31

El presidente del CBS tenía el mismo aspecto que unos meses antes, cuando ambos sostuvieron su primera y única entrevista, en su casa, de final poco feliz. O bien las circunstancias habían cambiado, o bien el banquero no recordaba, o decidió no acordarse, de este hecho.

Al entrar él en la sala privada del Palacio de Justicia, donde le esperaba Janos Pauli incluso se puso en pie, sonriendo con seguridad, no con alegría, al tiempo que extendía su mano derecha para saludarle.

—Doctor Galí, me satisface mucho que haya decidido aceptar mi invitación.

Su mano seguía estando muy fría.

—Esperaba algo —confesó el médico—, aunque no esto. ¿Cómo podía resistirme?

Pauli volvió a sentarse.

—Es inteligente —ponderó—, y ha demostrado serlo mucho más a medida que este maldito embrollo se ha complicado. ¿No quiere sentarse?

—¿Tan larga será su proposición?

Janos Pauli no se inmutó. Sólo sus ojos chisporrotearon en mitad del breve sesgo formado por los horizontales párpados.

—Tenemos mucho tiempo hasta las cuatro de la tarde —reflexionó—. Siéntese.

Juan Carlos Galí aceptó su invitación. No era una sala especial, ni distinta de las demás. Tenía una mesa cuadrada, de cristal endurecido, y media docena de módulos para sentarse con comodidad. Las paredes ofrecían su muda desnudez, ligeramente patética pese a la iluminación. La única puerta, de primitiva madera, les garantizaba intimidad y soledad, aislamiento y reserva. Nadie iba a interrumpirles.

Los dos eran conscientes de ello.

Se observaron mutuamente, a lo largo de quince segundos que transcurrieron muy lentamente. El banquero hizo el primer intento de hablar, moviendo una mano para iniciar la conversación, sin embargo la voz que rompió la súbita calma fue la de Juan Carlos Galí.

—¿Está aquí por Bouviere? —preguntó.

Janos Pauli volvió a dejar que su mano descansase sobre la mesa. El cristal permitió ver cómo sus piernas se abrían y cerraban, incómodas, hasta que se echó para atrás y cabalgó una por encima de la otra. Esto le dio tiempo, y un nuevo aplomo.

—¿Bouviere? —repitió—. No esencialmente, ¿por qué?

—Anoche no pudo decidir nada. Tenía que hablar con usted, obviamente.

El presidente del Consorcio Banquero Suizo fue cauto.

—Olvide a Bouviere —dijo—. Olvídeme incluso a mí. ¿Quiere conocer un punto fundamental de la vida? Se lo diré: nadie es tan importante.

—Lo es el conjunto. Usted, Paul Bouviere, el Club de los Cien, el poder, el dinero.

—¡Galí, querido amigo! —le detuvo—. Usted lo limita siempre todo, lo etiqueta, le pone un número y dice: «blanco», o «negro». Esto ya no es tan sencillo, ¿sabe?

—Yo lo he complicado, ¿no?

—Si quiere asumir ese papel heroico… —Pauli movió una mano—, sí, es posible que haya sido usted. Aunque ello no cambia demasiado las cosas.

—¿Está seguro? —el tono del médico era de incredulidad—. ¿Por qué está aquí entonces?

—Estoy aquí porque le respeto, doctor Galí. Y soy sincero, créame. No recuerdo haberle dicho algo parecido jamás a un ser humano. Amor y odio son términos comprensibles dentro de su abstracción. El respeto no. El respeto es mucho más. Puede que sea incluso la base de relación más fuerte que existe, la más noble y mejor dotada. Quizá no me crea, y siendo así lo lamentaré, pero hágame un favor: no vierta sobre mí su escepticismo.

—¿Qué pretende, entonces?

—Que nos entendamos. Es lo más natural, ¿no?

—¿A través de qué? ¿En base a qué?

—Bouviere se lo dijo anoche, pero usted no quiso escucharle, o no le comprendió.

Juan Carlos Galí sintió una punzada en su cerebro.

—¿Un pacto?

No quiso ser sarcástico, sin embargo la última palabra brotó de él como un pequeño alud envuelto en la sorpresa.

—Bouviere cometió un fallo —reconoció Janos Pauli—. Habló de «chantaje», y sé que usted no es de los que utilizan su ventaja, por pequeña que sea, en un sentido tan ambiguo y absurdo. Si quiere que le diga la verdad, nos cogió por sorpresa, se nos adelantó. Esta pequeña conversación tenía que haberse celebrado mucho antes, exactamente el día que usted presentó a Róminos Keitel como testigo. Ése sí fue el momento clave.

—¿Por qué?

—Nos ganó por la mano —afirmó el banquero—, y lo digo honestamente. No calibramos su inteligencia ni sus recursos debidamente. Siempre creí que se atendría a la ley, y se movería dentro de sus márgenes. No obstante, pasó por encima de ella.

—¿Me situé a su nivel, Pauli?

—Más bien me hizo comprender su capacidad. Para mí fue como ver una nueva luz. Me impresionó. Lamentablemente se pensó que Keitel no sería suficiente para que usted ganara.

—¿Quiere decir que va a serlo?

—No.

No esperaba esta segura y rápida respuesta por parte de Janos Pauli. Intentó no traslucir sus emociones, y en especial el desencanto que de pronto sentía.

—Creo que me he perdido —dijo.

El presidente del CBS no pareció dispuesto a ser más explícito. Súbitamente cambió la orientación del diálogo.

—¿Por qué quiso que Bouviere me desenmascarara, y cito la expresión que usted tiene en la mente, no la que se ajusta a la realidad?

—Porque usted representa todo aquello que más desprecio.

Janos Pauli bajó la cabeza, apesadumbrado.

—Demasiado visceral, ¿no le parece? Olvida que éste es un mundo de pacíficas coexistencias, de armonías trenzadas a muchos niveles, no siempre acordes con los sentimientos de cada cual, pero necesarias para que… la máquina siga funcionando.

—Es usted muy hábil —concedió el médico—, y habla muy bien. Por desgracia olvida los sentimientos, y sin ellos…

—No es necesario que los sentimientos se interpongan entre nosotros, doctor —intercaló el banquero dando por sentado un punto evidente—. Usted los tiene por los dos, de acuerdo, lo admito y no voy a discutirlo. ¿Qué pretende? Yo hablo de la humanidad, del mundo, en un sentido amplio, como un todo uniforme. Usted es más concreto: piensa en seres específicos, con rasgos específicos. ¡De acuerdo!: le concedo su derecho a ser diferente, a tener una individualidad. Ahora bien, ¿de qué va a servirle su individualidad en este caso?

—De momento está usted aquí.

—Y charlando de cosas demasiado abstractas, ¿no es así? —rió Janos Pauli—. Veo que tiene interés en oír lo que he venido a decirle.

—Sería el momento.

—¿Quién dijo «siempre es buen momento pero la oportunidad es única»?

Por primera vez Juan Carlos Galí le acompañó en su sonrisa.

—Sigue sorprendiéndome, Pauli —concedió.

—Hay una sola naturaleza humana, pero es necesario conocer sus muchos aspectos.

—Hábleme de un solo aspecto: de éste.

—¿Por dónde quiere que empiece?

—¿Qué tal por Paul Bouviere?

Janos Pauli distendió sus labios.

—No es importante —dijo—, aunque usted tal vez no lo crea.

—Estoy empezando a creer en todo lo que dice.

El banquero le apuntó con un dedo.

—Correcto. ¿Por qué pensaba usted que lo tenía cogido?

—Se lo dije anoche a él: usted o su Consorcio financiará su campaña presidencial.

—No tiene pruebas, sin embargo déjeme concederle el beneficio de la duda. ¿Qué hubiese obtenido desatando un escándalo que le habría costado una demanda por difamación?

—El premio podía ser la caída de algunas buenas cabezas.

—Imposible, pero tenga por seguro que la suya sí habría caído. Y no me diga que no le importa. No es estúpido.

—El caso de los hibernados y la ley de prohibición…

—Perdidos, los dos —le interrumpió Pauli, que había tomado ahora la iniciativa.

—¿Por qué está tan seguro de ello?

—Porque si usted toca a Bouviere, a cualquier juez, pero muy especialmente a los de este Tribunal, los otros seis se le echarán encima, y votarán en su contra.

—Pudo dejar que eso sucediera.

—No es el caso.

—Lo es si Bouviere es más importante de lo que asegura.

—Se lo he dicho antes, y se lo repito ahora, doctor Galí: nadie es tan importante, pero sí es cierto que hemos de protegernos los unos a los otros. En cambio usted está solo, y no puede arriesgarse. Ha conseguido unos buenos triunfos, con habilidad e inteligencia. Es el momento de que demuestre que, además, es listo.

—¿Cómo?

Janos Pauli se inclinó sobre la mesa.

—Hubiera dado su mano derecha por llevarme a la cabina de los testigos, ¿me equivoco? —y continuó sin esperar una respuesta—: Pues bien, voy a subir a ella, doctor. ¿Qué me dice a eso?

El médico también se aproximó a la mesa, apoyándose en ella. La separación entre ambos era mínima, apenas medio metro.

—No puedo creerlo —desgranó inseguro.

—Voy a hacerlo únicamente con una variante. Subiré como testigo de la fiscalía, no de la defensa. Usted me hubiera atacado.

—No podía llamarle a declarar sin un motivo, me lo dijo en mi casa, y tenía razón. Sin embargo no veo que vaya a haber mucha diferencia. Struer y usted sí van a atacar mis propuestas.

Lo dijo sin desaliento, combativo. Janos Pauli lo notó.

—Ahí es donde vuelve a equivocarse, doctor Galí —manifestó el banquero triunfal—, aunque todo depende de usted.

—¿De qué demonios está hablando?

El presidente del CBS tenía los ojos brillantes, el semblante iluminado por una nueva luz. Parecía un juego en el que llevara la batuta. Sin embargo los dos sabían que no lo era.

—No puede ganar, amigo —dijo Pauli—. No puede ganar, utilice o no utilice la espoleta retardada de ese escándalo con el que amenazó infantilmente a Bouviere, pero a fin de cuentas no voy a restarle sus méritos, ni a tratar de justificar nuestros propios errores. No va a ganar pero puede salvar a esos dos mil ciento cuarenta y seis ilusos, si es que todavía le interesan. A fin de cuentas, por ellos se metió en este proceso, ¿no?

—Así que después de todo, ¿quiere que hagamos ese pacto?

—Llámelo pacto, acuerdo, cordura final… El nombre es lo de menos. Todo girará en torno a las gargantas, a lo que usted y yo digamos y decidamos aquí, en esta habitación. Usted tendrá a sus hibernados de una forma, digamos… posibilista. Ésa es su alternativa.

—¿Y la ley de prohibición?

Janos Pauli fue contundente.

—Ésa es la mía —sentenció.

Juan Carlos Galí hizo un ademán de ponerse en pie. El banquero se lo impidió, más rápido, sujetándole con una sola mano. Era un hombre fuerte.

—Oiga mi declaración ante el Tribunal, doctor —aconsejó—. Mis términos son claros, y usted tan hábil como para comprenderlos y saber que estoy hablando de la alternativa final para los dos.

—¿Qué va a declarar?

—Eso es cosa mía.

—¿Y las condiciones?

—Puede imaginársela: que usted no me haga ninguna pregunta. El resto…

Le invadió un acceso de cólera; sin embargo continuó hablando con lúcida firmeza.

—El resto, ¿vamos a decidirlo también usted y yo, en esta habitación?

—No, en modo alguno —le rectificó Pauli— el resto vendrá dado por la lógica, como ha de ser.

—¿A quién más, además de Bouviere, tiene en ese Tribunal? ¿Tal vez todos?

—Si les tuviese a todos no estaríamos hablando, y tampoco se trata de tener o no tener. Yo no voy a hacer nada, pero soy un hombre importante. Sé que me oirán, y como le he dicho… actuarán con lógica. Si no entiende esto es que no está entendiendo nada.

—Le entiendo demasiado bien, señor Pauli —suspiró relajándose, aplacando su ira—. Ahora trato de que ese entendimiento me dé las razones que me faltan.

—No tire por la borda todo lo que ha conseguido —aconsejó el banquero sin premiosidad—. Considérelo bajo este punto de vista: yo intervengo, digo unas palabras, suavizo una situación, y cada cual consigue algo. El Tribunal tiene la inteligencia que a usted le resta su pasión, y poseen la fría visión de conjunto de lo que verdaderamente importa.

—Dígame algo: ¿le ha dicho Bouviere de qué lado están decantadas las posiciones en el Tribunal?

—No —dijo Janos Pauli.

—No le creo.

El banquero no contestó directamente. Abrió los brazos y esperó. Para Juan Carlos Galí los acontecimientos giraban demasiado rápidamente, pero por primera vez comenzaba a entenderlos, y casi a dominarlos, aunque eso todavía le pareciese difícil. Sentía un hormigueo en las manos. Era como si las tuviese vacías y al mismo tiempo cubiertas de huidizas sensaciones.

—Dos mil vidas bajo condiciones a cambio de… —murmuró en voz alta.

—No es un cambio, doctor: es lo que ha ganado, y lo que admito haber perdido. ¿Conoce las reglas del póker? Nadie puede abandonar la partida si gana mucho, y es de listos dejarla si se gana lo suficiente.

—¿Por qué no quiere que yo le interrogue?

—Porque a pesar de todo es peligroso, inconsciente, impulsivo, y no puedo permitirme el lujo de fiarme.

—Puedo mentirle, y cuando esté en la cabina…

—Creeré en su palabra previa —manifestó Pauli.

—¿Y si me niego?

El presidente del CBS repitió uno de sus gestos de evidencia.

—Tanto si no subo a declarar, como si subo y usted me acosa, lo perderá todo, Galí.

Volvían a estar donde habían comenzado, manejando sus triunfos y los del banquero, con un escándalo incierto que no estaba seguro de poder controlar y la certeza de que caminaba por una maroma a la que a Lanos Pauli le bastaría con dar un tirón para hacerle caer. El pulso tocaba a su fin. Sin ser una mascarada, la encuesta se convertía finalmente en una cuestión de lógica. Tan elemental como eso.

Y pese a parecer que ganaba, que Pauli le daba el respaldo para hacerlo, no se sentía vencedor, sino amargamente perdedor.

Las reglas, aunque él lo hubiese forzado, seguía fijándolas el sistema.

Eso le hizo recordar algo, a modo de pequeña isla en su agitación.

—Struer… —dijo.

—¿Qué sucede con él?

—¿Le escogieron porque se estaba muriendo?

—Sí —admitió Janos Pauli. Y agregó—: ¿Cómo sabe usted eso?

—Él nos lo contó a Kochel y a mí, en privado.

—Así que por esta razón no lo… —el banquero arqueó las cejas, comprendiendo algo que sin parecer preocuparle en exceso, marcaba un nuevo contrapunto en la situación.

—Calcularon mal, ¿verdad? —esbozó Juan Carlos Galí con una sensación de náusea—. Él no utilizó su propia desgracia en la encuesta como creyeron que haría, para impresionar al Tribunal.

—Al parecer, ése fue otro error —convino el banquero—. Nos equivocamos también con él. Es más parecido a usted de lo que podíamos creer.

El médico se sintió exhausto. Sus piernas apenas si le hubiesen sostenido en caso de intentar ponerse en pie. Tuvo que frenar el temblor que a través del cristal de la mesa le sobrevino, imitando a su contrincante y poniendo una sobra la otra.

—Usted… —la voz de Juan Carlos Galí emergió de una gruta poblada de gravedad—, usted manipula cuanto tiene y cuanto quiere, sin medir… sin importarle nada, o puede que por creer que le importa todo, y se autojustifica con eso. El mundo, el poder, el sistema, la Administración…

—No, doctor Galí —advirtió Pauli—. En esto tiene un ligero error de matización. Yo no manipulo al sistema, porque… yo soy el sistema, ni manipulo a la Administración porque yo soy la administración. Por supuesto no en el sentido estricto, sino en un amplio pero directo sentido figurado. Y no se sorprenda: alguien tiene que hacerlo. Movemos energías, canalizamos instintos, distribuimos el juego, y no esté tan seguro de que demos malas cartas. A veces son los demás los que no saben jugarlas. La gente es una masa y nosotros el cerebro, como ha sido siempre. La libertad no se mide por la fuerza de un grito o su alcance, sino por la forma de gritar y lo que se dice. Mire si no su caso. Usted ha logrado salirse de la tónica.

—¿Me está dando una palmada en el hombro, Pauli? —dijo con un abrumador sarcasmo Juan Carlos Galí.

—Le estoy reconociendo su derecho, su mérito, su calidad, y soy sincero, como le he dicho antes. Nos ha obligado a sentamos en esta mesa, y hablo en plural. No soy Janos Pauli en este momento. Como comprenderá se trata de un plural muy amplio, y es lo de menos, ¿verdad? Usted tiene el raro don de la integridad. Bien, Galí, bien, ¡bravo! Ha ganado su mano pero… cuidado, no quiera ganar a la banca, no sea ambicioso. Yo pierdo un poco y usted gana mucho, más de lo que podía imaginar si lo piensa fríamente. Y en el fondo, superado un problema que se nos hacía insoportable, como era el caso de los hibernados, y encontrada una solución, los dos ganamos.

—¿Cuál es esa solución? —quiso saber el médico.

—No la sé, pero también depende de ligeras matizaciones.

—¿No la sabe?

—No —repitió el presidente del CBS—. Sólo la saben los siete jueces que deberán emitir el veredicto final, aunque si medita en ello obtendrá ese camino intermedio al que me estoy refiriendo.

—La solución pactada. ¿Y si no le creo, Pauli?

—Usted también tendrá mi palabra, doctor. Ninguno de los dos va a ganar nada tendiéndole una trampa al otro.

Juan Carlos Galí recordó algo, unas palabras previas del banquero. Él había dicho «deshibernar con condiciones», o algo parecido. De nuevo una tenue luz comenzó a formarse en su mente.

No era igual negociar con más de dos mil personas al mismo tiempo que hacerlo… de una en una.

No había dormido en toda la noche. Esa realidad se abatió ahora sobre su cuerpo y su ánimo, con el peso de un invencible cansancio. De pronto, el fin.

Y comprenderlo no le hacía sentirse vencedor ni perdedor.

Porque no sentía nada.

Sólo Janos Pauli, inmóvil frente a él.

—Siéntase orgulloso, doctor Galí —dijo el banquero, como si penetrase en el proceso de sus pensamientos—. Mucha gente, por las calles, está alborotada con este caso, y usted es la causa. La esperanza de una nueva vida crea fantasías irresistibles en la mayoría, los ilusos y los débiles. Es tiempo de volver a la realidad, aunque dando un poco de crédito al héroe, a usted. Se ha ganado a pulso su victoria. Tómela y despidámonos. Los dos hemos perdido más tiempo de la cuenta en esto.

—Y el tiempo es oro, ¿no es así, Pauli?

El presidente del Consorcio Banquero Suizo soltó una carcajada.

—Puede que algún día también consigamos dominarlo, amigo —bromeó.

Juan Carlos Galí supo que hablaba en serio.

O cuando menos que estaba convencido de ello.