Capítulo 12
Media hora después, Laurel llegó a la conclusión de que su mejor defensa era salir de la cama.
La luz del día entraba cada vez mas en el cuarto y los ruidos que ella acababa de oír indicaban que las actividades en la Torre ya se habían iniciado.
Sus miembros estaban pesados y ella tenía dificultad para moverse. Se sentó en la cama, preguntándose si conseguiría caminar, cuando alguien golpeó la puerta. Miró a Simon, quien estaba acostado detrás de ella, inmóvil, con un brazo debajo de su cabeza. Estaba con los ojos abiertos, perdidos en el vacío, y respiraba pausadamente. Al oír el golpe en la puerta, salió de su plácido reposo y se incorporó, apoyándose sobre sus codos. Hizo un gesto con la cabeza para que Laurel volviese a la cama y subió las mantas. Se levantó, caminó hasta la puerta, le quitó la tranca y la abrió, para revelar su espléndida desnudez a quien quiera que estuviese del otro lado.
Desde la cama, Laurel no podía determinar quien estaba golpeando la puerta a esa hora de la mañana. Sospechó, por el modo en que Simon hablaba, que se trataba de un paje, y sospechó también que las noticias que traía no eran buenas, ya que un llamado a esa hora sugería urgencia. Los dos hablaban en un tono de voz bajo y Laurel no consiguió oír lo suficiente para saber de que se trataba. Tampoco se enteró por la boca de Simon quien, después de algunos minutos, dispensó al mensajero. Él cerró la puerta y caminó hasta la chimenea, donde sus ropas estaban amontonadas en el piso.
Ella observaba, fascinada, los movimientos del cuerpo desnudo de Simon, mientras él separaba sus ropas de las de ella.
—¿Era un paje que venía a traer un recado?
Él revolvía la pila de ropa, arrojando algunas prendas sobre su hombro.
—¿Cómo lo sabes?.
—¿Hubieras permitido que otra persona te viese desnudo?
Simon se encogió de hombros.
—¿Qué mas podrían esperar después de una noche de bodas?
Laurel pensó que él tenía razón, pero no lograba habituarse a la naturalidad con que él encaraba ciertas cosas.
—¿Sucedió algo? —ella quiso saber.
—Lo suficiente para impedirme de retorcerle el cuello a ese infeliz por haber venido a molestarnos a esta hora.
El tono de voz de Simon no animaba a hacer otras preguntas y Laurel se contentó con observarlo mientras él se vestía. La actividad la sorprendió como algo extraordinario. Se preguntó si algún día conseguiría imaginarlo vestido otra vez, pues la impresión de la desnudez de él era tan fuerte que ella no creía que ninguna prenda fuese capaz de esconderla de sus ojos.
Después que él amarró las botas y se puso la camisa y la túnica, se agachó para tomar el cinto, pero en vez de sujetarlo en la cintura, se lo colgó alrededor del cuello. Pasó una mano por sus cabellos, peinándolos rápidamente, tomó la bandeja que estaba junto a la chimenea y se aproximó a la cama. Laurel observó, en silencio, mientras él se sentaba a su lado y depositaba la bandeja en el piso, cerca de la cama. Él estiró un brazo retiró las manos de ella que sujetaban la sábana sobre su pecho.
Al principio, Laurel se sintió avergonzada por el modo en que él devoraba la imagen de sus pechos con los ojos, luego sintió curiosidad y, finalmente, se sintió excitada por el deseo que vio despertarse en la expresión de Simon. Él le tocó uno de los pechos, después el otro, finalmente, se agachó para tomar la bandeja y colocarla sobre la cama, entre ambos. Después de diluir el vino con agua del jarro, le entregó una copa a Laurel.
—Acabamos olvidándonos de esto anoche.
Laurel aceptó la copa y bebió un trago.
—¿Tienes tiempo, ahora?
—No —respondió Simon, bebiendo un trago de vino.
Seleccionó algunas frambuesas de la fuente. Colocó una en su boca y apretó los labios al sentir el sabor dulce. En seguida dejó escapar un murmullo de satisfacción.
Laurel escogió una frambuesa mas madura.
—¿Y entonces…? —preguntó.
Simon tomó de un solo trago el contenido de la copa de vino y la depositó en la bandeja. Se puso de pie y miró a Laurel, agarrando el cinto colgado alrededor do cuello.
—Partiré al mediodía.
—¿A dónde vas?
Él no respondió. En vez de eso, le advirtió:
—No sé cuanto tiempo estaré lejos.
—¿Pero será más de una semana?
Simon pensó por un instante y una arruga surgió en su frente.
—Posiblemente.
—Entonces, ¿tal vez no estés de vuelta para el torneo?
Aparentemente, él se había olvidado de ese detalle. Y Reconsideró su respuesta.
—Volveré antes del torneo —declaró, con convicción.
—Pero festejaremos la celebración de la Trinidad sin vos.
—Sí.
Laurel percibió que él no estaba dispuesto a dar más información. Bebió el vino y se sirvió otra frambuesa—. Puedes quedarte aquí el tiempo que quieras y bajar al salón cuando tengas ganas. Le Pediré a Adela que te permita permanecer en la Torre durante mi ausencia.
Laurel buscaba adaptarse a aquel inesperado cambio de planes. Ese era un momento crítico, el principio del matrimonio, cuando su vida y la de Simon tomarían un rumbo diferente. Dobló las piernas y se sentó en la cama, proyectando los pechos hacia adelante. Estaba sorprendida con su propia falta de inhibición; por el contrario, el exponer su desnudez ante los ojos de un hombre le proporcionaba un placer inusitado.
—Quiero acostumbrarme a mi nuevo hogar —ella declaró.
—Prefiero que te quedes segura aquí, en la Torre —contrapuso Simon.
—¿Y no estaré segura en mi propia casa? —retrucó ella, enfrentándolo.
—Quiero saber dónde estarás.
—Pero sabrás donde estoy —replicó Laurel.
—Y cómo estás.
Ella no insistió. Le sonrió a Simon, inclinó a cabeza y sacudió los hombros. La mirada de él se movió de su rostro hacia sus pechos desnudos. En seguida él desvió la mirada.
—Haz lo que te parezca mejor —Simon concedió, finalmente. Laurel sospechaba que no había diferencia para Simon el lugar donde ella pasase los días siguientes. Aún así, experimentó una sensación de triunfo que, sin embargo, no duró mucho. Simon la sorprendió al inclinarse sobre ella y tomarla en sus brazos. Le besó los labios rápidamente, pero con intensidad. Ella respondió con ardor y, consciente de que Simon no podría permanecer a su lado, quiso transmitirle una promesa con su beso; al sentir la reacción de él, no vaciló en prometer todavía más.
La copa de vino se deslizó de sus dedos y se volcó en la cama, derramando las gotas restantes sobre la sábana. Laurel interrumpió el beso cuando se dio cuenta de lo que había sucedido y miró, desalentada, la mancha roja en la tela blanca. Antes que Simon la notase, ella colocó la mano sobre la mancha y se apoyó sobre su codo, disimuladamente. Le sonrió a su marido con ojos lánguidos.
Con un largo suspiro, Simon se levantó y amarró el cinto a su cintura… Miró a su alrededor buscando la espada y la encontró caída en el piso, delante de la chimenea. La Tomó y la sujetó en sus manos, como si le evaluase su peso. En seguida, se curvó ligeramente hacia Laurel.
—Tal vez te vea más tarde, en el salón, antes de partir.
Él salió del cuarto y Laurel se dejó hundir en las almohadas, vaciando sus pulmones en un largo suspiro. Al mismo tiempo que saboreaba la deliciosa sensación de victoria, la mancha roja en la sábana parecía una señal de que había perdido, de cierta forma, su virginidad con Simon, aquella noche.
Poco después, las tres criadas que la habían asistido el día anterior entraron en el cuarto, con fuentes con agua fresca y toallas. De acuerdo con las instrucciones de Adela, traían también una túnica azul marina y una sobrefalda de lino, para sustituir el vestido formal del día anterior. Las mujeres recogieron las ropas amontonadas en el piso, ayudaron a Laurel a lavarse y le peinaron los cabellos. Ellas se codeaban y murmuraban, como habían hecho antes del casamiento, aunque la irritaban mas ahora que antes, con sus risitas maliciosas. Cuando vieron la mancha en la sábana, la miraron, atónitas, pues era sabido por todos que Laurel era viuda.
—Es vino —explicó ella, señalando la bandeja sobre la cama.
Una de las criadas juzgó la ocasión propicia para preguntar lo que las tres se estaban muriendo de curiosidad por saber.
—¡Y entonces, mi lady Laurel, cuéntenos…!
Laurel no se hizo la desentendida. La excitación de la mañana anterior ya la había preparado para ese pedido. Ella sonrió.
—Mi marido fue muy delicado.
Las palabras sonaron extrañas a sus propios oídos, principalmente porque eran sinceras.
—¿Sir Simon, es delicado? —se espantó una de ellas.
—¡Qué interesante! —exclamó la otra, pensativa.
—Muy interesante —concordó la tercera—. ¡Imaginar delicadeza asociada a un hombre de ese tamaño! ¡Y con esa fuerza brutal…!
Laurel sintió que su rostro ardía. Ningún gesto de su parte podría ser mas eficaz para convencer al trío de la impresión que quería que ellas tuviesen, o sea, que era una esposa satisfecha y feliz.
Cuando Laurel ya estuvo vestida y peinada, las criadas la acompañaron fuera del cuarto hasta la escalera que llevaba al salón, donde ella tomaría el desayuno. En lo alto de la escalera, Laurel colocó la mano en el brazo de la criada que hallaba más simpática de las tres.
—Prepárame para lo peor, Auncilla —pidió—. ¿Qué crees que voy a encontrar allá abajo?
—¿Y qué sería lo peor, mi lady? —preguntó Auncilla.
—Hum… no fue fácil para mí, como extranjera, ser el blanco de todos las miradas y los comentarios en los últimos días, y me gustaría evitar ser objeto de curiosidad esta mañana, si es posible. ¿Sería demasiado esperar que los intereses de la corte se hayan centrado en otro tema, más allá de mi casamiento?
—¡Oh, eso, Si, mi lady! —aseguró Auncilla, satisfecha—. Parece que el duque Henry, finalmente, perdió el interés en Malmesbury, y en vez de avanzar por el este, en dirección a Londres, mandó su ejército hacia el oeste y hacia el sur, en dirección a Bristol. ¡Es algo realmente inesperado! Entonces, el rey Stephen… Adela, en verdad… dio la orden para que las tropas intercepten Henry en Bristol.
—Simon de Beresford va a comandar las tropas —explicó la otra criada—. Pero es claro que mi lady no sabía eso.
—Claro —murmuró Laurel, con calma.
—¡Pero lo que creó caos en la corte fue la noticia de la existencia de un traidor dentro del castillo! —continuó Auncilla, excitada—. Y varios nombres están siendo mencionados, incluyendo…
Auncilla se calló abruptamente ante una señal de la tercera criada que, aparentemente, poseía más sentido común que sus colegas.
—Esparcir rumores sólo causa confusión —reprendió la mujer, secamente.
El nombre de Cedric de Valmey se le ocurrió instantáneamente a Laurel. Ella se dio vuelta hacia la criada que había reprendido a Auncilla.
—Tienes razón en desalentar la diseminación de rumores.
La mujer asintió, con aire superior. En seguida, Laurel apretó levemente el brazo de Auncilla.
—Pero, también es tan excitante oír historias, ¿no es así?
Cuando llegó al salón, Laurel quedó aliviada al constatar que la predicción de Auncilla de que los cortesanos tenían otros temas de que preocuparse era, por lo menos en parte, verdadera. Solamente algunos pares de ojos curiosos se habían vuelto hacia ella, cuando entró. Laurel recorrió el salón y avistó a Simon en un rincón, conversando con otros caballeros. Él no miró en su dirección y ella no haría papel de tonta, observando excesivamente a su marido. Vio a Geoffrey de Senlis a pocos metros de Simon. Cuando sus miradas se encontraron, él hizo una reverencia respetuosa…
Laurel contuvo la respiración al detectar la expresión del rostro de él, inclinó levemente la cabeza en respuesta y continuó recorriendo con la mirada el salón. Adela deambulaba continuamente de grupo en grupo. Cedric de Valmey no se encontraba a la vista y Rosalyn estaba cerca de una de las chimeneas, conversando con las damas, riendo con los caballeros, encantando a todos.
Indecisa, Laurel se preguntó qué haría a continuación, cuando Johanna surgió a su lado.
—¡Debes tener hambre, prima! —exclamó ella, sonriente, señalando en dirección a la mesa, donde algunas personas todavía estaban sentadas—. Yo también, a decir verdad. ¿Te puedo hacer compañía?
Nada podría agradarle Laurel mas, en ese momento, que tener de compañía a una persona amigable como Johanna, en la comida matinal. La simpática joven la había salvado de una situación que amenazaba con tornarse complicada. Aceptó la oferta con alivio.
Johanna caminó con Laurel hasta la mesa, hablando jovialmente, haciendo comentarios sobre la rutina del castillo. No hizo ninguna insinuación respecto a la noche anterior, no le guiñó el ojo sugestivamente, ni cuchicheó con Laurel. La Trató como una persona digna de amistad y respeto.
Se sentaron una al lado de la otra, compartieron el pan y lo sumergieron en el caldo liviano que les fue servido. Laurel admiró la capacidad de Johanna de conversar con tanta informalidad y, al mismo tiempo, transmitirle un mensaje serio e importante: “No te preocupes: Vas a sobrevivir al día de hoy, de la misma manera que sobreviviste la noche de anoche“.
—¡Bien! —exclamó ella, finalmente—. La opinión debe estar dividida, después de las últimas noticias.
Laurel frunció el ceño.
—¿Dividida?
—No me intereso mucho en la política —confesó Johanna, haciendo una mueca—. Pero hay ciertas cosas que no podemos ignorar. Hoy es una de esas ocasiones, con la Torre en caos y las tropas listas para partir.
—Si, me enteré que el rey mandó las tropas a Bristol.
—Con Simon a cargo —agregó Johanna—. Pero él debe haberte contado.
Laurel apreció el modo en que ella habló, sin ironía, aunque probablemente supiese que Simon no le había contado nada. Comprendió, también, que Johanna le estaba dando una oportunidad de saber mas, si quisiese. Laurel no quería, pero era reconfortante saber que podía confiar en Johanna.
—Si, sé que Simon va a comandar las tropas… lo que es una pena, ya que estamos casados hace apenas algunas horas. Por eso, no estoy conforme con relación a la partida de él.
—¡Sois la única mujer que conozco, con una opinión tan firme! —bromeó Johanna.
Laurel sonrió y le confió:
—Es verdad que la ausencia de Simon me da oportunidad de adaptarme a mi nueva vida, y también tendré oportunidad de poner la casa de él en orden, mientras tanto.
—¿Vas a quedarte en la casa de Simon, mientras él no esté? —preguntó Johanna, sorprendida.
—Él me dio permiso.
—¿Y Adela?
—¿Por qué ella se opondría?
Johanna miró a Laurel a los ojos.
—Déjame explicar qué quise decir cuando pregunté si tu opinión estaba dividida. Imaginé que tal vez hallarías difícil decidir de que lado te pondrías; del lado de Simon, como una esposa leal, o del lado del duque Henry, como leal northumbriana.
Sólo entonces Laurel se dio cuenta de que ese era el punto del conflicto. El comentario de Johanna también la hizo acordarse de otra importante información que Auncilla le había dado.
—Oí decir que circulan rumores sobre la existencia de un traidor dentro del castillo, y que varios nombres son sospechosos. ¿Qué crees de eso?
Johanna frunció el ceño.
—Creo que son infundados. No debes preocuparte… —Johanna se calló y levantó el rostro hacia alguien que había acabado de aproximarse.
Laurel miró, también, y se sorprendió al ver a Simon de pie, detrás de ella. El modo en que él la miraba era tan diferente de como Canuto la miraría y el modo en que reaccionaría también ¡era tan diferente…! Intentó, por fuerza de hábito, tratar a Simon con el mismo desprecio altanero con que siempre había tratado a su primer marido, pero la tentativa perdió fuerza y fracasó. Ella quedó irritada consigo misma por no conseguir permanecer emocionalmente indiferente, ahora que Simon había poseído su cuerpo. En vez de eso, sintió un salto en la región del corazón. Rezó para no ruborizarse.
—¿Qué es infundado? —quiso saber Simon.
—Los rumores —respondió Johanna, sin vacilar.
—¿Y por qué mi esposa no debe preocuparse?
Por un segundo, Johanna pareció quedar desconcertada, pero consiguió hablar con naturalidad.
—Porque Laurel tiene muchos amigos en la corte, comenzando por mí, y yo los dejo ahora, para que puedan conversar antes de tu partida, Simon —Johanna se levantó, pidió permiso y dejó a Laurel con su marido.
Simon ocupó el lugar de Johanna, mientras Laurel terminaba su comida.
—¿De qué rumores estaba hablando Johanna? —preguntó abruptamente.
—Sobre un traidor dentro de los muros del castillo. ¿No los oíste?
—Siempre soy el último en enterarme de los chismes de la corte, y la mayor parte de las veces no me entero de nada.
Laurel se sintió tentada de contarle a Simon la conversación que había oído la noche anterior, entre Valmey y Rosalyn.
—Tengo mis teorías sobre la identidad del traidor.
Simon la miró, entre sorprendido y divertido.
—¿Sí?
—Sí. Uno de los hombres menos sospechosos de la corte.
Simon pareció divertirse aún más.
—¿Y no es siempre así con los traidores? —él replicó.
—¡Y es un hombre!
—¿Por qué? ¿Podría ser una mujer?
—Sí.
El nombre de Rosalyn surgió en la mente de Laurel.
—Bien… Tal vez tengas razón.
Simon recorrió el salón con los ojos.
—Veo varias mujeres aquí, cuyas tendencias políticas pueden ser sospechosas.
—Eso no lo puedo decir, pues soy nueva aquí en la corte —dijo ella, con modestia.
Simon concordó con un murmullo y Laurel tomó conciencia de que le gustaba provocarlo, le gustaba que él la subestimase. Era como el beso de esa mañana, cuando él había querido que Laurel se sometiese a su superioridad y había sido ella quien había acabado dominándolo.
—Hablando de eso, conversé con Adela sobre mi decisión de permitir que te mudes a mi casa mientras yo esté fuera de Londres.
Laurel miró a Simon y reprimió el impulso de contestarle que había sido él quien le había dado permiso de hacer lo que quisiese.
—¿Y ella aceptó?
—Al principio, no.
—¿Oh?
—Adela no quería que vos estuvieses fuera de su jurisdicción, con toda la incertidumbre que hay en este momento. Y con todos los rumores que circulan —Simon agregó.
Sólo entonces Laurel comprendió, con una sensación de shock, que ella era el objeto de los rumores que circulaban en el castillo. ¡Obviamente! ¿¡¡¡Cómo no se había dado cuenta antes!!!?
—Pero como yo ya te había dado permiso… —continuó Simon—… convencí a Adela de mandar varios guardias con vos.
Todavía perpleja, Laurel preguntó:
—¿Estoy bajo prisión domiciliara?
—Los guardias van a ayudarte —le explicó Simon—. Es para orientarte. Pensé, mi lady, que me agradecerías por haber atendido a su deseo, como buen marido que soy.
Laurel se vio invadida por una oleada de emociones fuertes y descontroladas. Estaba furiosa consigo misma por haberse dejado manipular; estaba furiosa con Simon por divertirse a su costa, pues ni por un momento creía que él estuviese simplemente haciendo el papel de “buen marido”, en su irritación, volvió nuevamente a la intención de contarle los motivos que tenía para sospechar que Valmey era el traidor; pero a ese pensamiento le sucedió otro: que no era el momento de acusar a ninguna persona de traición, cuando ella era la principal sospechosa.
—Gracias —ella murmuró, controlando la voz, pero no el rubor que le subió al rostro.
Simon se levantó, satisfecho, sujetó la mano de Laurel y se curvó sobre ella.
—Ahora que debo ir, puedes desearme buen viaje.
—Te deseo un buen viaje —ella murmuró, contrariada.
Simon llevó la mano de Laurel a sus labios y agregó provocadoramente:
—Es buena la suerte contra el duque Henry.
El contacto de los labios de él le provocó un hormigueo por todo el brazo, hasta el hombro, y ella casi arrancó la mano de su asimiento. No le daría a Simon la satisfacción de desearle buena suerte en aquella misión, ¡y que él interpretase su silencio y sus intereses políticos como quisiera! ¡Cómo si a ella le importara su destino!
Simon le soltó la mano, hizo una reverencia y, sin una palabra mas, se dio vuelta y marchó fuera del salón.
Laurel permaneció sentada, inmóvil, observándolo partir.
Sus emociones confusas ahora giraban dentro de ella como un torbellino. Simon había parecido tan arrogante y tan seguro de si mismo antes de partir, como si la tuviese comiendo de palma de su mano. ¡Pues no la tenía! Tampoco, ella sentía nada por ese hombre insensible e insolente que era su marido. Nada! No sentía ningún dolor en el corazón, ni falta de aire. Nada de eso… podía respirar libremente, y su corazón estaba perfecto. Era saludable, llena de vida, dueña de su destino.
Pero… ¿qué era esa imagen extraña se asomaba por el borde de su ojo? ¡Era una figura pequeñita y… parecía que tener alas! Llevaba un arco y una flecha… ¿Qué hacía allí?!
Laurel pestañeó y sacudió la cabeza para librarse de la especie de velo que parecía entorpecer su capacidad de raciocinio. Profundamente irritada, llegó a la conclusión de que esa criatura alada sólo podía ser el astuto dios Loki transformado en mosca, la forma que él normalmente asumía para provocar confusión. Exactamente, el bello; ágil y astuto Loki era una mosca, zumbándole alrededor de la cabeza, perturbándola, enloqueciéndola… Aunque ella no podía recordar ninguna historia en la que Loki cargase un arco y una flecha.
Satisfecha con la explicación, se sintió aliviada. Laurel dedujo que Loki, el dios de las bromas de mal gusto, había venido a reírse de ella. Pero… ¿Por qué sería que la mosca Loki tenía la forma de un bebé gordito? ¿Y Por qué ella sentía como si una flecha de oro le hubiese traspasado el corazón?