Capítulo 2

Con una señal del rey, los barones se levantaron de la mesa, pero no había abandonaron inmediatamente la sala del consejo. En vez de eso, permanecieron por allí, intercambiando algunas palabras, como era costumbre después de la conclusión de una asamblea oficial. Uno a los barones más valientes se dirigieron a Simon. El anciano Walter Fortescue, así como Cedric de Valmey, de quien Simon dudaba que estuviese comprometido con otra mujer, llegaron a expresar sus deseos de felicidad. Lancaster, el mujeriego, esperaba con ansiedad el día del torneo y tocó el tema.

Simon se había levantado, también, y aceptaba, de poco voluntad, las felicitaciones. No se conformaba con aquella injusticia y estaba ávido por descargar su furia con alguien.

—¡Senlis! —él llamó en un tono de voz que hizo que su amigo bruscamente diera vuelta la cabeza. Simon Dio dos pasos al frente e agarró la túnica de Senlis con las dos manos, a la altura del pecho—. ¡Vos lo sabías, canalla bastardo, y no me dijiste nada!

Senlis intentó, en vano, librarse del asimiento fuerte de Simon.

—¡No lo sabía, Simon! —protestó, entre divertido y alarmado—. ¡No lo sabía!

Simon estaba listo para golpear el rostro de Senlis cuando algunos de los barones notaron lo que estaba sucediendo y se apresuraron a defender a Senlis.

—Nadie lo sabía —aseguró Roger Warenne.

—Pensé que el llamado tenía algo que ver con alguna modificación en el torneo —agregó Lancaster—. Comentaba eso con Valmey, más temprano.

—Es verdad —confirmó Cedric de Valmey, con una risita tonta—. Lancaster estaba seguro que Adela quería cambiar algo en el campo de batalla, pero en vez de eso recibiste el honor de desposar a una joven y bella viuda, al servicio del rey. Si yo hubiese sido elegido, habría reconocido mi deber y me habría sometido, exactamente como vos hiciste.

Los comentarios de los barones desviaron la atención de Simon, aunque él continuaba sujetando a Senlis.

—¿Quieres decir que Adela podría haberte elegido a vos? —Simon fusiló a Valmey con los ojos—. Valmey, vos lideraste la victoriosa operación militar en Northumbria. ¡¿Acaso fuiste elegido antes que yo y te rehusaste, con la excusa de un compromiso anterior que bien podría ser una mentira?!

Valmey levantó las manos, en un gesto de inocencia.

—¡Mi nombre no fue mencionado, Simon! ¡Estoy seguro que fuiste la primera y única elección del rey! —Ignorando el desafío de Simon de que el “compromiso anterior” podría ser una mentira, él continuó, en un tono elogioso—: Y es una elección perfecta, quedó muy claro cuando vos hiciste Adela a comparar sus cualidades con las de los otros posibles candidatos.

Simon era un hombre franco y directo; no se conformaba con que Valmey fuese capaz de distorsionar a tal punto la situación que se había dado. Le hubiera saltado encima si no estuviese empeñado en mantener sujeto a Senlis.

—¡Por todos los santos, Valmey! —él exclamó—. ¡No abuses de mi paciencia!

—Está equivocado, Cedric —intervino Walter Fortescue, que parecía ajeno a la tensión que dominaba el ambiente— Simon no quiso forzar a Adela a alabar sus virtudes. Nuestro Simon no es esa clase de hombre, mi impresión es que él no estaba pensando en un segundo matrimonio. ¡No es que se lo recrimine, me acuerdo bien de su fina esposa!

Valmey asintió en silencio, aunque no parecía arrepentido. Fortescue inclinó la cabeza y sonrió, como si estuviese satisfecho consigo mismo.

—Confieso que quedé sorprendido cuando Adela anunció que Simon debía casarse con Laurel de Northumbria, en vez de unirla a un hombre con más… sensibilidad para las mujeres. No quiero decir con esto que a vos no te gusten las mujeres —el se apresuró a decir, dándose vuelta hacia Simon—. Todos nosotros tenemos conocimiento de tu relación con Ermina, quien, es una de las beldades más preciosas que haya puesto los pies en nuestra ciudad. Pero debes aceptar que no eres exactamente un galán con las damas. Pero, en fin…, mi amigo, fuiste elegido para darle hijos a Laurel. Ese es el punto crucial de la cuestión. ¿Quién mejor que vos para esa finalidad?

El silencio divertido que le siguió al discurso impropio, aunque honesto, de Fortescue permitió que él agregase:

—Ahora, Simon, ¿puedes soltar a tu amigo? Todos aquí sabemos que no ganas nada matando al mensajero que trae las malas noticias.

Simon soltó a Senlis y se dio vuelta, listo para envestir contra Fortescue.

—¿A quién debo matar, entonces? —Simon gruñó, entre dientes.

—No precisas matar a nadie, Simon —respondió Fortescue, con aire ingenuo—. La noticia que recibiste, después de todo, no es tan mala. Al contrario, hombre, con este casamiento estarás duplicando tus tierras.

Simon era una persona suficientemente controlada como para no agredir a un hombre que casi lo doblaba en edad. Cerró los puños y golpeó furiosamente contra sus piernas.

—¡Yo tengo suficientes tierras! ¡Y herederos!

—Pues pronto tendrá mas, —continuó Fortescue, sin nada de tacto—. Yo no me quejaría, si fuese vos, si es verdad que tu Laurel es tan bonita como dice Adela.

En ese instante, Adela se abrió camino entre los barones, que se apartaron para darle paso. Ella no insistió en la cuestión de la belleza de Laurel, o de las tierras que poseía. En vez de eso, se limitó a preguntar:

—¿Ya tuviste tiempo, mi lord, de adaptarse a su nuevo destino?

Cuando Simon vaciló ella miró por sobre el hombro a Stephen, que permanecía sentado, con un escribiente de la corte a su lado. El rey estaba inclinado sobre un pergamino y, en ese instante, colocaba el sello real en el documento.

—Stephen decidió concederle el título de conde. ¿Qué tienes que decir, mi lord?

La noticia de que la fortuna de Simon aumentaría afectó a los barones de diferentes maneras y varios pares de ojos se abrieron enormemente. Los de Valmey, sin embargo, se estrecharon.

Los de Simon no cambiaron en nada, pues lo que a él menos le importaba era el título de conde. Cuando Adela sonrió y extendió la mano en un gesto de comando, él supo lo que debía hacer.

Esforzándose por controlar su temperamento explosivo, se arrodilló e inclinó la cabeza sobre la mano de Adela.

—… tengo que decir, su majestad, que mi buena suerte es doble —él concedió.

Después que Simon se levantó, Adela anunció:

—Ahora, vas a conocer Laurel de Northumbria. Ella se encuentra en el gran hall, aguardando el momento oportuno, en compañía de lady Chester. Yo haría personalmente las presentaciones, si no tuviese un compromiso que cumplir. —Ella lanzó una mirada de soslayo hacia el rey y volvió a mirar a Simon—. Pero, si conoce lady Chester, puede presentarse a su novia cuanto antes.

Simon contuvo la irritación, al negar que conocía a la dama de la corte. Senlis, sin embargo, que había acabado de acomodar su túnica arrugada, declaró que conocía a lady Chester y se ofreció para presentarle a Simon a futura esposa. Adela sonrió y se apartó, mientras los barones hacían sus reverencias y dejaban la sala del consejo.

Cuando Senlis se dio vuelta hacia Simon, tuvo dificultad para reprimir la risa, ante la expresión desalentada de su amigo. Con su usual buen humor, él pasó un brazo sobre los hombros de su amigo…

—Creo que querrás cambiarte de ropa antes de aparecer delante de Laurel… como querías hacer antes de venir a ver a Adela.

Simon le lanzó una mirada fulminante, que habría desconcertado a un hombre más débil.

—De ninguna manera, Senlis. Quiero que ella conozca al auténtico Simon —él rezongó—. De ninguna manera.

* * *

Laurel de Northumbria estaba de pie, su figura delgada iluminada por los rayos de sol que se filtraban a través de los vidrios de las ventanas del gran hall, con la esperanza de que el calor le calentase la piel fría. Rosalyn Chester había acabado de salir por un momento, dejándola sola. Laurel suspiró, aliviada con ese instante de relativa libertad. Estaba exhausta. Cerró los ojos para dominar el nerviosismo que le atacaba el estómago, pero la sensación escapaba a su control, haciendo su corazón latiera más rápido y bloqueándole dolorosamente la garganta. Casi se sentía asfixiada.

La sensación de falta de aire le era familiar, pero esta vez era peor: sentía, también, falta de coraje.

Dónde estoy, se preguntaba Laurel, el coraje que no la había abandonado durante los quince días de revueltas sangrientas y terribles persecuciones… El coraje infalible que la había ayudado a soportar, con la cabeza erguida, el sufrimiento y la humillación de su casamiento con Canuto. El coraje que nunca le había faltado… ¿Dónde estaba ese coraje? ¿Por qué tenía que desaparecer justamente en ese momento?

Laurel casi podía sentir el peso y la espesura de las piedras que la separaban de la libertad. Mentalmente, atravesó las paredes de la Torre Blanca, el muro interno y el externo. Allí, su energía vaciló, pues ella sabía que un tercer muro se elevaba junto al foso profundo que rodeaba al fuerte.

Su coraje hundió aún más.

Para levantar su moral, repitió para si misma que ya se había visto en esa situación antes, y que había sobrevivido. Poca diferencia existía entre los tres sólidos muros de piedra de la Torre de Londres que la rodeaban ahora y los muros del castillo de Norham; poca diferencia existía entre estar acorralada en un fuerte normando o en el castillo del representante de Dinamarca en Northumbria; poca diferencia existía, también, estar prometida a un barón normando que no conocía, pues nadie podría ser peor que el brutal dinamarqués con quien había estado casada durante cinco años.

Ella era mucho más joven, en aquella ocasión, y mucho más ingenua, cuando había dejado su hogar sajón para casarse con Canuto, un matrimonio arreglado para evitar la devastación de la propiedad de su padre. Se acordaba del coraje con que había aceptado su destino, tan diferente del que sentía ahora. ¿Por qué a los 18 años se había comportado con mas coraje que ahora, que era una mujer de casi veinticuatro años?

No tenía sentido. Poseía años de experiencia en controlar el miedo generado por las amenazas y agresiones que había sufrido en manos de Canuto. Conocía bien las señales; su estomago se contraía, su corazón se aceleraba, y sentía dificultad para respirar. Sin embargo, nunca se había dejado vencer por la ansiedad, o había expuesto su vulnerabilidad. El coraje siempre surgía, para salvarla; nunca había dejado de proteger a aquellos que la necesitaban, aún si esto significaba poner en riesgo su propia piel; siempre encontraba un medio para corregir las decisiones desastrosas de su marido y siempre lograba acomodar las cosas de la mejor forma posible.

La consciencia de su propia capacidad debería darle seguridad, pero no… Inexplicablemente, se sentía amedrentada y su garganta parecía cada vez mas trabada, bloqueándole la respiración.

Con un suspiro entrecortado y doloroso, giró la cabeza hacia la gran extensión de hall. Tiró la cabeza hacia atrás y contempló las suntuosas vigas desde donde pendían estandartes brillantes, tan al gusto de los normandos. Sintiéndose oprimida; bajó nuevamente los ojos y se entretuvo observando a los hombres y las mujeres de la nobleza que comenzaban a reunirse en pequeños grupos para la comida y los eventos de la noche, intentando adivinar si alguno de esos caballeros habría sido el elegido para “consolarla en su dolor”, como le había dicho Adela.

Estudió atentamente uno bajito, otro gordo, otro viejo y calvo, otro demasiado joven. Eran posibilidades, pues ella no había recibido ninguna información sobre su futuro marido, ni siquiera sabía su nombre. Vio uno caballero alto y delgado charlando con una de las damas, y otro con aire de experto, elegantemente vestido, que la observaba con los párpados semicerrados.

Laurel se apresuró a desviar la mirada. Fue entonces cuando avistó a un par de caballeros que acababan de entrar al hall.

Ella reparó primero en el más guapo de los dos. Poseía un cuerpo atlético, un rostro simpático, una sonrisa encantadora que, en ese exacto instante, dedicaba a su compañero. Era un hombre interesante. ¡Qué suerte sería si él fuese el elegido para ser su marido!

En seguida, Laurel miró al segundo caballero y su corazón dio un salto. “¡Por Odin!”, invocó mentalmente el nombre del dios de su abuelo paterno. De hecho, el hombre parecía uno de los guerreros de Odin, descendientes de Asgard. El cuerpo parecía una estatua de granito y las facciones varoniles, sin duda, habían sido esculpidas para inspirar miedo en un campo de batalla.

Laurel desvió nuevamente su mirada y se dijo a si misma que entre doce o quince hombres presentes en el hall en ese momento, era poco probable que fuese el guerrero de Odin el elegido.

Felizmente su devaneo mental fue interrumpido cuando lady Chester volvió. Laurel no demoró en percibir el brillo en los ojos de su amable carcelera.

—Muy bien… —murmuró Rosalyn—. Acabo de enterarme que la reunión en la sala del consejo terminó y que el elegido para ser tu marido es Simon de Beresford.

—Nunca oí hablar de él —retrucó Laurel, sintiendo crecer su agitación.

—Bien, es una elección inesperada. Antes que nada, no es un hombre conocido por su delicadeza. Es viudo y tiene tres hijos —Rosalyn frunció el ceño, pensativa—. Ya debe hacer unos cinco años que la pobre Rowenna encontró una muerte prematura.

—¿Co… Cómo murió? —preguntó Laurel, con voz temblorosa.

Rosalyn se rió.

—¿Quieres saber si Simon la golpeó hasta matarla? ¡Ah, no! Rowenna prácticamente se mató en un accidente estúpido cuando andaba a caballo.

—¿Él… él es alguno de estos hombres? —arriesgó Laurel, tragando en seco—. Quiero decir, lo conocéis, ¿no?

—Toda mujer… y todo hombre en la corte… conocen a Simon de Beresford —declaró Rosalyn, con un sonrisita demasiado cínica para el gusto de Laurel. Los ojos de la dama recorrieron el recinto, hasta que ella rió, deleitada—. ¡Ah, sí! Justo delante de ti. Allí está él, con Geoffrey de Senlis.

Laurel miró en la dirección a la que Rosalyn indicaba y vio los dos caballeros que se aproximaban, el guapo y el guerrero de Odin. Su corazón dio un salto y su estomago se contrajo. Ella bajó los ojos.

—Ellos ya nos vieron, mi querida, y están viniendo para acá —susurró Rosalyn.

¿Cuál de los dos hombres era Senlis, se preguntaba Laurel, desesperada, y cuál era Beresford? No tuvo mucho tiempo para afligirse con esa duda, pues en el instante siguiente los dos caballeros entraron en su limitado ángulo de visión y ella tuvo la oportunidad de observarlos, desde la altura de sus pechos hacia abajo.

El de la izquierda parecía relajado y era evidentemente una persona prolija; llevaba una túnica impecable y las botas lustradas. El otro estaba inmóvil como una roca y su túnica estaba manchada y arrugada, las botas estaban salpicadas con barro.

El hombre de la izquierda fue el primero en hablar y Laurel oyó el sonido de su voz envuelta por una extraña onda de fatalismo.

—Simon de Beresford, tengo el honor de presentarte a Laurel de Northumbria.

La garganta de Laurel se cerró por completo. Ella no conseguía respirar.

 

 

Después de dejar la Sala del consejo, Senlis había cesado de provocar a su amigo y había intentado calmarlo, mientras se dirigía al gran hall. No obtuvo mucho éxito y ya estaba pensando en las medidas diplomáticas que tomaría si la pobre novia saliese corriendo, a los gritos, después de su primero encuentro con el malhumorado y enfurecido Simon de Beresford.

Simon no escuchaba ni la mitad de lo que le decía su amigo. No era tanto el casamiento en si que lo preocupaba, sino el motivo por el cual lo habían elegido. Estaba tan furioso que interrumpió el hábil discurso de Senlis con una explosión brusca e indignada de mal humor.

—¡Hijos! —él vociferó, mientras marchaba al lado de su amigo, a lo largo de los corredores—. ¡Tengo que producir hijos!

Senlis arqueó las cejas.

—¿Es una tarea tan difícil, Simon? —él preguntó, con inocencia fingida, acompañando los pasos largos de su amigo, Senlis se apresuró a agregar cuando Simon lo fulminó con ojos oscuros de rabia—: Un hombre precisa tener hijos.

—¡Estoy satisfecho con los que ya tengo, y con mi vida tal como está!

—Vos no vas a necesitar dejar de ver Ermina, si eso es lo que te preocupa.

—No estoy pensando en Ermina —retrucó Simon, impaciente—. Lo que estoy queriendo decir es que una cosa es que el rey le ordene a un hombre a levantar su espada en honor de la corona en el campo de batalla, y otra cosa es ordenarle…

Simon describió, en términos exactos y groseros lo que tendría que levantar para procrear los hijos que le exigían, y prosiguió extendiéndose en la misma línea de discurso, arrancando sonoras carcajadas de Senlis quien, finalmente lo interrumpió para recordarle que ya casi estaban en el hall.

—Te lo pido, Simon, modera tu lenguaje. Podrías asustar a la novia.

Simon murmuró un insulto y Senlis le dio una palmada en la espalda para animarlo.

—¡Vamos, Simon, sonríe! ¿No? Entonces, procura, por lo menos, no parecer tan enojado. Puedes impresionarla mal.

En el momento en que entró en el grande hall, sin embargo, Simon se sintió inexplicablemente mejor, en parte porque había tenido la oportunidad de descargar su furia, porque también porque el suelo lustrado bajo sus pies y las vigas en el techo alto siempre lo dejaban impresionado por su suntuosidad, y nunca dejaban de recordarle sus deberes como caballero del rey. Aunque la actual atribución fuese extremamente extraña y él estuviese dispuesto a obedecer por mera obligación, con muy mala voluntad, pasó, en ese instante, a aceptar un poco más la situación.

—¿Dónde está la tal lady Chester? —exigió Simon, mirando a su alrededor.

—No la veo por aquí —respondió Senlis.

Estiró el cuello para un lado y para el otro—. Será que salió… ah, no, allá está ella, aproximándose a la joven de… ¡oh, ah!

—Oh, Ah, ¿Qué? —gruñó Simon.

—Mira, mi querido amigo —La voz de Senlis sonó con una entonación diferente—. Cerca de la chimenea, del otro lado del hall.

Los ojos de Simon siguieron la dirección que Senlis indicaba y sus labios se curvaron hacia abajo.

—¿Cuál de las dos es lady Chester? —preguntó bromeando.

—¿La gordita, o la flaca?

Senlis frunció el ceño, confundido, hasta darse cuenta que su amigo miraba a al dúo equivocado.

—Ninguna de las dos, Simon. Del otro lado de la chimenea. ¿Estás viendo a la muchacha alta, de pie? ¿Una morena bonita?

Simon observó a la morena bonita por un segundo.

—La estoy viendo —él confirmó, con indiferencia.

—Esa es lady Chester, amigo, y la otra debe ser Laurel de Northumbria.

Simon transfirió la mirada de la morena bonita a la joven que se encontraba al lado de ella. Su rostro estaba de perfil, pues ella hablaba con la dama de la corte. Los ojos de Simon se abrieron y sintió una fuerte emoción recorrerle el cuerpo, como se hubiese sido alcanzado por un rayo. Nunca había experimentado algo parecido antes y no sabía identificar la sensación. Era algo extraño, inesperado. Y fuerte, también. Pero era, al mismo tiempo, inquietante, casi torturante, provocándole una especie de calambre en sus órganos internos.

Simon contemplaba a la mujer más extraordinaria bella que jamás hubiese visto en su vida. Su perfil era delicado, denotando una mezcla de fuerza y calma; la nariz era recta, los labios llenos. Tenía la piel blanca como el alabastro y los cabellos dorados estaban peinados en delicadas trenzas alrededor de la cabeza y sujetos en la nuca por una de esas cofias de red bordadas con perlas, cuyo nombre él nunca conseguía recordar. Tenía un porte erecto, y sus curvas femeninas eran evidentes. Movía nerviosamente las manos grandes y pálidas.

—Cierra la boca, hombre —susurró Senlis, en el oído de su amigo.

Simon obedeció mecánicamente, sin haberse dado cuenta de que estaba boquiabierto. En ese instante, la mujer miró en su dirección. Antes que ella bajase tímidamente el rostro, él vislumbró un brillo color violeta.

—Rosalyn está llamándonos, Simon —le advirtió Senlis—. Vamos. Ven a conocer a tu futura esposa.

Simon escondió su reticencia, mientras cruzaba el hall al lado de Senlis. Pero sentía pocas ganas de hacer esa travesía tan simple; prefería estar galopando en el campo de práctica, con la lanza erguida en el aire, enfrentando a su oponente. En esa situación, sabría perfectamente qué hacer: derribar al adversario y prepararse para la siguiente confrontación. En la actual circunstancia no tenía la menor idea de como actuar. Apenas por fuerza de hábito sus pasos sugerían confianza y determinación…

Cuando se pararon delante de las dos jóvenes, Senlis anunció.

—Simon de Beresford, tengo el honor de presentarte a Laurel de Northumbria.

Rosalyn retribuyó la cortesía con una presentación simple y directa.

—Laurel de Northumbria… Simon de Beresford.

Simon murmuró un saludo, pero Laurel no respondió. Notó que ella era mas alta que la mayoría de las mujeres, pues su cabeza le llegaba a la altura del mentón. La Estudió por un momento y percibió que ella todavía tenía la mirada fija en el piso. Sintiéndose como si estuviese atravesando una hoguera, como una prueba de coraje, extendió la mano. Laurel colocó la mano bajo la suya y él la apretó levemente, casi sorprendido por no haberse quemado con su contacto. Los dedos de ella estaban fríos, casi congelados. Simon se curvó y en seguida la soltó. No tenía idea de qué decir.

Fue Rosalyn quien vino en socorro de ambos.

—Es un placer volver a verlo, sir Simon. La última vez que estuvimos juntos fue en la fiesta de la Ascensión.

Si había sido ahí, Simon no se acordaba. Otra vez el silencio comenzó a pesar en la atmósfera, antes que Senlis diese un paso al frente.

—Me enteré que Laurel viene del norte —él comentó—. ¿Es verdad, Laurel?

Cuando Laurel no respondió, Simon miró a Rosalyn, con una arruga en la frente, la dama de la corte, entonces, procedió a un relato del viaje de Laurel hacia el sur. Durante los minutos que siguieron, Rosalyn y Senlis intercambiaron comentarios, como si fuesen dueños de la conversación.

Mientras los dos dialogaban, Simon llegó a la conclusión de que había descubierto el secreto más oscuro de la esposa que le querían imponer. Más relajado, interrumpió el intercambio de amabilidades con una declaración corta y seca:

—¡Ella es muda!

Rosalyn se calló y entreabrió los labios, entre sorprendida y divertida.

—¡Oh, no, sir Simon, no lo es!

—Entonces, ella no habla normando —Simon miró a Laurel y la vio ruborizarse.

—Lo habla, sí.

—¿Pero prefiere el inglés?

—Bien… pienso que sí.

—¿Ya la oyó hablar, alguna vez?

—¡Sí, claro!

—Qué sucede, entonces? —él preguntó, con rudeza.

—¿Ella es retrasada mental?