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En el Instituto de Hibernación, los dos mil ciento cuarenta y siete sarcófagos se agrupaban en cinco grandes naves de tres pisos cada una. Las potentes máquinas que generaban el frío, a partir de menos noventa grados, ocupaban los sótanos, manteniendo mediante un sutil sistema de ordenadores, el equilibrio térmico en cada rectángulo habitado por un hombre o una mujer que un día, a las puertas de la muerte, apostó por una nueva resurrección de la carne. El conjunto podía parecer siniestro, y sin embargo no lo era. A Juan Carlos Galí siempre le parecieron más siniestros los primitivos cementerios, con sus colmenas de tumbas muertas. Allí, en cambio, se mantenía la vida, la gran esperanza. Ninguno de aquellos corazones latía, pero bastaría una desconexión, una deshibernación controlada, una intervención quirúrgica bajo mínimos, y en menos de dos días un ser humano abriría los ojos y se formularía a sí mismo la pregunta que todos, caso de ser posible, se harían al nacer. Un mágico «¿dónde estoy?»… y el recuerdo de una noción, la vaga forma del ser revivido.
Tal vez, también, un inquieto «¿quién soy?».
Hombres y mujeres de ciento veinte, ciento cincuenta o más años de edad.
Le gustaba pasear por los pasillos de las plantas, por entre los sarcófagos. El frío era interior, no exterior. Muchos todavía creían que el Instituto de Hibernación era un inmenso frigorífico, pero en realidad la temperatura ambiental no tenía nada que ver con la de los sarcófagos. En pleno invierno los calefactores proporcionaban calor sin que ello afectase el mantenimiento del sistema de hibernación.
Conocía cada nombre, cada caso, incluso la edad o el orden de distribución. No eran dos mil ciento cuarenta y siete extraños, sino seres humanos con un rostro y una identidad. Sus vidas estaban al alcance de cualquiera, en los ordenadores y archivos documentales del Instituto. En un edificio anexo se conservaban los recuerdos de cada hombre y cada mujer, en habitaciones selladas, a la espera de que su dueño volviese a la vida. Libros, útiles de trabajo, fotografías, obras sin terminar, la historia de sus familias… todo cuanto él quiso preservar en vida, o sus herederos aportaron. Un tesoro de incalculable riqueza, un nuevo testimonio histórico.
Huellas.
Había algo, a la hora de juzgar el caso, que el mundo parecía ignorar, y era tan elemental como importante. Aquellas dos mil ciento cuarenta y siete personas no eran… vulgares. Cierto que existían leyes de igualdad, y que la preservación de la vida se armonizó de acuerdo a la raza y no al privilegio obtenido dentro de un marco social, sin embargo… esto era ahora, no en el tiempo en que vivieron ellos. En aquellos sarcófagos había tres reyes, dos reinas, veintitrés jefes de gobierno, escritores, pintores, científicos, músicos… y cómo no, la mayoría de hombres más ricos del primitivo mundo. Y cada uno con su historia a cuestas, su bien y su mal.
Se detuvo frente a su favorito y apoyó una mano en la superficie de cristal endurecido. No podía verse el interior, pero no era necesario hacerlo. A lo largo de uno de los laterales el ordenador individual del sarcófago mostraba las constantes vitales del interior, la relación de temperatura, el tiempo de hibernación… En una pantalla, debajo del nombre, se leía una descripción detallada de su enfermedad y el estado de cada órgano en el momento de la hibernación, antes o después de la muerte clínica. Bastaba manipular el ordenador para que todos los conceptos fuesen ampliados hasta el menor detalle, en especial los que hacían referencia al sistema posible de recuperación. Al otro lado del sarcófago una especie de cordón umbilical le unía a su propio cuadro de registro en el techo, el cual se conectaba directamente con los generadores del sótano.
Una vida latente en paralelismo con el origen de la misma vida. El Instituto era el útero materno, el cuadro de registro el corazón, el ordenador el cerebro, el cordón umbilical de la relación final.
—Róminos Keitel Gutz —leyó en voz alta. Y agregó—: Escritor.
Había crecido con sus obras, ilusionado, dominado por la fantasía, ansioso de ser un día escritor, como él. Fue un esfuerzo inútil porque tanto él como los sistemas educativos y los prospectores anímicos demostraron que no tenía madera de escritor, y sí de médico y científico. No por ello olvidó a Keitel, su abundante obra formada por más de cien novelas además de estudios, tratados y ensayos. El día que se hizo cargo del Instituto y se encontró, como en aquel momento, frente al sarcófago de su más admirado ser, no pudo evitar llorar de emoción.
No había vuelto a llorar hasta el día en que Jan dio positivo en las pruebas de prevención del SIC.
Yeso fue muy distinto.
Pulsó un dígito en el panel de mando del ordenador y una serie de datos cubrió la pantalla. También los sabía de memoria, pero su imagen le recordaba de tanto en tanto que era verdad, que no vivía un sueño: «Róminos Keitel Gutz, nacido el 26 de julio de 1927 en Berna, Suiza. Hibernado el 25 de diciembre de 1999 en el Laboratorio Científico y Tecnológico de Ginebra. Causa de la hibernación: estado de coma por neoplasia pulmonar. Historia: Premio Nobel de Literatura 1995, casado y con dos hijos varones y una hija, cinco nietos…».
Setenta y dos años vivo. Setenta y un años hibernado. Total: ciento cuarenta y tres años desde la fecha de nacimiento, y caso de ser deshibernado y recuperado, con posibilidades de vivir otros treinta años y llegar… al siglo XXII.
Maravilloso… ¿o aterrador?
Miró los sarcófagos que rodeaban al de Keitel. A su derecha tenía el de Yacintus Garopoulos, uno de los tres hombres más ricos del mundo, víctima de un sarcoma óseo e hibernado a los cuarenta y cinco años de edad. El siguiente era el de Daniel Serra, Premio Nobel de Física 2001 y de Química 2007, víctima de una arterioesclerosis e hibernado a los ochenta años de edad, poco después de entrar en coma tras anunciar que en breve haría públicos unos importantes descubrimientos. Encima de él estaba uno de los más curiosos: el sarcófago conteniendo el cuerpo de Isaías De La Mata, uno de los últimos dictadores del sur de la Confederación Americana, hibernado por sus partidarios, trasladado a Suiza inmediatamente, y librado así de las iras de un pueblo revolucionario escasos días después. Nadie, comenzando por la gente de su nación, quería que fuese deshibernado y curado, a no ser para enfrentarse a un juicio sumarísimo por crímenes contra la humanidad, lo cual, en caso de ser declarado culpable, le llevaría directamente a la muerte. Y si no había la menor duda de su culpabilidad, ¿para qué deshibernarle?
Cada hombre y cada mujer, un caso, en su día importante o trascendente, pero hoy convertido en historia, en pasado, salvo porque los protagonistas estaban vivos. «Muertos» singulares como Andrew Harwey, presidente de los Estados Unidos, con una bala incrustada en el ventrículo izquierdo del corazón, y milagrosamente hibernado antes de la muerte clínica. «Vivos» alucinantes, como Gunter Badhauss, hibernado sin hallarse en peligro de muerte ni enfermo, a los treinta años de edad, por un grupo de correligionarios, tras dejar escrita una carta en la que decía que había nacido un siglo antes de hora, y que él no pertenecía a su tiempo, sino a otro. A pesar de su edad revolucionó el pensamiento del cambio de siglo, y lo que para unos fue considerado una locura, para otros fue la evidencia de su genio filosófico. Durante cincuenta años, por lo menos, no podía ser deshibernado, porque evidentemente ingirió una sustancia cuyos efectos duraban ese espacio de tiempo. No fue su única precaución: adosado a su cuerpo tenía un artilugio que podía hacer explosión simpáticamente en caso de un aumento de temperatura. ¿Duración del reloj medidor? Se consideraba que otros cincuenta años. De todo ello hacía ya sesenta.
Vivos y muertos, cuerdos y locos, el más extraño conjunto de personalidades reunidas en unos pocos metros cuadrados. Todos a la espera de una segunda oportunidad en la que confiaron sin saber, sin llegar siquiera a imaginar, que el mundo futuro tan esperado por ellos, y tan maravilloso visto desde el pasado, un día habría de darles la espalda y someter a un eventual juicio social el veredicto de devolverles la vida, mantenerles otros veinte años hibernados, o condenarles para la eternidad cuyo fin evadieron burlándose del destino, o burlándole a la muerte su victoria.
—El hombre ha conseguido dominar la vida y la muerte, o cuando menos manipularla —dijo en voz alta, poniéndole palabras a un pensamiento—. El día que además consiga dominar el tiempo…
¿Debería hibernarse para verlo?
Miró de nuevo los sarcófagos alineados igual que un ejército inmóvil. La ley lo prohibía, pero había algo más, algo que hacía prácticamente imposible en la actualidad desafiarla. Hubo un tiempo en el que cualquiera podía construirse un sistema refrigerador capaz de alcanzar los menos noventa grados necesarios y comprar un equipo de ordenadores médicos o de mantenimiento vital. Bastaba otra persona con ciertos conocimientos médicos o físicos para realizar una hibernación. Hoy ciertos equipos no se vendían salvo pasando posteriormente una inspección de sanidad para contrastar su uso, y los medidores de consumo energético de las sociedades y compañías privadas o estatales, podían saber perfectamente el número y tipo de aparatos de una casa por medio de ese consumo. Una potencia capaz de alcanzar y luego mantener una hibernación… era pues imposible de disimular.
El camino estaba cerrado.
Los sueños del futuro únicamente serían la realidad de sus poseedores, de aquéllos que nacieran a su hora y a su tiempo.
Salvo que él ganase la inminente batalla.
La guerra pendiente.
Sintió el frío de los sarcófagos en su corazón, como si fluyera de ellos y le alcanzara, y regresó a su despacho en la planta baja del Instituto de Hibernación.