Capítulo 5
Simon no tenía idea de cómo había insultado a Laurel, mas no se tomó el trabajo de meditar sobre el asunto, pues finalmente el diálogo había llegado a un punto en que él sabía como responder; mas allá de eso, se veía inesperadamente fascinado por la expresión de determinación en el rostro de esa bella joven. Era tan diferente de los lamentos continuos de Rowenna, quien nunca lo había desafiado con semejante fuerza, sino que lo había irritado al extremo con su debilidad. La amenaza de Laurel era fuerte, decidida, y absolutamente inesperada viniendo de una joven tan delicada.
Ahora si, él sabía exactamente qué hacer, le iba a dar una satisfacción a la audiencia. Mirando a Laurel a los ojos, sujetó la mano delicada de ella en la suya por un momento, como si estuviese evaluando el peso de un objeto.
—¿Me matarías con veneno, o con un puñal? —Él preguntó en un tono que solamente ella escuchaba—. ¿O quizás sería con tus propias manos?
Tener la oportunidad de proferir esas palabras de desafío a una mujer le causó a Simon una satisfacción inmensa. Sin darle a Laurel la oportunidad de responder, él llevó la mano de ella a sus labios y besó la piel blanca. El gesto provocó murmullos de aprobación en todo el salón.
Él soltó la mano de Laurel y continuó dirigiéndose a ella en un tono de voz muy bajo.
—¿Merezco vivir, mi lady?
—Por ahora… —susurró ella, con una sonrisa fría.
Simon levantó la copa de vino que se encontraba entre ambos y bebió. Al ofrecérsela a Laurel, la giró de tal manera que la parte del borde que sus labios habían tocado quedó de frente a ella. Laurel no tenía opción mas que apoyar sus labios donde los de él habían estado y beber de la copa. Simon sintió la satisfacción de haber forzado a un oponente a tomar una posición defensiva, como en el campo de batalla.
Los aplausos estallaron. Después de los gritos de aprobación vinieron las bromas maliciosas de los amigos, a quienes Simon les contestó con comentarios del mismo tono. Después que la euforia se calmó, él miró a Laurel y vio que ella tenía los ojos bajos y el rostro ruborizada. No sabía decir si ella estaba enojada, avergonzada, o si simplemente era el efecto de la bebida fuerte. Casi esperaba que ella lo desafiase nuevamente, pero cuando ella no lo hizo, retrayéndose en un silencio que Simon no sabía cómo confrontar. Su confianza desapareció; se sintió nuevamente atrapado, como poco antes, cuando Laurel le había preguntado sobre sus hijos y él no había sabido qué contestar más allá de lo obvio.
La noche había comenzado mal y se estaba poniendo cada vez peor. Antes de la cena Adela lo había llevado a un rincón y le había dado instrucciones que lo habían dejado confundido e irritado. Ella le había dicho que no debía darle a Laurel más señales de que no estaba contento con el acuerdo. Para aumentar su irritación, Adela había sugerido temas apropiados para conversación durante la cena, Dentro de ellos temas tan absurdos como bordado y economía doméstica. Como él nunca había oído a Adela, o a la reina Mathilda, antes que ella, hablar de esos temas, concluyó que se trataba de una broma sin gracia.
Por todo eso, aún antes de la comida Simon ya estaba enojado e irritado. Después, cuando se sentó al lado de Laurel y la miró, quedó más confundido todavía, lo que lo puso de muy mal humor. Por otro lado intentaba no olvidarse de la recomendación de Senlis de “Sutileza”. Además, se había sentido particularmente violento al ver a Senlis paseando del brazo con laurel, antes de la cena, ¡como si fuesen viejos amigos! Una oleada de violencia que él no podía, negar, pero que tampoco conseguía comprender.
Simon quedó enmudecido por algunos momentos, después de que los aplausos y las felicitaciones cesaron, sin saber qué hacer o decir. Su mirada vagó por el salón y avistó a las tres mujeres que había visto mas temprano esa tarde.
Repentinamente se dio vuelta hacia la bella y desconcertante criatura que iba a ser su esposa.
—Quieres decir que estoy libre de tu maldición por el momento —él murmuró, antes de agregar—: Pero, ¿estaré libre de la maldición de esas tres?
Laurel se dio vuelta, sorprendida, y después siguió la dirección de su mirada.
—Oh, si —ella afirmó, pausadamente—. Sabes, creo que estás más protegido que amenazado por las norns.
—¿Las Norns? —Simon frunció el ceño.
—Es como los dinamarqueses las llamarían —le explicó Laurel, fijando su mirada en las mujeres—. No conozco la palabra en normando, ni siquiera sé si existe un término equivalente.
—¿Qué son las norns? —quiso saber Simon, interesado, imaginando si Laurel conseguiría hipnotizarlo, con sus ojos violetas.
—Son las mujeres sabias que se ocupan del árbol de Yggdrasil, que, según la leyenda nórdica, sostiene al mundo. Las norns también deciden el destino de todas las criaturas, no sólo la de las mortales también la de los dioses.
—¿Los dioses? —la censuró Simon, indignado con aquella herejía.
—Te aseguro que soy una buena cristiana, y que los northumbrianos son un pueblo religioso. Pero antes de adoptar nuestra religión actual, se creía que otros dioses que gobernaban el cielo y la tierra, y que otras criaturas la habitaban.
—¿Otras criaturas?
—Si, duendes, gnomos, y otras criaturas parecidas.
Simon arqueó las cejas—.
¿Y qué dioses eran esos?
—Bien, estaba Odin, quien creó el cielo y la tierra.
Simon sacudió la cabeza.
—Fue Nuestro Señor, el Padre de la Santísima Trinidad, el Creador del universo.
—Sí, claro —concordó Laurel—. Pero Odin era diferente, porque no formaba parte de una trinidad. Era el padre de todos los dioses, y estaba casado con la diosa Frigg.
Simon apoyó los codos sobre la mesa, en un gesto que incentivaba a Laurel a continuar.
—Odin asesinó a un gigante y creó la Tierra con su carne, las montañas y las piedras con sus huesos y los dientes, y los ríos y mares con su sangre. Hizo la bóveda celestial con el cráneo del gigante y arrojó pedazos de cerebro al aire para formar las nubes. Creó el primer hombre con una raíz de fresno y le dio el nombre de Ask, y con una raíz de olmo hizo una esposa para él, la llamó Embla. Odin era un aesir, o sea, un dios guerrero.
—Un dios guerrero —repitió Simon, pensativo. Aunque no creyese en aquella versión pagana de la creación del mundo, reconocía que era una leyenda interesante. Estiró el brazo para tomar la copa de vino y la hizo girar, observando el efecto de las luces en el líquido color rubí—. ¿Había otros dioses guerreros, además de Odin?
—¡Oh, había muchos! —exclamó Laurel—. Estaba Thor, el dios del trueno, que era el hijo mayor de Odin. Él era inmenso, y poseía una fuerza descomunal. Tenía barba y cabellos desgreñados, y un carácter que condecía con su apariencia. Su arma principal era un martillo, y poseía un cinto que duplicaba su fuerza, cuando lo usaba, podía defenderse de cualquier arma.
Simon escuchaba atentamente, y se sentía cada vez mas curioso.
—Thor debía ser muy temido —él comentó.
—Por un lado, si, pero también era honesto y confiable, era el mas popular de los dioses.
Simon aprobó con un movimiento da cabeza.
—Los dioses guerreros vivían en un enorme recinto llamado Valhalla —prosiguió Laurel—. Las paredes estaban hechas con lanzas de oro y el techo con escudos, también de oro. Algunos guerreros terrenales que habían muertos en combate eran elegidos para unirse a Odin, en Valhalla, donde había celebraciones todas las noches.
—Pero tantos hombres mueren en combate —observó Simon, todavía girando la copa de vino—. ¿Cómo los escogía Odin?
—Solamente los más valientes eran elegidos, pero no por Odin. Ese era el trabajo de las Valquirias, las mujeres guerreras…
Simon se dio vuelta hacia Laurel, sorprendido.
—Si, mujeres guerreras —repitió ella, con un leve tono de desafío.
—¿Y cómo eran ellas, las Valquirias? —quiso saber él.
—Eran muy fuertes, y cabalgaban por los campos de batalla, orientando a los soldados. Poseían nombres atemorizantes, como Furia, Grito y Temblor. Como te dije, sólo elegían a los héroes más valientes, para Valhalla, y era muy común que un hombre mortalmente herido viese a una valquiria poco antes de recibir el golpe fatal.
Simon recapituló los momentos decisivos de las batallas en que había luchado y notó, satisfecho, que nunca había visto una valquiria. Era un hombre fiel a su religión, así como a su rey, pero respecto a las creencias que regían su vida de guerrero, era ampliamente tolerante. Admiraba la ética militar de los nórdicos. Por lo tanto, creía también que sus creencias eran digna de ser consideradas. Por mas que la imagen de Valhalla le pareciese una perspectiva atractiva, decidió hacer todos los esfuerzos posibles, en el futuro, para eludir a una valquiria, si algún día ella viniese una venido en su dirección, durante una batalla. Tomó un trago de vino y se dio vuelta hacia Laurel.
—Las Valquirias también trabajaban para Odin, como sus criadas —continuó ella—. Servían comidas y bebidas a los guerreros de Valhalla, quienes se reunían todas las noches, después de las aventuras del día.
Incentivada por el interés que Simon demostraba, Laurel pasó a relatar los actos heroicos de los dioses nórdicos. A medida que hablaba sobre monstruos, caballos y anillos mágicos, él comenzó a relajarse, fascinado por la musicalidad de la voz baja y suave de Laurel. La escuchaba atentamente, acompañando el ritmo de las vacilaciones de ella, a medida que ella buscaba encontrar las palabras adecuadas en el idioma normando. La escuchaba, casi sin ser consciente del hecho de que su mirada se había posado sobre la mano derecha de Laurel, apoyada sobre la mesa…
Oyó la descripción de la muerte del hijo de Odin y los complots tramados por su sanguinario hermano, Loki, mientras sus ojos recorrían los dedos largas y pálidos, la curva delicada de las uñas, volviendo hacia la muñeca delgada, parcialmente cubierta por la manga bordada de la túnica. Era una mano bonita, bien formada, y Simon llegó a la conclusión de que las sensaciones seductoras que la mano de Laurel le evocaba se debían a las historias sombrías y misteriosas que ella relataba.
Ella había pasado a contarle sobre el dios Tyr, el mas valiente y honrado de los dioses guerreros, el mas integro de todos. Simon oyó, horrorizado, la descripción de como Tyr había perdido la mano y tuvo un sentimiento de solidaridad y alivio cuando supo que había sido la mano izquierda, y no la mano de la espada.
—¿La esposa de Tyr también estaba contenta de que él pudiera continuar luchando? —le reveló Laurel.
—¿La esposa de Tyr? —Simon miró la copa de vino con una arruga en la frente—. ¿Ella era una valquiria?
Laurel se rió bajito.
—No, ella no era guerrera, pertenecía a una raza diferente de dioses, lo que la convertía en una… extranjera en Valhalla. Ella no tenía miedo a la violencia, pero no la aprobaba. No poseía fuerza física, pero estaba dotada de gran comprensión.
—¿Por qué Tyr se casó con ella?
—El casamiento fue arreglado por Odin para instalar un elemento de paz en Valhalla. Entonces él impuso una condición al matrimonio: Tyr nunca debería levantarle la mano a ella, o lastimarla de ninguna forma. De lo contrario…
—De lo contrario, ¿qué…? —Simon arqueó las cejas.
—Odin haría que las norns retirasen su protección de Tyr.
—¿Fue por eso que Tyr perdió la mano? ¿Por qué no trató a su esposa como debía?
Laurel sonrió.
—No, él perdió la mano en un acto de gran coraje, y por su coraje las norns decidieron protegerlo para siempre. A menos, claro, que él maltratase a su esposa.
—¿Y qué sucedió?
—Por ahora nada —La sonrisa de Laurel se agrandó—. Tyr siempre la trató bien, y las norns continuaron protegiéndolo.
Era una sonrisa, casi una sonrisa, pero… Simon tenía la vaga sensación de haber caído en una trampa. Imperceptiblemente había sido forzado a bajar su espada y su escudo para recibir el golpe de una lanza muy delgada.
Quedó momentáneamente confundido y resolvió recuperar su equilibrio interno con un trago mas de vino. No le había gustado esa sensación y haría lo posible para evitar que le sucediese de nuevo.
—Es una historia fascinante, mi lady —él la elogió, mirando en seguida al canto oscuro donde las tres mujeres se habían reunido anteriormente. Poco después notó que ellas ya no se encontraban sentadas a la mesa.
—Las norns se fueron —Simon observó, con una inexplicable sensación de triunfo—. Y los dioses nórdicos, también.
Los ojos de Simon pasearon por el recinto hasta que avistó a Cedric de Valmey.
—Debo hablar con una persona.
Sin ninguna otra explicación y sin pedir permiso, Simon se levantó del banco. Al apartarse de Laurel, Simon se dijo a sí mismo que debía prepararse para despistar a las Valquirias. Miró furtivamente a su alrededor, pero no vio ninguna señal de las mujeres guerreras. Pero de reojo, captó una imagen diferente, que no tenía sentido para él. Parecía un bebé gordito, de sexo masculino; tenía alas y volaba. Simon apartó inmediatamente aquella imagen absurda y continuó marchando en dirección a Valmey, sintiéndose mejor a medida que se distanciaba de la mesa donde estaba su futura esposa.
Laurel lo observó, mientras él se apartaba. Ella no perdió tiempo en ofenderse con aquella retirada tan brusca. Estaba más interesada en evaluar el efecto del riesgo que había tomado al inventar una esposa para Tyr, una esposa frágil y pacífica. Simon de Beresford no era idiota, y había captado su mensaje. Laurel reflexionaba que el resultado podría ser contraproducente si ella fuese demasiado obvia, y había decidido no agregar que Tyr también debería ser un marido fiel, además de gentil. Pero en verdad, si ella tuviese que escoger una indignidad con la cual vivir, preferiría un marido mujeriego a un marido que la golpease.
La verdad era que Simon de Beresford era un hombre enigmático y difícil de ser juzgado. No era amable o sociable como Geoffrey de Senlis, y tampoco era previsible como Canuto. La había sorprendido con su reacción cuando ella lo había amenazado con matarlo. Canuto habría escupido fuego, o se habría sumergido en un silencio frío, y habría buscado alguna forma de vengarse. Simon había logrado desarmarla y Laurel, una vez mas, se había quedado sin aliento. Odiaba pensar que esa reacción se debía al miedo; pero odiaba mas todavía pensar que se debía a algún otro motivo que no fuese el miedo.
Sentía la falta de aire, después del modo frío en que Simon la había mirado al levantarse del banco. Pero no tuvo mucho tiempo para analizar sus propios sentimientos y reacciones, pues Walter Fortescue le murmuraba, afectuosamente, al oído:
—Es una unión perfecta, mi querida, y espero que seas feliz.
De reojo, Laurel continuaba siguiendo los movimientos de Simon. Lo vio encontrarse con Cedric de Valmey y después apartarse. Se dio vuelta hacia el anciano barón, que le recordaba a su abuelo, y sonrió graciosamente.
—Si, es perfecta —ella concordó— es un honor para mí.
—Seguramente —aprobó Fortescue—. Era lo que yo le decía esta tarde a Simon, después de que Adela le anunció sus planes. Fue una sorpresa para todos. ¡Principalmente para Simon! Pero veo que él ya aceptó la idea. ¡Oh, si!
—Me alegra saber que él está satisfecho.
—Bien, él duplicará sus tierras con este matrimonio, como sabes —prosiguió Fortescue—. Y recibió el título de conde. Cómo no podría estar satisfecho. Pero sabes, mi querida, Simon no es un hombre apegado a los bienes materiales. La satisfacción de él, estoy seguro proviene del hecho de saber va a tener una esposa tan joven y bella como vos.
Mientras oía el discurso educado y falso de Walter Fortescue, Laurel observaba el movimiento en el salón después de la cena. Con la parte de su mente que no prestaba atención a la conversación del viejo, se entretuvo tratando de identificar rostros y nombres de las personas que le habían presentado. Ella tenía mucha experiencia en interpretar los gestos mas insignificantes, un guiño, una mirada oscura, pues su bienestar siempre había dependido de su capacidad para adivinar el humor de los hombres en el Castillo Norham.
Esa noche, mientras recorría disimuladamente el salón, no demoró en establecer varias relaciones, de amistad y de enemistad. Notó que Johanna, la prima de Simon, flirteaba con un tal Lancaster; notó que Simon se había retirado; notó que Valmey también se había retirado, presumiblemente con Simon.
En verdad, muy poco se escapaba a sus ojos. Durante su prolongado e inútil diálogo con Fortescue, Laurel también había descubierto que Rosalyn tenía una buen relación con Adela, pues se había aproximado a la mesa principal y le había hablado con familiaridad a la reina consorte. De pronto vio que Valmey había vuelto, pero Simon, no; observó a Rosalyn apartarse de al lado de la reina y atravesar el salón para provocar un encuentro casual con Valmey. Aunque no parecieron intercambiar mas que un saludo, Laurel notó que el barón había retardado ligeramente el paso para decirle algo al oído a lady Chester, y vio que Rosalyn asentía con la cabeza. En seguida, Adela se levantó y caminó en dirección a Rosalyn.
Era como si Laurel acabara de presenciar como se tejía una trama de intrigas delante de sus ojos. No pudo dejar de pensar en la naturaleza de esa intriga, pero supo que tendría que actuar con rapidez.
Se dio vuelta hacia Fortescue y le manifestó su deseo de tomar un poco de aire fresco. El anciano barón tuvo la gentileza de ofrecerle el brazo para acompañarla y ella aceptó prontamente.
Se levantaron del banco y fueron en la misma dirección que Adela. Afortunadamente, el avance de la reina por el salón era lento, pues se veía forzada a detenerse y a hablar con casi todos. De esa manera, Laurel podía anticipar sus pasos, saliendo por la puerta por donde Rosalyn había acabado de pasar y que conducía a las escaleras.
Fortescue le sugirió que descendiesen las escalera para dar un paseo por el jardín. Laurel, sin embargo, no estaba interesada en el jardín e inclinó la cabeza, atenta al más mínimo sonido, para decidir si debían subir o descender. Sabía que en el piso inferior al gran salón quedaba el cuarto de los guardias. En el piso superior estaban los dormitorios. Vaciló por un momento y acabó tomando una decisión, llevada por el instinto.
—¡Oh, preferiría ir arriba, sir Walter! —ella exclamó, con un suspiro.
—A las murallas, entonces, mi querida —respondió él, con caballerosidad.
Con Fortescue tras ella, Laurel sujetó sus faldas con una mano y apoyó la otra en la columna central que serpenteaba en caracol a lo largo de la escalera. En el piso de los dormitorios escuchó con atención, sin embargo, no oyó nada, y continuó subiendo. Llegando al cuarto piso, se detuvo por un instante antes de decidir si subía o no los escalones restantes, un tramo recto que conducía al exterior del castillo. Inclinó la cabeza hacia el centinela parado en lo alto da escalera. Le gustaría poder preguntarle al guardia si otra pareja había pasado por allí, pero creyó mejor no revelar sus motivos a Fortescue.
Todavía guiada por la intuición, decidió ir hacia afuera.
—Aquí estamos, sir Walter —ella declaró, entrelazando nuevamente su brazo al de él, ahora que podían subir juntos los escalones que llevaban a las murallas.
La noche estaba cálida y neblinosa. Al pasar por las almenas que cortaban el muro a intervalos regulares, ella pudo tener una amplia visión de la ciudad de Londres, y mas allá hasta los campos arados que la separaban de un denso bosque.
En el otro extremo de la muralla, Laurel tuvo la impresión de haber visto la faldas de Rosalyn desapareciendo. Laurel intentó apresurar el paso del viejo Fortescue. Detrás de sí, oyó a Adela saludar al centinela, en su caminata hacia las murallas. Laurel no sabía con certeza qué estaba sucediendo, o que haría, pero intuyó que había actuado acertadamente, viniendo hasta allí.
Doblaron la esquina por donde Rosalyn había desaparecido y Laurel apenas creyó en su propia suerte al encontrar un rincón vacío, donde normalmente estaría parado un centinela. Arrastró a sir Walter consigo y se detuvo, como para admirar el paisaje.
Al volver al interior de la muralla, fue testigo de una escena casi inesperada.
Cerca de tres metros más adelante había un desnivel en el piso de la muralla, unido por tres escalones. Simon estaba a unos cinco metros de distancia, caminando en dirección a los escalones, y Rosalyn iba en su dirección, desde el lado opuesto. Llegando a los escalones, ella tropezó. Simon corrió para sostenerla antes que ella cayese y, en el momento siguiente, él la sujetaba en un abrazo íntimo.
Rosalyn levantaba el rostro hacia Simon como invitándolo a besarla.
Laurel tuvo una fracción de segundo para considerar las implicaciones de esa escena. Existía la posibilidad de que Rosalyn fuese la mujer a quien Simon amaba. Como era sabido por todos los cortesanos que ella probablemente se convertiría en viuda muy pronto, eso explicaría el enojo de Simon por el casamiento forzado con laurel. Pero también existía una posibilidad, aunque mínima, de que no fuera un encuentro amoroso. Tal vez estaba presenciado un pequeño truco femenino de Rosalyn…
Laurel dudaba.
En ese momento Adela dobló la esquina, delante de ellos, para encontrarse con Rosalyn en los brazos de Simon. Laurel vio la espalda de Adela ponerse rígida.
—¿Qué significa esto, Simon de Beresford? —exigió la reina consorte.
Laurel eligió ese instante para salir de las sombras, trayendo atrás de si a Walter Fortescue.
—Deseábamos tomar un poco de aire puro, madame —Laurel explicó, como si todos ellos hubiesen subido a la muralla juntos. Lady Rosalyn tropezó y sir Beresford la sujetó para que no se cayese.
Tres rostros giraron hacia Laurel. La expresión de desagrado de la reina fue reemplazada por alivio, al reconocer a Laurel.
Simon estaba atónito, y Rosalyn fue incapaz de reprimir el brillo malévolo de conspiración y frustración que flameó en su mirada, antes de disfrazarlo con la más dulce de las sonrisas.
—Si, madame, fue eso lo que sucedió —ella confirmó, apartándose de Simon, quien la soltó inmediatamente—. Me tropecé con los escalones.
Cuando Rosalyn miró a Laurel por sobre su hombro, ésta no pensó que se había ganado una enemiga, sino que había descubierto que ya tenía una.