Capítulo 20

Laurel súbitamente se puso seria, sorprendida con aquella respuesta inesperada.

—¿No? —ella murmuró, con una arruga en la frente. La pregunta había sido apenas un pretexto para prolongar el diálogo; había creído haber elegido un tema de interés mutuo, no un tema controversial, pues quería que Simon le diese su aprobación.

—No —repitió él, sacudiendo la cabeza.

—¿Puedo saber por qué no?

Simon permaneció callado.

—La casa está en un estado desorden, en medio de una reforma —argumentó Laurel—. Necesito estar allá para supervisar las cosas.

Simon sacudió una vez mas la cabeza, en silencio. Laurel estaba confundida.

—¿Temes que realice alguna actividad extra doméstica?

—¿Qué actividad podría ser esa? —preguntó Simon.

—¡No lo sé! ¡Sólo quiero saber si hay un motivo para negarme la posibilidad de estar en nuestra casa durante tu ausencia!

—El motivo es que quiero que te quedes aquí en la Torre, bajo el cuidado de Adela.

—¿Cuidado? —repitió Laurel, con un leve tono de ironía.

—Si estás preocupado por mi bienestar puedes mandar otra vez a los guardias del castillo, para protegerme… como hiciste antes.

—Yo No tengo autoridad para mandar guardias del castillo para cuidarte. Esa es una decisión que le cabe a Adela.

Ni por un momento Laurel creyó que fuese la reina consorte quien había mandado los guardias la primera vez. Pero antes que tuviese tiempo de responder, Simon continuó:

—Ya te dije que te quiero aquí en la Torre y mi palpito es que Adela desea lo mismo. Por lo tanto, no veo sentido en discutir ese tema con ella.

—Si, claro —concordó Laurel—. Pero en verdad no estoy interesada en los deseos de Adela sino en los Tuyos.

—Yo ya te dije que mi deseo es que te quedes aquí en la Torre durante mi ausencia.

—Si, pero… —comenzó Laurel, callándose en seguida, dándose cuenta que era inútil continuar protestando. Los ojos grises de Simon denotaban resolución. Cuando se había aproximado a él, pocos minutos antes, él había parecido abierto, acogedor, casi como si estuviese contento de verla, Laurel también se había sentido contenta al verlo; quería estar en su compañía antes que él partiese.

Era, al mismo tiempo, extraño, maravilloso y doloroso estar cerca de Simon de ese modo, juntos y separados, a solas y en público. Pero lo que era todavía mas extraño, maravilloso y doloroso era la familiaridad de los sentimientos que brotaban dentro de ella. Se acordaba de la primera vez en que había visto a Simon, allí mismo en el gran salón. La única diferencia entre aquella ocasión y esta era que, ahora, sus sentimientos eran mas fuertes y mas fáciles de identificar.

Ahora ella ya no sentía mas miedo por Simon. Incluso había llegado a imaginar, en varios momentos durante las últimas semanas, que tenía poder sobre él. Contemplando, ahora, los ojos de Simon, descubrió que había sido una estúpida, que se había ilusionado y equivocado completamente, que había perdido el juego de poder y seducción. Sentía una angustia intensa, que provenía de la atracción irresistible y de la profunda sensación de pérdida. Y sabía muy bien cual era a palabra que se ajustaba a los sentimientos que se ardían dentro de ella.

¿Cuándo se había enamorado de Simon? La noche anterior, ¿cuando él la había desafiado a hacerle el amor? Antes, en la arena, durante el torneo, ¿cuándo el talento de él había vencido a Gunnar Erickson? Antes, la noche de su casamiento, ¿cuándo él había repetido la historia del lobo hambriento, Fenrir? Antes incluso, en la capilla, ¿cuándo él la había besado con suavidad bajo los reflejos multicolores del vitral, para sellar la unión de ambos? O… en su primer encuentro, ¿cuándo él la había mirado a los ojos y le había preguntado si estaba llevando en su vientre el hijo de Canuto?

Laurel desvió la mirada. Se rehusaba a preguntarse a sí misma por qué se había enamorado de Simon, pues era una pregunta para la cual no tenía respuesta. No creía que fuese simplemente porque se sintiese protegida al lado de él, o porque él la hiciese sentirse tan femenina; tampoco creía que fuese solamente por su fuerza, su integridad, por su franqueza casi brutal; tampoco por sus ojos grises y penetrantes, por el porte que le daban sus hombros anchos, o por la alta opinión que tenían de él sus colegas y amigos. Lo mas probable era que fuese una combinación de esos elementos, tan característicos de Simon, que se habían fusionado en una especie de alquimia para afectarla de manera tan intensa e irreversible.

Laurel se sentía en desventaja por estar consciente de su amor por Simon; se sentía perdida y sumisa. Le hubiera Gustado no haberlo contrariado tantas veces, haber cedido con mas frecuencia, para que él no necesitara ser tan severo con ella en ese momento. Quería que Simon la mirase con ternura, que la tomase en su s brazos y que la besase con un cariño inmenso antes de partir; quería que él susurrase palabras provocativas en su oído, que la halagase como un hombre debía halagar a una mujer, que confiara en ella…

Confianza… Laurel respiró, entrecortadamente. Simon no confiaba en ella y no le daba la oportunidad de defenderse. Ahora ella comprendía por qué había tenido ganas de desnudar su corazón ante él la noche anterior, inundada como estaba por la pasión y el amor. Ahora comprendía por qué Simon no quería aceptar ningún sentimiento que viniera de su corazón.

Laurel pestañeó para reprimir una lágrima. Ante la derrota, se acurrucó internamente en su propia coraje como si este fuese una manta. Había cometido nuevamente el error de entregarse al orgullo y de desafiar a Simon, pero no lo repetiría. Inclinó la cabeza e hizo una breve reverencia.

—Si deseas que permanezca aquí en la Torre durante tu ausencia, estoy preparada para obedecerte.

—No es obediencia lo que quiero.

Laurel arqueó las cejas.

—¿No?

La mirada gris era inescrutable.

—Pensé que era obvio que lo quiero es tu seguridad.

—Pero… si se trata sólo de mi seguridad… —Laurel se calló. Por hábito iba a protestar, a desafiar, a contrariarlo. Suspiró y se contuvo— Si, claro… quieres mi seguridad. Me quedaré aquí de buen grado, si es lo que deseas. ¿Ya vas a partir?

—No, dentro de algunas horas.

El corazón de Laurel latió con mas fuerza.

—Entonces todavía nos veremos.

Simon sacudió la cabeza.

—No. Estaré ocupado con mis hombres. No nos veremos mas.

El corazón de ella hundió.

—Hasta que vuelvas —se apresuró a decir, repeliendo la entonación de fatalidad de su afirmación.

—Hasta que vuelva —repitió él, lentamente.

Ellos se miraron. Laurel tenía la impresión de que su corazón estaba latiendo mucho mas rápido, y luego muy lentamente, causándole un profundo desaliento, haciendo su cuerpo, pesado, y sus miembros, torpes.

—Bien… —murmuró, callándose en seguida, sin saber que decir.

—Bien —repitió Simon, con aquella horrorosa y resonante entonación de fatalidad.

—Bien, te deseo un breve retorno… y que todo salga bien.

—¿Lo Deseas?

Pero una vez mas el corazón de Laurel pareció saltar dentro de su pecho, al detectar otra entonación, diferente esta vez, en la voz de Simon.

—Sí —ella afirmó, con un hilo de voz.

Ella recorrió los ojos grises buscando algún reflejo de deseo que había imaginado oír en su voz, pero no encontró nada. Sintió como la desesperación comenzaba a dominarla, desesperación y angustia, una angustia terriblemente devastadora. Esta era la humillación que ella siempre había temido de Simon, ella comprendió finalmente. No era una humillación física, pues Simon jamás la humillaría a través de la violencia. Era la humillación de su orgullo, el fin de la ilusión de considerarse invulnerable. Sin embargo, no era exactamente humillación lo que Laurel sentía, sino humildad, porque Simon, con su honestidad extrema y su coraje incuestionable, era digno de su amor.

—En ese caso, haré lo posible para retornar en breve y sano y salvo, para vos —declaró él.

—¡Oh, si! —exclamó Laurel, haciendo un esfuerzo por reprimir las lágrimas. No conseguía pensar en algo inteligente para decir; un mensaje espiritual, algo original, mágico; algo que impidiese la hecatombe emocional que estaba segura que sentiría cuando él se diera vuelta y se marchase fuera del salón.

Simon se curvó y Laurel flexionó las rodillas en una reverencia. Él sujetó la mano de ella entre sus dedos fuertes y la llevó a sus labios, pero no la besó. Aquello que antes Laurel había definido como una especie de rudeza en Simon ahora era calor, vigor y masculinidad. Aquella vitalidad que irradiaba de su marido, la envolvía intoxicándola. Laurel precisó reunir toda su fuerza de voluntad para dejar su mano sobre a de él, para no sujetarlo, para no atraerlo hacia ella, para no abrazarlo con desesperación. Inmóvil, ella sólo esperó que ese segundo de recatada y tierna despedida nunca terminase.

Finalmente, Simon le soltó la mano, inclinó la cabeza y se dio vuelta. Todavía inmóvil, Laurel lo observó retirarse. Después, dándose cuenta de que su expresión facial con certeza traslucía todas sus emociones, intentó apartar el efecto de esa despedida agridulce. Consiguió, en parte, ordenar los pensamientos, pero, por mas que se esforzase, mas tarde, no fue capaz de recordar con quien había hablado a continuación, o sobre que tema.

El resto del día transcurrió lentamente para Laurel. Nada especial sucedió, pues ella no consideraba un evento especial o un privilegio sin precedente el ser convocada para comparecer en el solar de Adela para una segunda audiencia particular.

Lo que Adela tenía para decirle podía ser resumido en una frase, o sea, que la presencia de Laurel en la Torre durante la ausencia de Simon debería ser mantenida en secreto por uno o dos días. A Adela le llevó nada menos que media hora exponer esta idea a Laurel, como si no quisiese darle una importancia especial a esa cuestión. Le explicó, en seguida, que si Laurel notase que alguien en la Torre pensaba que ella volvería de inmediato a casa, no debería aclararle a esa persona que los planes eran otros. Finalmente, la reina consorte atribuyó algunas tareas a Laurel para pasar el tiempo, en uno de los aposentos del castillo, y la dispensó.

Laurel salió del solar cavilando sobre la información que había recibido de Adela. Su pedido era curioso, y no claramente comprensible, pero sin duda era intrigante. No estaba segura si Adela había planeado esa estrategia, pero tenía la inquietante sensación de que su seguridad personal estaba amenazada. Durante todo el día su ansiedad y su amor permanecieron en conflicto con un miedo indefinible, tornando ambas experiencias en extremamente desagradables.

La única cosa positiva que le sucedió fue el encuentro con Johanna, que no escondió su sorpresa al descubrir que Laurel todavía se encontraba en la Torre:

Después de adelantar bastante en sus tareas, Laurel decidió, por cuenta propia, circular por el castillo con el propósito deliberado de dar una forma definida a la vaga sensación de peligro que la atormentaba. Estaba pasando por un corredor lateral del castillo, al final de la tarde, cuando se encontró con Johanna, que venía de un corredor afluente.

—Si, todavía estoy aquí —respondió al comentario de su prima—. Pero planeo volver a mi casa en breve, luego que termine las tareas que Adela me pidió que haga. Estoy con mucha pereza hoy, ya debería haber terminado hace mucho tiempo. En fin… ¡es eso!

Ella levantó las manos.

Cuando Johanna sonrió comprensivamente, Laurel se maldijo por preguntarse por una fracción de segundo, si sería e Johanna la fuente de la amenaza dentro de los muros del castillo.

—Comprendo que no veas la hora de volver a tu casa y proseguir con la reforma —dijo Johanna—. En cuanto a la pereza, ¡no tengo duda de que se trata de una reacción de tristeza ante la partida de Simon!

El comentario de Johanna había sido natural e inofensivo, pero Laurel reconocía que no estaba preparada para oírlo. Su expresión debió haber traslucido algo, pues Johanna colocó una mano en su brazo.

—¿Qué sucede, Laurel? —ella preguntó, aprensiva.

—Nada…

—No creo que no sea nada —contrapuso Johanna.

—Estoy segura que algo está mal entre vos y Simon.

Laurel inspiró aire con fuerza.

—¿Qué podría estar mal? —ella retrucó.

—No lo sé —habló Johanna dulcemente—. Pero me estás escondiendo algo al igual que Simon. Además, hablando de eso, no quedé satisfecha con la conversación que tuve con él hoy a la mañana.

Laurel no pudo reprimir su interés, pero intentó no demostrarlo.

—¿Si? —murmuró fingiendo indiferencia.

Johanna, mientras tanto, no se dejó engañar por ese fingimiento.

Encaró a Laurel con firmeza y determinación.

—Si —ella respondió seriamente—. Me quedé pensando si él sabe que fue fuiste vos quien me dio la primer alerta contra el caballero desconocido. Pero concluí que ustedes habían conversado sobre el tema anoche. Pero Ahora… vuelvo a preguntarme si no faltó aclarar una parte de la historia.

—¿Qué te hace pensar eso, Johanna? —quiso saber Laurel—. ¿Fue algo que Simon dijo?

—De cierto modo, sí. Al principio, pensé que él estaba enojado conmigo por haberme entrometido en sus asuntos y haberle dado órdenes a uno de sus escuderos. Cuándo le dije que no había tenido intención de perjudicarlo, sino que quería ayudarlo, lo que debería ser obvio para cualquier ser humano, ¡él me agradeció! Y con mucha formalidad. ¡Fue muy extraño!

—Por qué lo encuentras extraño… —Laurel no concluyó la pregunta. No necesitaba que Johanna le dijese por qué era extraño que Simon se comportase tan formalmente. Decidió exponer su idea de otra forma—. Él sólo tenía que agradecerte.

—¡Él tendría que haberte agradecido a vos, mi querida! —La expresión de Johanna era de perplejidad—. Y ya que estamos hablando de cosas extrañas, te voy a decir algo. Nunca, en toda mi vida, vi un gesto mas respetuoso y gentil que el beso en la mano que Simon te dio hoy esta mañana en el salón, antes de partir.

Laurel se sintió estremecerse.

—Él fue tan gentil, tan educado, algo que mi primo no es… —ella continuó Johanna— hasta sir Cedric lo notó.

—¿Cómo lo sabes? —Laurel frunció el ceño.

—Él lo comentó conmigo.

—¿Ah, si? —Laurel no quería demostrar mucho interés.

—¿Qué fue lo que él dijo?

—Dijo que nunca había visto modales tan distinguidos y que sospechaba que Simon estaba aprendiendo de Sir Geoffrey de Senlis.

—¿Sir Cedric dijo eso con ironía? —Johanna pareció quedar sorprendida con la pregunta—. Quizás, ¿no te gusta Cedric de Valmey?

—Perdóname —se apresuró a decir Laurel, buscando adoptar otra actitud y cambiar el tono de voz—. No tuve intención de criticar a sir Cedric. Pero él me dijo, una vez, que Simon no tenía capacidad de hacer un gesto o decir una palabra amable y cortés. Fue por eso que me imaginé que sir Cedric estaría siendo irónico.

Johanna pareció reconsiderar el tono del comentario de Valmey.

—Y vas a coincidir conmigo… —prosiguió Laurel, darle un toque de buen humor al asunto—… que si alguien dice que Simon tiene modales distinguidos y educados, tiene que ser una broma.

Johanna aceptó sus palabras con una sonrisa.

—Pero en este caso no fue una broma —le aseguró—. Sir Cedric habló seriamente y hasta parecía sorprendido con la fineza de Simon para con vos. Más que eso, parecía curioso. Pero no sé explicar por qué.

Laurel registró la información y le iba a preguntar a Johanna mas detalles sobre su conversación con Simon cuando el destino hizo que Rosalyn apareciera al lado de ambas.

La dama de la corte arqueó una ceja, con una mezcla de sensualidad y arrogancia.

—¿Todavía estás por aquí, Laurel? —ella preguntó—. Pensé que te irías poco después de la partida de sir Simon.

Laurel precisó hacer un esfuerzo enorme para mantener la compostura y sonreír.

—Tenía un servicio que hacer para Adela. Pero ya me estoy volviendo a casa.

—¡Ah! —Rosalyn sacudió los hombros.

Dirigió algunas palabras de cortesía a Johanna y se apartó, prosiguiendo su camino.

Laurel observó por un momento la figura de la bella morena, de espaldas. Había tenido la impresión que Rosalyn había quedado genuinamente sorprendida al verla y que no estaba muy interesada en saber si ella volvería pronto a su casa, o no. Pero no pudo dejar de preguntarse si la dama de la corte estaba consciente, a través de Adela, de su cambio de planes. Laurel pensó que no dormiría tranquila, aquella noche, rodeada como estaba por enemigos, que podían, o no, saber donde estaba y por qué Adela la escondía.

* * *

Simon se inclinó hacia adelante, en la silla de montar de su caballo, y estudió las tierras que se extendían delante de él. Recorriendo con los ojos el Valle Bedford, cortado por el río, hizo una revisión mental de los movimientos del duque Henry, desde su llegada a Inglaterra, en enero. El hombre que planeaba usurpar el trono había levantado su campamento en Wareham, y desde allí había conducido su pequeño ejército de ciento cuarenta caballeros montados y tres mil hombres a pie, directamente hacia Devices, para unir fuerzas con los condes de Cornwall y de Hereford… ¡Los traidores!

Después, con la intención de desviar la atención de Stephen de los alrededores de Londres, se había dirigido hacia el oeste, para atacar Malmesbury. Allá, al final del mes de abril, Stephen había interceptado a Henry con la ayuda de Simon; y con el sorprendentemente exitoso asedio de Valmey al Castillo Norham, a principios de mayo, la posición de Stephen parecía fortalecida, tanto en el oeste como en el norte. Ya que el duque Henry no poseía bases de soporte militar en el este y en el sur, y como se había rehusado a entrar en combate en Bristol, Simon sintió que Stephen estaba mas seguro en el trono ahora, que semanas atrás.

A pesar del libre progreso del duque Henry en dirección al norte, desde Gloucester hasta Dudley y hasta Tutbury, Simon sabía que tropas de Stephen habían sido convocadas desde Northumbria, mas al norte, para impedir los avances del duque Henry en esa dirección. El plan original era que las tropas northumbrianas se encontrasen con Simon, Warenne, Senlis y Lancaster en Tutbury, para después unirse a los refuerzos que llegarían mas tarde, con Valmey a la cabeza. Pero Simon y Warenne habían descubierto al llegar a Tutbury que el duque Henry ya había partido e incomprensiblemente había tomado la dirección sudeste, hacia Leicester. Simon había sido obligado a enviar mensajeros hacia diferentes bases con contra órdenes urgentes.

Eso era algo que no le gustaba hacer. Tenía plena confianza en sus mensajeros, pero la ligera confusión causada por la necesidad de enviar contra órdenes no era nada comparada con la inmensa confusión de las decisiones estratégicas que Stephen tendría que tomar. Simon sabía que entrar en combate con el duque Henry era un problema. Contar con la capacidad de Stephen de liderar un ataque era algo que le parecía igualmente problemático.

Además, iba contra la naturaleza de Simon tener que perseguir al duque Henry, desde Tutbury a Leicester, en una humillante persecución.

Lo contrariaba a Simon, también, actuar en desacuerdo con la iglesia. A juzgar por el modo en que el duque Henry recorría los caminos de Inglaterra, Simon deducía que un número cada vez mayor de lords adoptaban una actitud de neutralidad. La iglesia recomendaba que los barones y condes permaneciesen leales a Stephen, pero, por otro lado, le recomendaban a esos mismos barones y condes que se rehusasen a luchar contra Henry, pues el duque era el legítimo sucesor del trono.

La situación era frustrante para Simon, y en nada contribuía a fortalecer la decisión militar de Stephen. Y no había sido necesaria mas que aquella parada en Bedford para que Simon comprendiese que el objetivo del duque Henry era Wallingford, la puerta de entrada a Londres.

Simon procuró una posición mas confortable sobre la silla y pensó que desearía no preocuparse mas por el destino de su rey y su reino.

Warenne se aproximó al galope y tiró de las riendas de su caballo para pararse al lado de Simon. Como este, contempló la extensión de tierras delante de él, en silencio por un momento, antes de preguntar:

—¿Parece ser familiar?

Simon asintió, con un ligero movimiento de su cabeza y un gruñido.

—Podría ser Avon —observó Warenne.

—La única diferencia es que no ha llovido por aquí últimamente —agregó Simon—. Pero tienes razón cuando dices que la atmósfera en este lugar y el clima de las tropas me hace recordar Bristol, donde el duque Henry se rehusó a enfrentarnos.

De hecho, la situación en Bedford era casi idéntica a la de Bristol. Como antes, sólo un río dividía a los dos ejércitos; como antes, Stephen estaba ansioso por decidir la cuestión a través de una batalla grandiosa y, para eso, había formado un ejército numeroso, convocando hombres de todas las partes del reino.

—Las lluvias torrenciales transformaron a Avon en un terreno intransitable —le recordó Warenne.

Simon frunció el ceño escéptico.

—En ese momento el duque Henry no confiaba enteramente en su propio ejército, que era mucho menor que el nuestro. Pero si el duque Henry no confiaba en la lealtad de sus tropas hace apenas alguna semanas, él hizo un gran progreso en el sentido de fortalecer su posición, hizo un itinerario notable por las regiones de Inglaterra y sin levantar la espada Todo lo que ha conseguido hasta ahora lo logró a través de palabras —Simon hizo una pausa y repitió—: Palabras.

Simon había aprendido a reconocer el poder de las palabras… el poder de convencer, el poder de agradar. Conocía a una mujer que no poseía fuerza en sus músculos, pero poseía fuerza en las palabras, en sus ideas y en sus actitudes, y ella tenía un poder sobre él que ningún otro ser humano había tenido antes. La última vez en que la había visto, el hecho de negarse a su pedido de volver a casa, simplemente había respondido a su impulso de resistirse al poder de ella. Había sido solamente después que la había dejado en el gran salón que había imaginado otro buen motivo para mantenerla confinada en la Torre. Había recurrido a Adela inmediatamente y le había pedido que mantuviese en secreto la estadía de Laurel en la corte. Había dejado muy claro que nadie debería saber que ella permanecía allí, de ese modo ningún simpatizante del duque Henry tendría la oportunidad de buscarla. Simon creía tanto en el talento verbal de Laurel que estaba seguro que ella sería capaz de derrocar el reinado de Stephen con unas pocas palabras bien colocadas.

—Se ha abierto paso por el territorio de Inglaterra con palabras —respondió Warenne, interrumpiendo el devaneo de Simon—. ¿Crees que duque Henry planea negociar la paz?

Simon esperaba ardientemente que el duque Henry no lograse negociar la paz, pues eso significaba, excluir al heredero de Stephen en la sucesión al trono.

—No, si yo puedo impedirlo —declaró Simon—. En la opinión de Valmey, la negociación es imposible. —Él cambió una vez mas de posición en la silla, para mirar por sobre su hombro a los hombres y tiendas q levantadas alrededor del castillo de Bedford—. Hablando de Valmey, ¿dónde se ha metido? Ya debería haber llegado hace días.

Warenne sacudió la cabeza.

—Debe estar perdido por ahí, entre tantas órdenes y contra órdenes.

Simon murmuró algo, contrariado. Miró de nuevo el valle y el río. Sintió como si una trampa estuviese siendo preparada a su alrededor. No tenía palabras para describir las implicancias de es a trampa, pero apretó las riendas de su caballo con fuerza cuando esa sensación penetró en sus músculos y se alojó en sus huesos.