, indicándole que se retirase. Una fracción de segundo pasó, antes que Valmey inclinase la cabeza, asintiendo y pidiendo permiso para retirarse. Al apartarse, lanzó una mirada de soslayo a Laurel.
—Parece que llegué en el momento justo —comentó Simon, después de un silencio breve, pero tenso.
Laurel precisó controlarse para no sonar ruda al preguntar:
—¿Quizás pensaste que venías a salvarme de Geoffrey de Senlis?
—¿No estás cansada de convivir con las víboras que habitan la Torre del rey?
Ella respondió toda a calma:
—Creo que Si, sir. Aunque la situación estaba bajo control.
—¡Ah! ¿Bajo control o bajo tu falda lo tenías? —exclamó Simon.
Laurel no estaba segura del sarcasmo en la expresión de él. ¿Simon la juzgaba tan incapaz de defenderse? ¿No sentía nada de celos? Dios mío… tenía que casarse con ese hombre…
—¿Nos… vamos? —ella pidió, con firmeza. No quería permanecer en medio de ese follaje, en ese cálido atardecer, rodeada por el canto de los pajaritos, esperando que Simon le susurrase palabras tiernas al oído, cuando en realidad lo único que hacía era recibir insultos.
—¿Alguna sugerencia de a donde ir?
Laurel miró a Simon. Él tenía las cejas arqueadas, los ojos brillantes, y sonreía, una sonrisa ligeramente torcida. Ella suspiró, exasperada con la calma y la falta de interés de Simon. Disfrazando su rabia y su frustración, ella respondió secamente:
—Al salón, por favor. No quiero estar mas en los jardines.
La irritación de Laurel alcanzó su pico máximo cuando Simon se encogió de hombros y dijo:
—Por mi, está bien. Desde el comienzo, yo no quería venir acá.
* * *
—¡Tu cabello, mi querida! Finalmente, está seco, pero la trenza se escapó nuevamente de la hebilla. ¿Cómo vamos a poner esta guirnalda?
—No te muevas. Ahora, quédate quieta… ¡Ah, ves! ¡Se cortó el hilo otra vez! Tendré que comenzar todo de nuevo. ¡No te muevas, te estoy diciendo!
—¿A Dónde fue parar el otro zapato?
—Si no levantas los brazos, no podré amarrar la sobrefalda. Te ves bien de dorado, pero no me gusta mucho el rojo. Ah, bien. ¡Eres una novia bella!
—¡Sir Simon se va a desmayar!
—¿Antes o después?
—Por lo que oí sobre él, ¡no se va a desmayar antes! ¡Sir Simon es un hombre muy cumplidor con sus obligaciones! ¡No hay mujer que se quejen de él!
—¡Paren de reírse como gallinas! ¡Voy a coser esto de nuevo, mi querida! Listo, así… ¡por fin te quedaste quieta! ¡Es una pena que no hayas dedicado mas tiempo a tu vestido como hiciste con la túnica de sir Simon!
Todo ese bullicio producía el increíble efecto de calmar los nervios de Laurel. Los pinchazos de los alfileres, los tirones, los codazos, las manos en su cabello, todo contribuía a tomarla cada vez mas consciente de la realidad. En verdad, ser vendida a un hombre no era algo de su elección era una realidad que se le imponía. Lo que todavía le parecía irreal había sido su reacción puramente femenina de la noche anterior. Todavía no entendía lo que había sucedido. No tenía motivo para tener miedo de Simon; o, por lo menos, no tenía motivo para creer que no conseguiría vencer el miedo que sentía, de la misma manera que siempre había vencido el miedo que sentía por Canuto.
Fue entonces cuando ella lo vio. Cuando quedó lista, el sol ya estaba alto en el cielo, y la comitiva de la novia descendió del solar de Adela. Iban a encontrar la comitiva del novio en el patio, delante de la Torre Blanca, desde donde entonces proseguirían juntos hasta la capilla de San Pedro.
Laurel casi no lo reconoció; al principio, de tan elegante que estaba. El cabello, que le llegaba hasta los hombros, estaba peinado, enmarcando el rostro masculino, realzando la fuerza de sus facciones, la línea de su mandíbula y su cuello ancho. Estaba elegantemente vestido con una túnica azul celeste, adornada con el blasón de los Beresford, el escudo contenía un castillo con dos torres blancas elevado sobre dos divisas plateadas. Lo que llamó la atención de Laurel fueron sus hombros anchos, marcados por la túnica amarrada a la cintura por un cinto de cuero, de donde pendía la espada.
Laurel desvió rápidamente su mirada para evitar que su estado de ánimo fuese perjudicado por pensamientos perturbadores. En el fondo fue una suerte, porque si ella hubiese visto la expresión de Simon al mirarla, se habría mas nerviosa, pues revelaba una mezcla de deseo y contrariedad.
De hecho, Simon no se encontraba del mejor de los humores.
Repudiaba toda aquella agitación y no se recordaba haber vivido nada parecido en su casamiento con Rowenna, trece años antes. No le había gustado ser atendido por el barbero durante su baño, detestaba que otra persona lo afeitase y no consideraba que hubiese tanta urgencia para cortarle el cabello. Obviamente, no había podido rechazar los servicios del hombre.
Simon no sabía que había sido Laurel quien había enviado al barbero a sus aposentos. Pero él había deducido, que ella había participado en la costura de su túnica, pues sabía que ella había enviado un mensajero a su casa para recoger una muda de ropa. Cuando una túnica nueva le había sido entregada aquella mañana, después del baño, él la había reconocido como una que prenda que había descartado años antes, por ser demasiado lujosa para su gusto. Al ponérsela, sin embargo, había notado que era cómoda y apta para el uso diario. Estaba sorprendido con el excelente estado de la vestimenta. Las botas al ser nuevas, no eran cómodas, y su pedido de que le trajesen las botas mas vieja sólo consiguió arrancar miradas indignadas de los pajes que lo asistían. Tampoco ellos supieron informarle de donde habían salido las botas nuevas.
Simon había tenido mas pares de manos encima de su cuerpo aquella mañana que en cualquier batalla en su vida y, como si esto no fuese suficiente, todavía le faltaba pasar por la ceremonia de casamiento. Aún cuando le tocaba ser un mero espectador, consideraba que ese tipo de ceremonia s eran terriblemente aburridas. Pero siendo uno de los protagonistas la consideraba irritante.
Fue entonces cuando él la vio. Cada vez que la veía, era como si la viese por primera vez. Cada vez se encontraba invadido por una sensación al mismo tiempo extraña y maravillosa. Después de ver Laurel en el patio delante de la Torre Blanca, Simon no sabría decir si el vestido de ella era azul, verde, rojo, o negro; sólo sabía que ella era la mujer mas bella que jamás hubiese visto en su vida. Esa extraña sensación lo invadió de nuevo, y su visión quedó ofuscada por el modo en que Laurel parecía brillar bajo el sol.
Los hombres y las mujeres habían hecho su procesión, encontrándose en el centro del patio. La mano de Laurel estaba colocada sobre la de Simon. Ella levantó el rostro hacia él cautelosamente y quedó satisfecha al darse cuenta que, por primera vez él le dirigía una mirada aprobadora. Simon miró a Laurel y su único pensamiento fue que, dentro de pocas horas, aquella mujer le pertenecería; tenía la vaga e inquietante sensación de que ella no le pertenecería de la misma manera que su espada y su caballo, sino de una manera mas remota que misteriosa, como las estrellas pertenecían al cielo.
La comitiva avanzó por el centro del patio, donde la actividad diaria proseguía como si fuera un día normal de trabajo. Tiendas y toldos coloridos habían sido levantados entre las estructuras de madera de la casa de los guardianes externos, alrededor de las cuáles se reunían gran cantidad de criados de la corte, artesanos, pescadores y otros trabajadores de la ciudad que habían ido hasta a la Torre Blanca con la esperanza de lograr compras de sus productos. Los espectadores lanzaban miradas de admiración a la novia y murmuraron palabras de felicitaciones al novio.
La comitiva pasó cerca de las instalaciones de la cocina, que hervía con los preparativos para el banquete del casamiento. Finalmente, llegaron a la capilla, con sus sólidas torres cuadradas, y se pararon delante de las puertas de madera maciza, bajo el sombrío pórtico de piedra. Allí fue realizada la parte mas importante de la ceremonia. Para que todos pudiesen ser testigos, Simon declaró la dote que concedería a Laurel y le regaló un anillo y una bolsita con monedas de plata, como símbolo de garantía. Laurel aceptó los regalos y declaró lo que le daría a él a cambio y, después de formular los votos matrimoniales, la comitiva entró en la capilla, para la celebración del enlace nupcial.
En el momento en que entró en el interior frío de la capilla, Simon se sintió aplastado por el peso de las piedras y ahogado por la tradición de la ceremonia. Preferiría mil veces estar del lado de afuera, al sol, o bajo la lluvia, si ese fuese el caso. Estar al aire libre, donde pudiese respirar…
Él condujo a Laurel hasta el altar, pasando al lado de los mausoleos, las estatuas de Santa Ethel y de la Virgen María y por las pilas bautismales. Se detuvieron delante del altar, donde los aguardaba el sacerdote. La luz do sol se filtraba por el vitral colorido detrás del sacerdote, golpeando de lleno en el rostro de Simon. Él se sintió oprimido, como si la correa de su escudo estuviese atada con mucha fuerza alrededor de su pecho y sus hombro. Respiró profundamente y flexionó los músculos del hombro, pero no consiguió librarse de la sensación.
El vitral colorido concedía a la mujer parada a su lado una aura de misterio. Un lado de su rostro reflejaba una luz violeta, conforme ella se levantaba o se arrodillaba; en la frente aparecían reflejos verdes y dorados; un tono fuerte de rosa le coloreaba el cuello, el mentón y los labios; un color carmín aparecía sobre cuerpo, acentuando el color escarlata de su túnica; los párpados presentaban una sombra azulada; y la sobrefalda dorada brillaba con filamentos rojos; minúsculos gránulos de polvo flotaban alrededor de su cabeza. El aire escapó entrecortado de los pulmones de Simon y él volvió a concentrarse en lo que decía el sacerdote.
La ceremonia prosiguió, los novios comulgaron y bebieron el vino, y los votos fueron reafirmados. Laurel levantó el rostro a través del arco iris de reflejos, y sus labios, primero rosados, después rojos se prepararon para recibir el beso de Simon.
Cuando los labios de Simon tocaron los de Laurel, todas las sensaciones extrañas habían desaparecido. Él no sintió que tocaba un vidrio frío colorido, sino una piel caliente y suave. Las correas parecieron aflojarse alrededor de su cuerpo. Y Simon supo exactamente, de que forma aquella mujer le pertenecería.