Capítulo 15
Laurel casi se atragantó ante de la audacia del comentario de Simon, pero consiguió mantener la compostura durante la formalidad de la despedida. Ella dejó que Simon acompañara a su amigo hasta el portón, prefiriendo permanecer en la casa. Fue al cuarto de Benedict y Gilbert, cerró las ventanas y abrió las camas, antes de llamarlos para lavarse el rostro y los dientes y darles el beso de buenas noches. En seguida, volvió al solar y leS dio instrucciones a los siervos para la mañana siguiente, pero toda aquella actividad doméstica no parecía poder librarla de la oleada de calor que la había invadido, cuando Simon había hecho referencia al puñal.
Para ser honesta consigo misma, reconocía que el calor había comenzado bastante más temprano, cuando Simon y Geoffrey hablaron sobre los nombres de los escuderos y el reglamento del torneo; o antes que eso, cuando habían subido la escalera y Simon la había abrazado y él había besado la nuca; o antes, cuando ella lo había visto en el patio, abrazado a sus hijos. El afecto que Simon había demostrado por los niños la había enternecido Después él había mirado en dirección a ella y su corazón se le paralizó por un segundo. Ella casi se había derretido, por dentro.
Laurel estaba instruyendo a uno de los siervos para sacudir el mantel por la ventana, cuando dos manos fuertes se posaron en sus hombros y la forzaron a darse vuelta. En el instante siguiente, estaba en los brazos de Simon. Delante de una audiencia de varias siervas, que se apresuraron a llamar a otros criados para ser testigos de una escena extraordinaria, Laurel estaba siendo besada con pasión. Tomada por sorpresa por aquella demostración pública, correspondió a su marido con la misma intensidad, besándolo ardientemente. Sólo entonces se dio cuenta de cuanto había esperado ese momento.
La lengua de Simon se movía abriendo los labios de Laurel, y la sensación fue tan intensa que ella los entreabrió, invitándolo a profundizar el beso. Pasó sus brazos alrededor de su cuello y dejó que él la abrazase con fuerza, exigiendo cada vez más. Sintió una dulzura inmensa apoderarse de su ser, mientras la brisa suave de la noche y la atenta audiencia aumentaron su sorpresa, su deseo y su encantamiento.
En el instante en que Laurel pensó que Simon iba a poseerla allí mismo, en el solar, él interrumpió el beso y enterró su rostro en su cuello. En seguida, relajó su abrazo y murmuró en su oído:
—Vamos… ahora —agregó, en un tono de voz ronco y grave.
Laurel asintió y se apartó de él parcialmente, pues él mantenía un brazo sobre sus hombros mientras giraba para salir con ella del solar. Sólo entonces pareció darse cuenta de la audiencia expectante, pues lanzó a las siervas una mirada fulminante, murmuró algo ininteligible y las mandó a ocuparse de sus tareas, enfatizando su orden con un gesto amenazador que hizo con su brazo libre. Inmediatamente la hilera congelada de mujeres boquiabiertas se puso en movimiento.
—¿Esto forma parte de la continuación de nuestra conversación sobre la campaña del duque Henry en Inglaterra? —lo provocó Laurel, incapaz de contenerse.
Con una palmadita en el trasero de Laurel, Simon la impulsó fuera del solar y la condujo a lo largo del corredor. Cuando llegaron al ala que llevaba a los dormitorios, él la agarró por detrás, a la altura del cuello. La atrajo contra si y le susurró al oído:
—¡Agradece que no te pedí que rindieses cuentas de todos los obreros que contrataste durante mi ausencia!
Laurel se acordó del argumento que había usado con Johanna, que el costo de la reforma era diez veces superior al que hubiera sido gastado en la manutención de la casa. Pero decidió que esa forma indignada de defensa no encajaba con el clima de ese momento. En verdad, prefería usar una estrategia más sutil y seductora, la misma que había usado, con éxito, en la mañana siguiente a la noche de bodas. Se paró y miró a Simon.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no me vas a pedir que rinda cuentas, o que no me lo estás pidiendo ahora?
Los ojos de él se estrecharon.
—Eso va a depender de vos, debes convencerme de la necesidad de contratar los servicios de todos esos hombres.
Laurel no estaba segura si había interpretado correctamente las palabras de Simon… como un desafío a satisfacerlo, y por ende convencerlo, esa noche.
—¿Tienes algo en contra? —ella se atrevió a preguntar.
—¿Contra la reforma, quieres decir? Eso no fue lo que dije.
—Entonces ¿me cabe a mí convencerte de la necesidad de hacer la reforma en la casa?
—Como una buena esposa, sí.
—Como una buena esposa, yo hice posible que vos puedas pagar la reforma.
—¿Ah, si? ¿Cómo es eso?
—Casándote conmigo, vos recibiste una vasta extensión de tierras y un aumento de salario por tu promoción a conde, por lo tanto puedes perfectamente pagar lo que yo estoy gastando. Como ves, marido, sois vos quien tiene que convencerme que esta reforma no era necesaria.
El tono de desafío no escapó a Simon. Él estrechó los ojos.
—Es mejor que entremos pronto —Simon murmuró.
Laurel obedeció de buen grado y ellos atravesaron el corredor apresuradamente, en dirección al cuarto de Laurel. Simon empujó la puerta con la punta del pie, para luego cerrarla. No se detuvo a comentar los cambios que ella había realizado allí, que incluían una buena limpieza, ropa de cama nueva y una cortina nueva en la puerta de comunicación con el cuarto de él. Laurel sospechó que él no había notado nada de todo eso, pues Simon ya se desvestía casi torpemente, sin la décima parte de la habilidad que había demostrado en la noche de bodas. Aún así, ya estaba completamente desnudo cuando ella apenas se había soltado el cabello y se había desatado la sobrefalda.
Simon dio un paso en su dirección e ella, pero esperó que ella levantase los ojos, antes de tocarla.
Laurel se sintió agradecida por su consideración, pues en ese momento, después de toda la osadía demostrada en el corredor, su coraje estaba abandonándola. La urgencia de Simon en desvestirse le hizo acordar a al violencia, la humillación y la amargura de su vida anterior de casada. A pesar de la certeza de que este marido no la maltrataría, su garganta se cerró e sus manos comenzaron a temblar, tornándose cada vez más difícil desatar la túnica.
Simon la ayudó pacientemente y, en seguida, la tomó en sus brazos, apretándola con fuerza, enterrando su rostro en su cuello, moldeando su cuerpo al de ella. Recorrió con sus manos el cuerpo de Laurel y finalmente las apoyó en sus hombros; levantó su rostro y la miró a los ojos.
Laurel, a su vez, también apoyó las manos en los hombros de Simon, vacilando, y él sonrió. Giró su cabeza para besarle una de sus manos, después la otra; enseguida tomó la mano de ella y la llevó a sus labios para besar uno a uno sus dedos.
Laurel lo observaba, fascinada, mientras Simon le besaba los dedos, enviándole pequeños escalofríos a lo largo de los brazos. Finalmente, él le besó el dorso de la mano y Laurel fijó su mirada en los dedos largas y fuertes de él, se acordó de como la habían tocado la noche de bodas.
Simon soltó la mano de Laurel y volvió a colocar las puntas de los dedos de ella en sus hombros. En seguida, comenzó a explorarla lentamente con las manos, desde el cuello y los hombros hasta a cintura y las caderas, deteniéndose en la parte superior de sus muslos. Inclinó la cabeza, por un instante, como considerando las posibilidades, y decidió besarle los labios, moviendo su lengua por el interior de la boca de Laurel, como había hecho poco antes, en el solar, explorando, provocando, prometiendo. Sin interrumpir el beso, él deslizó sus dedos entre los muslos de ella.
—Podíamos probar otra manera, hoy —Él retiró sus dedos y agregó—: voy a mostrarte lo que quiero que hagas.
Algo en la voz de Simon hizo que Laurel lo mirase alerta.
—No tengas miedo.
—No —La voz de ella fue un leve soplo.
Simon enterró su rostro en su hombro y le besó la piel suave. Inclinó más la cabeza y tocó un pezón con la lengua, antes de abrir a boca para succionarlo. Después de un rato, hizo lo mismo con el otro pezón, enlazándola por la cintura para sostenerla.
En seguida, él descendió todavía más y le besó el vientre y el ombligo. La respiración de Laurel comenzó a agitarse. Ella estaba dividida entre el miedo y las sensaciones placenteras que pulsaban dentro de su cuerpo En verdad, temía; temía lo desconocido; temía la intuición de que eso sería diferente; temía la peligrosa intimidad que compartiría con Simon.
Cuando él frotó su mentón sobre el vello suave del pubis de Laurel, las rodillas de ella cedieron, pero Simon la sostuvo con firmeza. Empujando la parte posterior de los muslos de Laurel, atrajo el pubis femenino para que quedara a la altura de su rostro, lentamente abrió los pliegues y expuso la parte mas secreta del cuerpo de ella, como si abrirse una cajita que contenía un pequeño tesoro, una perla, o una delicada poción mágica. La acarició con los dedos, mientras sus labios se acercaban cada vez más. Fue un momento de ansiedad para ambos, casi de suspenso, un momento en el que Simon desafiaba a Laurel a confiar en él, atreviendo a unirse a ella de esa manera para conocerla más íntimamente. Quería ser el primer y único hombre que le ofrecía ese beso extravagante e íntimo.
Era un desafío para sí misma permitir que Simon la besase de esa forma, entregarse a él de una manera que superaba todos los límites del pudor, un beso que sellaba la intimidad entre ellos. Tenía miedo de sucumbir a él de tal modo que su propia seguridad quedase amenazada, y sintió una deliciosa mezcla de expectativa y euforia por esa amenaza y por la intensidad de su propio deseo.
Y mientras Laurel esperaba, temía, y se desafiaba, los dedos de Simon fueron reemplazado por sus labios y su lengua, que tocaba, estimulaba, saboreaba, para después tornarse más exigente.
Laurel no sabía si aceptar o resistirse a las sensaciones que Simon le provocaba, pero acabó descubriendo que era imposible resistirse. En otras circunstancias, se hubiese sentido avergonzada, o indignada, o amedrentada; en otras circunstancias, tal vez se hubiese sentido poderosa, majestuosa, por tenerlo de rodilla a sus pies, como un esclavo. Pero en aquellas circunstancias, no se sentía ni inferior, ni superior; se sentía gloriosamente frágil, femenina y deseada. Quería más, y su respiración por momentos se entrecortaba, y por momentos se escapaba en gemidos, confundiéndose con suspiros, jadeos y ruidos roncos que salían de su garganta.
Cuando sus rodillas flaquearon nuevamente y ella tambaleó, Simon se levantó, la tomó en sus brazos y la llevó a la cama.
—Ahora… quiero que haga lo mismo conmigo —Simon habló, en un tono de voz que combinaba ternura y desafío.
Laurel entreabrió los ojos y lo miró. Ya había cometido el mismo error antes… mirar a Simon cuando todavía estaba bajo el efecto del placer que él le había proporcionado. Intentó recomponerse y armar sus defensas, pero no lo consiguió. Aceptó, entonces, el desafío de su marido, pensando que con él, era menos arriesgado consentir que ofrecer resistencia. Sólo esperaba que ese pedido tan extravagante e indecente no la llevase a sucumbir más al poder de él.
* * *
Mas tarde, cuando Laurel despertó en la penumbra del cuarto, Simon la atrajo contra si y pasó una pierna sobre ella para impedirle alejarse.
Inmóvil, en la cama, Laurel quería poder oscurecer la luz débil de la aurora que se filtraba por las hendijas de la puerta y por los postigos de su cuarto. Cuando levantó los hombros, con un suspiro de protesta, una mano grande se apoyó su espalda.
—Debo dejarte, ahora —anunció Simon—. Ya amaneció y tengo que trabajar.
—Hum —murmuró Laurel, somnolienta.
Simon la abrazó por una fracción de segundo.
—Considera esto como una promesa… para mas tarde —Él se apartó y salió de la cama—. Me fue encargado llevar los guardias de vuelta a la Torre, esta mañana.
Habiendo comenzado tan bien, Laurel no podía imaginar que ese día terminaría de manera desastrosa.
Las actividades comenzaron temprano. Después del desayuno, el patio ganó vida con el trabajo de los obreros. Simon pasaría el día en la corte, supervisando los preparativos para el torneo del día siguiente. El torneo hizo Laurel que se acordase de los escuderos y de la posible traición de Cedric de Valmey. Decidió que esa noche, a la hora de cenar, le contaría a Simon la conversación que había escuchado entre Valmey y Rosalyn y dejaría que él sacase sus propias conclusiones.
A media mañana, Laurel recibió una visita inesperada. Estaba en un rincón del patio, con la atención dividida entre los carpinteros en el andamio y los pedreros que transportaban baldes con agua al corredor. Al mismo tiempo, intentaba asignarle una tarea a Benedict y a Gilbert, que no los hiciese correr peligro, cuando una de las siervas la llamó para anunciar que un hombre quería verla. Por el tono de voz de la mujer, Laurel dedujo que el visitante no era un simple comerciante o mensajero.
A medida que atravesaba el patio en dirección a la galería, donde el hombre la aguardaba, Laurel se preguntaba, con ansiedad, si sería Geoffrey de Senlis, otra vez. O peor, si sería Cedric de Valmey. Sería una actitud bien propia de ese canalla venir a su casa, sabiendo que Simon estaría fuera todo el día.
Pero no se trataba de Senlis, ni de Valmey, ni de nadie relacionado con la corte del rey Stephen, o de la ciudad de Londres. Cuando ella se aproximó lo suficientemente para distinguir las facciones del hombre, en la penumbra de la galería, apenas pudo creer en lo que veían sus propios ojos, o disimular su espanto.
—¿Gunnar? ¿Gunnar Erickson? ¿Sois vos? —Laurel habló automáticamente en dinamarqués.
—Si, Laurel, hija de Andrés —respondió el hombre en el mismo idioma, saliendo de las sombras hacia la claridad del sol brillante.
Gunnar Erickson, grande, rubio, de ojos azules era más que familiar para Laurel y ella debería sentirse contenta de verlo, pues él era el pasado. Había sido el hombre de confianza de su padre, el elegido para acompañarla al Castillo Norham, como guardián y protector; un hombre brutal, cuyo carácter el padre de Laurel había logrado dominar. Gunnar nunca le había hecho mal a Laurel, ni siquiera cuando estaban en el Castillo Norham, pero tampoco la había protegido de Canuto, y ella había sido testigo, mas de una vez, de las proporciones brutales a las a que podía llegar su carácter. En los últimos cinco años, Laurel había aprendido a temer a Gunnar Erickson.
Por esto, no se alegró con la presencia de él en su nuevo hogar. Quedó perpleja al verlo, y hasta perturbada.
Escondiendo todas estas emociones en menos de un segundo, ella sonrió y lo tomó por los antebrazos, en una afable saludo.
—¡Una visita bienvenida! —ella exclamó—. Permíteme, primero, recuperarme de la sorpresa de verte con vida, y luego te preguntaré qué estás haciendo aquí en Londres, y en mi casa.
Gunnar respondió que, en las confusas y sangrientas horas finales del asedio al Castillo Norham, Laurel no había tenido cómo enterarse que él no había sido matado por los normandos, sino que había sido llevado como prisionero.
—¿Te escapaste? —Laurel arqueó las cejas.
—Me soltaron, después de algunos días —Gunnar giró las palmas de sus manos hacia arriba, expresando lo inexplicable del comportamiento de los normandos—. Éramos muy pocos y nos deben haber considerado inofensivos, o que no valía la pena alimentarnos.
Laurel sintió inquietud ante esa explicación incomprensible, pero no lo cuestionó.
—¿Y por qué viniste justamente a Londres? —ella preguntó, intrigada.
—Ya estaba a medio camino de aquí, cuando me soltaron.
—Sí, pero aquí en Londres está el núcleo de soporte militar al rey Stephen, Gunnar ¿Por qué no te volviste a Northumbria, o por qué no fuiste a York, por ejemplo, donde podrías haberte unido a los simpatizantes del duque Henry?
—Después del ataque al Castillo Norham, consideré que al duque Henry le quedaban pocas esperanzas.
La inquietud de Laurel creció. De repente, veía peligros en todas partes, aunque no supiese decir por qué, o definirlos.
—¿Y cómo conseguiste encontrarme?
La sonrisa de Gunnar se torció horriblemente en su rostro.
—Eso, Laurel, hija de Andrés, fue muy fácil. Bastó con entrar a la primera taberna y oír hablar sobre el casamiento de un lord normando con una bella sajona de Northumbria.
Laurel se relajó un poco más. Era obvio que el casamiento de Simon de Beresford con Laurel de Northumbria era una noticia lo suficientemente importante como para correr por toda la ciudad, y era claro que cualquiera podría haberle informado a Gunnar donde quedaba la casa de Simon. Dejó escapar el aire que hasta entonces había estado conteniendo.
—¡Qué mala anfitriona soy, Gunnar Erickson! Por favor, déjame ofrecerte una copa de vino. ¡Quiero que me cuentes como estás y cuáles son tus planes para el futuro!
En ese momento, sin embargo, un súbito y estruendoso ruido vino desde el patio, de cosas cayendo, estrellándose, rompiéndose. Le siguió un insulto en sajón, del cual Laurel entendió cada palabra. Ella se dio vuelta, sobresaltada, pero pronto se tranquilizó al ver que Benedict y Gilbert no estaban involucrados en el accidente, al verlos inclinados en el parapeto del corredor, observando con verdadera fascinación, la cuerda enmarañada en el suelo, los baldes derramados, el andamio destruido y los cuerpos tirados, debajo.
Ante la confusión de siervos corriendo, hombres insultando y gritos llamando al barbero y cirujano, Laurel se dio vuelta hacia Gunnar Erickson.
—El vino y tu historia tendrán que esperar, me temo —ella se disculpó—. Preciso resolver este problema, ahora.
—Volveré —prometió Gunnar.
Laurel no quería perder contacto con él. Extendió la mano para detenerlo.
—Vuelve mañana. No, mañana, no —ella recordó—. Es el día del torneo.
—Otro día, entonces, después del torneo, Laurel, hija de Andrés.
—Está bien. ¡Que Dios te acompañe, Gunnar Erickson! —ella agregó apresuradamente, antes de darse vuelta y correr para intentar resolver la situación caótica que se había creado en el patio, dejando al guardián del portón la tarea de acompañar al enorme dinamarqués hasta el portón.
El tumulto duró casi todo el día y las cosas todavía no estaban totalmente asentadas cuando Simon volvió a la casa.
Él entró en el solar en el momento en que Laurel daba instrucciones a los siervos para los preparativos de la última comida del día. Simon caminó hasta el aparador, se sirvió vino y tomó un trago. Fue entonces cuando Laurel notó su presencia.
—Buenas noches, marido —ella saludó, sintiendo una extraña e inesperada euforia.
—Buenas noches, mi lady —respondió él, inclinando ligeramente la cabeza.
Simon parecía distante y Laurel pensó que la estaba provocando. El silencio, sin embargo, comenzó a tornarse opresivo y ella sintió que se ruborizaba. Para aliviar la tensión, sonrió, avergonzada.
Simon no le retribuyó la sonrisa.
—Pensé que me ibas a contar sobre los inesperados eventos del día de hoy —dijo él.
La sonrisa de Laurel fue una expresión de pedido de disculpas. Claro, él estaba enojado con el accidente en el patio. Laurel le explicó cómo había sucedido.
—El ayudante del carpintero tuvo una fractura en la pierna, pero ya fue atendido y está bien. El pedrero se torció la muñeca y se abrió la frente. Aparte de eso, los daños materiales fueron mínimos y yo ya planeé una forma de dividir los costos.
—¿Ya?
—Sí —murmuró Laurel, con aprensión—. ¿Quieres saber cual es la forma que considero mas justa?
Simon sacudió la cabeza.
—Prefiero que me hables sobre a visita del dinamarqués.