21
Sus setenta y dos años aparecieron en la sala impulsados por una silla de ruedas movida a través de un ordenador manual. Antes de llegar a la cabina de los testigos, Paal Struer y Magrit Zebler discutían ya bajo una fuerte tormenta de nervios. La fundamentalista buscaba en su complejo asistencial, tecleando con una mano, mientras con la otra rebuscaba entre sus anotaciones. La sombra de sospecha que el fiscal iba dibujando en su cara llegó a ser casi una certeza cuando el testigo se puso en pie, vacilante, y ayudado por Juan Carlos Galí cambió su silla por el módulo de la cabina.
—Señoría… —intentó hablar.
Hans Dieter Kochel se lo impidió.
—Silencio, por favor, señor Struer.
Marco Indona y Patrick Ixworth también comentaban algo en voz baja. Johan Baak, el holandés, se acercó al presidente del Tribunal. Algunos periodistas se levantaron para ver mejor al nuevo testigo.
El Honorable Juez escrutó las facciones, inmutables ahora, del médico.
—Doctor Galí —dijo—. Desearía hacer unas preguntas previas a su testigo.
—No tengo la menor duda de que serán las mismas con las que yo pensaba iniciar mi interrogatorio, señoría, pero por supuesto… el testigo es suyo.
No se sentó. No quería hacerlo. Mantuvo su misma posición, junto a la cabina. Magrit Zebler había encontrado algo en la memoria de su ordenador. El rostro de Struer iba cambiando de color a medida que ella hablaba.
—¿Cuál es su nombre completo, señor Keitel? —inquirió Kochel.
—Róminos Keitel Gutz.
Tenía una voz suave, bien modulada, y unos ojos amables, expertos, profundos y de mirada silenciosa. Su cabello era muy blanco, y demasiado abundante para la moda y la época. Sonreía con un nostálgico orgullo, como si formara parte de algo y al mismo tiempo… estuviese muy por encima de todo. A pesar de ello no parecía presunción.
Sólo… paz y serenidad.
—Hubo un escritor, en el siglo pasado, con su mismo nombre —continuó Hans Dieter Kochel—. ¿Puede decirme si tiene usted alguna relación con él?
Róminos Keitel miró a Juan Carlos Galí, después al Honorable Juez. Éste miró al defensor, y no apartó sus ojos de él mientras el testigo hablaba. Tampoco mutó su expresión, salvo por un denostado brillo de sus pupilas.
—Yo soy ese escritor, señoría —manifestó Keitel.
La agitación en la sala, los movimientos y carreras de algunos periodistas, y el fuerte murmullo de voces, se disparó hasta casi ahogar las últimas palabras del testigo. Paal Struer se sumó a la euménide con sus gritos.
—¡Señoría, esto es una inadmisible injerencia legal en…!
Róminos Keitel contempló la escena con un aire burlón. Juan Carlos Galí no pudo evitar su propia sonrisa al verle. Habían hablado lo suficiente, siempre en secreto, y el anciano escritor sabía la verdad, conocía los hechos, su papel. A pesar de todo, en medio de aquel paroxismo, todavía era… mejor dicho, eran, capaces de sonreír.
El eco acústico del presidente del Tribunal logró imponer el silencio, no sin antes hacerlo sonar durante varios segundos. Una última mirada de Kochel conminó a Struer a volver a sentarse, negándole todo derecho a seguir. Cuando hubo recuperado el dominio de la situación, se enfrentó nuevamente a Galí.
—Voy a hacerle una única pregunta, doctor Galí —enunció—, y espero por su bien una verdad simple y directa. ¿Está dispuesto?
—Sí, señoría.
—¿Estaba este hombre —su mano derecha apuntó a Keitel— hibernado en el Instituto de Hibernación de Zurich?
—Sí, señoría —dijo Juan Carlos Galí—. Yo mismo procedí a su deshibernación y posterior curación médica, hace unas semanas, con el propósito de incorporarlo a esta vista.
—Señoría, debo hacer… —comenzó a decir Paal Struer.
—¡Siéntese, señor fiscal! —ordenó Hans Dieter Kochel.
Los restantes seis miembros del Tribunal miraron a su superior. Johan Baak y Marie Vollegele, los más próximos a él, incluso dieron un respingo, víctimas de la súbita furia del juez. Hans Dieter Kochel observó una vez más la figura de Róminos Keitel, su sonrisa cincelada en un rostro tan firme y vivaz como el de cualquiera de ellos.
El rostro de un hombre sano, y vivo.
—Doctor Galí —dijo de nuevo dirigiéndose al médico, con un mayor dominio—. ¿Se da usted cuenta de lo que ha hecho?
—Así es —aceptó él—. He transgredido la ley a cambio de una causa justa.
—Nadie puede determinar qué causa es justa y cuál es injusta.
—Espero probarlo al término de esta vista, señoría. Sólo entonces sabré, y sabremos todos, si ha valido la pena.
—¿Sabe que el señor fiscal puede impugnar el testimonio de este testigo?
—Me consta que así es, y que lo hará —dijo mirando a Paal Struer de refilón—, pero también sé que de usted y de sus señorías es la decisión final. Sólo les pido que tengan en cuenta las palabras que el mismo fiscal ha pronunciado hace unos minutos en tomo al problema que representaba conocer los sentimientos de un deshibernado… no existiendo ninguno. Al margen otras consideraciones, pienso que el problema ha desaparecido: tenemos un deshibernado a quien interrogar y de quien obtener valiosas respuestas.
El Honorable Juez hizo sonar el eco acústico para dominar algunas risas provenientes del público.
—¿Ha deshibernado usted algún otro paciente del Instituto? —quiso saber.
—No, señoría
—¿Quién más sabía esto?
—Lo hice solo —testimonió el médico—. Ni siquiera mi asesor, el señor Azzi, conocía la existencia del señor Keitel como posible testigo, y mucho menos su deshibernación.
—¿Por qué deshibernó a Róminos Keitel concretamente?
Juan Carlos Galí lanzó una rápida mirada al anciano. Fue tan cálida como envolvente.
—Era y es mi favorito.
El juez Bouviere hundió su cara entre las manos. Anni Kinnarp parpadeó.
—¿No existe ningún otro motivo? —instó Kochel.
—No.
Hans Dieter Kochel se dirigió a Paal Struer.
—¿Desea impugnar la presencia de este testigo en la encuesta, señor fiscal?
—En efecto, señoría.
—Doctor Galí, ¿tiene algo más que agregar antes de que este Tribunal se retire a deliberar el tema?
—Únicamente… —por un momento pensó en Igne, y en Jan y Zoiwe. Sólo a través de un reflejo—. Únicamente que de la acción que he cometido, deberé ser encausado, si ello es pertinente, en una fecha futura, y que mis motivos, mi inocencia o mi culpabilidad, deberán ser determinados entonces, de acuerdo con la legislación vigente o la que pueda existir en materia de hibernaciones teniendo en cuenta esta encuesta. Mientras tanto, hoy, aquí y ahora, ni la ley ni la justicia pueden permitirse el lujo de ignorar el testimonio de este hombre, a no ser que por un tecnicismo nos neguemos el más universal de nuestros derechos: saber y conocer. Róminos Keitel —miró a Paal Struer al decir esto— es real, existe, y ésta es una verdad tan fundamental como la vida que anida en él y en nosotros. Es todo cuanto debo decir.
Kochel todavía no se puso en pie.
—Señor Keitel —ordenó—. ¿Haría usted el favor de volver a la sala de los testigos, a la espera de la resolución que adoptemos?
El anciano se levantó.
—No tengo ningún inconveniente —dijo—, mientras no vuelvan a hibernarme para mantener estas leyes de ahora.
Esta vez, el Honorable Juez tuvo que dominar un atisbo de sonrisa.
—Le ruego se abstenga de hacer comentarios —indicó—; y algo más: no hable con nadie hasta que yo, personalmente, no haya tomado una decisión al respecto de su presencia en esta vista. ¿Ha comprendido?
—Por lo que sé, tiene usted veinticinco años más que yo, así que podría ser su hijo, pero… sí, le aseguro que he comprendido perfectamente, y entiendo su situación.
—Señor Keitel… —amenazó Kochel.
Todavía murmuró algo, pero acabó ocupando su silla y atravesó la sala hasta la puerta de la sala de los testigos. Algunos periodistas salieron por la puerta principal, aun sabiendo que Róminos Keitel iba a estar aislado. Sólo entonces Hans Dieter Kochel se separó de su módulo e imitado por sus seis colegas, abandonó el Tribunal. El Ordenador anunció la suspensión temporal de la encuesta.
Paal Struer no dijo nada, y Juan Carlos Galí regresó a su sitio.
Elio Azzi esperó a que hablara. Al ver que no lo hacía movió la cabeza en sentido vertical.
—Está bien —suspiró— usted gana.
El médico plegó los labios. Fue una mueca que tuvo mitad disculpa mitad decisión.
—Tenía que ser así —dijo.
—¿Por qué?
—Es mi caso, y mi riesgo.
—¿Olvida que también es mi caso, que yo creo en usted, en lo que hace, en lo que está intentando llevar a cabo?
—Por favor, no se enfade conmigo —pidió él.
—¿Por qué no lo dijo? —insistió Azzi—. ¿Por qué no quiso confiar en mí?
—Porque usted es abogado, y un hombre legal, honesto, amante de su trabajo, fiel servidor de las leyes. Sí, usted cree en las leyes, en todas, y aunque luche por cambiar una, siempre deseará hacerlo por medio de las vías legales. Por esta razón no quise decirle nada, en primer lugar para no comprometerle en esta locura, y en segundo lugar porque temí que no me dejara llevar a cabo mi plan.
—¿De verdad cree que hubiera podido detenerle?
—Al menos lo hubiera probado y preferí no correr el menor riesgo. Lo siento. Sigo estando seguro de que ha valido la pena, pase lo que pase.
—¿Y si Kochel acepta la impugnación de Struer?
—¿Después de lo que ha dicho? —Juan Carlos Galí no ocultó su ironía—. Me ha servido en bandeja de plata la introducción de Keitel.
Elio Azzi también acabó sonriendo.
—Es usted… —comenzó a decir—. ¿Cuándo lo hizo?
—¿Recuerda tres días de mucho trabajo en el laboratorio?
—Así que… ¿Y por las noches, lo de terminar temprano e ir corriendo a su casa?
—Por Jan… y por Keitel —confirmó el médico.
—¿Le ayudó Igne?
—Lo hice solo —dijo rápidamente.
—Vamos, doctor Galí, estamos…
—Lo hice yo solo —repitió.
Elio Azzi volvió a sonreír.
—Está bien —se rindió—. Pero por lo menos dígame si tiene reservada otra sorpresa.
Juan Carlos Galí miró a Paal Struer y a Magrit Zebler. Los dos trabajaban febrilmente preparando algo, quizás el interrogatorio de Róminos Keitel. Parecía una buena señal.
—No —dijo sintiéndose cansado otra vez—. Le aseguro que es nuestro último cartucho. Y en caso de que no ganemos… —puso una mano en la espalda del abogado—, ¿querrá usted defenderme en mi juicio?
—¡Será un verdadero placer!
Elio Azzi no pudo continuar hablando. Para su sorpresa y la de todos en general, la puerta de la sala de los jueces se abrió y las siete figuras reaparecieron en el Tribunal.
—Se reanuda la encuesta —anunció el Ordenador.
Juan Carlos Galí y su compañero intercambiaron una rápida mirada.
—Tres minutos para deliberar —murmuró el primero—. ¿Eso es bueno o es malo?
El abogado no contestó. Hans Dieter Kochel ocupó su módulo y a ambos lados los restantes cuatro hombres y dos mujeres hicieron lo mismo. Apenas si hubo prolegómeno alguno. El Honorable Juez dirigió una de sus habituales miradas en dirección a Paal Struer primero y a Juan Carlos Galí después. Ni siquiera tuvo que pedir silencio.
—Este Tribunal —anunció— acepta al testigo Róminos Keitel Gutz en la causa que instruye, y se reserva todas las acciones legales pertinentes contra el ponente defensor, doctor Juan Carlos Galí Domenech, para el término de la misma, procediendo entonces a la delimitación de responsabilidades si las hubiere y fuese necesario llevarlas a cabo. —Y en un mayor tono de voz, agregó—: Que comparezca de nuevo el testigo.