25

—¿Puede decirnos su nombre, por favor?

—Gustav Wanegen Hansel.

—¿Cuál es su ocupación, señor Wanegen?

—Psicólogo.

Paal Struer giró su cuerpo en redondo, quedando frente a los siete miembros del Tribunal. Hacia ellos dirigió su oratoria.

—En otras circunstancias —dijo—, sería innecesario presentar al eminente e ilustre médico que nos acompaña hoy. Es más, de no ser por el hecho excepcional de esta causa, no lo haría yo. Sin embargo, quiero recordar que el doctor Wanegen está considerado como uno de los más eminentes psicólogos del mundo entero, y que su labor ha estado reconocida en los últimos veinte años, como lo prueba su historial. Sus métodos de tratamiento de astronautas, especialmente lo que atañe a su salud psíquica después de largos viajes o experiencias traumáticas, le confirman como una de las voces más autorizadas en su campo. En tal calidad, comparece ante este Tribunal. —Volvió a enfrentarse al psicólogo y cambiando el tono de voz, preguntó—: ¿Cuándo me puse en contacto con usted, doctor Wanegen?

—Su ayudante, la señora Zebler, me llamó ayer por la tarde a mi despacho de Viena. Me notificó la importancia del tema, lo necesaria que era mi presencia inmediata aquí, en Estrasburgo, y como usted ya sabe por la noche tuvimos un primer intercambio de opiniones.

—¿Para qué le hice venir desde Viena, doctor Wanegen?

—Quería que examinara a un hombre.

—¿A quién?

—A Róminos Keitel.

—¿Le examinó usted?

—Sí, lo hice.

—Está pues en condiciones de responder a unas preguntas en torno a su salud, su estado mental y sus…

—Protesto, señoría —intervino Juan Carlos Galí.

Hans Dieter Kochel mesuró su escepticismo.

—¿Cuál es el alcance de su protesta, doctor Galí?

—Sin dudar de las cualidades del doctor Wanegen, colega al que respeto y aprecio, me pregunto si la exposición que va a realizar no estará mediatizada en alguna forma por su abierta postura, de todos conocida, en contra de las técnicas de hibernación y deshibernación, así como al hecho de ser presentado por la fiscalía.

Paal Struer intentó hablar, pero Kochel no se lo permitió.

—Doctor Galí —dijo el Honorable Juez—. Usted ha tenido libertades que, bajo mi jurisdicción, he tenido a bien otorgarle para el pleno y libre esclarecimiento de sus tesis, incluida la presentación de eminentes médicos y científicos como los doctores y profesores Petersen, Ulme, Carlsson… conocidos todos por su apoyo a la deshibernación de los hibernados en el Instituto de Zurich y la anulación de la ley. No veo por qué ahora deba impedir que el señor Struer presente sus propias razones y argumentos en la defensa de sus intereses.

Cuando se sentó, Elio Azzi estaba rojo de furia.

—¿Qué le sucede? —susurró agitadamente a su oído—. ¡Maldita sea, controle sus nervios o Kochel le hundirá, no físicamente, sino votando en su contra! ¿No se da cuenta?

—Wanegen es un pedante y un histérico —barbotó el médico—. Tenía que intentarlo.

Paal Struer reinició su pregunta.

—Antes de la interrupción de mi colega, iba usted a decirme si está en condiciones de emitir un juicio de valoración en torno al estado de Róminos Keitel.

—Lo estoy.

—¿A pesar de la brevedad del examen que usted realizó?

—Sí.

—Mi colega, el ponente defensor, le preguntará luego cómo es posible tanta rapidez, así que para ahorrarle el tema, se lo pregunto yo ahora, doctor Wanegen.

—Hay métodos actuales que permiten, en un noventa por ciento de los casos, realizar diagnósticos altamente precisos. Es evidente que una exploración completa requiere unos días de tratamiento, e incluso unas semanas para una mayor comodidad, pero el caso del señor Keitel apenas si ofreció la menor duda en lo que a mí respecta.

—Ha hablado de un noventa por ciento de los casos, ¿y el diez por ciento restante?

—Oh, se trata de pacientes que ocultan sus síntomas, que tienen fijaciones, inhibiciones o síndromes profundamente arraigados en su subconsciente, con lo cual lo primordial consiste en hacer aflorar este submundo a la superficie.

—¿No era pues el caso del señor Keitel?

—No, desde luego.

—Comencemos entonces por una pregunta sin duda tranquilizadora: ¿Está física y psíquicamente cuerdo el señor Róminos Keitel?

Gustav Wanegen fue categórico.

—Sí.

—¿Puede describirnos su estado mental?

—¿En qué términos?

—Por supuesto en los más sencillos para que el límite de comprensión sea el máximo.

—En este caso… —El psicólogo adoptó una postura prepotente—. Comenzaré diciendo que el señor Keitel ofrece una tipología de carácter elemental, yo diría incluso primario. Es un hombre con gran capacidad de raciocinio, con una evaluación somatopsíquica normal, una caracterología abierta, cordial, y un cuadro psicopatológico amplio.

Quedó muy feliz de su exposición y hasta se atrevió a esbozar una discreta sonrisa de orgullo. Hans Dieter Kochel miró a Paal Struer.

—¿Puede hablar de ello por partes, doctor Wanegen? —preguntó el fiscal.

El psicólogo deshizo su sonrisa. Dudó un momento de la comprensión general pero se repuso al instante.

—Al referirme a tipología de carácter elemental —dijo—, estoy hablando de una persona mentalmente simple, carente de complejidades.

—¿Y eso es grave?

—No, en modo alguno, grave no.

—¿Pero…?

Gustav Wanegen fue deliberadamente incisivo.

—Estamos hablando de un hombre de setenta y dos años, no de un adolescente.

—¿Quiere decir que el señor Keitel ha vuelto a la adolescencia?

—Considerando lo que se ha hecho con él, yo no lo llamaría «volver» a la adolescencia.

—¿Cómo lo llamaría usted, doctor Wanegen?

—El señor Keitel murió en 1999, y por lo tanto ahora sufre el trauma de haber vuelto a nacer.

—¡Protesto! —manifestó Juan Carlos Galí—. ¡El testigo emite una opinión generada en sus propios convencimientos en torno al tema, no motivada por su estudio del estado mental y de salud de Róminos Keitel!

Hans Dieter Kochel se tomó su tiempo. Johan Baak acabó murmurándole algo al oído.

—Denegada la protesta —anunció—. Prosiga, señor Struer.

Paal Struer intentó recuperar el hilo de la acción.

—¿A qué se refería cuando hace un momento ha dicho que el señor Keitel tiene una gran capacidad de raciocinio, una evaluación somatopsíquica normal, una caracterología abierta y cordial, y un cuadro psicopatológico amplio?

—A que es un hombre de innegables cualidades y excelente personalidad, pero con un carisma diluido por el shock que acaba de recibir, mejor dicho, que está soportando.

—¿No emplea cuanto es?

—No.

—¿Ni refleja todo lo que tiene o tuvo en su brillante historial pasado?

—No.

—¿Lo ha olvidado acaso?

—No.

—Entonces, ¿cómo se explican sus palabras?

—Pues porque siendo la misma persona, el señor Keitel ES otra persona.

—¿Puede aclararnos un poco más este concepto?

—Es muy sencillo —repuso Gustav Wanegen—. El señor Keitel ha olvidado sus valores, su capacidad, o mejor dicho, las ha supeditado a su nuevo estado, convirtiéndose… o tratando de convertirse, en una ilusión, un doble de sí mismo, un… adolescente, como he dicho antes. Sufre una disociación temporal.

—El señor Keitel nos pareció muy entusiasmado de su nueva situación cuando prestó declaración ante este Tribunal —apuntó Struer.

—Entusiasmo no es la palabra correcta —rectificó el psicólogo—. El señor Keitel sufre lo que podríamos definir como ansiedad.

—¿Ansiedad?

—Sí —corroboró Wanegen—. Su mente se preparó para morir hace setenta y un años, aunque para él no hayan existido. Y de pronto esa mente ha de aceptar una nueva realidad: que está vivo, que va a vivir, y que va a hacerlo lejos de su tiempo y de lo que conoció. Por supuesto quiere vivir, se ha impuesto a sí mismo esa necesidad, pero la forma en que va a afrontarlo no es normal, ni puede ser normal. Su ansiedad es como una fiebre, algo que le impulsa, que puede incluso llegar a cegarle. Para su mente ha sido un cambio brutal, de ser a no ser y nuevamente a ser. Todo y nada. Es igual que un niño caminando sobre una cuerda floja. Quiere mirar al frente, pero el abismo, a ambos lados, le reclama.

—¿Cómo puede superar todo esto el señor Keitel?

—Esto es muy difícil de decir, tratándose de un caso único y no existiendo en la actualidad antecedentes vivos.

—Usted acaba de citar hace unos momentos el término «temporal». Ha dicho exactamente…

—Disociación temporal, sí —le interrumpió Wanegen—. Una cosa es esa disociación, que corregirá cuando su nueva realidad se imponga a su estado, y otra muy distinta que ese nuevo estado se imponga a su vez a él mismo. El paciente…

—¡Protesto, señoría! —dijo Juan Carlos Galí—. ¡El señor Keitel no es ningún paciente ni se ha probado que esté enfermo!

—Omita la palabra «paciente» —recomendó Kochel.

—El… señor Keitel —continuó Gustav Wanegen, molesto por la brusca intervención del médico— anhela tanto vivir en nuestro mundo, integrarse en él, que de forma inconsciente ha comenzado a negar su pasado. Quiere ser otra persona, como ya he dicho antes. Ha descubierto una fantasía, se siente joven. Casi es lógico que desee olvidar el pasado, el dolor de sus últimos años de vida. Suponiendo que pueda escribir, como él dice y quiere, ése será su único nexo con la otra vida que tuvo antes.

—¿Puede, en alguna forma, resumir todo cuanto ha dicho aquí, como cierre de su experta intervención?

Elio Azzi se acercó a Juan Carlos Galí. Le susurró al oído:

—Wanegen se ha repetido bastante. Para nuestros intereses, lo mejor es hacerle desaparecer inmediatamente. Su testimonio ha sido importante, pero Struer no es tonto.

—¿No vamos a preguntar? —se alarmó el médico.

Azzi le entregó una nota. Había estado garabateando en ella durante las declaraciones del psicólogo.

—Únicamente esto —recomendó.

Gustav Wanegen meditaba su respuesta.

—No es fácil resumir los problemas de un ser humano —manifestó—. Se ha creado un… híbrido, mentalmente hablando, y se le ha suministrado a una capacidad de comprensión y raciocinio limitada una sobretensión insoportable. A partir de aquí… sólo el tiempo podrá damos las respuestas que buscamos.

Paal Struer se cruzó de brazos.

—Una pregunta final, doctor Wanegen —enunció haciendo ver que meditaba profundamente el tema—. ¿Es el señor Keitel un ejemplo de lo que sucedería en el supuesto de que sus dos mil ciento cuarenta y seis compañeros fuesen deshibernados?

—Sí —confirmó con rotundidad el testigo.

El fiscal regresó a su núcleo modular.

—No tengo más preguntas, señoría —entonó como si se tratase de un canto triunfal.

Hans Dieter Kochel pasó a Juan Carlos Galí.

—Su tumo, doctor Galí.

El médico ya se había puesto en pie. Todavía miró con escepticismo a Elio Azzi, pero acabó haciendo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. No se movió de su sitio.

—Señor Wanegen —dijo negándose a llamarle «doctor»—. ¿Se resistió el señor Keitel a su examen anoche, a pesar de la hora, el agotamiento y las incomodidades que pudiera causarle?

—No. De hecho fue muy amable y deseó colaborar, interesado en conocer las nuevas técnicas de…

—¿Es malo tener buen humor a los setenta y dos años, a los ciento cuarenta y tres, o a cualquier edad? Me refiero a si es un síntoma de infantilismo.

—No, por supuesto que…

Esta vez tampoco le dejó terminar.

—Si los dos mil ciento cuarenta y seis hibernados son como el señor Keitel, ¿hay peligro de que ellos, o nosotros, nos volvamos locos?

Antes de que Paal Struer reaccionara, Gustav Wanegen expresó su desconcierto.

—Perdone —balbuceó tímidamente—, no le entiendo.

—¡Protesto, señoría! —gritó el fiscal.

Juan Carlos Galí ya estaba sentado.

—He terminado con el testigo —anunció.