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—¿Quiere decimos su nombre, por favor?

—Hubert Bawdsey Finn.

—¿Puede decirnos también a qué se dedica?

El anciano se rascó una mejilla con su mano derecha. Su sonrisa fue circunstancial.

—Me dedico a la investigación… cuando puedo.

Juan Carlos Galí no acabó de entenderle. A través del videófono, cuando concertaron su presencia en el Tribunal de Estrasburgo, una vez diseñadas las fórmulas de su intervención, el profesor Bawdsey le pareció distinto. Ahora, y dos días antes, al ir a recogerle al aeropuerto de interconexiones terrestres, su aspecto se asemejaba más al de un viejo y eminente hombre cuyo tiempo había sido superado. A sus noventa y siete años, Hubert Bawdsey mantenía mejor su prestigio que su forma física. Una nieta, que le ayudaba a desplazarse, le acompañaba en todo momento.

—¿A qué se refiere con esta apreciación, profesor Bawdsey?

—Quiero decir que trabajo, y todavía mantengo mis experimentos, cuando no tengo ningún problema de salud, lo cual es cada día más difícil.

—¿A qué se dedicaba usted en el año 2047?

—Era coordinador del Centro de Hibernación de Los Ángeles.

—¿Sabe quién soy yo?

El anciano le observó con curiosidad. Abrió un poco los ojos.

—Claro que sí, hijo —repuso dulcemente—. Hemos hablado bastante en los últimos días y me invitó a asistir a esta encuesta pública.

Incluso Hans Dieter Kochel no pudo reprimir un atisbo de sonrisa.

—Me he expresado mal —se excusó el médico—. Mi intención era preguntarle si sabe que soy director del Instituto de Hibernación europeo, con sede en Zurich, y subsiguientemente, si este puesto mío tiene algún parecido con el que usted acaba de describir, y que ocupaba hace veintitrés años.

—Llámelo como quiera: son la misma cosa.

Juan Carlos Galí deslizó una rápida mirada en dirección a Elio Azzi. El abogado tenía las dos manos bien visibles, acodadas sobre la mesa de su núcleo modular. Todo iba bien. Con el testimonio de Bawdsey volvía a renacer la paz.

—¿Cuántos hibernados tenía usted a su cargo en el Centro de Hibernación de Los Ángeles?

—Déjeme ver… Eran cinco mil setecientos veinte por un lado y tres mil quinientos ochenta y cinco por otro. En total…

—¿A qué se debía esta separación?

—El primer bloque, que ocupaba varias naves en lo que antes fue la primitiva UCLA, correspondía a los hibernados cuyas enfermedades ya habían prescrito. El segundo correspondía a todos aquéllos que todavía ofrecían dudas en cuanto a una inmediata recuperación, caso de haber sido deshibernados.

—¿Por qué no procedieron a su recuperación?

—Estábamos en el mismo caso que ustedes ahora. Existía una ley internacional de prohibición de técnicas de conservación de la vida por medios de hibernación, y carecíamos de una legislación o una normativa adecuada en torno a los hibernados ya existentes. Simplemente les manteníamos igual a la espera de un futuro mejor.

—¿Qué sucedió el año 2047?

—Se produjo el gran terremoto de Los Ángeles.

—¿Qué recuerda de aquel terrible día?

Los ojos del anciano dejaron de chispear. Su cabeza descendió unos milímetros, situando su mirada por debajo de la horizontal. Fue un cambio evidente, intensamente amargo por su brusquedad, como si los recuerdos hubiesen aparecido de repente en la memoria del hombre. Plegó ambas manos sobre su regazo.

—Más del cincuenta por ciento de la ciudad quedó destruido, sepultado por la misma tierra o devorado por el mar. Yo… —la sensación aumentó—, perdí a toda mi familia en el desastre, a excepción de una hija que vivía en Nueva York. —Miró a su nieta, una mujer de unos cuarenta años, y entre los dos se estableció un puente de simpatía y afecto, de soporte cálido.

—¿Qué le sucedió al Centro de Hibernación del cual usted era coordinador?

Hubert Bawdsey no se movió. Su pequeño cuerpo, delgado y breve, era igual que una mancha de color negro en la cabina de los testigos. Juan Carlos Galí no tuvo que forzarle. Lo hizo Kochel.

—¿Se encuentra bien, profesor Bawdsey? —se interesó.

El fuerte tono de voz le hizo reaccionar.

—¡Oh… sí, desde luego! —manifestó—. Lo siento. ¿Decía usted?

—Le preguntaba por el Centro de Hibernación de Los Ángeles y su estado a raíz del terremoto —repitió el médico.

Bawdsey asintió con la cabeza, recuperando el hilo de la realidad.

—Sí, por supuesto —dijo—. Quedó prácticamente destruido.

—¿Hubo supervivientes?

—Verá, al comienzo nos ocupamos más de los vivos que de los muertos, y en este caso cabía considerar a los hibernados. Había mucho que hacer y lo hicimos, con nuestros medios primero y los que envió el Gobierno después. Pero una vez restablecida la situación, mi responsabilidad volvió a ser el Centro. Las instalaciones estaban destruidas en un noventa y cinco por ciento.

—¿Al decir instalaciones, se refiere a los equipos de refrigeración que mantenían las constantes vitales de los sarcófagos?

—En efecto —corroboró Hubert Bawdsey—. La mayoría de sarcófagos perdió el nivel y eso significó la muerte de muchos. Por un extraño azar, sin embargo, doscientos cincuenta y nueve hibernados no sufrieron el menor daño, aunque los circuitos refrigerantes estaban seriamente dañados.

—¿Qué se hizo con esas doscientas cincuenta y nueve personas?

Bawdsey elevó sus hombros, manteniendo su postura durante unos segundos.

—¿Qué íbamos a hacer? —expresó a modo de justificación—. Si hubiese existido la menor posibilidad de que los equipos aguantasen indefinidamente hasta nivelar los sistemas o adecuar otros, habríamos esperado. Lamentablemente sabíamos que una desconexión podía sobrevenir en cualquier momento. Siendo así, el único camino viable era el de proceder a la deshibernación controlada, operar a cada paciente, y devolverle a la vida si era posible. Así que eso fue lo que hicimos.

—¿Con qué resultados?

—Yo diría que excelentes.

Permitió que la respuesta se esparciera por la sala, impregnando a todos, y en especial a los siete jueces. Un par de pasos le aproximaron más al científico. De alguna forma sintió los ojos de Kochel fijos en él, mucho más que ningún otro par.

—¿Qué entiende por resultados excelentes?

—Conseguimos salvar a doscientos cincuenta y ocho.

—¿Qué le sucedió al doscientos cincuenta y nueve?

—Tenía una bala incrustada en el cerebro.

—¿Hubiera muerto de igual forma?

—No —dijo Bawdsey—. Al ser deshibernado calculamos mal la relación temperatura-materia y la bala se descompuso de forma que contaminó el cerebro produciendo daños irreversibles.

—¿Error humano?

—Tal vez debiéramos de haberlo calculado, pero no había demasiado tiempo. En todo caso el error fue de origen, porque en los archivos y la información clínica del paciente no constaba el tipo de bala y su composición, tanto externa como interna.

—¿Qué se hizo con los doscientos cincuenta y ocho supervivientes?

—Se estudió el tema muy a fondo. Sabíamos que iban a convertirse en noticia de primera, y que a los problemas de readaptación se sumarían los de relación. La gente, mirándoles como si fuesen muñecos, y sus preguntas, eran el peor de los daños a considerar. Por esta causa y de común acuerdo con todos ellos, se les dotó de una nueva identidad, y aunque controlados, se les permitió ir a donde quisieran.

—¿Durante este seguimiento, alguno de ellos evidenció síntomas de inadaptación, locura…?

—Hubo una docena de casos de depresión, y algún problema por cuestiones familiares. La mayoría buscó sus raíces, qué había sido de sus hijos, nietos…, pero eso fue algo lógico y normal.

—¿Y eso fue hace veintitrés años, cuando todavía no estaba erradicado el cáncer, una de las principales causas de mortandad en un tiempo pasado?

—Sí.

—¿Se arrepiente usted de lo que hizo?

—Protesto, señoría —intervino Paal Struer.

—Se acepta —aprobó Hans Dieter Kochel.

—¿Volvería a hacer lo mismo que hizo entonces, conociendo hoy lo que fue de aquellas personas? —preguntó Juan Carlos Galí.

—Sí —afirmó con vehemente rotundidad Hubert Bawdsey.

La mano derecha de Elio Azzi era visible. La izquierda no. Eso significaba terreno resbaladizo en contra. Lo sabía. Los dos habían discutido el tema al modelar el interrogatorio del científico americano. Podían apostar a que Paal Struer conocía la historia de los hibernados de Los Ángeles, y la parte final, siendo un riesgo, no sería lógico que la afrontase la defensa, sino el fiscal. Siempre cabía una segunda intervención que volviese a centrar la vertiente favorable del asunto.

—No haré más preguntas por ahora —informó el médico a Kochel.

El Honorable Juez le pasó el testigo a Paal Struer. Éste ya se hallaba de pie antes de que Juan Carlos Galí estuviese sentado. El fiscal avanzó hasta llegar prácticamente encima de Hubert Bawdsey, y se apoyó en la cabina sin dejar de mirarle fijamente a los ojos.

—¿Qué fue de esos doscientos cincuenta y ocho hombres y mujeres, profesor Bawdsey?

—Ya lo he dicho —apuntó con un dedo a Juan Carlos Galí—. Si hubiese estado atento…

Paal Struer dominó la tenue iniciación de sonrisa general.

—Yo me refiero más bien a lo que fue de su salud, al tiempo que vivieron, ¿entiende?

El blanco de los ojos de Bawdsey desapareció casi por completo.

—Oh, sí, entiendo —dijo muy débilmente.

—¿Cuánto tardó el último de ellos en morir?

—Siete años, pero…

—¿De qué murieron todos ellos?

—Las nuevas enfermedades para las que no estaban preparados, sin embargo es neces…

—¿Aún sostiene que volvería a hacer lo que hizo?

—¡Desde luego que sí! —Hubert Bawdsey tembló—. ¡Hubieran muerto de igual forma, y así al menos conocieron el mundo en un futuro que ni siquiera pudieron llegar a imaginar! Les di una oportunidad.

—Forzada por las circunstancias —apostilló Struer.

—Entonces sí, pero tarde o temprano el resultado habría sido el mismo: su recuperación para la sociedad. A pesar de ello déjeme decirle algo…

Paal Struer le interrumpió una vez más.

—En el año 47, el resultado de esta operación ¿fue calificado como de éxito médico o éxito social?

—Fue un éxito médico sin precedentes y al mismo tiemp…

—Es todo, señoría —dijo el fiscal volviendo a su núcleo.

Hans Dieter Kochel iba a hablar pero Hubert Bawdsey se lo impidió. El anciano se puso en pie, vacilante, mirando furioso al hombre que acababa de interrogarle.

—¿Por qué no me deja terminar ninguna vez, maldito estúpido?

—No desearía verme obligado a detenerle, profesor Bawdsey —dijo con mayor suavidad de la que hubiese hecho gala hasta ese momento Kochel—. No me fuerce a ello y recuerde que se halla en presencia de este Tribunal.

Juan Carlos Galí estaba nuevamente de pie.

—Quisiera formular unas preguntas a mi testigo, señoría —solicitó, interviniendo en una pequeña pugna.

El Honorable Juez le agradeció que apaciguase al científico.

—Puede hacerlo, doctor Galí —concedió.

Avanzó hacia el anciano, interponiéndose en el camino de su ira, y éste recobró su serenidad, sentado de nuevo, físicamente cansado pero poseído por una evidente energía combativa.

—Hace quince años —comenzó el médico—, el hallazgo de los Anticuerpos Stangma revolucionó la preservación del ser humano frente a la naturaleza de un gran número de enfermedades desconocidas. Obviamente no todas fueron vencidas, y como sabemos, procesos como el SIC continúan fuera de control. Sin embargo, ¿se habrían salvado aquellas doscientas cincuenta y ocho personas, caso de haber contado usted con Anticuerpos Stangma entre el 2047 y el 2054, fecha en que murió la última de ellas?

—¡Todas habrían sobrevivido! —gritó el médico apasionadamente, dominando incluso un acceso de tos.

—¿Tuvieron algo que ver esos hombres y mujeres, sus cortas vidas y sus muertes, en el desarrollo de los Anticuerpos Stangma?

—¡Fueron la clave! —gritó de nuevo Bawdsey—. Gracias a ellos descubrimos la relación de los anticuerpos naturales con los procesos de inmunodeficiencias adoptados. En una palabra: cubrimos el vacío existente en el tiempo, y avanzamos años preciosos en la investigación médica.

—Si el señor fiscal le preguntase ahora si los deshibernados fueron conejillos de indias en este descubrimiento, ¿qué le diría?

—¡Le diría que es un…!

—Señor Bawdsey —entonó Hans Dieter Kochel.

Fue una previsión acertada. Hubert Bawdsey miró primero al juez y después a Juan Carlos Galí. Optó por respirar y serenarse. La pregunta seguía en pie.

—Le diría que si lo fueron, fue por una mera coincidencia, una casualidad nunca premeditada, pero que en este caso constituyó un inapreciable servicio en la lucha por la preservación de la vida, y en la historia de la humanidad. Aunque, de todas formas, ¿quién no es un conejillo de indias, a su paso por este mundo?

Elio Azzi tenía las dos manos a la vista, y apoyaba en ellas su cabeza, pero Juan Carlos Galí no tenía ya más preguntas.

Ni tampoco Paal Struer.